Casa desolada

22. El señor Bucket

22. El señor Bucket

La alegoría parece encontrarse bastante fresca en Lincoln’s Inn Fields, aunque la tarde es calurosa, porque el señor Tulkinghorn tiene las dos ventanas abiertas, y el despacho tiene el techo alto y está bien ventilado y sombrío. Es posible que estas características no sean muy deseables cuando llega noviembre con sus nieblas y su granizo, o enero con su hielo y su nieve, pero tienen sus ventajas durante el tiempo caluroso de las vacaciones de verano. Permiten a la Alegoría, pese a sus mejillas sonrosadas, a sus rodillas como ramos de flores y a sus fuertes pantorrillas tostadas y sus brazos musculosos, tener un aire moderadamente fresco esta noche.

Entra mucho polvo por las ventanas del señor Tulkinghorn, y hay mucho más acumulado entre sus muebles y papeles. Hay una capa espesa de polvo por todas partes. Cuando se asusta una brisa del campo, que se ha extraviado y se lanza a ciegas a recuperar el camino, lanza tanto polvo a los ojos de la Alegoría como lanza el derecho —o el señor Tulkinghorn, uno de sus más dignos representantes— a veces a los ojos de los profanos.

En medio de su lóbrego montón de polvo, materia universal a la que se reducen sus documentos y él mismo, y todos sus clientes, y todo lo que existe sobre la Tierra, animal e inanimado, el señor Tulkinghorn está sentado junto a una de sus ventanas abiertas, saboreando una botella de oporto añejo. Aunque es hombre austero, cerrado, seco y silencioso, goza como el que más con el buen vino añejo. Tiene una caja inapreciable de oporto en una bodega disimulada ingeniosamente bajo Lincoln’s Inn, que es uno de sus múltiples secretos. Cuando cena a solas en su despacho, como ha hecho hoy, y hace que le traigan del café su pescado y su bistec o su pollo, desciende con una vela a las regiones resonantes que hay debajo de la mansión vacía y, precedido de un remoto tronar de puertas, regresa gravemente, envuelto en un aire polvoriento y cargado con una botella, de la que vierte un radiante néctar de cincuenta años que se sonroja en la copa al verse tan famoso y llena todo el despacho con la fragancia de las uvas del Sur.

El señor Tulkinghorn paladea su vino, sentado en el crepúsculo junto a su ventana. Como si el vino le hablase en voz baja de sus cincuenta años de silencio y aislamiento, el hecho es que lo deja todavía más encerrado en sí mismo. Más impenetrable que nunca, se queda ahí sentado y bebiendo, y se va ablandando, por así decirlo, en secreto; pondera, en esa hora intermedia, todos los misterios que conoce, relacionados con bosques umbríos en el campo, y enormes casas vacías y cerradas en la ciudad, y quizá dedique uno o dos pensamientos a sí mismo y a la historia de su familia, y a su dinero, y a su testamento (todo lo cual es un misterio para todo el mundo), y al único amigo que ha tenido jamás, un hombre de igual carácter que él, también abogado, que hizo la misma vida que él hasta cumplir los setenta y cinco años y que entonces concibió (según se supone) la idea de que todo aquello era demasiado monótono, una tarde de verano le regaló su reloj de oro a su peluquero, se fue andando calmosamente hacia el Temple y se ahorcó.

Pero el señor Tulkinghorn no está solo esta noche para reflexionar tanto tiempo como de costumbre. Sentado a la misma mesa que él, aunque con la silla modesta e incómodamente apartada de ella, hay un hombre calvo, reposado y lustroso, que tose respetuosamente tapándose la boca con la mano cuando el abogado le dice que llene su copa.

—Bueno, Snagsby —dice el señor Tulkinghorn—, repasemos esa vieja historia.

—Como usted quiera, señor.

—Me dijo cuando tuvo usted la amabilidad de venir aquí anoche…

—Por lo cual le pido excusas si me tomé una libertad excesiva, señor, pero recordé que se había tomado usted un cierto interés por aquella persona y me pareció posible que… quizá… deseara usted…

El señor Tulkinghorn no es hombre que vaya a ayudarlo a extraer conclusiones ni que vaya a reconocer ninguna posibilidad en asuntos que guarden relación consigo mismo. Así que el señor Snagsby pierde el hilo y dice con una tosecilla tímida: «Le aseguro que lo lamento mucho si me he tomado una libertad…»

—En absoluto —responde el señor Tulkinghorn—. Me dice usted, Snagsby, que se puso el sombrero y se vino inmediatamente, sin decirle nada a su mujer. Eso me parece muy prudente, porque no es asunto de tanta importancia que merezca la pena mencionarlo.

—Bueno, señor —replica el señor Snagsby—, la verdad es que mi mujercita (por no andarnos con circunloquios) es curiosa. Es curiosa. Pobrecita, le dan espasmos y le conviene tener la cabeza ocupada. Y por eso la ocupa…, debería decir en todo lo que puede averiguar, tanto si es asunto suyo como si no…, sobre todo si no lo es. Mi mujercita tiene la cabeza muy ocupada, señor.

El señor Snagsby bebe y murmura admirado con una tos que tapa con la mano: «¡Dios mío, verdaderamente magnífico!»

—¿Por eso no dijo usted nada de su visita de ayer? —pregunta el señor Tulkinghorn—. ¿Ni tampoco de la de hoy?

—Sí, señor. Ni tampoco de la de hoy. Mi mujercita atraviesa actualmente (para no andarnos con circunloquios) por una fase de religiosidad, o lo que ella considera tal, y asiste a los Ejercicios Vespertinos (que es como los llaman) de un reverendo llamado Chadband. Éste tiene grandes dotes de elocución, sin duda, pero a mí no me agrada demasiado su estilo. Pero eso no tiene importancia. Como mi mujercita estaba ocupada en eso, me resultó más fácil venir aquí discretamente.

El señor Tulkinghorn asiente.

—Sírvase usted, Snagsby.

—Gracias, señor, muchas gracias —responde el papelero con su tosecilla deferente—. ¡Un vino magnífico, señor!

—Ya es difícil de encontrar —dice el señor Tulkinghorn—. Tiene cincuenta años.

—¿De verdad, señor? Pero desde luego no me sorprende saberlo. Podría tener… casi cualquier edad —y tras rendir este homenaje general al oporto el señor Snagsby en su modestia tose tapándose la boca con la mano como para pedir excusas por beber algo tan precioso.

—¿Podría usted repetirme, una vez más, lo que dijo el muchacho? —pregunta el señor Tulkinghorn, metiéndose las manos en los bolsillos de su descolorido y anticuado calzón corto, y repantigándose calmosamente en la silla—. Con mucho gusto, señor.

Y el papelero repite fielmente, aunque con una cierta prolijidad, la declaración hecha por Jo a los invitados reunidos en la casa. Al llegar al final de su narración, da un respingo y se interrumpe diciendo: «¡Ay, por Dios, ni siquiera me había dado cuenta de que estaba presente otro caballero!».

El señor Snagsby se alarma al ver entre él y el abogado, a poca distancia de la mesa, a un personaje que lleva en la mano un sombrero y un bastón, que lo mira atentamente, que no estaba cuando él llegó y que no ha entrado después de su llegada por puerta ni ventana alguna. En el despacho hay otra puerta, pero sus goznes no han chirriado, ni se han oído en ningún momento pasos sobre el suelo. Y, sin embargo, ahí está esa tercera persona, con su mirada atenta, su bastón y su sombrero en mano y las manos a la espalda, que escucha silenciosa y calmosamente. Se trata de un hombre robusto, de aspecto sólido, mirada aguda, vestido de negro, de mediana edad. A primera vista no tiene nada de notable, salvo la manera fantasmal en que ha aparecido, y contempla al señor Snagsby como si fuera a hacerle un retrato.

—No se preocupe por este caballero —dice el señor Tulkinghorn con sus modales reposados—. No es más que el señor Bucket.

—Muy bien, señor —responde el papelero, quien expresa con una tosecilla que no tiene la menor idea de quién es el señor Bucket.

—Quería que oyese este relato —continúa el abogado—, porque siento un cierto deseo (y tengo mis motivos) de saber más del asunto, y este señor es muy experto en este tipo de asuntos. ¿Qué dice usted, Bucket?

—Está muy claro, señor. Como nuestra gente ha hecho circular a ese arrapiezo, y no se le puede encontrar en su antigua ocupación, si el señor Snagsby no se opone a ir conmigo a Tomsolo y señalármelo, podemos traerlo aquí en menos de dos horas. Claro que también podría encontrarlo yo sin necesidad del señor Snagsby, pero me llevaría más tiempo.

—El señor Bucket es agente de policía, Snagsby —explica el abogado.

—¡Ah! ¿Sí, señor? —replica el papelero, cuyo escaso pelo revela una gran tendencia a ponerse de punta.

—Y si efectivamente no se opone usted a acompañar al señor Bucket al lugar mencionado —continúa el abogado—, le agradeceré mucho que vaya con él.

Cuando el señor Snagsby titubea un momento, Bucket penetra hasta el fondo de sus pensamientos.

—No tema perjudicar al muchacho —dice—. No corre el menor peligro. El chico no tiene por qué preocuparse. No queremos más que traerlo aquí a que responda a alguna preguntilla que quiero hacerle, le pagaremos algo en compensación y después podrá irse. Es algo que le conviene. Le prometo personalmente que el chico podrá volver a su casa sin más problemas. No tema perjudicarlo, porque no es eso.

—¡Muy bien, señor Tulkinghorn! —exclama, más animado y tranquilo, el señor Snagsby—. En tal caso…

—¡Sin duda! Y mire, señor Snagsby —continúa diciendo Bucket, que lo toma del brazo y lo aparta a un lado, dándole un golpecillo amistoso en el pecho y hablándole en tono confidencial—: usted es un hombre de mundo, un hombre de negocios y de sentido común. Eso lo sabe usted muy bien.

—Desde luego, le agradezco la buena opinión que tiene usted de mí —responde el papelero con su tosecilla de modestia—, pero…

—Lo sabe usted perfectamente —dice Bucket—. Por eso no hace falta decir a alguien como usted, con un negocio como el suyo, que requiere confianza y una persona bien despierta y con los ojos bien abiertos y la cabeza bien puesta sobre los hombros (un tío mío trabajaba en lo mismo que usted); decía que a alguien como usted no hace falta decirle que lo mejor y lo más prudente es mantener en silencio los asuntillos de este tipo. ¿Me entiende? ¡En silencio!

—Desde luego, desde luego —replica el otro.

—No me importa decirle a usted —señala el señor Bucket con una franqueza cautivadora— que, según parece, es posible qué el difunto tuviera derecho a un pequeño patrimonio, y es posible que la mujer esa esté maniobrando en relación con ese patrimonio. ¿Me comprende?

—¡Ah! —exclama el señor Snagsby, pero no parece comprender en absoluto.

—Y, sin duda, lo que usted desea —sigue diciendo el señor Bucket, que vuelve a darle al señor Snagsby un golpecito suave en el pecho, como para tranquilizarlo— es que a ojos de la ley todo el mundo debe recibir lo que es justo. Y eso es lo que desea usted, ¿no?

—Desde luego —asiente el señor Snagsby—. Debido a lo cual, y al mismo tiempo para hacer un favor a un… ¿cómo se dice en su profesión, cliente o comprador? No recuerdo cómo decía mi tío.

—Bueno, yo, por lo general, digo cliente —replica el señor Snagsby.

—¡Exactamente! —responde el señor Bucket, que le da un apretón de manos muy afectuoso—, y debido a eso, y al mismo tiempo para hacer un favor a un cliente muy bueno, querrá usted venir conmigo discretamente a Tomsolo y mantenerlo todo en silencio después, sin decir nada a nadie. ¿Entiendo bien que eso es lo que usted desea?

—Tiene usted razón, señor. Toda la razón.

—Bueno, pues tenga usted su sombrero —añade su nuevo amigo, que parece conocer la prenda igual de bien que si la hubiera fabricado él mismo—, y si está usted listo, vamos.

Dejan al señor Tulkinghorn bebiendo su vino viejo sin que una sola onda rice la superficie de sus profundidades insondables, y bajan a la calle.

—¿No conocerá usted, por casualidad, a una excelente persona llamada Gridley? —pregunta Bucket, en amigable conversación, mientras bajan las escaleras.

—No —dice el señor Snagsby, reflexionando—. No conozco a nadie que se llame así. ¿Por qué?

—Nada especial —dice Bucket—, salvo que, tras dejarse dominar demasiado por los nervios, y amenazar a algunas personas respetables, ahora está escondido para que yo no pueda detenerlo como tengo órdenes de hacer, y me parece lamentable que una persona inteligente actúe de ese modo.

Por el camino, el señor Snagsby observa con curiosidad que por muy rápido que anden, su compañero siempre parece estar al acecho y alerta de una manera indefinible; también, que, siempre que gira a la derecha o a la izquierda, hace como si tuviera la idea fija de seguir derecho, y el giro lo hace abruptamente en el último instante. De vez en cuando, si pasan junto a un agente de policía de patrulla, el señor Snagsby advierte que tanto el agente como su guía parecen caer en un estado de profunda abstracción al verse, y que parecen no darse cuenta el uno de la presencia del otro, mientras miran fijamente a un espacio vacío. En unos cuantos casos, cuando el señor Bucket llega ante algún joven de baja estatura que lleva un sombrero reluciente, con el pelo brillante aplastado a ambos lados de la cabeza, lo toca con el bastón, casi sin mirarlo, y cuando el joven se da la vuelta, se evapora instantáneamente. Casi todo el tiempo, el señor Bucket observa las cosas, en general, con un gesto tan inmutable como el gran anillo de luto que lleva en el meñique, o como el broche, compuesto no tanto por diamantes como por un gran engarce que lleva en la camisa.

Cuando por fin llegan a Tomsolo, el señor Bucket se detiene un momento en la esquina y recibe una linterna sorda del agente que está allí de servicio, que después lo acompaña con su propia linterna sorda enganchada a la cintura. El señor Snagsby pasa entre sus dos conductores por en medio de una calle sórdida, sin ventilación, enfangada y llena de charcos malolientes —aunque en el resto de la ciudad las calzadas están secas—, de la que se desprenden tales hedores y visiones que quien haya vivido toda su vida en Londres apenas si puede dar crédito a sus sentidos. De esta calle y sus montones de ruinas salen otras calles y otros callejones tan horrendos que el señor Snagsby se siente mal física y espiritualmente, como si se fuera hundiendo más a cada momento en un abismo infernal.

—Apártese usted un momento, señor Snagsby —dice Bucket cuando se les acerca una especie de palanquín andrajoso, rodeado de un grupo vociferante—. ¡Es la fiebre que viene por la calle!

Cuando pasa a su lado la víctima invisible, la multitud abandona ese objeto de atracción y se cierne en torno a los tres visitantes como una pesadilla poblada de rostros horribles, y después desaparece entre callejas y ruinas y detrás de unos muros, aunque con gritos intermitentes y silbidos agudos de advertencia sigue recordándoles que allí sigue hasta que se marchan del lugar.

—¿Son ésas las casas de la epidemia, Darby? —pregunta fríamente el señor Bucket al enfocar con su linterna sorda una pila de ruinas malolientes.

Darby replica que «todas ellas», y además que en toda la fila, desde hace meses, la gente «muere a docenas», y se la llevan, tantos a los muertos como a los moribundos, «como a ovejas apestadas». Cuando Bucket observa al señor Snagsby, al volverse a poner en marcha, que no tiene buena cara, el señor Snagsby responde que le da la sensación de que le resulta imposible respirar ese aire fétido.

Preguntan en varias casas por un chico llamado Jo. Como en Tomsolo son pocas las personas conocidas por su nombre de pila, mucha gente trata de averiguar si el señor Snagsby se refiere al Zanahoria, o al Coronel, o al Ahorcado, o al Cincel, o al Tip el Terrier, o al Flaco, o al Ladrillo. El señor Snagsby lo describe una vez tras otra. Hay diversidad de opiniones acerca del original de su retrato. Unos piensan que debe ser el Zanahoria, otros dicen que el Ladrillo. Les traen al Coronel, pero no se le parece en nada. Cada vez que el señor Snagsby y sus conductores se detienen, se forma una multitud en torno a ellos, y desde sus filas escuálidas le llegan al señor Bucket consejos obsequiosos. Cada vez que se ponen en marcha y brillan furiosamente sus linternas, la multitud desaparece y revolotea en torno a ellos por los callejones, entre las ruinas y tras los muros, igual que antes.

Por fin se encuentra una madriguera, en la que suele pasar las noches el Duro, o el chico Duro; y parece que el chico Duro puede ser Jo. Una comparación de notas entre el señor Snagsby y la propietaria de la casa —una cara de borracha envuelta en un pañuelo negro, que sale de entre un montón de trapos caídos en el suelo de una perrera que constituye su residencia particular— desemboca en esta conclusión. El Chico Duro ha ido al médico a buscar un frasco de medicina para una enferma, pero va a volver en seguida.

—¿Y quién hay aquí esta noche? —comenta el señor Bucket, abriendo otra puerta, que ilumina con su linterna sorda—. Dos borrachos, ¿eh? ¿Y dos mujeres? Los hombres están bien —añade, tras apartar a cada uno de ellos el brazo con que se tapa la cara para contemplarla—. ¿Son vuestros hombres, chicas?

—Sí, señor —responde una de las mujeres—. Son nuestros maridos.

—Ladrilleros, ¿eh?

—Sí, señor.

—¿Qué hacéis aquí? No sois de Londres.

—No, señor. Somos de Hertfordshire.

—¿De qué parte de Hertfordshire?

—Saint Albans.

—¿Y os dedicáis a vagabundear?

—Llegamos a pie ayer. Allí no hay trabajo, pero con venir aquí no hemos sacado nada, y me creo que no vamos a sacar nada en limpio.

—Desde luego, aquí no —dice el señor Bucket, volviendo la cabeza hacia las figuras que yacen inconscientes en el suelo.

—Y tanto que no —replica la mujer, con un suspiro—. Jenny y yo lo sabemos de sobras.

Aunque el cuarto tiene dos o tres pies más de altura que la puerta, tiene el ennegrecido techo tan bajo, que el más alto de los visitantes lo tocaría con la cabeza si se irguiera. Es ofensivo para todos los sentidos; incluso el velón arde con una llama pálida y enfermiza en ese aire contaminado. Hay dos bancos alargados y otro más alto que hace de mesa. Los hombres yacen dormidos en el mismo punto en el que cayeron, pero las mujeres están sentadas al lado del velón. La mujer que ha hablado lleva en brazos un niño muy pequeño.

—¿Qué edad tendrá esa criatura? —pregunta Bucket—. No parece tener más de un día —y ahora habla sin ninguna aspereza al iluminar suavemente al bebé con la linterna. Al señor Snagsby le trae un recuerdo extraño de otro niño, envuelto en un halo de luz, al que ha visto en los cuadros.

—Todavía no ha cumplido las tres semanas, señor —dice la mujer.

—¿Es hijo tuyo?

—Mío.

La otra mujer, que se inclinaba hacia el bebé cuando entraron ellos en el cuarto, vuelve a inclinarse y le da un beso mientras él sigue durmiendo.

—Pareces quererlo tanto como si fuera hijo tuyo —dice el señor Bucket.

—Tuve uno igual que él, señor, y murió.

—¡Ay, Jenny, Jenny! —le dice la otra mujer—. Más vale así. ¡Más le vale haber muerto que seguir vivo, Jenny! ¡Mucho más!

—Bueno, no serás tan antinatural como para desear que muera tu propio hijo, ¿verdad? —exclama el señor Bucket severamente.

—Bien sabe Dios que no, señor —le responde ella—. Le defendería con mi propia vida si pudiera, igual que cualquier señorona.

—Entonces no digas esas cosas —dice el señor Bucket, que vuelve a ablandarse—. ¿Por qué las dices?

—Me vino a la cabeza, señor —replica la mujer, cuyos ojos se llenan de lágrimas—, al ver cómo duerme el pobrecito. Si no se volviera a despertar, me daría una que me tomarían por loca. Eso lo sé muy bien. Yo estaba con Jenny cuando ella perdió al suyo, ¿no es verdad, Jenny?, y sé la pena que le dio. Pero mire usted este sitio. Míreles —contemplando a los que duermen en el suelo—. Mire al chico que están buscando, que ha salido a hacer una buena obra. ¡Piense en los chicos que tanto trabajo le dan a usted, y cómo los ve usted crecer!

—Bueno, bueno —dice el señor Bucket—, si le educas para que sea honrado, será la alegría de tu vida y el báculo de tu vejez, ya verás.

—Es lo que pienso intentar —responde ella, secándose los ojos—. Pero esta noche, como estaba tan cansada y con los dolores de la fiebre, he estado pensando en todas las cosas con que va a tropezar. Mi hombre se opondrá, y le pegará, y verá cómo me pega a mí, y tendrá miedo de venir a casa, y se puede desviar del buen camino. Aunque yo me mate a trabajar por él con todas mis fuerzas, no tengo a nadie que me ayude, y si se hace malo, haga yo lo que haga, y si llega un día en que cuando le esté velando el sueño le veo cambiado y endurecido, ¿no le parece normal que cuando le veo dormido en mis brazos piense que más le valdría morirse, igual que se murió el de Jenny?

—¡Vamos, vamos! —dice Jenny—. Liz, estás cansada y enferma. Déjamele a mí.

Y al tomarlo en brazos desplaza la pañoleta de la madre, pero se la vuelve a arreglar rápidamente sobre el seno herido y contusionado en el que reposaba el bebé.

—Es mi hijo muerto —dice Jenny, que se pasea arriba y abajo arrullando al bebé— el que me hace querer tanto a este niño, y es mi hijo muerto el que hace que ella también le quiera tanto y hasta pensar que se le pueden quitar. Mientras ella piensa en eso, yo pienso en la suerte que sería si pudiera recuperar a mi cariñín. ¡Pero las dos pensamos en lo mismo, aunque no lo sepamos decir bien, porque somos unas pobres desgraciadas!

Mientras el señor Snagsby se suena la nariz y emite una tosecilla de solidaridad, se oyen pisadas fuera. El señor Bucket ilumina la puerta con su linterna y pregunta al señor Snagsby:

—¿Y qué dice usted del Chico Duro? ¿Es éste?

—Es Jo —dice el señor Snagsby.

Jo aparece estupefacto e inmóvil en medio del círculo de luz, como una figura harapienta en el centro de una linterna mágica, tembloroso al pensar que ha infringido la ley por no haber circulado lo suficiente. Sin embargo, como el señor Snagsby lo consuela con la seguridad de que «no se trata más que de un trabajo que te van a pagar, Jo», se recupera, y cuando el señor Bucket se lo lleva afuera para sostener una pequeña conversación en privado, cuenta su historia satisfactoriamente, aunque sin aliento.

—Ya lo he arreglado con el chico —dice el señor Bucket a su regreso—, y todo está en orden. Ahora estamos pendientes de usted, señor Snagsby.

Primero, Jo tiene que terminar su buena obra y entregar la medicina que ha ido a buscar, cosa que hace con las lacónicas instrucciones siguientes: «Hay que tomarlo de golpe». Después, el señor Snagsby tiene que dejar en la mesa media corona, su panacea universal para una variedad inmensa de aflicciones. En tercer lugar, el señor Bucket tiene que tomar a Jo por el brazo, un poco encima del codo, para que ande un poco por delante de él, sin cuyo ritual no se podría llevar profesionalmente al Chico Duro ni a ningún otro sujeto a Lincoln’s Inn Fields. Una vez adoptadas esas disposiciones, desean buenas noches a las dos mujeres y vuelven a salir a la oscuridad y la fetidez de Tomsolo.

Salen de allí gradualmente por los mismos caminos malolientes por los que descendieron a aquel abismo; rodeados de una multitud que va y viene y silba y los acecha, hasta llegar al límite donde devuelven las linternas al agente. Allí, la multitud, cual un grupo de demonios enjaulados, se da la vuelta dando gritos, y desaparece. Van primero a pie y luego en coche por calles más despejadas y más frescas, por calles que jamás hasta ahora le habían parecido al señor Snagsby tan claras y tan frescas, hasta llegar a la puerta del señor Tulkinghorn.

Mientras suben las sombrías escaleras (pues las oficinas del señor Tulkinghorn están en el primer piso), el señor Bucket menciona que lleva en el bolsillo la llave de la puerta de fuera, y que no hace falta llamar. Para una persona tan experta en este género de cosas, Bucket tarda en abrir la puerta, y además hace bastante ruido. Quizá esté advirtiendo de su llegada.

En todo caso, por fin llegan al vestíbulo, donde arde una lámpara, y pasan al despacho habitual del señor Tulkinghorn, donde estaba bebiendo su vino añejo esta noche. No está él, pero sí están sus dos anticuados candelabros, y el aposento está medianamente iluminado.

El señor Bucket, que sigue agarrando profesionalmente a Jo, y parece al señor Snagsby estar dotado de un número ilimitado de ojos, da unos pasos por el interior del despacho cuando Jo da un respingo y se para.

—¿Qué pasa? —pregunta Bucket, en susurros.

—¡Ahí está! —exclama Jo.

—¿Quién?

—¡La señora!

En medio del aposento, donde cae la luz sobre ella, hay una figura femenina, envuelta en velos. Está inmóvil y en silencio. La figura está frente a ellos, pero no hace caso de su entrada y sigue erguida como una estatua.

—Ahora, dime cómo sabes que es esa señora —inquiere el señor Bucket, en voz alta.

—Conozco ese velo —replica Jo, mirando fijamente—, y el sombrero, y el vestío.

—No te vayas a equivocar, Duro —advierte Bucket, que lo observa atento—. Fíjate bien.

—Me estoy fijando lo que puedo —dice Jo con los ojos desorbitados— y es el mismo velo, el mismo sombrero y el mismo vestío.

—¿Y los anillos que me dijiste? —pregunta Bucket.

—Son ésos que le brillan —dice Jo, frotándose los dedos de la mano izquierda con los nudillos de la derecha, sin apartar la mirada de la figura.

Ésta se quita el guante derecho y muestra la mano.

—Y ahora, ¿qué dices? —pregunta Bucket.

Jo niega con la cabeza:

—No son esos anillos, ni . No es la misma mano.

—¿Qué dices? —repite Bucket, aunque evidentemente se siente complacido, y mucho.

—La otra tenía la mano mucho más blanca, mucho más delicá y mucho más chica.

—Bueno, y a la próxima me vas a decir que yo soy mi madre —dice el señor Bucket—. ¿Te acuerdas de la voz de la señora?

—Creo que sí —dice Jo.

La figura habla:

—¿Era mi voz? Seguiré hablando todo el tiempo que quieras, si no estás seguro. ¿Era mi voz, o se parecía a mi voz?

Jo contempla, sorprendido, al señor Bucket.

—¡No se parece !

—Entonces, ¿por qué dijiste que ésta era la señora? —replica el temible personaje, señalando a la figura.

—Pues —dice Jo, con una mirada perpleja, pero sin sentir su confianza quebrantada en lo más mínimo—, pues porque es el velo, y el sombrero y el vestío. Es ella y no es ella. No es la misma mano, ni los anillos, ni la voz. Pero es el mismo velo, y el sombrero y el vestío, y le caen igual que le caían a ella, y es igual de alta que ella, y me dio un soberano y se fue.

—¡Bueno! —dice el señor Bucket pausadamente—, no nos has valido de gran cosa. Pero, en todo caso, ten cinco chelines. Ten cuidado cómo los gastas, y no te metas en líos. —Cuenta furtivamente las monedas que tiene en una mano y se las pasa a la otra como si fueran fichas de juego, cosa que es costumbre en él, pues las usa a menudo para hacer pequeños juegos de prestidigitación, y después se las pone al chico en la mano en un montoncito y lo lleva hasta la puerta, dejando al señor Snagsby, muy poco tranquilo en tan misteriosas circunstancias, a solas con la figura velada. Pero cuando el señor Tulkinghorn entra en el despacho, se levanta el velo y aparece una francesa de bastante buen aspecto, aunque con una expresión muy tensa.

—Gracias, Mademoiselle Hortense —dice el señor Tulkinghorn con su habitual ecuanimidad—. No la molestaré más con esta pequeña apuesta.

—¿Tendrá usted la amabilidad de recordar, señor, que actualmente estoy sin empleo? —pregunta mademoiselle.

—¡Desde luego, desde luego!

—¿Y de hacerme el favor de darme su influyente recomendación?

—Evidentemente, Mademoiselle Hortense.

—La palabra del señor Tulkinghorn vale mucho.

—No le faltará a usted, Mademoiselle.

—Tenga usted la seguridad de que le quedo muy agradecida, señor.

—Buenas noches.

Mademoiselle se marcha con una elegancia innata, y el señor Bucket, a quien, en caso de necesidad, el papel de maestro de ceremonias también le resulta muy natural, la acompaña hasta el piso de abajo, no sin una cierta galantería.

—¿Qué le parece, Bucket? —le pregunta Tulkinghorn cuando regresa.

—Todo coincide, señor, tal como había previsto yo que coincidiría. No cabe duda de que era la otra con el vestido de ésta. El chico fue muy preciso en cuanto a los colores y todo lo demás. Señor Snagsby, le di mi palabra de que podría marcharse tranquilo. ¡No me diga que no la he cumplido!

—La ha cumplido usted, señor —contesta el papelero—, y si ya no le hago falta, señor Tulkinghorn, creo que mi mujercita se estará poniendo nerviosa y…

—Gracias, Snagsby; ya no lo necesito —dice el señor Tulkinghorn—. Le estoy muy agradecido por las molestias que se ha tomado.

—No hay de qué, señor. Muy buenas noches.

—Mire usted, señor Snagsby —dice el señor Bucket cuando lo acompaña a la puerta y mientras le estrecha la mano reiteradamente—, lo que me agrada de usted es que es muy discreto; eso es lo que me agrada. Cuando sabe usted que ha actuado correctamente, lo olvida; acabó el asunto, y no hay más que hablar. Eso es lo que me agrada.

—Desde luego, es como me gusta actuar —responde el señor Snagsby.

—No, no se hace usted justicia. No es como le gusta a usted actuar, sino como actúa. Eso es lo que más aprecio yo en las personas de su profesión.

Snagsby da una respuesta adecuada, y se va a su casa tan confuso por los acontecimientos de la velada, que no sabe si está despierto o no, duda de la realidad de las calles que recorre, duda de la realidad de la luna que brilla sobre su cabeza. Deja de dudar de todas esas cosas al enfrentarse con la realidad indiscutible de la señora Snagsby, que está sentada en medio de una perfecta colmena formada por bigudíes y gorro de dormir, que ha enviado Guster a la comisaría de policía a informar oficialmente de que han secuestrado a su marido y que en las dos últimas horas ha pasado con el mayor decoro por todo género de desvanecimientos. Pero, como dice con sentimiento la mujercita, ¡nadie se lo agradece!

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