31. Enfermera y paciente
31. Enfermera y paciente
No hacía muchos días que había vuelto yo a casa cuando una tarde subí a mi habitación a ver lo que estaba escribiendo Charley en su cuaderno. A Charley le resultaba muy difícil aprender a escribir, y no parecía que pudiera dominar a la pluma, sino que en su mano la pluma aparentaba adquirir una animación perversa, y saltaba y se encabritaba, se detenía de repente, corveteaba y gambeteaba, como un caballo indómito. Resultaba algo muy extraño ver qué letras tan raras iba formando la manita de Charley, por lo encogidas, deformes y tambaleantes que le salían, cuando aquella manita era tan regordeta y torneada. Pero Charley hacía muy bien todo lo demás, y tenía unos deditos de lo más diestros para todo género de cosas.
—Bueno, Charley —le dije al ver una copia de la letra «O» que estaba representada como algo cuadrado unas veces, triangular otras, o en forma de pera o de mil otras formas—, parece que vamos mejorando. Si logramos que salga redonda, Charley, estará perfecta.
Entonces hice yo una, y Charley hizo otra, y la pluma no sacó entera la «O» de Charley, sino que la convirtió en un nudo.
—No importa, Charley; con el tiempo nos saldrá bien.
Charley dejó la pluma en la mesa, porque había terminado de copiar; abrió y cerró la manita crispada, miró gravemente a la página, medio orgullosa, medio dudosa, se levantó y me hizo una reverencia.
—Gracias, señorita; ¿conocía usted a una pobre mujer que se llama Jenny, con su permiso, señorita?
—¿Una que estaba casada con un ladrillero, Charley? Sí.
—Pues vino a hablar conmigo cuando salí hace un rato, y me dijo que la conocía a usted, señorita. Me preguntó si no era yo la doncella de la señorita, o sea, de usted, señorita, y le dije que sí, señorita.
—Creía que se había ido de aquí, Charley.
—Y se había ido, señorita, pero ha vuelto a casa, señorita, ella y Liz. ¿Conocía usted a otra pobre mujer que se llama Liz?
—Creo que sí, Charley, aunque no me acuerdo de cómo se llamaba.
—¡Eso fue lo que dijo ella! —comentó Charley—. Han vuelto las dos señorita, después de mucho andar por ahí.
—¿Mucho andar por ahí, Charley?
—Sí, señorita. —Si Charley hubiera podido hacer las letras tan redondas como ponía ahora los ojos al mirarme, hubiera sido excelente—. Y la pobre vino a casa tres o cuatro días, esperando verla a usted, señorita; dijo que no quería más que eso, pero usted no estaba. Entonces fue cuando me vio a mí —dijo Charley con una risita breve, encantada y orgullosa—, ¡y pensó que yo tenía el aspecto de ser su doncella de usted!
—¿De verdad, Charley?
—¡Sí, señorita! ¡De verdad se lo digo! —Y Charley, con otra risita breve y encantada, volvió a abrir mucho los ojos, y después puso el gesto de seriedad apropiado para mi doncella. Yo nunca me cansaba de ver cómo disfrutaba Charley con aquel honor, cómo se erguía ante mí con aquella cara y aquel cuerpo tan aniñados y aquellos modales tan firmes, y cómo se advertía en medio de todo aquello su alegría infantil.
—¿Y dónde la viste, Charley? —le pregunté.
A mi doncellita se le entristeció la cara al replicar:
—Junto a la clínica del doctor, señorita. —Porque Charley todavía estaba de luto.
Pregunté si la mujer del ladrillero estaba enferma, pero Charley me dijo que no. Era un chico. Un chico que estaba en casa de aquella mujer, que había llegado a pie a Saint Albans y que seguía a pie no sabía adónde. Un pobre chico, dijo Charley. No tenía ni padre, ni madre, ni nadie. «Como podía haberle pasado a Tom, señorita, si después de padre nos hubiéramos muerto Emma y yo», dijo Charley, a quien se les llenaron de lágrimas los ojazos redondos.
—¿Y le iba a comprar medicinas, Charley?
—Me dijo, señorita —respondió Charley—, que él había hecho lo mismo por ella.
Mi doncellita tenía un gesto tan preocupado, y tenía las manos tan apretadas mientras me miraba, que no me resultó difícil leer sus pensamientos, y le dije:
—Bueno, Charley, me parece que lo mejor que podemos hacer es ir a casa de Jenny, a ver qué pasa.
La alacridad con la que Charley me trajo el sombrero y el velo, y con que, después de ayudarme a vestirme, se arrebujó de manera tan rara en su cálido chal, de modo que parecía una viejecita, bastó para expresar lo dispuesta que estaba. De modo que nos fuimos, Charley y yo, sin decir nada a nadie.
Era una noche fría y desapacible, y los árboles se agitaban con el viento. Todo el día había estado cayendo una lluvia constante y densa, y los anteriores, también. Pero en aquel momento no llovía. Había aclarado en parte, pero seguía muy cubierto, incluso por encima de nosotras, donde se divisaban algunas estrellas. En el Norte y el Noroeste, donde se había puesto el sol hacía tres horas, se veía una luz pálida y mortecina, que era al mismo tiempo atractiva e inquietante, y hacia ella apuntaban ondulantes unos filamentos largos y grises de nubes, como un mar que se hubiera quedado inmovilizado en su oleaje. En la dirección de Londres se advertía un resplandor lívido sobre el páramo oscurecido, y el contraste entre aquellas dos luces, y la visión que sugería la luz más roja de un fuego sobrenatural que luciera sobre todos los edificios invisibles de la ciudad, y sobre todos los millares de rostros de sus asombrados habitantes, prestaba a todo una enorme solemnidad.
Aquella noche no tenía yo la menor idea, ni la más mínima, de lo que pronto iba a ocurrirme. Pero después siempre he recordado que cuando nos detuvimos en la puerta del jardín a contemplar el cielo, y cuando seguimos nuestro camino, tuve por un momento la impresión indefinible de mí misma como algo diferente de lo que era en aquel momento. Sé que fue justo en aquel momento cuando la experimenté. Desde entonces siempre he relacionado aquella sensación con el lugar y el momento exactos, con las voces distantes que llegaban del pueblo, los ladridos de un perro y el ruido de unas ruedas que bajaban por una cuesta embarrada.
Era un sábado por la noche, y casi toda la gente que vivía en el sitio al que íbamos nosotras estaba bebiendo en otra parte. Todo estaba más tranquilo que en mi última vi sita, pero igual de miserable. Los hornos estaban encendidos, y hasta nosotros llegaba un vapor sofocante con un resplandor azul pálido.
Llegamos a la casita, en cuya ventana medio rota ardía débilmente una vela. Llamamos a la puerta y entramos. La madre del niño que había muerto estaba sentada en una silla junto a un pobre fuego, cerca de la cama, y frente a ella, un chico con muy mal aspecto se acurrucaba en el suelo, apoyado en la chimenea. Tenía bajo el brazo, como si fuera un paquetito, un trozo arrancado de un gorro de piel, y aunque trataba de calentarse, tiritaba tanto que la puerta y la ventana desvencijadas también temblaban. El aire estaba más enrarecido que la última vez, con un olor malsano y muy raro.
Cuando dirigí la palabra a la mujer, que fue en el momento de entrar, no me había levantado el velo. Instantáneamente, el muchacho se puso en pie como pudo y se me quedó mirando con una extraña expresión de sorpresa y terror.
Reaccionó con tal rapidez, y era tan evidente que aquello era por causa mía, que me detuve, en lugar de seguir avanzando.
—No quiero golver al cementerio —murmuró el chico—. ¡Le digo que no voy a golver!
Me levanté el velo y me dirigí a la mujer. Ésta me dijo, en voz baja:
—No haga caso, señora. Ya le volverá el juicio —y a él le dijo—: Jo, Jo, ¿qué pasa?
—¡Ya sé a qué ha venío ésa! —gritó el chico.
—¿Quién?
—Esa señora. Ha venío para llevarme al cementerio.
—No quiero golver al cementerio. No me gusta esa palabra. A lo mejor me quiere enterrar a mí —y como le volvieron a entrar los temblores, se apoyó en la pared e hizo temblar la choza.
—Se ha pasado diciendo lo mismo todo el día, señora —dijo Jenny en voz baja—. ¡Deja de mirar! Es mi señora, Jo.
—¿Seguro? —respondió con voz de duda el chico, contemplándome con un brazo puesto en la frente ardorosa—. A mí me parece que es la otra. No es por el gorro ni por el traje, pero me parece que es la otra.
Mi pequeña Charley, con su experiencia prematura en materia de enfermedades y problemas, se había quitado el sombrero y el chal, y ahora se le acercó en silenció con una silla y le hizo sentarse en ella, como si fuera una enfermera vieja y experta. Salvo que ninguna enfermera profesional hubiera podido mostrarle la carita aniñada de Charley, que pareció inspirarle confianza.
—¡Bueno! —dijo el chico—. Lo que usted diga. ¿Esta señora no es la otra señora?
Charley lo negó con la cabeza, mientras lo iba abrigando metódicamente con los harapos que llevaba el propio chico, para taparlo todo lo posible.
—¡Bueno! —murmuró el chico—, pues no será ella.
—He venido a ver si podía hacer algo —dije yo—. ¿Qué te pasa?
—Me hielo —respondió él con voz ronca, contemplándome con ojos desencajados— y luego ardo de calor, y luego me hielo, y luego ardo, y así muchas veces en una hora. Y tengo mucho sueño, y es como si me golviera loco… y tengo mucha sed… y es como si me dolieran todos los güesos.
—¿Cuándo ha llegado? —pregunté a la mujer.
—Esta mañana, señora. Le encontré en una esquina del pueblo. Le conocí cuando estuvimos en Londres. ¿Verdad, Jo?
—En Tomsolo —respondió el muchacho.
Cada vez que fijaba la atención o la vista, le duraba sólo un momento. Luego volvía a bajar la cabeza, que se le caía pesadamente, y hablaba como si sólo estuviera despierto a medias.
—¿Cuándo salió de Londres? —pregunté.
—Salí de Londres ayer —dijo el propio chico, que ahora estaba encendido y sudaba—. Voy a un sitio.
—¿Adónde va? —continué preguntando.
—A un sitio —repitió el chico en voz más alta—. Desde que la otra me dio el soberano me han hecho circular y más circular, más que nunca. La señora Snagsby me vigila todo el tiempo y me echa de todas partes, como si yo le hubiera hecho algo, y todo el mundo me vigila y me hace circular. Todos igual, desde que no me levanto hasta que no me acuesto. Y ahora me voy a un sitio. Eso es lo que voy a hacer. Cuando me vio en Tomsolo, me dijo que venía de Santalbán, así que vine por el camino de Santalbán. Da igual uno que otro.
Siempre terminaba mirando a Charley.
—¿Qué vamos a hacer con él? —pregunté a la mujer, llevándomela a un lado—. ¡No puede viajar en este estado, aunque fuese a hacer algo concreto y supiera dónde va!
—Señora, yo sé menos que los muertos —me contestó, mirándolo con compasión—. Y a lo mejor los muertos saben más, pero no lo pueden decir. Le he dejado quedarse aquí todo el día por compasión, y le he dado un caldo y un remedio, y Liz ha ido a ver si hay alguien que le pueda alojar (ahí está mi niña en la cama; en realidad es de ella, pero yo la llamo mi niña), pero no se puede quedar aquí mucho tiempo, porque si vuelve mi hombre y le encuentra aquí, le echa a golpes, y le puede hacer daño. ¡Un momento! ¡Aquí vuelve Liz!
Mientras decía aquella palabras, llegó corriendo la otra mujer, y el muchacho se levantó con una idea confusa de que querían que se marchara. No sé cuándo se despertó la niña ni cómo se le acercó Charley, la sacó de la cama y empezó a pasearla para que no llorase. Lo hizo todo con aire muy natural, como si volviera a estar con Tom y Emma en la buhardilla de la señora Blinder.
La amiga había ido allá y acullá, de un lado para otro, y había vuelto igual que se fue. Al principio era demasiado temprano para dar alojamiento al chico, y al final era demasiado tarde. Un funcionario la había enviado a ver a otro, que la había enviado de vuelta al primero, y así constantemente, hasta que me dio la impresión de que los habían designado a ambos por su competencia para eludir sus obligaciones, en lugar de para cumplirlas. Y ahora, al cabo de todo, dijo jadeante, porque había venido corriendo y además tenía miedo: «Jenny, tu marido ya está en camino, y el mío también, ¡y que el Señor se apiade del chico, porque no podemos hacer más por él!». Reunieron unas cuantas monedas de medio penique que le pusieron en la mano, y así, con un aire ausente, medio agradecido medio inconsciente, salió de la casa arrastrando los pies.
—Dame la niña, guapa —dijo la madre a Charley—, y muchas gracias. Jenny, hija, buenas noches. Señorita, si mi hombre no se enfada conmigo, dentro de un rato iré al horno, que es donde probablemente se habrá ido el chico, y por la mañana volveré—. Se fue corriendo, y poco después, cuando pasamos junto a su puerta, le estaba cantando a su hija para que no llorase, y miraba preocupada al camino a ver si llegaba su marido borracho.
Me daba miedo quedarme hablando con ninguna de las dos mujeres, por si les creaba problemas. Pero le dije a Charley que no podíamos dejar que se muriese el muchacho. Charley, que sabía mucho mejor que yo lo que se había de hacer, y cuya agilidad mental era tan grande como su presencia de ánimo, se deslizó delante de mí y poco después alcanzamos a Jo, justo antes de llegar al horno de los ladrillos.
Supongo que debía de haber iniciado su viaje con un hatillo bajo el brazo, y que se lo habían robado o lo había perdido. Porque todavía llevaba su pobre trozo de gorro de piel como si fuera un hatillo, aunque tenía la cabeza descubierta bajo la lluvia, que ahora había arreciado. Cuando lo llamamos, se paró, y volvió a asustarse de mí cuando llegué a su lado: se quedó inmóvil, contemplándome con los ojos brillantes, e incluso dejó de tiritar.
Le pedí que se viniera con nosotras, que nos encargaríamos de que pasara la noche bajo techo.
—No quiero un techo —dijo—, puedo acostarme entre los ladrillos, que están calientes.
—Pero ¿no sabes que así es como se muere la gente? —le preguntó Charley.
—La gente se muere de todos modos —contestó el chico—. Se mueren en sus cuartos, y ella lo sabe; ya se lo he enseñado, y allá, en Tomsolo, se mueren a docenas. Que yo haya visto, se mueren más de los que viven —y le añadió a Charley, con voz ronca—: Si no es la otra, ni tampoco la astrajera, ¿es que hay tres de ellas?
Charley me miró algo asustada. Yo misma me sentía medio asustada cuando el muchacho me miraba así.
Pero cuando le hice un gesto, se dio la vuelta y nos siguió, y al ver que reconocía mi influencia, lo llevé derecho a casa. No estaba muy lejos: al final de la cuesta. No nos cruzamos más que con un hombre. Yo dudaba que pudiéramos llegar a casa sin ayuda, por lo titubeantes e inseguros que eran los pasos del chico. Pero no se quejaba, y parecía curiosamente indiferente a su destino, si es que se me permite decir algo tan raro.
Lo dejé un momento en el vestíbulo, hundido en un rincón del asiento de la ventana, contemplando con una indiferencia que no se podía tomar por asombro las comodidades y las luces que lo rodeaban, y pasé a la sala a hablar con mi Tutor. Allí estaba el señor Skimpole, que había llegado en la diligencia, como tenía por costumbre sin aviso previo y sin traer ninguna ropa, pues siempre tomaba prestado todo lo que le hacía falta.
Vinieron inmediatamente conmigo a ver al chico. En el vestíbulo también se habían congregado los criados, y él tiritaba en el asiento de la ventana, con Charley de pie a su lado, como si fuera un animal herido y encontrado en una cuneta.
—Es un caso lamentable —dijo mi Tutor, tras hacerle una o dos preguntas, tocarlo y examinarle los ojos—. ¿Qué dices, Harold?
—Más vale que lo eches —dijo el señor Skimpole.
—¿Qué dices? —preguntó mi Tutor, en tono casi severo.
—Mi querido Jarndyce —dijo el señor Skimpole—, ya sabes lo que soy yo: soy un niño. Enfádate conmigo si me lo merezco. Pero tengo una objeción de principio a este género de cosas. Siempre la tuve cuando trabajaba de médico. Es peligroso, ¿sabes? Tiene unas fiebres muy graves.
El señor Skimpole había vuelto del vestíbulo a la sala, y decía estas palabras con toda tranquilidad, sentado en el taburete del piano, mientras todos lo rodeábamos.
—Me dirás que es una niñería —observó el señor Skimpole, contemplándonos alegre—. Bueno, es posible, pero yo soy un niño, y jamás he dicho ser más que eso. Si lo echas a la calle, no haces más que dejarlo igual que antes. Su situación no va a empeorar, ya lo sabes. Si quieres, puedes incluso hacer que mejore. Dale seis peniques, o cinco chelines, o cinco libras y diez chelines, yo no sé de aritmética y tú sí, ¡pero déshazte de él!
—¿Y qué será de él entonces? —preguntó mi Tutor.
—Te juro —dijo el señor Skimpole, encogiéndose de hombros con aquella sonrisa suya tan atractiva— que no tengo ni la menor idea de lo que va a ser de él. Pero no tengo la menor duda de que algo será.
—¿Y no es posible imaginarse, no es horrible imaginarse —dijo mi Tutor, a quien yo había explicado a toda prisa lo que habían intentado en vano las dos mujeres, y que se paseaba arriba y abajo mientras se pasaba las manos por los cabellos— que si este pobre chico fuera un preso convicto tendría un hospital a su disposición, y estaría tan bien cuidado como cualquier niño enfermo de este reino?
—Mi querido Jarndyce —respondió el señor Skimpole—, perdóname la ingenuidad de la pregunta, dado que procede de alguien que es perfectamente ingenuo en las cuestiones mundanas, pero, entonces, ¿por qué no está preso ya?
Mi Tutor dejó de pasearse y lo contempló con una curiosa expresión, mezcla de extrañeza e indignación.
—Imagino que no cabe sospechar que nuestro joven amigo sea demasiado delicado —continuó diciendo el señor Skimpole, con toda tranquilidad y candidez—. Creo que lo más prudente, y en cierto sentido lo más respetable, sería que diera muestras de una energía mal orientada que lo llevara a la cárcel. Eso revelaría más espíritu de aventura y, en consecuencia, un tanto más de espíritu poético.
—Creo —replicó mi Tutor, que reanudó su agitado paseo— que no hay en el mundo otro niño como tú.
—¿De verdad? —preguntó el señor Skimpole—. ¡Vaya, vaya! Pero confieso que no entiendo por qué nuestro joven amigo, dada su situación, no trata de dotarse de toda la poesía que esté a su alcance. No cabe duda de que nació con apetito, y es probable que cuando se halle en mejor estado de salud gozará de excelente apetito. Muy bien. A la hora natural de comer de nuestro joven amigo, que probablemente será el mediodía, nuestro joven amigo dice de hecho a la sociedad: «Tengo hambre; ¿tienen ustedes la bondad de sacar su cuchara y darme de comer?». La sociedad, que ha aceptado organizar todo el sistema general de las cucharas y dice tener una cuchara para nuestro joven amigo, no le acerca esa cuchara, y, en consecuencia, nuestro joven amigo dice: «Ustedes perdonen si me apodero de ella». Pues a mí eso me parece un caso de energía mal orientada, aunque contiene una cierta razón y un cierto grado de romanticismo, y no puedo negar que nuestro joven amigo me parecería más interesante cómo ejemplo de un caso de esa índole que meramente como un pobre vagabundo…, que es algo al alcance de cualquiera.
—Entre tanto —me aventuré a observar yo—, está poniéndose peor.
—Entre tanto —observó el señor Skimpole, en tono animado—, como observa la señorita Summerson, con su habitual sentido práctico, está poniéndose peor. Por eso te recomiendo que lo eches antes de que se ponga peor todavía. Creo que jamás olvidaré el gesto risueño con el que pronunció aquellas palabras.
—Claro está, mujercita —observó mi Tutor, volviéndose a mí— que puedo conseguir que lo ingresen en alguna institución adecuada, simplemente con exigírselo a ésta, aunque muy mal están las cosas cuando hay que hacer esa gestión por alguien en su estado. Pero se está haciendo tarde, la noche está pésima, y el chico ya está agotado. En el cuartito abrigado que está junto al establo hay una cama; creo que lo procedente es que duerma allí hasta mañana por la mañana; entonces podemos abrigarlo bien y sacarlo de aquí. Y eso es lo que vamos a hacer.
—¡Ah! —dijo el señor Skimpole, poniendo las manos en las teclas del piano al ir saliendo nosotros—. ¿Volvéis con nuestro joven amigo?
—Sí —contestó mi Tutor.
—¡Cómo envidio tu carácter, Jarndyce! —replicó el señor Skimpole, con una admiración burlona—. A ti no te importan estas cosas, y a la señorita Summerson, tampoco. Siempre estáis listos para ir a cualquier parte y para hacer cualquier cosa. ¡Eso es Voluntad! Yo no tengo ni voluntad, ninguna Voluntad… Es que, sencillamente, soy incapaz.
—¿Supongo que no podrás recomendar nada para el muchacho? —preguntó mi Tutor, mirando por encima del hombro, medio enfadado; sólo medio enfadado, pues parecía que no pudiera considerar nunca al señor Skimpole como un ser responsable.
—Mi querido Jarndyce, he observado que el chico lleva en el bolsillo un frasco de solución antipirética; lo mejor es hacer que se la tome. Puedes decirles que rocíen con un poco de vinagre el sitio donde vaya a dormir, que éste mantenga una temperatura moderadamente fresca y que él se mantenga moderadamente abrigado. Pero es una impertinencia por mi parte hacer estas recomendaciones. La señorita Summerson conoce tan bien todos los detalles, y tiene tal capacidad para administrar las cosas de detalle, que sabe todo lo que es preciso hacer.
Volvimos a salir al vestíbulo, explicamos a Jo lo que proponíamos hacer, y después Charley se lo volvió a explicar, todo lo cual oyó él con aquella despreocupación lánguida que ya había advertido yo, mientras contemplaba cansado lo que íbamos haciendo, como si todo se refiriera a otra persona distinta de él. Los criados observaban compasivos su mal estado, y como estaban muy dispuestos a ayudar, pronto le tuvimos preparado el cuartito, y algunos de los hombres de la casa lo llevaron en volandas por el patio, en medio de la lluvia, pero bien abrigado. Resultaba agradable ver con qué amabilidad lo trataban, y que, según parecía, creían que con llamarlo «compañero» iban a lograr que se animara algo. Las operaciones las dirigía Charley, que iba y volvía entre el cuartito y la casa con los pequeños estimulantes y comodidades que consideramos prudente darle. Mi Tutor volvió a verlo antes de que lo dejáramos dormir, y cuando volvió al Gruñidero a escribir una carta en pro del chico, que un mensajero habría de entregar al amanecer del día siguiente, me comunicó que parecía estar mejor y a punto de quedarse dormido. Dijo que le habían cerrado la puerta por fuera, por si le daba un delirio, pero que había tomado precauciones para que si hacía algún ruido hubiera alguien que lo oyera.
Como Ada estaba resfriada en nuestra habitación, el señor Skimpole se quedó solo todo aquel rato, y se entretuvo tocando fragmentos de melodías patéticas, cuya letra entonaba a veces (según podíamos oír a lo lejos) con gran expresión y sentimiento. Cuando nos reunimos con él en el salón, dijo que nos iba a cantar una pequeña balada, que se le había ocurrido «a propósito de nuestro joven amigo», y entonó una canción relativa a un muchacho del campo:
Arrojado al ancho mundo,
condenado a siempre errar,
ya no tiene ni una tierra,
ni unos padres, ni un hogar
La cantó con una voz exquisita. Nos dijo que era una canción que siempre le hacía llorar.
Estuvo muy alegre todo el resto de la velada, porque «le encantaba gorjear», dijo encantado, «al pensar que estaba rodeado de gente tan maravillosamente dotada para organizar las cosas». Levantó su vaso de vino caliente para brindar: «¡Porque se mejore nuestro joven amigo!», e imaginó detalladamente que el chico estuviera destinado, como Whittington, a llegar a ser el Lord Mayor de Londres. En tal caso, no cabía duda de que fundaría la Institución Jarndyce y el Asilo Summerson, y establecería una pequeña Peregrinación de la Corporación Municipal a Saint Albans. Dijo estar convencido de que nuestro joven amigo era un excelente muchacho en su género, aunque ese género no era el de Harold Skimpole; lo que era Harold Skimpole lo había descubierto el propio Harold Skimpole, con gran sorpresa, cuando por fin se conoció a sí mismo con todos sus defectos, y le parecía filosóficamente correcto sacar el mejor partido de su descubrimiento, y esperaba que nosotros hiciéramos lo mismo.
Lo último que nos había dicho Charley era que el chico estaba tranquilo. Desde mi ventana, yo podía ver cómo seguía ardiendo en silencio la luz que le habían dejado, y me fui a la cama muy contenta, pensando que estaba a salvo. Poco antes de amanecer, se oyeron más ruidos y más voces que de costumbre, y me desperté. Al vestirme, miré por la ventana, y pregunté a uno de los criados, que la noche pasada había mostrado su solidaridad activa con el muchacho, si pasaba algo. En la ventana del cuartito seguía ardiendo el quinqué.
—Es el chico, señorita —me respondió.
—¿Está peor? —pregunté.
—Se nos ha ido, señorita.
—¡Ha muerto!
—¿Muerto, señorita? No. Se ha marchado.
Parecía imposible adivinar a qué hora de la noche se había ido, ni cómo, ni por qué. Como la puerta seguía estando cerrada y el quinqué seguía en la ventana, sólo cabía suponer que se hubiera marchado por una trampa que había en el suelo y que comunicaba con la cuadra de los carros, abajo. Pero, de ser así, la había vuelto a cerrar, y no se notaba que la hubiera abierto. No faltaba nada. Una vez aclarado eso, todos aceptamos la penosa idea de que por la noche había delirado y que, atraído por algún objeto imaginario, o perseguido por algún horror imaginario, se había marchado en un estado peor que el de la debilidad; es decir, todos menos el señor Skimpole, quien sugirió reiteradamente, con su habitual aire de jovialidad, que a nuestro joven amigo se le había ocurrido que si se quedaba podía ponernos en peligro, y con gran cortesía natural había decidido marcharse.
Se hicieron todas las investigaciones posibles, y se le buscó por todas partes. Se examinaron los hornos de hacer ladrillos, se visitaron las casitas, se interrogó, en particular, a las dos mujeres, pero no sabían nada de él, y era imposible dudar de la sinceridad de su sorpresa. Hacía demasiado tiempo que estaba lloviendo, y aquella misma noche había llovido demasiado para que se pudieran seguir sus huellas. Nuestros criados examinaron setos y zanjas, cercas y pajares en varias millas a la redonda, por si el chico estaba inconsciente o muerto en alguna parte, pero no había dejado ni un indicio de que jamás hubiera estado por los alrededores. Después de quedarse solo en el cuartito, había desaparecido.
La búsqueda continuó durante cinco días. No quiero decir que cesara ni siquiera entonces, sino que entonces mi atención se desvió en una dirección que me resultaría memorable.
Una tarde, cuando Charley estaba otra vez ocupada en aprender a escribir en mi habitación, y yo bordaba sentada frente a ella, sentí que temblaba la mesa. Levanté la vista, y vi que mi doncellita estaba tiritando de los pies a la cabeza.
—Charley —pregunté—, ¿tanto frío tienes?
—Creo que sí, señorita —me contestó—. No sé lo que me pasa. No me puedo contener. Ayer me sentí igual a esta misma hora. No se preocupe, señorita, pero creo que estoy mala.
Oí la voz de Ada al lado, y corrí a la puerta de comunicación entre mi habitación y la salita que compartíamos, para echar el cerrojo. Justo a tiempo, porque llamó cuando todavía tenía yo la mano en la cerradura.
Ada me dijo que la dejara pasar, pero yo repliqué:
—No, ahora no, cariño mío. Vete. No pasa nada. Voy a verte en un momento.
Pero, ¡ay!, pasaría mucho, mucho tiempo antes de que volviéramos a estar juntas mi niña y yo.
Charley estaba enferma. Doce horas después estaba muy enferma. La dejé en mi habitación, la puse en mi cama y me senté en silencio a cuidarla. Se lo dije todo a mi Tutor, y le expliqué por qué consideraba yo necesario encerrarme sin ver a nadie, y especialmente sin ver a mi niña. Al principio, ésta venía muy a menudo a la puerta, y me llamaba e incluso me hacía reproches, entre sollozos y lágrimas; pero le escribí una larga carta en la cual le decía que me hacía sentir tristeza y preocupación, y le imploraba que, si me quería y deseaba que yo estuviese tranquila, no se acercara más que hasta el jardín. A partir de entonces venía debajo de mi ventana, con más frecuencia todavía que antes a la puerta, y si antes yo había aprendido a amar su dulce voz cuando apenas si nos separábamos, ¡cómo aprendí a amarla entonces, mientras detrás de las cortinas escuchaba y replicaba, pero sin atreverme a asomarme! ¡Cómo aprendí a amarla después, cuando llegaron momentos más difíciles!
Me pusieron una cama en nuestra salita, y dejé la puerta abierta para hacer de las dos habitaciones una sola, ahora que Ada había abandonado aquella parte de la casa, y lo mantuve todo siempre fresco y ventilado. No había un solo criado, de la casa ni del campo, que no hubiera estado dispuesto por bondad a venir alegremente a verme sin miedo ni renuencia a cualquier hora del día o de la noche, pero me pareció oportuno seleccionar a una buena mujer, que en adelante nunca vería a Ada y en la cual podía confiar para que fuera y viniera con total precaución. Gracias a ella podía salir a veces a tomar el aire con mi Tutor, cuando no había posibilidad de tropezarnos con Ada, y no me faltaba nada en cuanto a servicio ni en ningún otro respecto.
Y así Charley seguía enferma y empeorando, y estuvo en grave peligro de muerte, gravísimo, durante muchos largos días y muchas noches. Era tan paciente, tan sufrida y estaba inspirada por tal fortaleza de espíritu, que muchas veces, cuando estaba yo sentada a su lado, tomándole la cabeza en mis brazos (porque así podía descansar, y en otra postura no), rezaba en silencio a nuestro Padre que está en los cielos para que nunca se me olvidara la lección que me estaba enseñando aquella hermanita.
Sufría al imaginar que Charley, tan mona, cambiara y se quedara desfigurada si es que se recuperaba —¡aquella carita aniñada, con sus hoyuelos!—, pero, en general, aquellas ideas quedaban barridas ante el peligro mayor que la amenazaba. Incluso cuando estuvo peor, y en su delirio mencionaba cómo había cuidado a su padre en su lecho de muerte, y cómo había cuidado a sus hermanitos, seguía reconociéndome, o, por lo menos, se quedaba tranquila en mis brazos, cuando de otra forma no hallaba descanso, y los murmullos de su delirio se hacían menos agitados. En aquellos momentos pensaba yo cómo podría comunicar a los dos niños que quedaban que la niña que había aprendido por bondad de su corazón a ser una madre para ellos cuando la necesitaban había muerto. Había otros momentos en los que Charley me reconocía del todo y me hablaba para decirme que enviaba todo su cariño a Tom y a Emma, y que estaba segura de que Tom sería un hombre muy bueno de mayor. Entonces, Charley me contaba lo que había leído a su padre, como podía, para entretenerlo; lo del joven al que se habían llevado a enterrar y que era hijo único de su madre viuda; lo de la hija del señor importante levantada de su lecho de muerte por una mano generosa . Y Charley me contó que cuando murió su padre, ella se había arrodillado y rezado en medio de su dolor que también a él lo levantara alguien y lo devolviera a sus pobres hijos, y que si ella no mejoraba y moría también, creía probable que a Tom se le ocurriera ofrecer la misma plegaria por ella. ¡Entonces yo le mostraría a Tom cómo aquella gente de la antigüedad había resucitado únicamente para que nosotros conociéramos la esperanza de resucitar en el cielo!
Pero, pese a la diversidad de momentos por los que pasó la enfermedad de Charley, ni en uno solo perdió las delicadas cualidades que he mencionado. Y hubo muchos, muchos momentos en los que yo pensé, por las noches, en la última esperanza en el Ángel de la Guarda y en la fe más alta y última en Dios de las que había dado muestras su pobre y despreciado padre.
Y Charley no murió. Lentamente, y con recaídas, superó la crisis, que fue muy larga, y empezó a mejorar. La esperanza, que no habíamos tenido nunca, desde el principio, de que Charley siguiera siendo por fuera la misma de siempre volvió pronto a anidar en nosotros, y pude ver cómo recuperaba sus facciones infantiles.
Fue una mañana magnífica cuando pude decir todo aquello a Ada, que estaba en el jardín, y fue una gran tarde cuando por fin Charley y yo pudimos tomar el té juntas en la salita. Pero aquella misma tarde empecé yo a sentir mucho frío.
Por fortuna para ambas, no se me ocurrió que me había contagiado su enfermedad hasta que ella volvió a la cama y se durmió plácidamente. Durante el té, yo había logrado disimular fácilmente lo que sentía, pero ya no podía seguir fingiendo, y comprendí que estaba siguiendo rápidamente el mismo camino que Charley.
Sin embargo, no estaba lo bastante mal como para no levantarme temprano a devolver el animado saludo que me hacía mi niña desde el jardín y hablar con ella como de costumbre. Pero me perseguía la sensación de haberme estado paseando por los dos cuartos durante la noche, un poco fuera de mí misma, aunque con conciencia de dónde estaba, y a veces me sentía confusa, con una extraña sensación de estar llena, como si me estuviera hinchando por todas partes.
Aquella tarde me sentí mucho peor, y decidí ir preparando a Charley, con miras a lo cual le dije:
—Ya estás recuperando las fuerzas, ¿verdad, Charley?
—¡Y tanto! —dijo Charley.
—¿Crees que ya estás lo bastante fuerte para que te cuente un secreto, Charley?
—¡Claro que sí, señorita! —exclamó Charley. Pero su gesto de alegría le desapareció de la cara cuando vio en mi cara qué secreto era, y saltó del sillón a mis brazos, diciendo—: ¡Ay, señorita, es por culpa mía! ¡Es por culpa mía! —y muchas más cosas que le dictaba su corazón agradecido.
—Vamos, Charley —tras permitirle llorar un rato—, si tengo que estar enferma, en quien más confianza deposito en este mundo es en ti. Y si no mantienes la misma serenidad durante mi enfermedad que mantuviste durante la tuya, nunca podrás responder a esa confianza, Charley.
—Señorita, déjeme llorar un poquito más —imploró Charley—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Déjeme llorar un poquito más! ¡Ay, Dios mío! Me portaré bien —dijo con tan gran afecto y devoción, mientras se me aferraba al cuello, que cuando lo recuerdo se me saltan las lágrimas.
De manera que dejé a Charley llorar un poquito más, y las dos nos sentimos mejor.
—Ahora, por favor, señorita, confíe en mí —dijo Charley, más calmada—. Haré caso de todo lo que me diga.
—De momento tengo muy poco que decirte, Charley. Esta noche le diré a tu médico que no me encuentro bien y que tú vas a cuidarme.
La pobrecita me lo agradeció de todo corazón.
—Y por la mañana, cuando oigas a la señorita Ada en el jardín, si yo no logro llegar a la ventana como de costumbre, ve tú, Charley, y dile que estoy dormida…, que estoy muy cansada y sigo durmiendo. Mantén siempre la habitación como la he tenido yo, Charley, y no dejes entrar a nadie.
Charley me lo prometió, y me acosté, pues me sentía muy cansada. Aquella noche me vio el médico, a quien pedí el favor que más caro me era: que no dijera todavía a nadie de la casa que yo estaba enferma. Recuerdo vagamente cómo aquella noche se fue convirtiendo en día, y el día se fue convirtiendo en noche, pero la primera mañana logré llegar a la ventana para hablar con mi niña.
La segunda mañana oí su voz encantadora (¡cuán encantadora sigue siendo!) que llamaba, y pedí a Charley con cierta dificultad (porque me dolía al hablar) que fuera a decirle que yo estaba dormida. Oí cómo ella respondía en voz baja:
—¡Charley, no la molestes por nada del mundo! —¿Qué aspecto tiene el orgullo de mi corazón, Charley? —pregunté.
—Desilusionado, señorita —contestó Charley, que atisbaba por la ventana.
—Pero estoy segura de que esta mañana está muy guapa.
—Así es, señorita —respondió Charley, que seguía atisbando—. Sigue mirando hacia esta ventana.
¡Con aquellos ojazos azules, bendita fuera, más encantadores todavía cuando los levantaba así!
Dije a Charley que se me acercara y le di mis últimas instrucciones:
—Bueno, Charley, cuando se entere de que estoy enferma va a tratar de entrar aquí. Si de verdad me quieres, Charley, no se lo permitas. ¡Nunca! Charley, si le dejas entrar aquí aunque sólo sea una vez, aunque sólo sea a ver cómo estoy, me moriré.
—¡No se lo permitiré! ¡jamás! —me prometió.
—Te creo, querida Charley. Y ahora ven a sentarte un ratito a mi lado y dame la mano. Porque no puedo verte, Charley; me he quedado ciega.