Casa desolada

35. La narración de Esther

35. La narración de Esther

Estuve varias semanas enferma, y mi régimen habitual de vida se convirtió en un mero recuerdo. Pero ello no fue efecto del tiempo, sino del cambio de todos mis hábitos, impuesto por la impotencia y la inactividad de una enfermería. Antes de llevar demasiados días confinada en ella, pareció que todo se había retirado a una distancia remota, en la que existía poca o ninguna separación entre las diversas etapas de mi vida, que en realidad se habían dividido por años. Parecía que hubiera cruzado un lago sombrío y hubiera dejado todas mis experiencias, amontonadas a lo lejos, en la costa de los años de salud.

Aunque al principio me preocupaba mucho que mis deberes domésticos quedaran sin realizar, pronto quedaron tan lejos como mis antiguas funciones en Greenleaf, o las tardes de verano en que volvía de la escuela, con mi cartera bajo el brazo y mi sombra infantil a mi lado, a casa de mi madrina. Hasta entonces nunca había comprendido lo breve que era la vida en realidad, y en qué pequeño espacio podía la imaginación colocarla.

Mientras estuve muy enferma, la forma en que aquellas divisiones del tiempo se confundían las unas con las otras me inquietaba mucho. Convertida simultáneamente en una niña, una adolescente y la mujercita que había sido tan feliz, no sólo me sentía oprimida por todas las preocupaciones y todas las dificultades inherentes en cada una de esas edades, sino por la gran perplejidad de tratar incesantemente de reconciliar las unas con las otras. Supongo que serán pocos los que no hayan pasado por una circunstancia así que puedan comprender del todo lo que digo, ni la dolorosa inquietud que todo ello me causaba.

Por el mismo motivo, casi temo aludir a aquel momento de mi dolencia (pareció una larga noche, pero creo que fueron varios días y varias noches) en el que subía laboriosamente enormes escaleras, tratando siempre de llegar arriba y siempre tenía, como ya había visto yo en alguna ocasión que ocurría a algún gusano en los senderos del jardín, que volverme atrás debido a una obstrucción, y empezar de nuevo otra vez. Comprendía perfectamente a intervalos, y vagamente casi siempre, que estaba en mi cama, y hablaba con Charley, y sentía el contacto de ésta, y la reconocía muy bien, pero me oía a mí misma quejarme: «¡Otra vez esas escaleras inacabables, Charley…, cada vez más…, y llegan al cielo, creo!», y volvía a reanudar mi ascensión.

¿Osaré mencionar aquellos momentos peores en que veía enfilado en medio de un gran espacio negro un collar flamígero, o un anillo candente, o un círculo forma do por una especie de estrellas, una de cuyas piezas era yo? ¿Y cuando lo único que pedía era que me separaran del resto, y cuando constituía una agonía y una desgracia tan inexplicable formar parte de aquella cosa horrible?

Quizá cuanto menos hable de aquellas experiencias de mi enfermedad, menos aburrida y más inteligible seré. No las recuerdo para causar tristeza a otros, ni porque ahora me sienta en absoluto triste al recordarlas. Quizá si supiéramos más de esos extraños sufrimientos, podríamos aliviar mejor su intensidad.

El reposo que seguía, el largo sueño delicioso, el bendito descanso, cuando en mi debilidad me sentía demasiado calmada para preocuparme de mí misma y podría haber escuchado (o eso pienso ahora) que estaba muriéndome sin más emoción que un amor compasivo por quienes me sobrevivirían; no sé, quizá ese estado se pueda comprender mejor. En él me hallaba la primera vez que me retiré de la luz cuando ésta volvió a brillar sobre mí, y comprendí con una alegría sin límites, para expresar la cual no existen suficientes palabras de regocijo, que iba a recuperar la vista.

Había oído cómo Ada lloraba ante mi puerta día y noche; la había oído exclamar que yo era cruel y no la quería; la había oído rogar e implorar que se la dejara entrar a ser mi enfermera y cuidarme y no volver a apartarse de mi lecho, pero cuando yo podía hablar, no decía más que: «¡Jamás, cariño mío, jamás!», y había recordado a Charley una vez tras otra que tenía que impedir la entrada de mi niña en mi habitación, tanto si yo vivía como si moría. Charley me había sido fiel en mi hora de necesidad, y con su mano diminuta y su corazón de gigante había mantenido cerrada la puerta.

Pero ahora, a medida que iba recuperando la vista y que cada día me llegaba más plena y brillante la gloriosa luz, ya podía leer las cartas que me escribía todas las mañanas y las tardes mi niña, y podía llevármelas a los labios y poner en ellas mi mejilla sin temor de hacerle daño a ella. Podía ver cómo mi doncellita recorría las dos habitaciones poniéndolo todo en orden, y cómo volvía a hablar animadamente con Ada por la ventana que se había vuelto a abrir. Podía comprender el silencio de la casa, y la delicadeza que éste revelaba por parte de todos los que siempre habían sido tan buenos conmigo. Podía llorar por la exquisita felicidad que sentía en mi corazón, y sentirme tan feliz en mi debilidad como antes me había sentido en mi vigor.

Poco a poco empecé a recuperar fuerzas. En lugar de quedarme echada con aquella calma tan extraña, observando lo que hacían por mí, como si lo estuvieran haciendo por otra persona a la que yo compadeciera en silencio, empecé a ayudar un poco, y poco a poco cada vez más, hasta que empecé a valerme por mí misma, y me interesé y volví a sentir apego a la vida.

¡Qué bien recuerdo la agradable tarde en la que por primera vez me erguí sobre las almohadas en mi lecho para disfrutar de un estupendo té con Charley! La criaturita (sin duda enviada al mundo para cuidar de los débiles y de los enfermos) estaba tan contenta y tan ocupada, y se detenía tantas veces en sus preparativos para ponerme la cabeza en mi seno y acariciarme y llorar con lágrimas de alegría de lo feliz que se sentía, lo feliz que se sentía, que me vi obligada a decir: «¡Charley, si sigues así tendré que recostarme otra vez, cariño mío, porque será que estoy más débil de lo que yo pensaba!». Entonces, Charley se quedó más silenciosa que un ratón y fue con su cara radiante acá y allá por las dos habitaciones, saliendo de la sombra a la bendita luz del sol, y del sol a la sombra, mientras yo la contemplaba en paz. Cuando terminaron todos sus preparativos y estuvo lista ante mi lecho la bonita mesita del té, con sus golosinas para tentarme, con su mantelito blanco y sus flores, y todo lo que me había preparado con tanto cariño Ada en el piso de abajo, me sentí segura de tener suficientes fuerzas para decirle a Charley algo que llevaba un tiempo pensando.

Primero felicité a Charley por cómo se hallaba la habitación, que verdaderamente estaba tan fresca y ventilada, tan inmaculada y ordenada, que apenas si me podía imaginar que hubiera llevado yo tanto tiempo enferma. Aquello le encantó a Charley, cuya cara estaba más reluciente que nunca.

—Pero Charley —dije, mirando en mi derredor—, estoy segura de que me falta algo a lo que estoy acostumbrada.

La pobrecita Charley miró también en su derredor y meneó la cabeza, como si no se diera cuenta de que faltaba algo.

—¿Están todos los cuadros igual que antes? —le pregunté.

—Todos, señorita —dijo Charley.

—¿Y los muebles, Charley?

—Menos los que he movido para dejar más espacio, señorita.

—Sin embargo —dije—, echo de menos algunas de las cosas conocidas. ¡Ah, ya sé lo que es, Charley! Es el espejo.

Charley se levantó de la mesa, como si se le hubiera olvidado algo, y se fue al cuarto de al lado, y desde allí escuché sus gemidos.

Yo ya había pensado muchas veces en aquello. Ahora estaba segura. Podía dar gracias a Dios porque no me iba a llegar de sorpresa. Dije a Charley que volviera, y cuando volvió (al principio fingiendo una sonrisa, pero poniendo cara de pena a medida que se me iba acercando), la tomé en mis brazos, y le dije:

—No importa, Charley. Espero poder arreglármelas muy bien sin mi antigua cara.

Ya estaba yo lo bastante bien como para sentarme en una butaca e incluso para avanzar tambaleante hasta el cuarto de al lado, apoyada en Charley. También allí había desaparecido el espejo de su lugar habitual, pero no por ello era más duro soportar lo que me tocaba soportar.

Mi Tutor había deseado visitarme en todos los momentos, y ahora ya no había ningún motivo para que yo me negara aquella dicha. Vino una mañana, y cuando entró no pudo hacer más que abrazarme y decir: «¡Hija mía, querida!» Yo sabía desde hacía mucho tiempo (¿y quién iba a saberlo mejor que yo?) cuán generoso era el manantial de afecto y generosidad que manaba de su corazón, ¿y no quedaban mis triviales sufrimientos y cambios compensados por ocupar un lugar así en él? «¡Sí!», pensé. «Me ha visto, y me quiere más que antes; me ha visto, y me tiene todavía más cariño que antes, ¿cómo me voy a lamentar?».

Se sentó a mi lado en el sofá, e hizo que me apoyara en su brazo. Se quedó un rato tapándose la cara con la mano, pero cuando la apartó, recuperó su comportamiento de costumbre: es imposible que jamás haya habido, que jamás pueda haber, comportamiento más agradable.

—Mujercita —dijo—, qué momentos tan tristes hemos pasado. ¡Y qué mujercita tan inflexible has sido todo este tiempo!

—Pero con razón, Tutor —respondí.

—¿Con razón? —preguntó cariñosamente—. Claro, con razón. Pero ahí estábamos Ada y yo, totalmente abandonados y entristecidos, ahí estaba tu amiga Caddy, que iba y venía a todas horas, ahí estaba toda la gente de la casa, totalmente desolada y compungida, ahí estaba el pobre Rick, que esperaba y escribía (¡y me escribía a mí!), de ansiedad por ti.

Sabía lo de Caddy por las cartas de Ada, pero nada de Richard. Se lo dije.

—Bueno, querida mía —me contestó—, es que pensé que era mejor no mencionárselo a ella.

—¿Y dice usted que le ha estado escribiendo a usted? —pregunté, repitiendo la forma en que había subrayado él sus palabras—. ¡Como si no fuera natural que lo hiciese, Tutor, como si tuviera un mejor amigo al que escribir!

—Él cree que sí, amor mío —replicó mi Tutor—, y muchos. La verdad es que me escribió muy a su pesar, porque no podía escribirte a ti con esperanza alguna de respuesta; me escribió en tono frío, altivo, distante, resentido. Bueno, mujercita querida, tenemos que considerarlo con tolerancia. No es culpa suya. Jarndyce y Jarndyce lo ha sacado de sus casillas, y me ha pervertido a sus ojos. Sé que ha tenido ese mismo efecto en muchas ocasiones. Creo que si intervinieran en el asunto dos ángeles, también les cambiaría el carácter.

—A usted no se lo ha cambiado, Tutor.

—Ay, sí que me lo ha cambiado, cariño —dijo él, riéndose—. Ha hecho que el viento del Mediodía sople de Levante. No podría decirte con cuánta frecuencia. Rick no se fía, y sospecha de mí: va a ver abogados, que le enseñan a desconfiar y sospechar de mí. Oye decir que tengo intereses conflictivos con los suyos, que mis aspiraciones están en conflicto con las suyas, y lo que quieras. Mientras que el Cielo sabe que si yo pudiera escapar a las montañas de peluconeo en las que por desgracia lleva tanto tiempo enterrado mi apellido (cosa que no puedo hacer), o si pudiera eliminarlas mediante la extinción de mi propio derecho inicial (cosa que tampoco puedo hacer, y creo que no hay poder humano que pueda hacer, hasta tal punto hemos llegado), lo haría inmediatamente. Preferiría que Rick recuperase su carácter verdadero antes que gozar de todo el dinero que los pleiteantes muertos, destrozados en cuerpos y almas en la rueda de la Cancillería, han dejado sin reclamar ante el Contable General, y te aseguro, querida mía, que ese dinero bastaría para erigir una pirámide en memoria de la perversidad transcendental de la Cancillería.

—¿Es posible, Tutor, que Richard pueda tener sospechas de usted? —pregunté, sorprendida.

—Ay, amor mío, amor mío —dijo él—, es propio del sutil empozoñamiento de esos abusos incubar esas enfermedades. Tiene una infección de la sangre, y a sus ojos los objetos pierden sus aspectos naturales. No es culpa de él.

—Pero es una desgracia terrible, Tutor.

—Mujercita, lo que es una desgracia terrible es verse alguna vez succionado por la influencia de Jarndyce y Jarndyce. No conozco desgracia peor. Poco a poco, Rick se ha visto inducido a confiar en esa mala hierba, que comunica una parte de su maldad a todo lo que la rodea. Pero vuelvo a decir de todo corazón que hemos de tener paciencia con el pobre Rick y no echarle la culpa. ¡Cuántos corazones sanos no habré visto yo corrompidos por ese mismo medio!

No pude por menos de expresar algo de mi sorpresa y de mi pesar por el hecho de que sus intenciones tan benévolas y desinteresadas hubiesen valido de tan poco.

—No digamos eso, señora Durden —replicó en tono animado—. Creo que Ada está más contenta, de manera que eso llevamos de ganado. Creí que yo y los dos muchachos podríamos ser amigos, en lugar de enemigos desconfiados, y que en eso podríamos vencer al pleito, y ser lo bastante fuertes como para resistirnos a él. Pero era demasiado esperar. Jarndyce y Jarndyce fueron las cortinas de la cuna de Rick.

—Pero, mi querido Tutor, ¿no podemos esperar que un poco de experiencia le demuestre lo malo que es todo eso?

—Podemos esperarlo, Esther mía —dijo el señor Jarndyce—, y que esa experiencia no le llegue demasiado tarde. En todo caso, no debemos ser demasiado duros con él. Ahora mismo no hay demasiados hombres mayores y maduros que, si se vieran metidos en ese mismo Tribunal con otros pleiteantes, no se verían cambiados vitalmente y depreciados al cabo de tres años…, de dos…, de uno. ¿Cómo puede sorprendernos lo que le ocurre al pobre Rick? Un joven tan infortunado —y aquí bajó el tono de la voz, como si estuviera pensando en voz alta— que al principio no puede creer (y, ¿quién podría creerlo?) que la Cancillería es lo que es. Espera de ella, febril y esporádicamente, que haga algo por sus intereses y resuelva sus problemas. Ella le da largas, lo desilusiona, lo somete a pruebas y torturas; va limando sus esperanzas y su paciencia optimistas, gota a gota; pero él sigue esperando que ella haga algo, lo ansía y se encuentra con que todo su mundo es traicionero y huero. ¡Bien, bien, bien! ¡Basta ya de estas cosas, cariño mío!

Durante todo aquel tiempo me había tenido apoyada contra sí, y su ternura me resultaba algo tan precioso que apoyé la cabeza en su hombro y lo amé como si hubiera sido mi padre. No sé cómo, en aquel momento decidí en mi fuero interno ir a ver a Richard cuando me sintiera más fuerte para aclararle la realidad de las cosas.

—Hay temas mejores que ése —dijo mi Tutor para un momento tan feliz como el de la recuperación de nuestra querida muchachita. Y se me ha encargado que abordara uno de ellos en cuanto pudiera iniciar una conversación. ¿Cuándo puede Ada venir a verte, hija mía?

También yo había estado pensando en aquello. Un poco en relación con los espejos desaparecidos, pero no demasiado, pues sabía que mi niñita no cambiaría porque mi cara hubiera cambiado.

—Querido Tutor —dije—, como hace tanto tiempo que se lo tengo prohibido, aunque la verdad es que para mí es como la luz del día…

—Lo sé muy bien, señora Durden, muy bien.

Era tan bueno, su contacto expresaba una compasión y un afecto tan entrañables, y el tono de su voz me confortaba de tal modo el corazón, que me detuve un momento, porque no podía seguir. Me dijo:

—Ya sé, ya sé, estás cansada. Descansa un rato.

—Como hace tanto tiempo que tengo apartada a Ada —volví a empezar al cabo de un rato—, creo que me gustaría seguir sola algún tiempo, Tutor. Lo mejor sería que me alejara durante algún tiempo antes de volver a verla. Si Charley y yo pudiéramos irnos a una posada en el campo en cuanto yo pueda viajar, y si pudiera pasar allí una semana, para ir recuperando las fuerzas y respirar el aire libre, y contemplar la dicha de volver a ver a Ada, creo que sería lo mejor para todos.

Espero que no fuera mezquino por mi parte el desear irme acostumbrando a los cambios producidos en mí antes de enfrentarme a la mirada de la niñita a la que tan ardientemente deseaba volver a ver, pero es verdad. Eso es lo que deseaba. Estoy segura de que él me comprendió, pero no era eso lo que temía yo. Si hubiera sido una mezquindad, estoy segura de que él lo habría comprendido.

—Nuestra mujercita mimada —dijo mi Tutor— hará lo que desea, incluso cuando se muestra inflexible, aunque sé que esto costará algunas lágrimas en el piso de abajo. ¡Y fíjate! Aquí está Boythorn, el espíritu de la caballería andante, que jura en términos tan feroces que jamás se podrían transcribir, que si no vas a ocupar toda su casa, que él ha dejado vacía expresamente para eso, ¡por el Cielo y por la Tierra que la derribará y no dejará un ladrillo sobre otro!

Y mi Tutor me puso en la mano una carta, que no comenzaba normalmente diciendo «Querido Jarndyce», sino que se lanzaba directamente a decir: «Juro que si la señorita Summerson no viene a tomar posesión de mi casa, que dejo vacía para ella en el día de hoy a la una de la tarde», y después con toda seriedad y en los términos más enfáticos pasaba a hacer la extraordinaria declaración que había citado mi Tutor. No por reírnos por su contenido apreciamos menos al autor, y decidimos que al día siguiente le enviaría yo una carta de agradecimiento y aceptación de su oferta. A mí me parecía muy agradable, porque de todos los sitios que se me podían ocurrir, a ninguna me apetecía tanto ir como a Chesney Wold.

—Y ahora, mujercita —dijo mi Tutor mirando al reloj—, antes de subir aquí me dieron una hora fija, porque no tienes que cansarte demasiado, y he agotado mi tiempo hasta el último minuto. Me queda una última petición: la pobre señorita Flite, al oír el rumor de que estabas enferme, se ha venido sin más, a pie (20 millas, pobrecilla, con un par de zapatillas de baile), a ver cómo estabas. Gracias a Dios estábamos en casa, porque si no se hubiera vuelto a pie.

¡La conspiración de siempre para hacerme feliz! ¡Parecía que todo el mundo estuviera implicado en ella!

—Y ahora, cariño mío —dijo mi Tutor—, si no te resultara fatigoso permitir que te viniera a ver una tarde esa personilla inofensiva, antes de salvar a la casa de Boythorn (que por lo demás está muy apegado a ella) de la demolición, ¡creo que la dejarías más orgullosa y más complacida consigo mismo de lo que pudiera hacer yo (pese a que mi eminente apellido es Jarndyce) en toda mi vida!

No me cabe duda de que él comprendía que habría algo en la simple imagen de aquella pobre víctima que me penetraría la mente como una lección amable en aquellos momentos. Lo advertí mientras me hablaba. No pude decirle con suficiente sinceridad lo dispuesta que estaba yo a recibirla. Siempre le había tenido compasión, y nunca tanta como ahora. Siempre me había sentido contenta de mi humilde capacidad para confortarla en sus calamidades, pero nunca, ni la mitad de contenta que ahora.

Decidimos una fecha para que viniera la señorita Flite en la diligencia a compartir mi tempranera cena. Cuando se marchó mi Tutor, apoyé la cabeza en el sofá y recé para que se me perdonara si, pese a estar rodeada de tantas bendiciones, me había exagerado a mí misma la pequeña prueba que había tenido que sufrir. Me volvió a la mente la oración infantil de aquel antiguo cumpleaños, cuando había aspirado a ser industriosa, alegre y leal, y hacerle algo de bien a alguien, y lograr que alguien me quisiera, con una sensación de reproche al recordar de cuanta felicidad había gozado desde entonces, y todos los corazones afectuosos que se habían vuelto hacia mí. Si ahora me mostraba débil, ¿de qué me habían servido todas aquellas bendiciones? Repetí la vieja plegaria infantil con sus viejas palabras infantiles y vi que no había perdido su vieja capacidad para tranquilizarme.

Ahora mi Tutor venía a verme todos los días. Al cabo de una semana o poco más, yo podía pasearme por nuestras dos habitaciones y sostener largas conversaciones con Ada, desde detrás de la cortina de la ventana, pero nunca la veía, porque todavía no me atrevía a mirar aquella cara tan bianamada, aunque hubiera podido hacerlo fácilmente sin que ella me viera a mí.

El día designado llegó la señorita Flite. La pobrecilla entró corriendo en mi habitación, olvidándose totalmente de su habitual dignidad, y gritando desde el fondo de su corazón: «¡Mi querida Fitz-Jarndyce!», se me lanzó al cuello y me besó veinte veces.

—¡Dios mío! —dijo llevándose la mano al ridículo—, no llevo más que documentos, mi querida Fitz-Jarndyce; tengo que pedirle prestado un pañuelo. Charley le pasó uno, y aquella buena mujer desde luego lo necesitaba, porque se lo llevó a los ojos con ambas manos y se quedó sentada, derramando lágrimas durante los diez minutos siguientes.

—Es la alegría, mi querida Fitz-Jarndyce —explicó cuidadosamente—. No tengo el menor pesar. La alegría de volverla a ver recuperada. La alegría de tener el honor de que se me permita verla a usted. Hija mía, le tengo a usted mucho más cariño que al Canciller. Aunque es verdad que acudo regularmente al Tribunal. A propósito, querida mía, hablando de pañuelos…

Y entonces la señorita Flite miró a Charley, que había ido a recibirla al punto de parada de la diligencia. Charley me lanzó una mirada, y pareció que no sentía deseos de hacer caso de la sugerencia.

—E-xac-ta-men-te —dijo la señorita Flite—, perfec-to. ¡Eso es! Ya sé que es muy indiscreto por mi parte mencionarlo, pero mi querida señorita Fitz-Jarndyce, me temo que a veces (dicho sea entre nosotras, usted me entiende), divago un poco —dijo la señorita Flite, llevándose la mano a la frente—. Nada más.

—¿Qué iba usted a decirme? —pregunté con una sonrisa, pues vi que quería continuar—. Me ha despertado usted la curiosidad, y ahora tiene que satisfacerla.

La señorita Flite miró a Charley como para pedirle consejo en aquella importante grave crisis, y Charley le dijo:

—Señora, con su permiso, es mejor que se lo diga usted —lo cual agradó enormemente a la señorita Flite.

—Nuestra amiguita es muy sagaz —me dijo con su habitual aire misterioso—. Diminuta ¡pero muy sa-gaz! Bueno, hija mía, es una anécdota muy bonita. Nada más. Pero me parece encantadora, ¿quién te crees que nos ha seguido por el camino desde la diligencia, hija mía, más que una pobrecilla con un sombrero muy feo…?

—Jenny, con su permiso, señorita —interpuso Charley.

—¡Exactamente! —aprobó la señorita Flite con la mayor placidez—. Jenny. ¡Eso es! Y, ¿qué le dice a nuestra joven amiga más que a su casita ha venido una dama con velo a preguntar cómo está de salud mi querida Fitz-Jarndyce, y a llevarse un pañuelito como una especie de recuerdo?, ¡sólo porque había pertenecido a mi encantadora Fitz-Jarndyce! ¡Verdaderamente, me parece encantador por parte de la señora del velo!

—Con su permiso, señorita —dijo Charley, a quien había mirado yo un tanto sorprendida—, Jenny dice que cuando murió su bebé usted le dejó un pañuelo y que ella lo conservó y lo dejó con las cositas del bebé. Creo, con su permiso, que en parte fue porque era de usted, señorita, y en parte porque había servido para tapar al bebé.

—Diminuta —susurró la señorita Flite, con una serie de gestos en torno a su propia frente para expresar la capacidad intelectual de Charley—. ¡Pero sa-ga-cí-si-ma! ¡Tan clara! ¡Hija mía, se expresa con más claridad que ninguno de los abogados que he oído en mi vida!

—Sí, Charley —dije yo—. Ya me acuerdo. Y, ¿qué pasó?

—Bueno, señorita —siguió Charley—, ése fue el pañuelo que se llevó la señora. Y Jenny quiere que sepa usted que ella no se hubiera deshecho de él ni por un montón de dinero, pero que la señora se lo llevó y le dejó algo de dinero. Pero Jenny no la conoce, con su permiso, señorita.

—Y, ¿quién podrá ser? —pregunté.

—Hija mía —sugirió la señorita Flite, llevándome la boca al oído con la más misteriosa de sus miradas—, a mi juicio (y no se lo mencione a nuestra diminuta amiga), es la esposa del Lord Canciller. Ya sabe usted que está casado Y tengo entendido que le hace la vida imposible. ¡Le aseguro que tira al fuego los papeles de Su Señoría si el Canciller no paga al joyero!

En aquel entonces no pensé demasiado en la señora, pues tenía la impresión de que podría tratarse de Caddy. Además, me distraía la atención nuestra visitante, que había llegado con frío de su viaje y parecía tener hambre, y que, cuando nos trajeron la cena, necesitó algo de ayuda para ataviarse con gran satisfacción con un chal lamentablemente viejo y un par de guantes muy gastados y cosidos varias veces, que se había traído consigo en un hatillo de papel. Además, tuve que presidir la cena, consistente en un plato de pescado, un ave asada, mollejas, verduras, un flan y vino de Madeira, y me resultó tan agradable ver cómo disfrutaba con todo aquello, y la pompa y la ceremonia con que le hacía los honores, que al cabo de poco no pude pensar en otra cosa.

Cuando terminamos, con el postre ante nosotras, adornado por las manos de mi niña, que no permitía a nadie más supervisar la preparación de todo lo que me daban, la señorita Flite estaba tan charlatana y tan contenta que pensé en volver a llevarla a su anécdota anterior, ya que tanto le agradaba hablar de sí misma. Empecé diciendo:

—¿Hace muchos años que conoce usted al Lord Canciller, señorita Flite?

—Ay, muchos, muchísimos años, hija mía. Pero estoy esperando un veredicto. Dentro de poco.

Incluso aquellas palabras esperanzadas reflejaban tal preocupación que me hizo dudar si había hecho bien en referirme al tema. Creí que no debía volver a mencionarlo.

—Mi padre esperaba un veredicto —dijo la señorita Flite—. Mi hermano. Mi hermana. Todos esperaban un veredicto. El mismo que espero yo.

—Todos han…

—Sí-í. Han muerto, hija mía, claro está —dijo. Cuando vi que iba a continuar, pensé que lo mejor era hacerle un favor atacando directamente el tema, en lugar de eludirlo.

—Y, ¿no sería más prudente dejar de esperar ese veredicto? —pregunté.

—¡Pero, hija mía, claro que lo sería! —respondió inmediatamente.

—¿Y dejar de asistir al Tribunal?

—También, claro —me contestó—. Resulta muy cansado estar siempre en espera de algo que no llega nunca, mi querida Fitz-Jarndyce. ¡Le aseguro que cansa a no poder más!

Me mostró un brazo, que verdaderamente estaba delgadísimo.

—Pero, hija mía —continuó con su tono de misterio—, ese lugar ejerce un atractivo misterioso. ¡Chist! No se lo mencione a nuestra diminuta amiga cuando vuelva. Puede darle miedo. Y con razón. El lugar ejerce un atractivo cruel. Es imposible dejarlo. Y hay que tener esperanza. Traté de convencerla de que no era así. Me escuchó con paciencia y con una sonrisa, pero ya tenía su propia respuesta preparada:

—¡Claro, claro, claro! Es lo que cree usted porque yo divago un tanto. Con-fun-den mucho las divagaciones, ¿no? Claro que con-fun-den. La cabeza. Lo sé. Pero, hija mía, yo llevo muchos años yendo allí, y me he dado cuenta. Es la Maza y el Sello que hay encima de la mesa .

Le pregunté sin presionarla qué por qué era aquello.

—Absorben —me contestó la señorita Flite—. Absorben a las gentes, hija mía. Les absorben la paz. Les absorben el sentido común. Les absorben hasta el aspecto. Hasta todas sus buenas cualidades. A veces he sentido que incluso me absorben por la noche. ¡Diablos fríos y relucientes!

Me dio varios golpecitos en el brazo mientras asentía bienhumorada, como si sintiera grandes deseos de hacerme comprender que no había ningún motivo para tenerle miedo a ella, pese al tono sombrío que empleaba, y a los terribles secretos que me confiaba.

—Veamos —me dijo—; voy a contarle mi propio caso. Antes de que me absorbieran (antes de que si siquiera los viera), ¿qué es lo que hacía yo? ¿Tocaba la pandereta? No. El tambor. Yo y mi hermana hacíamos bordados de tambor. Nuestro padre y nuestro hermano trabajaban en la construcción. Vivíamos todos juntos. ¡Y é-ra-mos muy respetables, hija mía! El primero al que absorbieron fue mi padre…, lentamente. Con él absorbieron nuestra casa. Al cabo de unos años se había convertido en un hombre enfurecido, amargado, caído en quiebra, sin una palabra amable ni una mirada amable para nadie. Y antes era tan distinto, Fitz-Jarndyce. Lo absorbieron hasta llevarlo a una prisión por deudas. Murió en ella. Después mi hermano se vio absorbido (rápidamente) hasta caer en la bebida. A la miseria. Y a la muerte. Después absorbieron a mi hermana. ¡Chist! ¡No me pregunte a dónde la llevaron! Después yo caí enferma y en la miseria, y oí decir, como había oído decir tantas veces antes, que todo ello era obra de la Cancillería. Cuando me puse mejor, fui a ver al Monstruo. Y entonces averigüé cómo era, y me sentí absorbida hasta quedarme allí.

Tras terminar su propia y breve narración, al pronunciar la cual había hablado en voz baja y tensa, como si todavía tuviera recientes aquellas impresiones, recuperó gradualmente su aire habitual de importancia amistosa.

—¡No me acaba usted de creer del todo, querida niña! ¡Bueno, bueno! Ya me creerá algún día. Ya sé que divago un poco. Pero lo he advertido. He visto llegar muchas caras nuevas que no sospechaban nada, y que se han visto absorbidas por la influencia de la Maza y el Sello, en todos estos años. Como le ocurrió a mi padre. Y a mi hermano. Y a mi hermana. Y a mí misma. Escucho como Kenge el Conversador y todos ésos dicen a las caras nuevas: «Ahí está la señorita Flite. Vamos, usted es nuevo aquí, ¡tenemos que presentarle a la señorita Flite!». Muy bien. ¡Seguro es un gran placer para mí tener el honor! Y todos nos reímos. Pero, Fitz-Jarndyce, sé lo que va a ocurrir. Sé mucho mejor que ellos mismos cuándo empieza la atracción. Conozco los indicios, hija mía. Los vi empezar en Gridley. Y los vi terminar. Mi querida Fitz-Jarndyce —y volvió a hablar en voz baja—. Los he visto empezar en nuestro amigo el Pupilo de Jarndyce. Que alguien lo frene. O la absorción lo llevará a la ruina.

Se quedó mirándome en silencio un momento, mientras el gesto se le iba suavizando gradualmente hasta convertirse en una sonrisa. Como aparentemente temía haber estado demasiado sombría, y además también parecía que se le iba olvidando el tema, dijo cortésmente mientras bebía lentamente su vaso de vino:

—Sí, hija mía. Como le decía, estoy esperando un veredicto. Dentro de poco. Entonces, ya sabe, soltaré a mis pájaros y conferiré mercedes.

Me sentí muy impresionada por su alusión a Richard, y por el triste mensaje, tan claramente ilustrado por su cuerpecillo encogido, que se revelaba en medio de sus incoherencias. Pero, afortunadamente para ella, estaba otra vez muy contenta y radiante, llena de gestos y de sonrisas.

—Pero, hija mía —me dijo alegremente, alargando la otra mano para ponerla en una de las mías—, no me ha felicitado usted por mi médico. ¡Vamos, no ha dicho ni una palabra!

Me vi obligada a confesar que no sabía exactamente de qué estaba hablando.

—De mi médico, el señor Woodcourt, hija mía, que ha sido tan atento conmigo. Aunque me prestó sus servicios de forma totalmente gratuita. Hasta el día del veredicto. Me refiero al veredicto que disolviera el hechizo al que me tienen sometida la Maza y el Sello.

—El señor Woodcourt está ahora tan lejos —dije—, que pensé que ya no era el momento de felicitarla, señorita Flite.

—Pero, hija mía —replicó—, ¿es posible que no sepa usted lo que ha pasado?

—No.

—¡Pero si todo el mundo ha estado hablando de lo mismo, mi querida Fitz-Jarndyce!

—No —repetí—. Olvida usted cuánto tiempo llevo sin salir de aquí.

—¡Es verdad! Hija mía, por un momento… Es verdad. Es culpa mía. Pero la memoria, y todo lo demás, me ha quedado absorbida por culpa de lo que le he dicho. Una influencia e-nor-me, ¿no? Bueno, hija mía, ha habido un naufragio terrible en esos mares de las Indias orientales.

—¡Ha naufragado el señor Woodcourt!

—No se agite, hija mía. Está sano y salvo. Una me escena terrible. La muerte en todas sus formas. Centenares de muertos y de moribundos. Incendio, tormenta, oscuridad. Montones de gente a punto de ahogarse encuentran una peña. Allí y en todo momento mi querido médico se portó como un héroe. Tranquilo y valiente en toda circunstancia. Salvó muchas vidas, no se quejó ni una vez de hambre ni de sed. ¡Dio a los desnudos su propia ropa, tomó la iniciativa, les indicó qué hacer, los organizó, cuidó de los enfermos, enterró a los muertos y por fin llevó a lugar seguro a los pobres supervivientes! Hija mía, los pobres, que estaban al borde de la inanición, prácticamente lo adoraban. Cuando llegaron a tierra se echaron a sus pies y lo bendijeron. Todo el país habla de ello. ¡Un momento! ¿Dónde está mi bolso de documentos? Aquí lo tengo, para que lo lea usted, ¡y va a leerlo!

Y efectivamente leí toda aquella historia llena de nobleza, aunque con gran lentitud y de manera imperfecta, porque tenía los ojos tan cargados de lágrimas que no podía distinguir las letras, y lloré tanto que me vi obligada a soltar muchas veces de las manos el largo relato que la señorita Flite me había recortado del periódico. Me sentí tan orgullosa de haber conocido al hombre que había realizado tales actos de valor y generosidad, me sentí tan emocionada por su fama, admiré y adoré tanto lo que había hecho que envidié a las víctimas de la tempestad que se habían echado a sus pies y lo habían bendecido por salvarlos. Yo misma, que estaba tan lejos, hubiera podido ponerme de rodillas para bendecirlo, tan encantada estaba de que efectivamente fuera tan bueno y tan valiente. Pensé que nadie, ni madre, ni hermana, ni esposa, podía honrarlo más que yo. ¡Sí, lo pensé!

Mi pobre visitante me regaló el artículo, y cuando se levantó al empezar a caer la tarde, porque no quería perder la diligencia que la iba a llevar a casa, todavía seguía hablando del naufragio, mientras yo todavía no había podido tranquilizarme lo bastante para comprender todos los detalles de lo ocurrido.

—Hija mía —me dijo la señorita Flite mientras doblaba cuidadosamente su chal y sus guantes—, a mi valiente médico le deberían dar un Título. Y sin duda se lo darán. ¿Qué opina usted?

Que merecía uno, sí. Que jamás se lo fueran a dar, no.

—¿Por qué no, Fitz-Jarndyce? —preguntó con cierta severidad.

Dije que en Inglaterra no existía la costumbre de conferir títulos a hombres que se distinguieran por servicios de paz, por buenos y grandes que fueran, salvo alguna vez, cuando consistían en la acumulación de grandes sumas de dinero.

—Pero, Dios mío —dijo la señorita Flite—, ¿cómo puede usted decir eso? Sin duda debe de saber, hija mía, que las mayores glorias de Inglaterra en conocimientos, imaginación, humanitarismo activo y mejoras de toda suerte ingresan en su nobleza! Mire a su alrededor, hija mía, y reflexione. ¡Creo que ahora es usted la que divaga un poquito, si no sabe que ése es el motivo por el que siempre habrá títulos en este país!

Me temo que ella se creía lo que estaba diciendo, porque había momentos en que efectivamente estaba completamente loca.

Y ahora debo revelar el pequeño secreto que he estado tratando de mantener hasta ahora. A veces había pensado que el señor Woodcourt me amaba, y que si hubiera sido más rico, quizá me hubiera dicho que me amaba antes de irse. Y a veces había pensado que si lo hubiera hecho, yo me habría alegrado. ¡Pero cuánto mejor era ahora que no hubiera pasado jamás! ¡Cómo habría sufrido yo de haberle tenido que escribir y decirle que la pobre cara que él había conocido como mía no existía ya y que lo liberaba plenamente de su promesa, dada a alguien a quien no había visto nunca!

¡Era mucho mejor así! Como, piadosamente, se me había evitado un gran dolor, podía guardar en mi corazón mi infantil plegaria de llegar a ser todo lo que él había ya demostrado ser, y no había nada que deshacer: ninguna cadena que romper yo ni que arrastrar él, y podía recorrer, con la ayuda de Dios, mi humilde camino por la senda del deber cumplido, mientras que él podía seguir un camino más noble por una senda más ancha y aunque hiciéramos el camino por separado, yo podía aspirar a encontrarme con él, de manera altruista e inocente, mucho mejor de lo que le había parecido, al final del recorrido, que cuando me contemplaba con algún favor.

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