Casa desolada

21. La familia Smallweed

21. La familia Smallweed

En un barrio bastante feo y bastante maloliente, aunque uno de sus cerros porta el nombre de Monte Agradable, es donde el silfo Smallweed, de nombre de pila Bartholomew, y apodado en familia Bart, pasa la escasa parte de su tiempo que no le ocupan el bufete y las actividades conexas. Vive en una callejuela estrecha, siempre solitaria, sombría y triste, enladrillada por todos sus costados como una tumba, pero donde todavía queda el muñón de un árbol añoso, que exhala tantos aromas de frescor y naturaleza como el señor Smallweed exhala de juventud.

Desde hace varias generaciones, en la familia Smallweed no ha habido más que un niño. Ha habido ancianitos de ambos sexos, pero no ha habido niños hasta que a la abuela del señor Smallweed, todavía viva, se le empezó a reblandecer el cerebro y cayó (por primera vez en su vida) en un estado de infantilismo. No cabe duda de que con gracias infantiles tales como la total carencia de capacidad de observación, de memoria, de comprensión y de interés, la abuela del señor Smallweed ha aportado la alegría a la vida de la familia.

En la casa también vive el abuelo del señor Smallweed. Está totalmente impedido de las extremidades inferiores, y casi totalmente de las superiores, pero la cabeza la tiene intacta. En ella caben, con la misma perfección de siempre, las cuatro reglas de la aritmética y un cierto número de hechos indiscutibles. En cuanto a capacidad para tener ideas, reverencia, imaginación y otros atributos frenológicos, esa cabeza no está disminuida en nada. Todo lo que se ha metido el abuelo del señor Smallweed en la cabeza a lo largo de su vida han sido larvas para empezar y siguen siendo larvas para terminar. Jamás ha dado a luz una sola mariposa.

El padre de este agradable abuelo, del barrio de Monte Agradable, era una especie de araña bípeda con piel de paquidermo y obsesionada por el dinero, que tejía para atrapar moscas confiadas y después retirarse a su agujero hasta tenerlas bien atrapadas. El Dios de aquel viejo pagano se llamaba Interés Compuesto. Vivió por él, se casó por él, murió por él. Cuando sufrió grandes pérdidas en una pequeña y honesta empresa, en la cual se trataba de que todas las pérdidas las sufriera la otra parte, se rompió algo en su interior (algo necesario para su existencia, luego no puede haber sido el corazón), y así terminó su carrera. Como no tenía buena fama y se había educado en una escuela de caridad, en cursos en los que había memorizado perfectamente los antiguos pueblos de los amorreos y los heteos, solía decirse de él que era un buen ejemplo de lo poco que vale la educación.

Su espíritu se transmitió por conducto a su hijo, a quien siempre había aconsejado que se «lanzara» cuanto antes, y a quien colocó de auxiliar en el despacho de un escribano astuto cuando cumplió los doce años. Allí fue donde cultivó el joven su inteligencia, que era de índole famélica y ansiosa, y al ir desarrollando las características familiares, fue ascendiendo gradualmente en la profesión de prestamista. Se lanzó de joven y se casó de edad madura, igual que había hecho su padre antes que él, y también él engendró un hijo famélico y ansioso, que a su vez se lanzó de joven y se casó en su madurez, y fue padre de los mellizos Bartholomew y Judith Smallweed. Durante todo el tiempo que consumió este lento crecimiento del árbol genealógico, la casa de Smallweed, en la que todos se lanzan jóvenes y se casan maduros, ha ido reforzando su carácter práctico, ha ido desechando todas las diversiones, desaprobando todos los libros de cuentos, los cuentos de hadas, las novelas y las fábulas, y ha ido extirpando todo género de frivolidades. A eso se debe el que haya tenido la satisfacción de no contar nunca con un niño entre sus miembros, y el que los hombrecitos y las mujercitas que ha engendrado se hayan señalado por su parecido con simios viejos y deprimidos.

En estos momentos, en la salita sombría a unos cuantos pies por debajo del nivel de la calle (una salita gris, fea, adornada únicamente por una tapicería de fieltro de lo más burdo y por unas bandejas de té del más duro de los hierros, y que en lo ornamental constituye una perfecta representación de la mentalidad del Abuelo Smallweed), sentados en dos sillas de portero , de crin negra, negra, el señor y la señora Smallweed tienen la costumbre de pasar el tiempo vigilando, y en el saliente de la chimenea entre ellos hay una especie de horca de cobre para los asados, que también supervisa él cuando se está utilizando. Bajo el asiento del venerable señor Smallweed, y protegido por las piernecillas raquíticas de éste, hay un cajón que, según se dice, contiene sumas fabulosas. A su lado hay un cojín de reserva, que siempre tiene dispuesto, con objeto de tener algo que tirar a la venerable compañera de su respetable ancianidad cada vez que ella menciona algo relativo al dinero, tema al cual él es sumamente sensible.

—¿Y dónde está Bart? —pregunta el Abuelo Smallweed a Judy, la hermana gemela de Bart.

Entoavía no ha llegao —responde Judy.

—Es la hora del té, ¿no?

—No.

—Entonces, ¿cuánto crees tú que falta?

—Diez minutos.

—¿Qué?

—Diez minutos —eleva la voz Judy.

—¡Vaya! —dice el Abuelo Smallweed—. Diez minutos.

Cuando la Abuela Smallweed, que ha estado murmurando y meneando la cabeza en la dirección de los trébedes, oye que se mencionan cifras, las relaciona con dinero, y chilla, como un loro viejo, horrible y desplumado:

—¡Diez billetes de diez libras!

Inmediatamente, el Abuelo Smallweed le tira el cojín.

—¡Cierra el pico, maldita sea! —exclama el bondadoso anciano.

El efecto de este exabrupto es doble. No sólo hace a la señora Smallweed hundir la cabeza en un lado de su silla de portero, y le hace revelar, cuando su nieta la saca de allí, un bonete en muy mal estado, sino que el esfuerzo realizado rebota sobre el propio señor Smallweed, que cae hacia atrás en su silla de portero, como un títere roto. Como en esos momentos el excelente anciano no es sino un saco de ropa revestido de una gorra negra, no tiene un aspecto muy animado hasta que su nieta lo somete a dos operaciones, la primera consistente en sacudirlo como si fuera un enorme frasco y la segunda en golpearlo y aporrearlo como si fuera una enorme almohada. Cuando por estos medios va apareciendo en él una semblanza de cuello, él y la compañera del crepúsculo de su vida vuelven a quedarse sentados frente a frente en sus dos sillas de portero, como un par de centinelas olvidados tiempo ha en su puerto por el Sargento de las Tinieblas: la Muerte.

Judy, la gemela, es una digna compañera de estos dos personajes. Es tan indudable que se trata de la hermana del más joven de los señores Smallweed, que si se fundieran los dos en uno solo apenas si resultaría una persona joven de medianas proporciones, y al mismo tiempo es un ejemplo tan perfecto del parecido de esta familia a la tribu de los simios, que podría ataviarse con un vestido y una gorra de lentejuelas y pasearse por la tapa de un organillo sin suscitar demasiados comentarios como espécimen raro. Sin embargo, en estos momentos sólo lleva un vestido sencillo y austero de paño negro.

Judy nunca tuvo una muñeca, nunca oyó hablar de la Cenicienta, nunca jugó a nada. Una o dos veces estuvo en compañía de niños, cuando ella tenía unos diez años, pero los niños no se podían entender con Judy, y Judy no se podía entender con ellos. Parecía un animal de otra especia, y ambas partes experimentaron una repugnancia mutua instintiva. Es muy dudoso que Judy sepa reírse. Ha visto la risa tan pocas veces que lo más probable es que no sepa de qué se trata. Desde luego, es imposible que tenga la menor idea de lo que es una risa juvenil. Si intentara lanzar ella una, le tropezaría en los dientes, pues imitaría con los gestos de la cara, igual que ha imitado inconscientemente todos sus demás gestos, a su modelo: la más sórdida vejez. Así es Judy.

Y su hermano gemelo sería incapaz de bailar un trompo aunque le fuera en ello la vida. No sabe quiénes fueron Jack el Matagigantes ni Simbad el Marino, igual que no sabe nada de la gente que habita en las estrellas. Sería tan capaz de jugar a la rana o a los bolos como de transformarse él mismo en rana o en bolo. Pero tiene mucha más suerte que su hermana, porque en su limitadísimo mundo se ha abierto una puerta a perspectivas más amplias, como las que se hallan en los horizontes del señor Guppy. De ahí su admiración por esa luminaria y su deseo de emularla.

Judy, con grandes ruidos y aspavientos, pone en la mesa una de las bandejas de hierro y coloca las tazas y los platillos. Pone el pan en un cesto de hierro y la mantequilla (que no es mucha) en un platito de peltre. El Abuelo Smallweed mira fijamente mientras le sirven el té y pregunta a Judy dónde está la chica.

—¿Se refiere usted a Charley? —pregunta Judy.

—¿Qué? —dice el Abuelo Smallweed.

—¿Si se refiere usted a Charley?

Eso impulsa un resorte en la Abuela Smallweed, que con una mueca dirigida, como siempre, hacia los trébedes, exclama:

—¡Ya cruzó los mares! ¡Charley cruzó los mares, Charley cruzó los mares, los mares cruzó Charley, Charley cruzó los mares, los mares cruzó Charley! —todo ello con gran energía. El Abuelo mira hacia el cojín, pero todavía no se ha recuperado lo bastante de su reciente esfuerzo.

—¡Ja! —exclama cuando se produce el silencio—… Como se llame. Come muchísimo. Más valdría darle algo y que se pagara ella la comida.

Judy hace un guiño igual que los de su hermano, niega con la cabeza y forma un «no» con la boca, sin llegar a pronunciarlo.

—¿No? —replica el viejo—. ¿Por qué no?

—Necesitaría seis peniques al día y podemos darle de comer por menos que eso —dice Judy.

—¿Seguro?

Judy responde con un gesto preñado de sentido y mientras va untando el pan de mantequilla con grandes precauciones para no malgastar nada, y va cortándolo en rodajas, llama:

—¡Eh, Charley! ¿Dónde andas?

Una muchachita vestida con un burdo delantal y un gorro enorme, con las manos húmedas y llenas de jabón y un cepillo áspero en una de ellas, acude tímida a la llamada y hace una reverencia.

—¿Qué andas haciendo? —pregunta Judy con un gruñido, como una arpía rabiosa.

—Estaba limpiando el desván de arriba, señorita —replica Charley.

—Pues limpia bien y no pierdas el tiempo. ¡Ya sabes que no soporto la vagancia! ¡Rápido! ¡Vamos! —grita Judy mientras da una patada en el suelo—. ¡Cómo está el servicio!

Cuando la austera matrona vuelve a su tarea de rebañar la mantequilla y cortar el pan cae sobre ella la sombra de su hermano, que mira por la ventana. Cuchillo y pan en ristre, le abre la puerta.

—¡Vaya, vaya, Bart! —dice el Abuelo Smallweed—. Ya has llegado, ¿eh?

—Ya he llegado —dice Bart.

—¿Has vuelto a salir con tu amigo, Bart?

Pequeños gestos de asentimiento.

—¿Te ha pagado la comida, Bart?

Más pequeños gestos.

—Muy bien. Haz que te pague lo más posible, y que su tontería te sirva de ejemplo. Es para lo que vale un amigo así. Es lo único de que te puede valer —dice el venerable sabio.

Su nieto, que no recibe ese buen consejo con demasiado respeto, le concede todo el reconocimiento que pueda caber en un guiño y una inclinación de cabeza, y ocupa una silla a la mesa del té. Entonces, las cuatro caras de viejos se ciernen sobre las tazas, como un grupo de querubines deformes; la señora Smallweed no para de volver la cabeza a murmurar algo en dirección a las trébedes, y al señor Smallweed hay que agitarlo constantemente, como si fuera una pócima.

—Sí, sí —dice el venerable anciano, volviendo a impartir su sabiduría—. Eso es lo que te hubiera aconsejado tu padre, Bart. Es una pena que no llegaras a conocer a tu padre. Era mi vivo retrato —sin aclarar si lo que quiere decir es que era particularmente atractivo—. Mi vivo retrato —repite el venerable anciano, que dobla en dos sobre la rodilla su pan con manteca—, un buen contable, y ya hace quince años que murió.

La señora Smallweed sigue su instinto habitual y prorrumpe en:

—Quince veces cien libras. Quince veces cien libras en una caja negra, quince veces cien libras bajo llave, ¡quince veces cien libras bien escondidas!

Inmediatamente, su digno marido deja a un lado el pan con mantequilla y le tira el cojín, la deja aplastada contra un lado de la silla y se hunde, agotado, en la suya. Su aspecto, tras hacer estas amonestaciones a la señora Smallweed, es especialmente impresionante, y no del todo atractivo; en primer lugar, porque el esfuerzo suele hacer que la gorra negra le caiga sobre un ojo y le da un aire de gnomo disoluto; en segundo lugar, porque murmura violentas imprecaciones contra la señora Smallweed, y en tercer lugar, porque el contraste entre esas vigorosas manifestaciones y su cuerpo inanimado sugieren un espíritu viejo y maligno que, si pudiera, cometería todo género de maldades. Sin embargo, todo ello es tan frecuente en el círculo de la familia Smallweed que no impresiona a nadie. Basta con dar una sacudida al venerable anciano y ponerle las piezas en orden, con volver a poner el cojín en su sitio, a su lado, y con volver a plantar en su silla a la anciana, quizá tras ajustarle el bonete y quizá no, lista para que la vuelvan a tumbar como si fuera un bolo.

En esta ocasión pasa algún tiempo antes de que el venerable anciano se calme lo suficiente para reanudar su discurso, e incluso entonces lo va mezclando con varias interjecciones edificantes dirigidas a su inconsciente cara mitad, que no se comunica con nadie en el mundo, salvo las trébedes. Y continúa diciendo:

—Bart, si tu padre hubiera vivido unos años más, podría haber tenido mucho dinero (¡charlatana infernal!), pero justo cuando estaba empezando a levantar la casa, después de haber puesto los cimientos hacía tanto tiempo (¡qué diablos quieres, so cacatúa, so loro, so arpía!), se puso malo y se murió de una fiebre baja, él que siempre había sido hombre ahorrativo y frugal, que no se ocupaba más que de los negocios (¡ya me gustaría poderte tirar un gato en vez de un cojín, y si sigues con ésas, te juro que lo hago!), y tu madre, que era una mujer prudente, más seca que una pasa, se fue consumiendo cuando nacísteis tú y Judy (¡cerda pecadora! ¡So cochina!).

Judy, a quien no le interesa escuchar la historia por enésima vez, empieza a recoger en un tazón varios riachuelos de té, que fluyen de los fondos de las tazas y de los platillos y de la tetera, para la comida vespertina de la criadita. También recoge en la panera de hierro todos los pedazos de cortezas y corruscos de pan que ha dejado sin consumir la rígida economía de la familia.

—Tú padre y yo éramos socios, Bart —dice el venerable anciano—, y cuando yo desaparezca todo será para ti y para Judy. Es una suerte que los dos os hayáis lanzado de jóvenes: Judy al negocio de las flores y tú al del derecho. Seguro que no os lo vais a gastar. Os ganaréis la vida sin necesidad de eso, y lo que haréis será aumentar el capital. Cuando yo desaparezca, Judy volverá al negocio de las flores y tú seguirás en el del derecho.

Cabría deducir por el aspecto de Judy que su negocio es más bien de espinas que de flores, pero es cierto que en su infancia fue aprendiza del arte y el misterio de la confección de flores artificiales. Un observador atento quizá podría detectar, tanto en su mirada como en la de su hermano, cuando su venerable abuelo prevé su propia desaparición, una cierta impaciencia por saber cuándo va a desaparecer, y una opinión un tanto agria de que ya es hora de que desaparezca.

—Y ahora, si todos hemos acabado —dice Judy, que ha terminado con sus preparativos—, voy a llamar a esa chica para que se tome el té. Si se lo toma sola en la cocina seguro que se eterniza.

En consecuencia, se llama a Charley, que, sometida a un bombardeo de miradas, se sienta ante su tazón y unas ruinas druídicas de pan con mantequilla. En su supervisión activa de esta joven, Judy Smallweed parece alcanzar una edad perfectamente geológica y datar de épocas remotísimas. La forma sistemática en que la censura y la critica, con pretexto o sin él, haga lo que haga, es maravillosa; revela un dominio del arte de tratar a las domésticas raras veces logrado por los más veteranos en el oficio.

—Vamos, no te quedes como un pasmarote toda la tarde —exclama Judy meneando la cabeza y dando patadas en el suelo cuando tropieza con la mirada que antes exploraba el tazón de té—, cómete lo que sea y vuelve al trabajo.

—Sí, señorita —dice Charley.

—No me digas que sí —responde la señorita Smallweed—, porque ya sé cómo sois todas las chicas. Si hicieras lo que tienes que hacer y no me dijeras nada, entonces a lo mejor empezaría a creerte.

Charley da un enorme trago de té en señal de sumisión, y dispersa de tal modo las ruinas druídicas que la señorita Smallweed le dice que no sea glotona, cosa repulsiva en «todas las chicas», observa. A Charley quizá le resultaría difícil satisfacer sus opiniones acerca del tema de las chicas en general, pero se ve salvada por una llamada a la puerta.

—¡Mira a ver quién es y no mastiques al abrir la puerta! —grita Judy.

Cuando el objeto de sus atenciones se retira a cumplir la orden, la señorita Smallweed aprovecha la oportunidad para reunir como puede los restos del pan y la mantequilla y lanzar al reflujo del cuenco del té dos o tres tazas sucias, como sugerencia de que considera pasado el momento de comer y beber.

—¡Bueno! ¿Quién es y qué quiere? —pregunta la irritable Judy.

Parece que se trata de un tal «señor George». El señor George entra sin más anuncio ni ceremonias.

—¡Caramba! —dice el señor George—. Vaya calor que hace aquí. Siempre tienen la chimenea encendida, ¿eh? ¡Bueno, quizá valga la pena que se vayan acostumbrando al fuego! —esta última frase termina diciéndola para sus adentros el señor George, mientras hace un gesto al señor Smallweed.

—¡Vaya, vaya! Es usted —exclama el venerable anciano—. ¿Cómo está? ¿Cómo está?

—Vamos tirando —replica el señor George, tomando una silla—. A su nieta ya he tenido el honor de conocerla; buenas tardes, señorita.

—Éste es mi nieto —dice el Abuelo Smallweed—. No le conoce usted. Trabaja en cosas de derecho y no pasa mucho tiempo en casa.

—¡Muy buenas tardes! Se parece a su hermana. Se parece mucho a su hermana. Se parece infernalmente a su hermana —dice el señor George, que subraya mucho el último adverbio, con un tono que no es del todo elogioso.

—Y ¿cómo le trata a usted el mundo, señor George? —pregunta el Abuelo Smallweed, frotándose lentamente las piernas.

—Como de costumbre, más o menos como si fuera un balón de fútbol.

Es un hombre cetrino de cincuenta años, de buen porte y buen aspecto; con el pelo oscuro y ondulado, ojos chispeantes y ancho pecho. Es evidente que esas manos, musculosas y fuertes, tan tostadas como su cara, están acostumbradas a una vida de asperezas. Lo que resulta curioso en él es que se sienta en la parte delantera de la silla como si, debido a una larga costumbre, dejara espacio para algo de ropa o de arreos a los que hubiera renunciado definitivamente. Además, tiene un paso medido y lento, que iría bien con el tintineo y el entrechocar de un par de espuelas. Lleva la cara completamente afeitada, pero el gesto de la boca es como si durante muchos años hubiera estado coronada por un gran bigote, y la forma en que se pasa por ella la palma de su manaza da la misma impresión. En total, cabría suponer que el señor George ha sido en sus tiempos soldado de caballería.

El señor George no tiene nada en común con la familia Smallweed. Nunca ha habido un soldado de caballería acantonado en una casa más distinta de él. Es como comparar un sable con un cuchillo para las ostras. Él tiene un cuerpo desarrollado, y ellos son canijos; él tiene gestos amplios que llenan mucho espacio, y ellos los tienen mezquinos; él tiene una voz sonora, y ellos un tono agudo y chillón; todo en ellos contrasta mucho y de forma extraña. Él, sentado en medio de la salita sombría, un poco inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en los muslos y los codos pegados al cuerpo, da la impresión de que, si se quedara allí mucho tiempo, absorbería en sí a toda la familia y a toda la casita de cuatro habitaciones, incluida la cocina adicionada a la trasera.

—¿Se frota usted las piernas para reanimarlas? —pregunta al Abuelo Smallweed tras echar un vistazo a la salita.

—Bueno, señor George, en parte es por costumbre y…, sí…, en parte es para facilitar la circulación.

—¡La cir-cu-la-ción! —repite el señor George, cruzando los brazos sobre el pecho, lo que parece duplicar su volumen—. No da la impresión de que circule usted mucho.

—La verdad es que soy muy viejo, señor George —dice el Abuelo Smallweed—, pero llevo muy bien los años. Soy más viejo que ésa —con un gesto hacia su mujer— y ya ve usted cómo está. ¡Charlatana infernal! —añade con su repentino resurgir de su reciente hostilidad.

—¡Pobrecilla! —dice el señor George, volviendo la cabeza hacia ella—. No le gruña a la vieja. Fíjese, con esa pobre gorra medio caída; y el pobre pelo medio despeinado. ¡Permítame, señora! Ya está mejor. ¡Perfecto! Piense en su madre, señor Smallweed, si no le basta con que sea su esposa —añade cuando vuelve a su silla después de ayudarla.

—Supongo que habrá sido usted un hijo excelente, señor George, ¿verdad? —sugiere el anciano con una risita.

El rostro del señor George enrojece cuando replica:

—Pues no, no lo he sido.

—Eso me extraña.

—A mí también. Hubiera debido ser un buen hijo, y creo que quise serlo. Pero no lo he sido. A decir verdad, he sido muy mal hijo, y nunca le he valido de nada a nadie.

—¡Qué raro! —exclama el anciano.

—Sin embargo —continúa diciendo el señor George—, cuanto menos se hable de ello mejor. ¡Vamos! Ya conoce usted nuestro acuerdo. ¡Siempre una pipa con los intereses de los dos meses! (¡Bah! Está todo en orden. No tema usted encargar la pipa. Tenga usted el último pagaré y el dinero de los dos meses de interés, aunque la verdad es que resulta bien difícil conseguir dinero con mi negocio.)

El señor George se queda sentado con los brazos cruzados, absorbiendo a la familia y la salita, mientras Judy ayuda al Abuelo Smallweed a sacar de un escritorio cerrado con llave dos estuches de cuero negro, en uno de los cuales guarda el Abuelo el documento que acaba de recibir, mientras del otro saca un documento idéntico que entrega al señor George, el cual lo retuerce y lo deja listo para encender la pipa. Como el anciano, con las gafas puestas, inspecciona hasta la última letra de ambos documentos, antes de sacarlos de su prisión de cuero, y como cuenta el dinero tres veces y obliga a Judy a repetir por lo menos dos veces cada palabra que pronuncia, y como sus movimientos y sus palabras son de lo más trémulo imaginable, todo el proceso lleva mucho tiempo. Cuando por fin termina, y no antes, aparta de los documentos sus dedos y sus ojos ansiosos y responde a la última observación del señor George diciendo:

—¿Que no tema encargar la pipa? No somos tan mercenarios, señor George. Judy, encárgate inmediatamente de la pipa y del brandy con agua fría para el señor George.

Los simpáticos mellizos, que han estado mirando al vacío todo este tiempo, salvo un momento de absorción con los estuches negros de cuero, se retiran juntos, con muestras de general desdén hacia el visitante, pero dejan a éste en manos del anciano, igual que podrían dejar dos oseznos a un viajero en manos de la osa madre.

—Y supongo que se pasa usted todo el día sentado ahí, ¿no? —dice el señor George con los brazos cruzados.

—Así es, así es —asiente el anciano.

—Y ¿no hace usted nada en absoluto?

—Vigilo el fuego, y lo que se pone a hervir y a asar…

—Cuando ponen algo —dice el señor George con tono muy expresivo.

—Así es. Cuando se pone algo.

—¿No lee usted ni hace que le lean?

El anciano niega con la cabeza, con expresión astuta de triunfo.

—No, no. En nuestra familia nunca hemos leído mucho. No rinde. Bobadas. Despilfarro. Tonterías. ¡No, no!

—Pues no hay mucho donde escoger entre ustedes dos —dice el visitante en tono demasiado bajo para el mal oído del anciano, mientras pasea la mirada entre él y la mujer, y añade en voz más alta:—. ¡Eh!

—Ya le oigo.

—Si alguna vez me retraso un solo día supongo que me hará usted desahuciar.

—¡Mi querido amigo! —exclama el Abuelo Smallweed, alargando las manos para abrazarlo—. ¡Jamás! ¡Jamás, mi querido amigo! Pero quien sí podría hacerlo sería mi amigo de la City, al que persuadí para que le prestara a usted el dinero.

—¡Ah! ¿No responde usted de él? —pregunta el señor George, que termina la frase en voz más baja, con las palabras: «¡Viejo mentiroso, sinvergüenza!».

—Mi querido amigo, es imposible contar con él. Yo no confiaría en él. Exige el pago de sus dineros.

—Al diablo con él —dice el señor George, y cuando aparece Charley con una bandeja en la que hay una pipa, un paquetito de tabaco y el brandy con agua le pregunta:— ¿Qué haces tú aquí? No tienes cara de ser de la familia.

—Vengo a trabajar, señor —responde Charley.

El soldado (si es que eso ha sido soldado) le quita el gorrito con gran delicadeza para una mano tan fuerte, y le da una palmadita en la cabeza.

—Casi le das un aire sano a esta casa. Le hace tanta falta alguien joven como que entre aire fresco. Después la despide, enciende la pipa y bebe a la salud del amigo de la City del señor Smallweed: el único capricho de la imaginación que el estimable anciano ha tenido en su vida.

—Así que usted cree que podría ponerse en plan exigente, ¿eh?

—Creo que sí… Me temo que sí. He visto lo que les ha hecho a otros —dice imprudentemente el Abuelo Smallweed— más de veinte veces.

Es imprudente porque su inválida media naranja, que lleva un rato sesteando junto a la chimenea, se despierta inmediatamente y empieza a canturrear: «Veinte mil libras, veinte billetes de veinte libras en una caja de caudales, veinte guineas, veinte millones al 20 por 100, veinte…», y se ve interrumpida por el lanzamiento del cojín, que el visitante, a quien este singular experimento se presenta como una novedad, le aparta de la cara cuando va a aplastarse contra ella como de costumbre.

—Eres una idiota infernal. Eres un escorpión… ¡Un escorpión infernal! Eres un sapo purulento. ¡Eres una bruja charlatana y gritona, habría que quemarte viva! —jadea el anciano, postrado en su silla—. Mi querido amigo, ¿querría usted sacudirme un poquito?

El señor George, que ha estado mirando como loco del uno a la otra, toma a su venerable conocido del cuello cuando oye su petición, lo pone tieso en la silla de un solo golpe, como si fuera un muñeco, y parece preguntarse si no debería darle tal sacudida que ya no pudiera lanzar más cojines, y seguirlo sacudiendo hasta matarlo. Resiste a la tentación, pero le da tales sacudidas que le hace balancear la cabeza como si fuera un arlequín, y después lo vuelve a sentar de un golpe en su silla y le ajusta el gorro retorciéndoselo con tal fuerza que el viejo se queda todo un minuto guiñando los ojos.

—¡Dios mío! —jadea el señor Smallweed—. Basta ya. ¡Gracias, mi querido amigo, basta ya! Dios mío, me ha dejado sin aliento. ¡Dios mío! —Y el señor Smallweed lo dice no sin un cierto miedo de su querido amigo, que ahora se yergue sobre él, más amenazador que nunca.

Sin embargo, esa alarmante presencia va hundiéndose gradualmente en su silla y se pone a fumar a grandes bocanadas, mientras se consuela con una reflexión filosófica:

—El nombre de su amigo de la City empieza por D, compañero, y tiene usted razón cuando dice que exigirá sin falta lo que se le debe.

—¿Dice usted algo, señor George? —pregunta el anciano.

El soldado niega con la cabeza, se inclina hacia adelante con el codo derecho apoyado en la rodilla derecha y, con la pipa en la misma mano, mientras el otro codo, apoyado en la pierna izquierda, traza un ángulo recto al estilo militar, sigue fumando. Entre tanto, contempla al señor Smallweed con expresión grave, y de vez en cuando disipa la nube de humo con una mano, para verlo con más claridad.

—Según entiendo —dice, sin modificar su postura ni un ápice más ni menos de lo necesario para llevarse la copa a los labios, con un gesto firme y rotundo—, yo soy el único ser vivo (o incluso muerto) capaz de sacarle a usted una pipa de tabaco.

—Bueno —replica el anciano—, es verdad que yo no veo a mucha gente, señor George, y que no suelo invitar. No me lo puedo permitir. Pero como usted, siempre tan amable, ha establecido la pipa como una condición…

—Bueno, no es por el valor de la cosa en sí, que no es mucho. Me pareció divertido ponerle esa condición. Sacar algo en limpio de mi dinero.

—¡Ja! ¡Es usted ingenioso, muy ingenioso, caballero! —exclama el Abuelo Smallweed, frotándose las piernas con gran vigor.

—Mucho. Desde niño —bocanada—. Una prueba innegable de mi ingenio es que he sabido llegar hasta aquí —bocanada—. Y también lo lejos que he llegado en la vida —bocanada—. Todo el mundo sabe lo ingenioso que soy —dice el señor George calmosamente mientras fuma—. Así es cómo he llegado tan lejos en la vida.

—No se desanime, caballero. Todavía puede usted prosperar.

El señor George se ríe y bebe.

El señor Smallweed pregunta con un brillo en los ojos:

—¿No tiene usted parientes que le paguen ese pequeño principal o que le den un buen aval o dos para que yo pueda persuadir a mi amigo de la City para que le anticipe algo más? A mi amigo de la City le bastaría con dos avales sólidos. ¿No, tiene usted parientes con esas posibilidades, señor George? —pregunta el Abuelo Smallweed, con los ojos chispeantes.

El señor George, que sigue fumando calmosamente, replica:

—Si los tuviera no iría a molestarlos. Ya les causé bastantes problemas en mi juventud. Quizá sea la penitencia que se merece un vagabundo que ha desperdiciado los mejores años de su vida el volver a casa de una gente buena de la que nunca fue digno y vivir a costa de ella, pero ése no es mi estilo. Entonces yo creo que la mejor forma de compensarlos por haberme ido lejos es mantenerme lejos de ellos.

—Pero ¿y el afecto natural, señor George? —sugiere el Abuelo Smallweed.

—A cambio de dos buenos avales, ¿eh? —dice el señor George, negando con la cabeza—. No. Ése tampoco es mi estilo.

El Abuelo Smallweed se ha ido hundiendo gradualmente en su silla desde la última vez que lo enderezaron, y ahora no es más que un montón de ropa, del interior del cual sale una voz que llama a Judy. Cuando aparece esa hurí, lo sacude como de costumbre, y el anciano le ordena que se quede a su lado, pues parece temer que su visitante vuelva a tomarse la molestia de atenderlo como hace un rato.

—¡Ja! —observa cuando vuelve a quedar bien—. Si hubiera usted podido encontrar al Capitán, señor George, habrían acabado sus problemas. Si cuando vino usted por primera vez, en respuesta a nuestros anuncios en la prensa (y cuando digo «nuestros» aludo a los colocados por mi amigo de la City y a una o dos personas más que aventuran su capital igual que él, y que tienen la amabilidad de aumentar algo mis magros recursos); si entonces hubiera usted podido ayudarnos, señor George, habrían acabado sus problemas.

—Yo estaba perfectamente dispuesto a «acabar» con ellos, como dice usted —contesta el señor George, que ya no fuma con la misma placidez que antes, pues desde que entró Judy está un tanto perturbado por una fascinación, no precisamente admirativa, que lo obliga a contemplarla mientras ella se mantiene en pie junto a la silla de su abuelo—, pero en general ahora celebro no haberlo hecho.

—¿Por qué, señor George? En nombre… del Infierno, ¿por qué no? —pregunta el señor Smallweed, con aire evidentemente exasperado (la mención del Infierno aparentemente se la ha sugerido la visión de la señora Smallweed, que se halla sumida en su sueño).

—Por dos razones, compañero.

—¿Y cuáles son esas dos razones, señor George? En nombre de…

—¿De nuestro amigo de la City? —sugiere el señor George, que bebe plácidamente.

—Si le parece… ¿Qué dos razones?

—En primer lugar —comienza diciendo el señor George, aunque sigue mirando a Judy, como si al ser tan vieja y tan parecida a su abuelo le diera igual dirigirse a la una o al otro—, me engañaron ustedes. Anunciaron que había una buena noticia para el señor Hawdon (o el Capitán Hawdon, si prefiere usted; quien ha sido capitán siempre conserva ese título).

—¿Y qué? —responde el viejo, con voz cortante y chillona.

—Bien —dice el señor George, que sigue fumando—. No creo que fuera una noticia muy buena el verse encarcelado por toda la pandilla de acreedores y de jueces de deudas de Londres.

—¿Cómo lo sabe usted? A lo mejor alguno de sus parientes ricos le habría pagado sus deudas o llegado a algún acuerdo. Además, él nos había engañado a nosotros. Nos debía a todos unas sumas enormes. Yo hubiera preferido estrangularlo antes que quedarme sin nada. Cuando me acuerdo de él me siguen dando ganas de estrangularlo —gruñe el anciano, levantando sus diez dedos inútiles. Y en acceso repentino de furia le tira un cojín a la inocente señora Smallweed, pero no acierta y el cojín cae inofensivo junto a la silla.

—No hace falta que me diga —responde el soldado, quitándose la pipa de la boca durante un momento, y apartando la vista de la trayectoria del cojín hacia la cazoleta de la pipa, cuyo contenido empieza a bajar— que gastaba mucho y estaba arruinado. He estado muchas veces a su derecha cuando cargaba contra la ruina a todo galope. He estado con él en la enfermedad y la salud, en la riqueza y en la pobreza. Le he dado esta mano cuando ya lo había gastado todo y destrozado todo lo que tenía…, cuando se llevó una pistola a la cabeza.

—¡Ojalá se la hubiera disparado! —dice el benévolo anciano—, ¡y se hubiera reventado la cabeza en tantos pedazos como libras debía!

—Demasiado estallido —replica serenamente el soldado—; en todo caso hubo una época en que era joven, tenía un gran porvenir y era atractivo, y me alegro de no habérmelo encontrado, cuando ya no tenía nada de eso, para ver lo que le esperaba. Ésa es la razón número uno.

—Espero que la número dos sea igual de buena —gruñe burlón el viejo.

—Pues no. Es más bien egoísta. Para encontrarlo, hubiera tenido que ir a buscarlo al otro mundo. Era donde estaba.

—¿Cómo sabe usted que estaba allí?

—No estaba en éste.

—¿Cómo sabe usted que no estaba en éste?

—No pierda usted los modales además del dinero —dice el señor George, que quita calmosamente la ceniza de su pipa—. Se ahogó hace mucho tiempo. Estoy convencido. Debe de haberse caído de un barco. No sé si adrede o accidentalmente. Quizá lo sepa su amigo de la City. ¿Conoce usted esta melodía, señor Smallweed? —añade tras ponerse a silbar una canción, acompañándose en la mesa con la pipa vacía.

—¿Melodía? —pregunta el viejo—. No. Aquí no gastamos melodías.

—Pues es la Marcha Fúnebre del Saúl de Händel. Es la que tocan cuando se entierra a un soldado, de manera que es el final natural de este tema. Ahora, si su guapa nietecita (con su permiso, señorita) condesciende a cuidar de esta pipa durante dos meses, nos ahorraremos el precio de comprar otra para la próxima vez. ¡Buenas noches, señor Smallweed!

—¡Mi querido amigo! —el viejo le alarga ambas manos.

—¿Así que usted cree que su amigo de la City me tratará mal si me atraso en un pago? —pregunta el soldado, que lo mira desde arriba, como un gigante.

—Mi querido amigo, me temo que sí —contesta el viejo, que lo mira desde abajo, como un pigmeo.

El señor George se ríe, y con una mirada al señor Smallweed, y un saludo de despedida a la desdeñosa Judy, sale a zancadas de la salita, con un ruido de sables imaginarios y otros arreos al marcharse.

—¡Maldito sinvergüenza! —dice el venerable anciano, con una mueca horrible hacia la puerta cuando se cierra ésta—. ¡Pero ya caerás en la trampa, ya caerás!

Tras esta amistosa observación, su espíritu se eleva hacia esas regiones encantadas de la reflexión que han abierto a su mente su educación y sus ocupaciones, y una vez más él y la señora Smallweed van pasando sus horas doradas, como dos centinelas no relevados, olvidados como se ha dicho por el Sargento Negro.

Mientras los dos siguen firmes en sus puestos, el señor George avanza por las calles con una especie de contoneo y un gesto grave. Ya son las ocho, y está el día a punto de acabar. Se detiene junto al Puente de Waterloo a leer un cartel de espectáculos; decide ir al Circo de Astley. Una vez en él, se queda encantado con los caballos y los números de los acróbatas; contempla las armas con ojo crítico; desaprueba los combates porque evidencian un mal entrenamiento en materia de esgrima, pero se siente conmovido ante los sentimientos que expresan las escenas teatrales. En la última escena, cuando el Emperador de los Tártaros se sube en un carruaje y se digna dar su bendición a los amantes reunidos, sobre los que se cierne blandiendo una bandera británica, el señor George tiene los párpados húmedos de la emoción.

Una vez terminado el espectáculo, el señor George vuelve a cruzar el río y llega a la curiosa región que se halla entre Haymarket y Leicester Square, que es un polo de atracción de hoteles anodinos y anodinos extranjeros, juegos de pelota, boxeadores, espadachines, vigilantes, vendedores de porcelana vieja, casas de juego, exposiciones y una gran variedad de vidas mediocres y furtivas. Penetra en el corazón de esa región y llega, por un patio y un largo pasillo encalado, hasta un gran edificio de ladrillo formado por paredes desnudas, suelos, vigas y claraboyas, en cuya fachada, si es que cabe calificar eso de fachada, campea un letrero que dice: GEORGE-GALERÍA DE TIRO, ETC.

Entra en George-Galería de Tiro, etc., donde hay luces de gas (parcialmente apagadas, de momento) y dos blancos pintados para el tiro con escopeta, un espacio para el tiro al arco, accesorios para la esgrima y además todo lo necesario para la británica arte del boxeo. Esta noche no se practica ninguno de esos deportes, o ejercicios, en la Galería de Tiro de George, que hasta tal punto está desierta que no la ocupa sino un hombrecillo grotesco de enorme cabeza, dormido en el suelo.

El hombrecillo está vestido de forma que parece un maestro armero, con un delantal y un gorro de fieltro verde, y tiene la cara y las manos manchadas de pólvora y grasa, de tanto cargar las armas. Acostado bajo la luz, ante un blanco resplandeciente, el polvo que lo recubre brilla todavía más. A poca distancia de él está la mesa robusta, rudimentaria y primitiva, en la cual se halla el torno con el que ha estado trabajando. Es un hombrecillo cuya cara está llena de anfractuosidades y que, por el aspecto azulado y lleno de manchas de una de sus mejillas, parece haber sufrido una explosión en su trabajo, en una o más ocasiones.

—¡Phil! —exclama el soldado con voz pausada.

—¡Presente! —grita Phil, poniéndose en pie.

—¿Alguna novedad?

—Calma chicha —replica Phil—. Cinco docenas de escopeta y una docena de pistola. ¡Y qué puntería! —gime Phil al recordarlo.

—¡Pues a cerrar la tienda, Phil!

Cuando Phil pasa a ejecutar esta orden da la sensación de que está cojo, aunque se desplaza con gran rapidez. En el lado desfigurado de la cara no tiene ceja, y del otro lado una ceja negra y poblada, y esa falta de uniformidad le da un aire muy singular y más bien siniestro. Las manos parecen haber sufrido todos los accidentes imaginables, aunque ha conservado todos los dedos, pues las tiene llenas de cicatrices, costurones y deformidades. Parece ser muy fuerte, y levanta unos bancos pesadísimos como si no apreciara su peso. Cojea de manera extraña por la galería, con un hombro pegado a la pared, de la que se despega para agarrar los objetos que busca, en lugar de ir directamente del uno al otro, lo cual ha dejado un rastro en las cuatro paredes, al que se llama convencionalmente «la huella de Phil».

Este guardián de la Galería de George cuando se halla ausente éste concluye su trabajo cuando ha cerrado el portón y apagado todas las luces menos una, que deja muy baja, y saca de un armario de madera dos colchones y ropa de cama. Una vez depositado todo esto a ambos extremos de la Galería, el soldado hace su cama y Phil la suya.

—¡Phil! —dice el propietario, que avanza hacia él tras despojarse de la chaqueta y el chaleco, y en tirantes posee un aire más marcial que nunca—. A ti te encontraron en un portal, ¿no?

—En el arroyo —dice Phil—. Me encontró un sereno.

—O sea que a ti el ser un vagabundo te resultó algo natural desde el principio.

—Lo más natural del mundo —dice Phil—¡Buenas noches!

—Buenas noches, jefe.

Phil no puede irse directamente ni siquiera a la cama, sino que considera necesario recorrer dos lados de la galería y después separarse de la pared para meterse en cama. El soldado, tras dar una vuelta o dos por la galería, y contemplar la luna, ya visible por las claraboyas, va a su colchón por un camino más corto y también se acuesta.

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