Casa desolada

49. Amistad y deber

49. Amistad y deber

Ha llegado la gran ocasión anual en casa del señor Matthew Bagnet, también conocido como Lignum Vitae, ex artillero y actual intérprete del bajón. Una ocasión de festividad y alegría. Hay que celebrar un cumpleaños en la familia.

No es el cumpleaños del señor Bagnet. El señor Bagnet se limita a celebrar esa fecha en el negocio de instrumentos musicales besando a los niños una vez más de lo habitual antes del desayuno, fumándose una pipa más después de la cena y preguntándose hacia el atardecer lo que estará pensando su pobre y anciana madre al respecto, objeto de infinitas especulaciones, debido a que su madre abandonó este mundo hace veinte años. Algunos hombres raras veces vuelven a pensar en sus padres, sino que parece como si, en los talonarios de sus recuerdos, hubieran traspasado todo su capital de afecto filial a nombre de sus madres. El señor Bagnet es uno de ellos. Quizá se deba a su enorme aprecio de los méritos de su viejita el que suela utilizar el sustantivo, neutro en inglés de «bondad» en el género femenino.

No es el cumpleaños de ninguno de los tres retoños. Esas ocasiones se señalan con algunas pruebas de que es un día diferente, pero raramente sobrepasan los límites de una felicitación y un pudding. Claro que cuando fue el último cumpleaños del joven Woolwich, el señor Bagnet, tras hacer algunas observaciones sobre cómo había crecido y progresado en general, procedió, en un momento de profunda reflexión acerca de los cambios que trae el tiempo, a hacerle un examen de catecismo, en el cual formuló con gran precisión las preguntas primera y segunda: «¿Cómo te llamas?» y «¿Qué significa tu nombre?», pero al fallarle ahí la precisión exacta de su memoria, sustituyó la pregunta tercera por la de «¿Y qué te parece tu nombre?», con tal sentido de su importancia, tan edificante y ejemplar que le dio un aire ortodoxo. Sin embargo, aquello fue una excepción en aquel cumpleaños concreto, y no un festejo habitual.

Es el cumpleaños de su viejita, y ésa es la mayor fiesta y el día señalado con letras más rojas en el calendario del señor Bagnet. El auspicioso acontecimiento se conmemora siempre conforme a determinados ritos, prescritos por el señor Bagnet hace ya unos años. Como el señor Bagnet está convencido de que el comerse un par de gallinas equivale a alcanzar las cumbres más altas del lujo imperial, invariablemente sale solo a primera hora de la mañana de ese día a comprar un par; invariablemente el vendedor lo engaña y le vende los dos habitantes más ancianos de los gallineros de toda Europa. Tras volver con esos triunfos de la dureza atados en un limpio pañuelo azul y blanco (que forma parte indispensable del ceremonial), invita al desgaire a la señora Bagnet a que declare durante el desayuno lo que le gustaría comer más tarde. Como la señora Bagnet, por una coincidencia que nunca falla, dice que unas Aves, el señor Bagnet saca instantáneamente su hatillo de algún lugar donde lo ha escondido, lo cual causa gran sorpresa y alegría. Entonces él exige que la viejita no haga nada en todo el día, más que quedarse sentada ataviada con sus mejores galas y servida por él y los muchachos. Como no se distingue por su capacidad culinaria, cabe suponer que se trata más bien de una ceremonia que de darle una alegría a su viejita, pero ella mantiene el ceremonial con todo el ánimo imaginable.

Este cumpleaños, el señor Bagnet ha hecho los preparativos de rigor. Ha comprado dos especímenes alados que, como dicen en algunos sitios, desde luego han «muerto en posición de firmes»; ha sorprendido y regocijado a la familia al sacarlos; él mismo se encarga de que se asen las gallinas, y la señora Bagnet, con sus dedos morenos y sanos ardiendo de deseos de impedir lo que sabe que va a salir mal, sigue sentada con su vestido de los días de fiesta, como invitada de honor.

Quebec y Malta ponen los manteles para la comida, mientras Woolwich actúa, como le corresponde, a las órdenes de su padre y mantiene a las gallinas girando en el asador. El señor Bagnet imparte de vez en cuando a sus jóvenes pinches un guiño, o un gesto de la cabeza, o una mueca cuando se equivocan.

—A la una y media —dice el señor Bagnet—. Al minuto. Entonces estarán hechas.

La señora Bagnet contempla angustiada que una de ellas está inmóvil sobre el fuego y ha empezado a quemarse.

—Viejita —anuncia el señor Bagnet—, te vamos a hacer una comida digna de una reina.

La señora Bagnet muestra sonriente su blanca dentadura, pero su hijo percibe hasta tal punto lo intranquila que está que se ve obligado por los dictados del afecto a preguntarle con la mirada qué es lo que va mal y, al quedarse ante ella con los ojos bien abiertos, se olvida de las gallinas todavía más que antes, y no cabe abrigar la menor esperanza de que advierta lo que pasa. Por fortuna, la hermana mayor percibe la causa de la agitación en el seno de la señora Bagnet y con un gesto admonitorio se la recuerda. Las gallinas inmóviles vuelven a ponerse en movimiento y la señora Bagnet cierra los ojos, dada la intensidad de su alivio.

—George va a venir a vernos a las cuatro y media —dice el señor Bagnet—. Puntualmente. ¿Cuántos años hace, viejita, que George viene a visitarnos? ¿Esta tarde?

—Ay, Lignum, Lignum, tantos como para hacer que una vieja volviera a la juventud, empiezo a creer. Más o menos ésos, nada menos —responde la señora Bagnet con una sonrisa y un gesto de la cabeza.

—Viejita —dice el señor Bagnet—, ni, hablar. Siempre serás igual de joven. Si es que no eres más joven. Que lo eres. Como sabe todo el mundo.

Entonces Quebec y Malta palmotean y exclaman que seguro que Bluffy le traerá algo a su madre, y empiezan a preguntarse qué será.

—¿Sabes una cosa, Lignum? —dice la señora Bagnet, mirando hacia el mantel y diciendo con un guiño: «¡la sal!» a Malta con el ojo derecho, y haciendo con un meneo de cabeza que le quiten la pimienta de las manos a Quebec—, empiezo a pensar que George está pensando en ponerse en marcha otra vez.

—George —dice el señor Bagnet— no desertará nunca. Y dejar a su viejo camarada en la estacada. No lo temas.

—No, Lignum. No. No digo que vaya a hacerlo. No creo que vaya a hacerlo. Pero si pudiera liquidar ese problema de dinero que tiene, creo que se marcharía.

El señor Bagnet pregunta por qué.

—Bueno —responde su mujer, pensativa—, me da la sensación de que George se está poniendo un tanto impaciente e inquieto. No digo que no sea tan franco como siempre. Claro que es franco, porque si no, no sería George. Pero está irritable y parece intranquilo.

—Tiene que hacer maniobras suplementarias —dice el señor Bagnet—. Le obliga a ellas un abogado. Que confundiría hasta el diablo.

—Algo hay de eso —asiente su mujer—, pero te digo que así es, Lignum.

De momento la conversación queda interrumpida por la necesidad en que se encuentra la señora Bagnet de dirigir toda su atención a la comida, que se ve en peligro por el mal humor de las gallinas, que no dan ninguna salsa, y también porque la salsa ya hecha no da ningún sabor y tiene un tono cerúleo. Con parecida perversidad, las patatas se deshacen en los tenedores en el momento de pelarlas, saltan de sus centros en todas las direcciones, como si estuvieran padeciendo un terremoto. También los muslos de las gallinas son más largos de lo que sería deseable, y llenos de durezas. El señor Bagnet supera estas dificultades lo mejor que puede y por fin sirve; la señora Bagnet ocupa el lugar de los invitados, a la derecha de él.

Menos mal para la viejita que sólo tiene un cumpleaños al año, porque dos excesos así de gallina podrían hacerle daño. En estos especímenes, todos los tipos de tendones y ligamentos que puede tener una gallina se han desarrollado en la extraña forma de cuerdas de guitarra. Las patas parecen haber echado raíces en la pechuga, como las raíces que echan en tierra los árboles añosos. Son tan duras esas patas que sugieren la idea de que deben de haber consagrado la mayor parte de sus largas y arduas vidas a ejercicios pedestres y a la marcha. Pero el señor Bagnet, inconsciente de esos defectillos, se consagra a que la señora Bagnet coma una enorme cantidad de los manjares que le va sirviendo, y como la buena de la viejita no le causaría una desilusión ningún día, y menos que ninguno en un día así, por nada del mundo, pone su digestión en un peligro terrible. La preocupada madre de Woolwich no puede comprender cómo éste termina su muslo pese a que no desciende de un avestruz.

La viejita ha de soportar otra prueba al concluir el festín y tenerse que quedar sentada a contemplar cómo se limpia el comedor, se barre la chimenea y se lava y se seca la vajilla en el patio. La felicidad y la energía con que las dos señoritas se aplican a esas funciones, levantándose las faldas en imitación de su madre, y patinando sobre pequeños andamios de zuecos, inspiran las mayores esperanzas para el futuro, pero una cierta preocupación por el presente. Las mismas causas llevan a la confusión de las lenguas, los golpes en los platos, el tintineo de las tazas de metal, el blandir de las escobas y un gran gasto de agua, todo ello en exceso, mientras la saturación de las dos damiselas es un espectáculo casi demasiado conmovedor para que la señora Bagnet lo pueda contemplar con la calma propia de su posición. Por fin quedan triunfalmente terminados todos los diversos procesos de limpieza; Quebec y Malta aparecen con ropa limpia, sonrientes y secas; se colocan en la mesa pipas, tabaco y algo que beber, y la viejita goza del primer rato de tranquilidad que conoce en el día de esta encantadora conmemoración.

Cuando el señor Bagnet ocupa su asiento de costumbre, las manillas del reloj están muy cerca de las cuatro y media; justo cuando las marcan, el señor Bagnet anuncia:

—¡George! Puntualidad militar.

Es George, que felicita efusivamente a la viejita (a quien da un beso en esta magna ocasión) y saluda cariñosamente a los niños y al señor Bagnet.

—¡Que cumpla usted muchos! —dice el señor George.

—¡Pero George, muchacho! —exclama la señora Bagnet mirándolo curiosa— ¿Qué te ha pasado?

—¿A mí?

—¡Ay, estás tan pálido! George, resulta extraño en ti. Y pareces como aturdido. ¿No es verdad, Lignum?

—George —dice el señor Bagnet—, díselo a la viejita. Qué pasa.

—No sabía que estaba pálido —dice el soldado, que se pasa la mano por la frente—, ni que pareciese aturdido, y lo siento. Pero la verdad es que el chico que estaba en mi casa se murió ayer por la tarde y me ha dejado muy triste.

—¡Pobrecito! —exclama la señora Bagnet con compasión materna—. ¿Se ha muerto? ¡Dios mío!

—No quería decirlo, porque no es tema para un cumpleaños, pero ya ve usted que me lo ha sacado antes de que me sentara. Me hubiera recuperado en un minuto —dice el soldado, tratando de hablar en tono más alegre—, pero es usted muy rápida, señora Bagnet.

—Tienes razón. La viejita. Es rápida. Como una centella —observa el señor Bagnet.

—Y lo que es más, hoy es su día y tenemos que dedicarnos a ella —señala el señor George—. Mire. Le he traído un brochecito. Ya sé que no es nada, pero es un recuerdo. Es el único valor que tiene, señora Bagnet.

El señor George saca su regalo, que es recibido con aplausos de admiración por los niños, y con una especie de admiración reverencial por el señor Bagnet.

—Viejita —dice este último—. Dile lo que opino yo.

—¡Es maravilloso, George! —exclama la señora Bagnet—. ¡Es lo más maravilloso que he visto en mi vida!

—¡Bien! —afirma el señor Bagnet—. Eso es lo que opino yo.

—Es tan bonito, George —dice la señora Bagnet, que le da vueltas por todos los lados y lo aleja de los ojos para admirarlo mejor—, que me parece demasiado fino para mí.

—¡Mal! —dice el señor Bagnet—. Eso no es lo que opino yo.

—Pero sea como sea, un millón de gracias, muchacho —dice la señora Bagnet, a quien le brillan los ojos de alegría, y alarga la mano al soldado—, y aunque a veces me he portado ásperamente contigo, George, estoy segura de que somos los mejores amigos que pueda haber en el mundo. Ahora quiero que me lo pongas tú mismo, George, para que me dé buena suerte.

Los niños se acercan a ver cómo lo hace, y el señor Bagnet alarga la cabeza por encima de la del joven Woolwich para ver cómo lo hace, con un interés tan maduro e inexpresivo y al mismo tiempo tan deliciosamente infantil que la señora Bagnet no puede evitar el echarse a reír y decir: «¡Ay, Lignum, Lignum, qué divertido eres!». Pero el soldado no logra ponerle el broche. Le falla la mano y el adorno se cae.

—¿Qué os parece? —dice, cogiéndolo antes de que llegue al suelo y mirándolos a ellos—. ¡Estoy tan nervioso que no puedo hacer ni esto!

La señora Bagnet concluye que en un caso así no hay remedio como una pipa y, poniéndose ella misma el broche en un santiamén, hace que el soldado ocupe su lugar habitual y que se pongan en marcha las pipas.

—Si esto no te tranquiliza, George —le dice—, no tienes más que mirar tu regalo de vez en cuando y entre las dos cosas tienes que tranquilizarte.

—Con usted debería bastarme —responde George—; lo sé perfectamente, señora Bagnet. La verdad es que han sido demasiadas cosas para mí. Es lo del pobre muchacho. Ha sido un mal trago verlo morir así y no poder ayudarlo.

—¿Qué dices, George? Sí que le ayudaste. Le acogiste bajo tu techo.

—En eso lo ayudé, pero es muy poco. Quiero decir, señora Bagnet, que allí estaba, muriéndose y sin que nadie le hubiera enseñado nada más que distinguir la mano izquierda de la derecha. Y estaba demasiado malo para que se le pudiera enseñar nada.

—¡Ay, pobrecito! —dice la señora Bagnet.

—Y eso —dice el soldado, sin encender la pipa todavía— es lo que le hizo a uno recordar a Gridley. También su caso fue bastante malo, aunque diferente. Luego las dos cosas se le mezclan a uno en la cabeza con ese viejo sinvergüenza de corazón de piedra que intervino en los dos casos. Y el pensar ese corazón de piedra allá en su esquina, duro, indiferente, tomándoselo todo con tanta tranquilidad…, le aseguro que le hace a uno hervir la sangre en las venas.

—Lo que te aconsejo —responde la señora Bagnet— es que enciendas tu pipa y que eso sea lo único que hierva; es más sano y más cómodo, y en general mejor para la salud.

—Tiene usted razón —dice el soldado—; es lo que voy a hacer.

Efectivamente la enciende, aunque sigue manteniendo una gravedad indignada que impresiona a los jóvenes Bagnet, e incluso hace que el señor Bagnet aplace la ceremonia de brindar a la salud de la señora Bagnet, cosa que hace siempre él en estas ocasiones, con un discurso de una concisión ejemplar. Pero como las damiselas ya han compuesto lo que el señor Bagnet tiene la costumbre de llamar «la poción», y la pipa de George ya está encendida, el señor Bagnet considera su deber pasar al brindis de la velada. Se dirige a los reunidos en los siguientes términos:

—George. Woolwich. Quebec. Malta. Hoy es su cumpleaños. Si hacéis una marcha de un día. No encontraréis otra igual. ¡Va por ella!

Una vez bebido el brindis con entusiasmo, la señora Bagnet da las gracias con un lindo discurso de igual brevedad. Esta composición modelo se limita a tres palabras: «¡Va por vosotros!», que la viejita complementa con un gesto a cada uno sucesivamente y un trago medido de la poción. Pero esta vez lo complementa con una exclamación totalmente inesperada:

—¡Ahí hay un hombre!

Y ahí hay un hombre, para gran asombro del grupito, que está mirando por la puerta del salón. Es un hombre de mirada penetrante, un hombre vivaz y sagaz, que devuelve la mirada de todos y cada uno de ellos al mismo tiempo, de una forma que demuestra que se trata de un hombre notable.

—George —dice el hombre con un gesto—, ¿cómo está usted?

—¡Pero si es Bucket! —exclama el señor George.

—Sí —dice el hombre, que entra y cierra la puerta—. Pasaba por la calle y me paré a mirar los instrumentos musicales de la tienda (un amiguete mío necesita un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno), y vi un grupo que estaba de fiesta, y creía que eras tú el que estaba aquí en el rincón. Me pareció que no cabía duda. ¿Cómo te van las cosas ahora, George? Bien, ¿verdad? ¿Y usted, señora? ¿Y usted, jefe? ¡Dios mío —dice el señor Bucket, abriendo los brazos—, si también hay niños! Conmigo los niños pueden hacer lo que quieran. Dadme un beso, guapas. No hay que preguntaros a vosotros de quién sois hijos. ¡En mi vida he visto parecidos iguales! ¡Sois el vivo retrato!

El señor Bucket es bien recibido y se sienta al lado de George y toma en sus rodillas a Quebec y Malta.

—Dadme otro beso, guapitas —dice el señor Bucket—; es lo único de lo que nunca me canso. ¡Dios mío, qué guapas estáis! ¿Y qué edad tienen las niñas, señora? Yo diría que ocho años una y diez la otra.

—Casi acierta, caballero —dice la señora Bagnet.

—Casi siempre acierto —responde el señor Bucket—, porque me gustan mucho los niños. Un amigo mío tiene diecinueve hijos, señora, todos de la misma madre, y ésta sigue tan fresca y tan sonrosada como el alba. No tanto como usted, pero le aseguro que casi, casi. Y ¿cómo llamas a éstas, guapita? —continúa el señor Bucket, pellizcándole las mejillas a Malta—. Rosas, eso es lo que son. ¡Qué guapa! ¿Y qué me dice tu padre? ¿Crees que tu padre podría recomendarme un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno, para el amigo del señor Bucket, preciosa? Yo me llamo Bucket. ¿No te parece un nombre divertido?

Todas estas carantoñas han cautivado el corazón de la familia. La señora Bagnet se olvida del día que es hasta el punto de llenar una pipa y una copa para el señor Bucket y atenderlo hospitalariamente. En cualquier circunstancia se alegraría de recibir a un personaje tan afable, pero le dice que como amigo de George celebra especialmente verlo esta tarde, porque George no está tan animado como de costumbre.

—¿Que no está tan animado? —exclama el señor Bucket—. ¡Eso es imposible! ¿Qué pasa, George? No me digas que estás desanimado. ¿Por qué estás desanimado? ¿No tendrás alguna preocupación?

—Nada especial —responde el soldado.

—Seguro que no —replica el señor Bucket—. ¿Por qué ibas a estar preocupado? ¿Están preocupadas estas preciosidades? Claro que no, pero ya van a darles preocupaciones a más de un muchacho un día de éstos, y les van a dar achares. No soy profeta, pero eso se lo aseguro, señora.

La señora Bagnet, encantada, espera que el señor Bucket también tenga familia.

—¡Pues fíjese, señora —dice el señor Bucket—, aunque no lo crea, no! No tengo. Toda mi familia se reduce a mi mujer y una pensionista. A la señora Bucket le gustan los niños tanto como a mí, y hubiera querido tenerlos tanto como yo; pero no. Así son las cosas. Los bienes de este mundo están desigualmente repartidos y el hombre no debe quejarse. ¡Qué patio más bonito, señora! ¿Tiene salida a la calle?

—No, el patio no tiene salida.

—¿De verdad que no? —se maravilla el señor Bucket—. Yo hubiera jurado que sí. Bueno, creo que nunca he visto un patio más bonito. ¿Me permite echarle un vistazo? Gracias. No, ya veo que no tiene salida. ¡Pero qué buenas proporciones tiene!

Tras lanzar su mirada penetrante por todas partes, el señor Bucket vuelve a su asiento al lado de su amigo George, y le da un golpecito afectuoso en el hombro.

—¿Cómo va ese ánimo, George?

—Ya estoy bien —replica el soldado.

—¡Es lógico! —comenta el señor Bucket—. ¿Por qué vas a estar mal de ánimo? Un hombre de tu salud y tu vigor no tiene por qué estar mal de ánimo. Ese pecho no es para estar mal de ánimo, ¿verdad, señora? ¡Y ya sabes que no tienes ningún motivo de preocupación, George, estaría bueno!

Insistiendo un tanto en esta frase, en comparación con la amplitud y la variedad de su conversación habitual, el señor Bucket la repite dos o tres veces dirigiéndola a la pipa que enciende y con un gesto de estar atento a todo que es muy suyo. Pero el sol de su sociabilidad pronto se recupera de este breve eclipse y vuelve a lucir.

—Y éste es vuestro hermano, ¿verdad, guapas? —preguntó el señor Bucket, dirigiéndose a Quebec y Malta en busca de información sobre el joven Woolwich—. Pues tenéis un hermano muy guapo… Bueno, debe de ser un hermanastro. Porque es demasiado mayor para ser hijo suyo, señora.

—En todo caso, puedo certificar que no es de otra —responde la señora Bagnet, riéndose.

—¡Me sorprende usted! Pero sí que se le parece, no cabe duda. ¡Es su vivo retrato! Pero en la frente, la verdad es que ahí es igual que su padre —y el señor Bucket compara ambas caras, para lo cual cierra un ojo, mientras el señor Bagnet fuma con una satisfacción impasible.

Esa es la oportunidad para que la señora Bagnet le comunique que el muchacho es ahijado de George.

—Conque el ahijado de George, ¿eh? —comenta el señor Bucket con gran cordialidad—. Tengo que estrecharle otra vez la mano al ahijado de George. Buen padrino, buen ahijado. ¿Y qué quiere usted que sea de mayor, señora? ¿Tiene vocación por algún instrumento musical?

El señor Bagnet interviene repentinamente:

—Toca la flauta. Muy bien.

—¿Me creería usted, jefe, si le digo que cuando yo era joven también tocaba la flauta? No de manera científica, como supongo que la toca él, sino de oído. Alabado sea Dios. «Granaderos Británicos»: ¡Ésa sí que es una marcha que levanta los ánimos de los ingleses! ¿Sabrías tocarnos la Marcha de los Granaderos Británicos, muchacho?

Nada podía resultar más placentero para el grupito que esta petición hecha al joven Woolwich, que inmediatamente saca su flauta e interpreta la animada melodía, durante cuya interpretación el señor Bucket, muy animado, lleva el ritmo y nunca falla cuando llega el coro, de entonar: «¡Gra-na-de-ros Bri-tá-ni-cos!». En resumen, que da tales muestras de afición a la música que hasta el señor Bagnet se saca la pipa de la boca para afirmar su convencimiento de que es un buen cantante. El señor Bucket recibe la armónica acusación con tanta modestia, confesando que es cierto que en sus tiempos canturreaba algo, para expresar los sentimientos de su propio corazón, y sin ninguna idea presuntuosa de entretener a sus amistades, que le piden que cante. Por no desmerecer de la sociabilidad de la velada, accede y entona la balada titulada «Créeme que todos tus encantos juveniles». Comunica a la señora Bagnet que a su juicio ésta fue su arma más poderosa para ganar el corazón de la señora Bucket cuando ésta era una jovencita, e inducirla a ir al altar, aunque la frase que emplea el señor Bucket es «ir al matadero».

El animado desconocido se convierte en un elemento tan nuevo y agradable de la velada que el señor George, que no dio grandes muestras de alegría cuando llegó, empieza, muy a su pesar, a sentirse bastante orgulloso de él. Es tan amable, tiene tantos recursos y es tan fácil conversar con él, que resulta agradable ser quien lo ha dado a conocer en la casa. Tras otra pipa, el señor Bagnet aprecia tanto el haberlo conocido que le solicita el placer de su compañía para el próximo cumpleaños de su viejita. Si hay algo que pueda consolidar más la estima en que tiene el señor Bucket a la familia es el descubrir el carácter de la ocasión. Bebe a la salud de la señora Bagnet con una calidez que casi es fervor, se compromete para el mismo día dentro de un año, apunta la fecha en un gran cuaderno negro cerrado con una goma y murmura su esperanza de que antes de esa fecha la señora Bucket y la señora Bagnet hayan llegado a ser como hermanas, por así decirlo. Como suele decir él mismo, ¿qué es la vida pública si no se tienen relaciones? Él aunque humildemente, es un hombre público, pero no es en esa esfera donde encuentra la felicidad. No, ésta hay que buscarla en el ámbito de la dicha doméstica.

En estas circunstancias es natural que él, a su vez, recuerde al amigo al que debe una amistad tan prometedora. Y lo hace. Se mantiene siempre a su lado. Cualquiera sea el tema de conversación, siempre tiene la vista fija amistosamente en él. Espera para irse a casa con él. Le interesan hasta las botas que lleva, y las observa atentamente, mientras el señor George fuma con las piernas cruzadas, al lado de la chimenea.

Por fin, el señor George se levanta para marcharse. En el mismo instante, el señor Bucket, con la solidaridad secreta de la amistad, se levanta también. Sigue haciéndoles cariños a los niños hasta el final, y recuerda el recado que traía para un amigo ausente.

—En cuanto al violonchelo ése de segunda mano, jefe, ¿podría usted recomendarme algo?

—Muchos —dice el señor Bagnet.

—Se lo agradezco —responde el señor Bucket, con un apretón de manos—. Es usted un amigo para los momentos difíciles. ¡Pero que sea bueno! Mi amigo es todo un artista. Pero ¡si le da al Mozart y al Händel ésos y a todos esos peces gordos como un auténtico artista! Y no hace falta —añade el señor Bucket en tono considerado e íntimo— que tenga que ser muy barato, jefe. No quiero pagar demasiado en nombre de mi amigo, pero quiero que se cobre usted un porcentaje adecuado, para compensar el tiempo que le lleve. Es lo justo. Todos tenemos que vivir, y así deben ser las cosas.

El señor Bagnet hace un gesto de la cabeza dirigido hacia su viejita, en sentido de que acaban de conocer a una verdadera joya.

—Supongamos que vengo a verle a usted, digamos, a las diez y media mañana por la mañana. ¿Podría usted indicarme unos cuantos violonchelos buenos? —pregunta el señor Bucket.

Nada más fácil. Tanto el señor como la señora Bagnet se comprometen a tener la información pedida, e incluso se sugieren entre sí la posibilidad de tener unos cuantos en casa para someterlos a su aprobación.

—Gracias —dice el señor Bucket—, gracias. Buenas noches, señora. Buenas noches, jefe. Buenas noches, guapas. Les agradezco mucho que me hayan brindado una de las veladas más agradables que he pasado en mi vida.

Al contrario, son ellos quienes le están agradecidos por el placer que les ha causado su compañía, y así se separan con muchas expresiones de buena voluntad por ambas partes.

—Y ahora, George, muchacho —dice el señor Bucket, tomándolo del brazo a la puerta de la tienda—, ¡vamos! —Mientras avanzan por la callejuela y los Bagnet se paran un momento a mirarlos, la señora Bagnet observa al buen Lignum que el señor Bucket «va casi pegado a George, y parece tenerle mucho cariño».

Como las calles del vecindario son estrechas y están mal pavimentadas, resulta algo incómodo andar por ellas de a dos en fondo y del brazo. En consecuencia, el señor George propone ir de uno en uno. Pero el señor Bucket, que no puede decidirse a abandonar ese gesto de amistad, replica:

—Espera medio minuto, George. Primero quiero hablar contigo —e inmediatamente lo mete de un tirón en una taberna, en cuya salita se coloca frente a él y se queda con la espalda contra la puerta.

—Bueno, George —dice el señor Bucket—. Como tú sabes muy bien, una cosa es el deber y otra cosa es la amistad. A mí no me gusta que lo uno esté en conflicto con lo otro, si puedo evitarlo. He tratado de que no pasara nada desagradable esta tarde, y estarás de acuerdo en que lo he conseguido. Ahora considérate detenido, George.

—¿Detenido? ¿Por qué? —pregunta el soldado, estupefacto.

—Vamos, George —dice el señor Bucket, exhortándolo con un gesto del índice a que adopte una actitud razonable—, como sabes muy bien, el deber es una cosa y la conversación otra. Tengo la obligación de informarte de que todo lo que digas podrá utilizarse en contra tuya. O sea, George, que ten cuidado con lo que dices. ¿No has oído hablar de un asesinato?

—¡Un asesinato!

—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que mantiene el índice impresionantemente activo—, recuerda lo que te he dicho. No te pregunto nada. Esta tarde estabas mal de ánimo. Insisto: ¿has oído hablar de un asesinato?

—No. ¿Dónde ha habido un asesinato?

—Vamos, George —continúa el señor Bucket—, no vayas a comprometerte. Voy a decirte por qué te detengo. Ha habido un asesinato en Lincoln’s Inn Fields: un señor llamado Tulkinghorn. Murió anoche; de un tiro. Por eso te detengo.

El soldado se deja caer en una silla, le empiezan a brotar grandes gotas en la frente y por su faz se difunde una palidez mortal.

—¡Bucket! Será posible que hayan matado al señor Tulkinghorn y que sospeche usted de mí!

—George —replica el señor Bucket, que sigue moviendo el dedo—, es tan posible, que eso es lo que pasa. El crimen se cometió anoche a las diez. Tú sabrás dónde estabas anoche a las diez y sin duda podrás probarlo.

—¡Anoche! ¡Anoche! —repite el soldado pensativo. Y de pronto se acuerda— ¡Dios mío, anoche estuve allí!

—Eso tenía entendido, George —replica el señor Bucket con mucha calma—. Eso tenía entendido. Igual que has estado muchas veces allí. Te han visto rondando por allí, y te han oído pelearte con él más de una vez, y es posible… Atención, no digo seguro, pero sí posible que alguien le haya oído a él decir que eras un tipo amenazador, asesino y peligroso.

El soldado se queda con la boca abierta, como dispuesto a reconocerlo todo, pero no puede hablar.

—Vamos, George —continúa diciendo el señor Bucket, que deja el sombrero en una mesa, como si lo único que le interesara en este mundo fuera el estudio de la tapicería—, lo único que yo deseo, igual ahora que a lo largo de toda la tarde, es que no pase nada desagradable. Te digo sinceramente que Sir Leicester Dedlock, Baronet, ha ofrecido una recompensa de cien guineas. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, pero tengo un deber que cumplir, y si alguien se va a ganar esas cien guineas más vale que sea yo, y no otro. Por todo lo cual espero que comprendas que he de detenerte, y que me ahorquen si no te detengo. ¿Tengo que pedir ayuda o están las cosas claras?

El señor George se ha recuperado y se yergue como un soldado.

—¡Vamos! —dice—. Estoy dispuesto.

—George —continúa diciendo el señor Bucket—, ¡espera un momento! —con sus gestos de tapicero, como si el soldado fuera una ventana a la que poner burletes, se saca del bolsillo un par de esposas—, se trata de una acusación grave, George, y tengo un deber que cumplir.

Al soldado se le suben los colores de ira, y titubea un momento, pero alarga las dos manos juntas y dice:

—¡Ahí… están! ¡Póngamelas!

El señor Bucket se las pone en un momento.

—¿Cómo las encuentras? ¿Te aprietan? Si te aprietan, me lo dices, porque no quiero que las cosas sean más desagradables de lo necesario, dentro de los límites que me impone el deber, y tengo otro par en el bolsillo. —Y hace esta observación como si fuera un comerciante respetable, deseoso de hacer bien lo que le han encargado, a plena satisfacción del cliente—. ¿Están bien así? ¡Perfecto! Y ahora, mira, George —y saca una capa de un rincón y empieza a ponérsela al cuello al soldado—, cuando salí a buscarte comprendí cuáles serían tus sentimientos y por eso he traído esto. ¡Mira! ¿Quién se va a enterar?

—Sólo yo —responde el soldado—, pero ya que lo sé yo, hágame un favor y bájeme el sombrero hasta las cejas.

—¡Vamos! ¿De verdad? Es una pena. No parece bien.

—No puedo mirar a la gente con que nos crucemos con estas cosas puestas —replica rápidamente el señor George—. Por el amor de Dios, bájeme el sombrero hasta las cejas.

Ante esta exhortación, el señor Bucket obedece, se pone él también el sombrero y lleva a su presa a la calle; el soldado marcha con su decisión de siempre, aun que lleva la cabeza menos erguida, y el señor Bucket lo guía por el codo en los cruces y las esquinas.

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