29. El joven
29. El joven
Chesney Wold está cerrado, las alfombras están enrolladas como gigantescos manuscritos en los rincones de habitaciones desnudas. El damasco brillante hace su penitencia encerrado en holandas marrones; las tallas y los estucos hacen penitencia, y los antepasados de los Dedlock vuelven a retirarse de la luz del día. En torno a toda la casa, las hojas caen constantemente, pero nunca de prisa, pues van trazando círculos, con una levedad muerta que es sombría y lenta. Por mucho que el jardinero barra y barra el césped y meta las hojas en carretillas y se las lleve, le siguen llegando a los tobillos. El viento chillón gime en torno a Chesney Wold; la lluvia densa golpea, las ventanas tiemblan y las chimeneas gruñen. Las nieblas se esconden en las avenidas, velan las perspectivas y avanzan funeralmente por las lomas. Toda la casa está invadida por un olor frío y blanco, como el olor de una iglesia pequeña, aunque algo más seco, que sugiere que los Dedlock muertos y enterrados salen a pasear durante las largas noches, y dejan tras ellos el aroma de sus tumbas.
Pero la casa de la ciudad, que rara vez está del mismo humor que Chesney Wold al mismo tiempo, que raras veces se alegra cuando se alegra aquélla, ni gime cuando gime aquella, excepto cuando muere un Dedlock; la casa de la ciudad brilla despierta. Tan cálida y luminosa como pueda ser un lugar tan ceremonioso, tan delicadamente lleno de aromas agradables tan distante de la menor huella de invierno como pueda conseguirse con flores de invernadero; blanda y silenciosa, de forma que sólo el tic-tac de los relojes y el chisporroteo del fuego alteran la paz de los salones, la casa parece envolver los fríos huesos de Sir Leicester en lana de color arco iris. Y Sir Leicester celebra descansar con satisfacción solemne ante la gran chimenea de la biblioteca, mientras ojea condescendiente los lomos de sus libros u honra a las bellas artes con una mirada de aprobación. Porque tiene sus cuadros, antiguos y modernos. Los tiene de la Escuela de los Bailes de Máscaras, en los que el Arte a veces condesciende a intervenir, que sería mejor catalogar en una subasta como artículos varios. Por ejemplo: «Tres sillas de respaldo alto, una mesa y un tapete, botella de cuello alto (con vino), una frasca, un vestido de española, retrato de tres cuartos de la señorita Jogg, la modelo, y una armadura con un Don Quijote», o «Una terraza de piedra (agrietada), una góndola en la distancia, un traje de senador veneciano, completo, ricamente bordado traje de raso blanco con retrato de perfil de la señorita Jogg, la modelo, una cimitarra soberbiamente montada en oro con empuñadura de joyas, un traje complicado de moro (muy raro), y un Otelo».
El señor Tulkinghorn va y viene muy a menudo, pues hay asuntos del patrimonio de los que tratar, arriendos que renovar, También ve a menudo a Milady Dedlock, y él y ella son tan formales, y tan indiferentes, y se hacen tan poco caso el uno al otro como siempre. Pero es posible que Milady tema a este señor Tulkinghorn, y que él lo sepa. Es posible que él la persiga obsesiva y tenazmente, sin el menor detalle de pesar, remordimiento ni compasión. Es posible que la belleza de ella, y toda la pompa y la brillantez que la rodean, sólo sirvan para acicatearlo más a él en lo que ha decidido hacer, y lo haga más inflexible en su determinación. Sea que es frío y cruel, sea que es inconmovible en lo que ha decidido que es su deber, sea que está absorbido por su ansia de poder, sea que ha determinado que no se le puede esconder nada en donde ha huroneado en busca de secretos toda su vida, sea que en su fuero interno desprecia el esplendor en el cual él no es sino un rayo distante, sea que esté acumulando siempre desdenes y ofensas en la afabilidad de sus lujosos clientes; sea cualquiera de estas cosas, o todas ellas, es posible que a Milady más le valiera tener cinco mil pares de ojos del gran mundo sobre ella, llenos de vigilancia desconfiada, que los dos ojos de este abogado descolorido, con su corbatín transparente y sus calzones cortos negros anudados con cintas en las rodillas.
Sir Leicester está sentado en la sala de Milady —la sala en la que el señor Tulkinghorn leyó la declaración jurada de Jarndyce y Jarndyce— y se siente especialmente benévolo. Milady, igual que aquel día, está sentada ante la chimenea, pantalla protectora en mano. Sir Leicester se siente especialmente benévolo porque ha encontrado en su periódico algunas observaciones agradables relativas a las compuertas y al tejido de la sociedad. Son tan felizmente aplicables a lo ocurrido últimamente, que Sir Leicester ha venido directamente desde la biblioteca a la sala de Milady para leérselas en voz alta.
—El hombre que ha escrito este articulo —observa como prefacio, mirando al fuego como si estuviera mirando a ese hombre desde un monte— tiene una mente equilibrada.
La mente del hombre no está tan bien equilibrada que deje de aburrir a Milady, quien, tras un lánguido esfuerzo por escuchar, o más bien una lánguida resignación a hacer como que escucha, se queda distraída y cae en una contemplación ensimismada del fuego, como si fuera el suyo de Chesney Wold y nunca se hubiera ido de allí. Sir Leicester no se da cuenta de nada y sigue leyendo con las gafas puestas, deteniéndose de vez en cuando para quitarse las gafas y expresar su aprobación con frases de: «Una gran verdad», «Muy bien dicho», «Eso mismo he dicho yo muchas veces», después de cada una de cuyas observaciones pierde invariablemente el sitio y tiene que mirar arriba y abajo de la columna para volverlo a encontrar.
Sir Leicester está leyendo, con una gravedad y una pomposidad infinitas, cuando se abre la puerta y el Mercurio empolvado hace este extraño anuncio:
—Milady, el joven llamado Guppy.
Sir Leicester se detiene, mira y dice con voz asesina:
—¿El joven llamado Guppy?
Cuando mira hacia atrás, ve al joven llamado Guppy, muy nervioso y que no presenta una carta demasiado impresionante de presentación, por sus modales y su aspecto.
—Dígame —se dirige Sir Leicester a Mercurio—, ¿qué significa esto de que anuncie de manera tan abrupta a un joven llamado Guppy?
—Con su permiso, Sir Leicester, pero Milady dijo que quería ver a este joven en cuanto viniera. No sabía que estaba usted aquí, Sir Leicester.
Con esta excusa, Mercurio dirige una mirada despectiva e indignada al joven llamado Guppy, que significa claramente: «¿Qué significa esto de que venga usted aquí y me meta a mí en una bronca?».
—Está bien. Efectivamente, di esa orden —dice Milady—. Que espere ese joven.
—En absoluto, Milady. Puesto que has ordenado que venga, no voy yo a interrumpir —y Sir Leicester se retira galante, aunque declina aceptar la inclinación que le hace el joven al salir él, y supone majestuosamente que se trata de un zapatero con aspecto de inoportuno.
Lady Dedlock mira imperiosa a su visitante cuando el criado sale de la sala, y lo inspecciona de la cabeza a los pies. Deja que se quede junto a la puerta y le pregunta qué quiere.
—Que Milady tenga la amabilidad de permitirme una pequeña conversación —contesta Guppy, todo apurado.
—Naturalmente, es usted la persona que me ha escrito tantas cartas, ¿no?
—Varias, Milady. Varias, antes de que Milady condescendiera a hacerme el favor de responder.
—¿Y no podría usted utilizar el mismo medio para hacer que fuera innecesaria una conversación? ¿No podría usted hacerlo ahora?
El señor Guppy forma con la boca un silencioso «¡No!» y niega con la cabeza.
—Ha sido usted extrañamente inoportuno. Si después de todo eso parece que lo que ha de decir no me concierne (y no sé en qué puede concernirme, ni lo creo), me permitirá usted que le interrumpa con poca ceremonia. Diga usted lo que tiene que decir, por favor.
Milady, con un gesto descuidado de la pantalla de mano que le protege la cama, se vuelve otra vez hacia la chimenea, y se queda sentada casi de espaldas al joven llamado Guppy.
—Entonces, con permiso de Milady —dice el joven—, pasaré a ocuparme del asunto. ¡Ejem! Como ya dije a Milady en mi primera carta, trabajo en los Tribunales. Al trabajar en los Tribunales, he adquirido el hábito de no comprometerme por escrito, y por eso no mencioné a su señoría el nombre del bufete con el que estoy relacionado, y en el cual mi posición es relativamente buena (al igual, si se me permite añadir, que mis ingresos). Ahora puedo decir a Milady, confidencialmente, que el nombre de ese bufete es Kenge y Carboy, de Lincoln’s Inn; que quizá Milady no encuentre desconocido del todo, en relación con el caso de Jarndyce y Jarndyce.
La figura de Milady empieza a expresar una cierta atención. Ha dejado de agitar la pantalla, y la sostiene como si estuviera escuchando.
—Ahora, permítame Milady decirle inmediatamente —continúa el señor Guppy, algo más animado— que no es por ningún motivo relacionado con Jarndyce y Jarndyce por lo que tenía tantos deseos de hablar con Milady, conducta que sin duda ha parecido, y sigue pareciendo, impertinente…, por no decir ruin. —Tras esperar un momento, a ver si lo refutan, y al ver que no es así, el señor Guppy sigue adelante—: Si se hubiera tratado de Jarndyce y Jarndyce, hubiera ido a ver inmediatamente al procurador de Milady, el señor Tulkinghorn de los Fields. Tengo el placer de conocer al señor Tulkinghorn, o por lo menos nos saludamos cuando nos vemos, y si se hubiera tratado de algo de ese género, hubiera ido a verle a él.
Milady se vuelve un poco hacia él, y le dice:
—Más vale que se siente.
—Gracias, Milady —y el señor Guppy se sienta y mira una hojita de papel en la que ha escrito notas breves sobre lo que ha de exponer, y que parece dejarlo de lo más confuso cada vez que lo consulta—. Ahora bien, Milady, yo… ¡Ah, sí!…, me pongo totalmente en manos de Milady. Si Milady me denunciara a Kenge y Carboy, o al señor Tulkinghorn, por hacerse esta visita, me vería en una situación muy desagradable. Lo reconozco francamente. En consecuencia, confío en la honorabilidad de Milady.
Milady, con un gesto desdeñoso de la mano en la que sostiene la pantalla, le asegura que él no merece la pena de que lo denuncie.
—Gracias, Milady —dice el señor Guppy—; muy satisfactorio. Pues bien, yo…, ¡maldita sea!… El hecho es que he apuntado aquí una o dos de las cosas que me pareció que le debía mencionar, y las he escrito muy resumidas y ahora no comprendo lo que significan. Si Milady me permite que me acerque un momento a la ventana, entonces….
El señor Guppy se acerca a la ventana, se tropieza con una pareja de aves inseparables, a los que en su confusión pide mil perdones. Eso no hace que sus notas resulten más legibles. Murmura algo, mientras se va ruborizando, y con el papel pegado a los ojos primero, y después muy alejado de la vista, va leyendo: «C. S.». ¿Qué significa C. S.? ¡Ah! ¡E. S.! ¡Ya sé! ¡Claro!». Y vuelve a su sitio, ya más aclarado.
—No sé —dice el señor Guppy, a mitad de camino entre Milady y su propia silla— si Milady ha oído hablar alguna vez de una señorita llamada Esther Summerson. Milady le mira directamente a los ojos:
—No hace mucho que conocí a una señorita que se llama así. Fue en otoño pasado.
—¿Y no opinó Milady que se parecía mucho a alguien? —pregunta el señor Guppy, cruzándose de brazos y ladeando la cabeza; y rascándose la comisura de la boca con su memorando.
Milady no aparta la vista de la suya.
—No.
—¿Que no se parecía a la familia de Milady? —No.
—Quizá Milady —dice el señor Guppy— no recuerda bien la cara de la señorita Summerson.
—Recuerdo muy bien a esa señorita. ¿Qué tiene eso que ver conmigo?
—Milady, le aseguro que como tengo la faz de la señorita Summerson grabada en el corazón (cosa que le menciono confidencialmente), observé, cuando tuve el honor de visitar la mansión de Milady en Chesney Wold, durante una breve excursión con un amigo al condado de Lincolnshire, tal parecido entre la señorita Esther Summerson y el retrato de Milady, que me dejó con la boca abierta; tanto, que en aquel momento ni siquiera comprendí qué era lo que me dejaba con la boca abierta. Y ahora que tengo el honor de estar al lado de Milady (desde entonces me he tomado muchas veces la libertad de mirar a Milady cuando pasaba en su coche por el parque, cuando estoy seguro de que Milady ni siquiera me veía a mí, pero nunca había estado tan cerca de Milady), resulta todavía más sorprendente de lo que me había parecido.
¡Joven llamado Guppy! Hubo épocas en que las señoras vivían en fortalezas y tenían auxiliares poco escrupulosos a su disposición, cuando esa pobre vida tuya no hubiera valido un comino, si esos ojos tan bellos te hubiesen mirado como lo están haciendo ahora.
Milady, que utiliza lentamente su pantalla de mano como un abanico, le vuelve a preguntar qué supone que tiene que ver con ella su sentido de los parecidos.
—Milady —replica el señor Guppy, que vuelve a consultar su papelito—, a eso voy. ¡Malditas notas! ¡Ah, sí! «Señora Chadband». Sí —y el señor Guppy acerca un poco su silla y se vuelve a sentar. Milady se reclina pausadamente en la suya, aunque quizá de manera una pizca menos elegante que de costumbre, y no cesa de contemplarlo fijamente—. Un… ¡un momento, por favor! ¿E. S. dos veces? ¡Ah, sí! Ya veo a lo que iba —dice el señor Guppy, tras consultar una vez más.
El señor Guppy enrolla el papelito como un instrumento para puntuar su discurso, y continúa:
—Milady, existe un misterio en torno a la señorita Esther Summerson, su nacimiento y su educación. Estoy informado al respecto porque (y lo digo confidencialmente) lo sé por mi trabajo en Kenge y Carboy. Bien: como ya he mencionado a Milady, tengo la imagen de la señorita Summerson impresa en mi corazón. Si pudiera aclarar ese misterio para ella, o demostrar que es de buena familia, o averiguar que al tener el honor de pertenecer a una rama lejana de la familia de Milady tenía derecho a ser parte en Jarndyce y Jarndyce, entonces podría, creo yo, aspirar a que la señorita Summerson contemplara de modo más favorable mis propuestas que hasta ahora. De hecho, no las contempla de modo nada favorable.
En la cara de Milady aparece una especie de sonrisa airada.
—Y es una circunstancia muy singular, señoría —continúa diciendo el señor Guppy—, aunque una de esas circunstancias que surgen a veces en la vida de profesionales como yo (y puedo decirme profesional, aunque todavía no estoy licenciado, pero ya me admiten como pasante letrado en Kenge y Carboy, porque mi madre ha avanzado con sus escasos ingresos el dinero para el sello, que es bastante caro), que he encontrado a la persona que vivía como sirvienta de la señora que educó a la señorita Summerson, antes de que se hiciera cargo de ella el señor Jarndyce. Milady, aquella señora se llamaba señorita Barbary.
¿Es el color de la muerte el que se ve en la cara de Milady, reflejado por la pantalla, que tiene un forro verde, y que tiene en la mano levantada como si se hubiera olvidado de ella, o es que se ha puesto terriblemente pálida?
—¿Ha oído Milady hablar de la señorita Barbary alguna vez? —pregunta el señor Guppy.
—No sé. Creo que sí. Sí.
—¿Tenía la señorita Barbary alguna relación con la familia de Milady?
Milady mueve los labios, pero no dice nada. Niega con la cabeza.
—¿No tenía ninguna relación? —exclama el señor Guppy—. ¡Ah! Quizá es que no lo sabía Milady. ¡Ah! Pero ¿sería posible? Sí. —Tras cada una de esas interrogaciones, ella ha inclinado la cabeza—. ¡Muy bien! Pues esa señorita Barbary era muy callada, parece que extraordinariamente callada para el sexo femenino, pues las hembras, por lo general (al menos en la vida ordinaria), son muy inclinadas a la conversación, y mi testigo nunca tuvo idea de si tenía algún pariente. Una vez, y sólo una, parece que se confió a mi testigo, y sobre un solo tema, y entonces le dijo que en realidad la niña no se llamaba Esther Summerson, sino Esther Hawdon.
—¡Dios mío!
El señor Guppy se queda mirándola. Lady Dedlock está sentada ante él, contemplándolo, con el mismo gesto sombrío en el rostro, con la misma actitud, incluso de la mano que sostiene la pantalla, con los labios entreabiertos, con el ceño levemente fruncido, pero por un instante como muerta. Ve que recupera la conciencia, que recorre su cuerpo un temblor, como una onda en el agua, ve que le tiemblan los labios, ve que se reanima con un gran esfuerzo, ve que se fuerza a reconocer la presencia de él y lo que él ha dicho. Todo ello con tal rapidez que su exclamación y su momentánea rigidez parecen haber desaparecido, como ocurre con los rasgos de cadáveres conservados durante mucho tiempo, que a veces, cuando se abren sus tumbas, desaparecen en un suspiro, afectados por la entrada del aire libre como si éste fuera un rayo.
—¿Milady conoce el nombre de Hawdon?
—Ya lo había oído antes.
—¿Es el nombre de alguna rama colateral o lejana de la familia de Milady?
—No.
—Pues bien, Milady —dice el señor Guppy—, llego ahora al último aspecto del caso tal como lo he venido reconstruyendo hasta ahora. Hay más, y los iré reconstruyendo poco a poco en sus diversos aspectos. Milady debe de saber (si es que Milady no lo sabe ya por casualidad) que hace algún tiempo hallaron muerto en casa de una persona llamada Krook, en Chancery Lane, a una persona, copista de los Tribunales, que se hallaba en grandes apuros. Se celebró una encuesta sobre ese copista, y ese copista era un personaje anónimo, o sea, que no se sabía cómo se llamaba. Pero, Milady, hace poco he descubierto yo que ese copista se llamaba Hawdon.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
—¡Sí, Milady, ésa es la cuestión! Ahora bien, Milady, pasó algo raro cuando murió ese hombre. Apareció una señora; una señora disfrazada, Milady, que fue a ver la escena de la acción y a mirar la tumba. Pagó a un chico de los que barren los cruces de las calles para que se la enseñara. Si Milady quiere ver al chico para que corrobore esta declaración, puedo echarle mano en cualquier momento.
El pobre chico no significa nada para Milady, y ésta no desea que se lo presenten.
—Pero aseguro a Milady que es un comienzo de lo más raro —dice el señor Guppy—. Si Milady le oyera describir los anillos que le brillaban en los dedos cuando se quitó ella el guante, le parecería de lo más romántico.
En la mano que sostiene la pantalla brillan unos diamantes. Milady juguetea con la pantalla y hace que brillen todavía más, una vez más con esa expresión que en otros tiempos podría haber sido tan peligrosa para el joven llamado Guppy.
—Se supuso, Milady, que no había dejado tras de sí ni un papel ni un trapo para que se le pudiera identificar con seguridad. Pero sí. Dejó un fajo de cartas antiguas.
La pantalla sigue moviéndose igual que antes. Todo este tiempo ella no ha dejado de contemplarlo fijamente.
—Vuelvo a preguntarle, ¿qué tiene todo eso que ver conmigo?
—Milady, mi conclusión es que —y el señor Guppy se pone en pie— si cree Milady que hay algo en toda esta cadena de circunstancias sumadas: en el indudable gran parecido entre esta señorita y su señoría, lo cual es un dato positivo para un jurado, en que la educara la señorita Barbary, en que la señorita Barbary dijera que la señorita Summerson se llamaba en realidad Hawdon, en que Milady conozca muy bien esos nombres, y en que Hawdon muriera como lo hizo, que hay algo en todo ello como para dar a Milady un interés de familia en investigar más el caso, le traeré aquí esos papeles. No sé qué son, salvo que son cartas antiguas. Todavía no las he tenido en mi posesión. Le traeré aquí esos papeles en cuanto los tenga, y los estudiaré por primera vez con Milady. Ya he dicho a Milady cuál es mi objetivo. Ya he dicho a Milady que me vería en una situación muy desagradable si se presentara alguna denuncia contra mí, y todo lo digo con estricta confidencialidad.
¿Es éste el único objetivo del joven llamado Guppy, o tiene algún otro? ¿Revelan sus palabras toda la extensión y la profundidad de su objetivo y de sus sospechas al venir a esta casa, o, si no, qué es lo que esconden? Puede medirse con Milady a este respecto. Ella puede mirarlo, pero él puede mirar a la mesa, e impedir que su gesto de testigo en el estrado revele nada.
—Puede usted traer las cartas —dice Milady—, si le agrada.
—Milady no es muy alentadora, le doy mi palabra, y de honor —dice el señor Guppy, un tanto herido.
—Puede usted traer las cartas —repite ella en el mismo tono—, si… hace el favor.
—Así lo haré. Deseo buenos días a Milady.
En una mesa al lado de Milady hay un finísimo estuche, con barras y candado, como una caja fuerte antigua. Ella lo sigue mirando, acerca la mano al estuche y lo abre.
—¡Ah! Aseguro a Milady que no actúo movido por aceptar nada por el estilo. Deseo un buen día a Milady, y, de todos modos, le quedo muy agradecido.
Así que el joven hace una inclinación y baja las escaleras, donde el desdeñoso Mercurio no se considera obligado a abandonar su Olimpo junto a la chimenea del recibidor para abrirle la puerta.
Mientras Sir Leicester sigue adormilado encima de sus periódicos, en la biblioteca, ¿no hay ninguna influencia en la casa que lo alarme, por no decir que haga que hasta los árboles de Chesney Wold agiten sus ramas, los retratos frunzan el ceño y las armaduras se muevan?
No. Las palabras, los gemidos, los gritos, no son más que aire, y el aire está tan encerrado por un lado, y tan excluido por el otro en toda la casa de la capital, que Milady tendría verdaderamente que lanzar grandes gritos en su salita para que a los oídos de Sir Leicester llegara la más mínima vibración, y, sin embargo, en la casa hay alguien, una figura destrozada y arrodillada, que lanza hacia el techo este grito:
—¡Ay, hija mía! ¡Hija mía! No murió en las primeras horas de su vida, como me dijo mi cruel hermana, sino que ella la crió severamente después de renunciar a mí y a mi nombre! ¡Ay, hija mía, hija mía!