Casa desolada

36. Chesney Wold

36. Chesney Wold

Charley y yo no salimos solas en nuestra expedición a Lincolnshire. Mi Tutor estaba decidido a no perderme de vista hasta que yo llegara sana y salva en casa del señor Boythorn, así que nos acompañó en el viaje, y pasamos dos días en el camino. Cada bocanada de aire, cada olor, cada flor y cada hoja y cada tallo de hierba y cada nube que pasaba, y todo lo que contenía la naturaleza me resultaban más bellos y más maravillosos que nunca. Era lo primero que recuperaba desde mi enfermedad. ¡Qué poco había perdido, cuando el mundo estaba tan lleno de delicias!

Como mi Tutor pretendía volverse a marchar inmediatamente, durante el camino decidimos en qué fecha podía venir a verme mi ángel. Le escribí una carta, que mi Tutor se encargó de llevarle, y efectivamente se marchó una hora después de haber llegado a nuestro destino, en una tarde magnífica de principios de verano.

Si un hada buena me hubiera construido aquella casita con un toque de su varita mágica, y yo hubiera sido una princesa y su ahijada favorita, no me hubieran podido hacerme sentir más mimada. Me habían hecho tantos preparativos, y me mostraron recordar tan entrañablemente todos mis pequeños gustos y preferencias, que hubiera podido sentarme, abrumada, una docena de veces antes de volver a ver la mitad de los aposentos. Pero me resultó mejor, por el contrario, mostrárselos todos a Charley. El placer de Charley calmó el mío, y tras darnos un paseo por el jardín, y cuando Charley agotó su vocabulario de expresiones de admiración, me sentí tan plácidamente feliz como era posible. Me resultó muy reconfortante decirme después del té: «Esther, hija mía, creo que eres lo bastante sensata como para sentarte ahora a escribir una nota de agradecimiento a tu anfitrión». Éste me había dejado una nota de bienvenida, tan luminosa como su propio rostro, y había confiado su pájaro a mi cuidado, cosa que yo sabía era la mayor muestra de confianza que podía hacerme. En consecuencia le escribí una esquela a su dirección de Londres, para decirle qué aspecto tenían todos sus árboles y plantas favoritos, y cómo el más asombroso pájaro del mundo me había cantado los honores de la casa con gran hospitalidad, y cómo después de sentarse a cantar en mi hombro, para gran delicia de mi doncellita, estaba ahora dormido en su lugar habitual de la jaula, aunque no podía decirle si estaba soñando o no. Una vez terminada mi nota y enviada al correo, me ocupé de deshacer las maletas y ordenar las cosas, y envié a Charley a la cama tempranito, y le dije que aquella noche ya no la necesitaría más.

Porque todavía no me había mirado en el espejo, y nunca había pedido que me devolvieran el mío. Sabía que aquella era una debilidad que había de superar, pero siempre me había dicho que ya me enfrentaría con ella cuando llegara adonde me encontraba ahora. Por eso había querido quedarme a solas, y por eso ahora, a solas, me dije en mi propia habitación: «Esther, si aspiras a ser feliz, si quieres tener algún derecho a ser leal, tienes que mantener tu palabra, hija mía». Estaba totalmente decidida a mantenerla, pero primero me senté un rato a reflexionar sobre todas las cosas en las que era afortunada. Y después dije mis oraciones y recé algo más.

No me habían cortado el pelo, aunque varias veces estuve en peligro de ello. Lo tenía largo y abundante. Me lo solté y lo sacudí y después me dirigí al espejo que había encima del tocador. Por encima le habían puesto una cortinilla de muselina. La descorrí y me quedé ante él un momento, mirando por debajo del velo que formaban mis propios cabellos, de forma que no podía ver más que eso.

Después me aparté el pelo y miré a mi reflejo en el espejo, alentada al ver con qué placidez me contemplaba. Me encontré muy cambiada; sí, cambiadísima. Al principio, me resultó tan extraña mi propia cara que creo que hubiera debido ponerme las manos en ella y dado un paso atrás, de no haber sido por el aliento que he mencionado. Pronto empecé a familiarizarme con ella, y entonces advertí mejor que al principio hasta qué punto había cambiado. No era lo que yo esperaba, pero tampoco esperaba nada concreto, y me atrevo a decir que nada me hubiera asombrado.

Nunca había sido yo una belleza, y nunca me lo había considerado, pero sí había sido muy diferente de esto. Ahora todo había desaparecido. El Cielo era tan bueno conmigo que pude limitarme a derramar unas lágrimas y quedarme allí peinándome antes de acostarme con una gran sensación de gratitud.

Había una cosa que me inquietaba y sobre la que estuve reflexionando largo tiempo antes de dormirme. Había conservado las flores del señor Woodcourt. Cuando se marchitaron, las puse a secar y las metí en un libro que me gustaba mucho. No lo sabía nadie, ni siquiera Ada. Yo dudaba de si tenía derecho a guardar lo que había enviado él a alguien tan diferente, de si era correcto con él conservarlas. Quería ser correcta con él, incluso en los rincones más recónditos de mi corazón, que él nunca conocería, porque podría haberlo amado, podría haberme consagrado a él. Por fin llegué a la conclusión de que podía conservarlas, si no las atesoraba más que como un recuerdo de algo que pertenecía irrevocablemente al pasado y que había terminado, algo que ya no se podía contemplar más que bajo esa luz. Espero que esto no parezca frívolo. Lo pensaba muy en serio.

A la mañana siguiente me preocupé de levantarme temprano y de encontrarme delante del espejo cuando entrara Charley de puntillas.

—¡Pero, señorita! —exclamó Charley contemplándome—. ¿Es usted?

—Sí, Charley —contesté recogiéndome el pelo—. Y estoy muy bien y muy contenta.

Vi que le quitaba un peso de encima a Charley, pero mayor era el que me quitaba de encima yo. Ahora ya sabía lo peor y lo aceptaba. No voy a ocultar, antes de seguir adelante, las debilidades que todavía no lograba dominar del todo, pero pronto se me pasaron y mi buen estado de ánimo se mantuvo fielmente conmigo.

Como deseaba recuperar totalmente las fuerzas y el buen humor antes de que llegara Ada, fui estableciendo una pequeña serie de planes con Charley a fin de pasar todo el día al aire libre. Saldríamos de casa antes del desayuno y temprano para estar fuera antes y después de comer, y nos daríamos un paseo por el jardín después del té, y entre tanto tendríamos ratos de descanso, e íbamos a subir todas las cuestas y a explorar todas las carreteras, todos los caminos y todos los campos de los alrededores. En cuanto a reconstituyentes y golosinas para recuperar las fuerzas, la bondadosa ama de llaves del señor Boythorn no paraba de traerme cosas de comer o de beber; bastaba con que se enterase de que estaba yo descansando en el parque para que saliera detrás de mí con un cesto, con un gesto radiante en su animado rostro, para darme una charla sobre la importancia de hacer comidas frecuentes. Además, había un pony destinado expresamente a que lo montara yo, un pony regordete de cuello corto al que le caían las crines sobre los ojos, que (cuando quería) sabía trotar con tal calma y tranquilidad que resultaba un tesoro. Al cabo de pocos días se me acercaba en el picadero en cuanto lo llamaba y me comía en la mano y me seguía a todas partes. Llegamos a entendernos tan bien que si cuando estaba paseando conmigo encima perezosa y tercamente por algún camino umbrío yo le daba una palmadita en el cuello y le decía: «Stubbs, me sorprende que no trotes cuando sabes lo que me gusta, y creo que podrías hacerme ese favor, porque te estás poniendo tonto y te está durmiendo», sacudía cómicamente la cabeza una vez o dos y se ponía inmediatamente a trotar, y entre tanto Charley se quedaba donde estaba y se echaba a reír, tan contenta que sólo su risa era como una música. No sé quién había puesto aquel nombre a Stubbs , pero parecía encajarle exactamente igual que su áspera pelambre. Una vez lo enganchamos a un pequeño tilbury y lo hicimos trotar triunfalmente por los verdes caminos unas cinco millas, pero justo cuando estábamos cantando sus elogios pareció irritarse al verse acompañado todo el camino por los mosquitos molestos que le revoloteaban en torno a las orejas, sin apartarse de él ni una pulgada, y supongo que cuando se paró a reflexionar sobre aquello llegó a la decisión de que era insoportable, porque, se negó a moverse en absoluto, hasta que le di las riendas a Charley y me bajé a seguir a pie, y entonces me siguió con una especie de paciente buen humor, poniéndome la cabeza bajo el brazo, y frotando una oreja contra mi manga. De nada valió que le dijera: «Vamos, Stubbs, por lo que te conozco estoy segura de que si vuelvo a montar un momento en el coche seguirás trotando», porque en el momento en que me separaba de él volvía a quedarse completamente inmóvil. Así que me vi obligada a seguir a pie, igual que antes, y así fue como volvimos a casa, para gran diversión de la gente del pueblo.

Charley y yo teníamos motivos para considerarlo un pueblo de lo más acogedor, pues al cabo de una semana la gente nos saludaba tan amablemente, aunque pasáramos muchas veces por allí en el mismo día, que en cada casita veíamos alguna cara para darnos la bienvenida. Ya antes había conocido yo a muchos de los adultos y a casi todos los niños, pero ahora hasta el campanario empezó a adquirir un aspecto familiar y afectuoso. Entre mis nuevos amigos había una anciana que vivía en una casita de techo de paja y encalada, tan pequeña que cuando abría las contraventanas, quedaba tapada toda la fachada. La ancianita tenía un hijo que era marinero, y me hizo que le escribiera una carta, en la parte de arriba de la cual dibujé la parte de arriba de la chimenea ante la cual lo había criado, y el lugar donde estaba puesto todavía el taburete que él había ocupado. Toda la aldea consideró que aquello era una habilidad de lo más admirable, pero cuando llegó respuesta nada menos que desde Plymouth, en la cual mencionaba el hijo que se iba a llevar el dibujo a América, y que volvería a escribir desde allí, me atribuyeron todos los méritos que en realidad correspondían al Correo, y me atribuyeron a mí todas las maravillas del sistema.

O sea, que entre pasar tanto tiempo al aire libre, jugar con tantos niños, charlar con tanta gente, estar invitadas en las casitas, continuar con la educación de Charley y escribir todos los días largas cartas a Ada, apenas si tenía tiempo para pensar en mi pequeña desgracia, y casi siempre me sentía animada. Si a veces pensaba en ella, no tenía más que ocuparme en algo para olvidarme. La sentí más de lo que había esperado cuando una vez un niño dijo: «Mamá, ¿por qué ahora no es guapa la señora, como era antes?». Pero cuando vi que el niño no me tenía menos cariño, y me pasaba suavemente la mano por la cara con una especie de protección compasiva en el tacto, pronto me recuperé. Hubo muchos pequeños acontecimientos que me sugirieron, para mi gran consuelo, cuán natural es que los corazones bondadosos sean considerados y delicados al encontrarse con una deformidad. Hubo uno de ellos que me emocionó en especial. Había entrado yo por casualidad en la iglesita cuando acababa de terminar una boda, y la joven pareja tenía que firmar el registro.

El novio, a quien le pasaron la pluma en primer lugar, firmó con una cruz bastante burda; la novia, que vino después, hizo lo mismo. Ahora bien, yo había conocido a la muchacha en mi última visita, y no sólo sabía que era la más guapa del lugar, sino también que había hecho muy buenos estudios, y no pude por menos de contemplarla con alguna sorpresa. Se hizo a un lado y me susurró, con lágrimas de honesto amor y de admiración: «Es un muchacho magnífico, señorita, pero todavía no sabe escribir, … va a aprender conmigo, ¡y no lo dejaría en vergüenza por nada del mundo!». ¡Qué podía yo temer, pensé, cuando podía percibir tamaña nobleza en el alma de la hija de un jornalero!

El aire libre me acariciaba tan fresco y tonificante como siempre, y me dio un color tan sano en la nueva cara como el mejor que hubiera tenido jamás en la antigua. Era maravilloso ver a Charley tan sonrosada y radiante, y ambas disfrutábamos todo el día y dormíamos como troncos toda la noche.

Yo tenía un lugar favorito en el parque de Chesney Wold, donde habían puesto un banco con una vista magnífica. Allí se había talado y abierto el bosque para mejorar el panorama, y el paisaje luminoso y soleado que había más allá era tan hermoso que me iba a descansar allí por lo menos una vez al día. Desde aquel altozano se veía muy bien una parte pintoresca de la mansión, llamada el Paseo del Fantasma, y el extraño nombre, junto con la antigua leyenda de la familia Dedlock que me había contado el señor Boythorn para explicarlo, se mezclaba con el panorama, de tal modo que le prestaba un interés un tanto misterioso, además de sus encantos reales. Además, había una pendiente famosa por las violetas que crecían en ella, y a Charley le encantaba ir todos los días a recoger las flores silvestres, porque se había aficionado a aquel lugar tanto como yo.

Sería inútil preguntar ahora por qué no me acercaba nunca a la mansión, ni entré jamás en ella. La familia no estaba, según había sabido a mi llegada, ni se la esperaba en lo inmediato. No es que yo careciera de curiosidad ni de interés por el edificio; por el contrario, muchos veces me quedaba sentada allí, preguntándome cómo estarían ordenados los aposentos, y si era verdad que de vez en cuando resonaban ecos de pasos, como decían las consejas, en el solitario paseo del Fantasma. Es posible que la indefinible sensación que me había causado Lady Dedlock tuviera alguna influencia en cuanto a mantenerme distanciada de la casa incluso cuando no estaba ella. No estoy segura. Naturalmente, yo relacionaba su cara y su figura con la casa, pero no puedo decir que fuera aquello lo que me alejaba, aunque algo había que lo hacía. Por el motivo que fuese, o por ningún motivo, no me había acercado allí, hasta el día al que llega ahora mi relato.

Estaba yo descansando en mi lugar favorito, tras un largo paseo, y Charley estaba cogiendo violetas bastante lejos de mí. Yo había estado contemplando el Paseo del Fantasma, que yacía en las sombras de un grueso muro, a lo lejos, e imaginándome la forma femenina que, según decían, lo recorría, cuando advertí que se me acercaba una figura por el bosque. La perspectiva era tan distante, y estaba tan sumida en la penumbra por las hojas y por las sombras que las ramas lanzaban sobre el suelo, que dificultaban mucho más la visión, que al principio no pude discernir de qué figura se trataba. Poco a poco resultó ser la de una mujer, la de una dama, la de Lady Dedlock. Estaba sola, y se acercaba a donde estaba yo, advertí con sorpresa, con un paso mucho más rápido de lo habitual en ella.

Me extrañó verla tan cerca de improviso (casi estaba al alcance de la voz cuando descubrí que era ella), y me hubiera levantado para continuar mi paseo. Pero no pude. Me quedé paralizada. No tanto por el gesto apresurado de súplica que me hizo, no tanto por lo rápido de su paso y la forma en que me alargó las manos, no tanto por la gran modificación que había sufrido su comportamiento y por la desaparición de su parte altiva, sino por algo que se le veía en la cara y que yo había soñado y ansiado cuando era niña; algo que no había visto nunca en ningún rostro; algo que nunca antes había visto en el suyo.

Me invadió una sensación de temor y de debilidad, y llamé a Charley. Inmediatamente Lady Dedlock se detuvo y recuperó casi el ser que antes había conocido yo en ella.

—Señorita Summerson, temo haberla asustado —dijo, avanzando ya con más lentitud—. No, puede usted haberse recuperado del todo. Ya sé que ha estado usted muy enferma. Me sentí muy preocupada al saberlo.

Me resultaba tan imposible apartar la mirada de aquella cara pálida como moverme del banco en el que estaba sentada. Me dio la mano, y la frialdad mortal de aquella mano, tan diferente de la compostura forzada de sus facciones, ahondó la fascinación que me embargaba. No sé decir qué predominaba en mis pensamientos agitados.

—¿Ya se va usted recuperando? —me preguntó amablemente.

—Hace un momento estaba muy bien, Lady Dedlock.

—¿Ésta es la mocita que la cuida?

—Sí.

—¿Quiere usted decirle que vaya por delante, y volver andando a su casa conmigo?

—Charley —dije—, llévate las flores a casa; yo te sigo inmediatamente.

Charley, con su reverencia más exquisita se ató ruborizada las cintas del sombrero y se fue. Cuando desapareció, Lady Dedlock se sentó a mi lado en el banco.

No puedo expresar con palabras cuál era mi estado de ánimo cuando vi que me pasaba el pañuelo, el mismo con el que había tapado yo al bebé muerto.

La miré, pero no pude verla, no podía ni respirar. El corazón me latía de forma tan violenta y desordenada que me pareció que se me escapaba la vida. Pero cuando me apretó contra su pecho, me besó, lloró conmigo, se compadeció de mí y me hizo recuperar mis sentidos, cuando cayó de rodillas ante mí y me exclamó: «¡Ay, hija mía, soy tu madre perversa y desgraciada! ¡Ay, trata de perdonarme!», cuando la vi a mis pies en la tierra desnuda, tan afligida, sentí, en medio del tumulto de mis emociones, un estallido de gratitud a la Providencia de Dios por haberme cambiado tanto que nunca podría crearle un problema con nuestro parecido, porque ahora nadie podía mirarme a mí y mirarla a ella y pensar ni remotamente que pudiera existir un parentesco estrecho entre nosotras.

Hice que se levantara mi madre y le rogué que no siguiera hincada ante mí, tan afligida y humillada. Lo hice con frases cortadas e incoherentes, pues, además de la agitación que sentía, me daba miedo verla a mis pies; le dije (o traté de decirle) que de suponer que me incumbiera a mí, su hija, arrogarme el derecho de perdonarla en cualesquiera circunstancias, la perdonaba y lo había hecho desde hacía muchísimos años. Le dije que mi corazón estaba lleno de amor hacia ella, que se trataba de un amor natural y que nada de lo que hubiera pasado lo había cambiado ni podía cambiar. Que no me incumbía a mí, la primera vez que me apoyaba en el seno de mi madre, pedirle cuentas por haberme dado la vida, sino que tenía la obligación de bendecirla y recibirla, aunque todo el mundo le diera la espalda, y que lo único que le pedía era el permiso para hacerlo. Abracé a mi madre y ella me abrazó a mí, y en aquel bosque silencioso, en el silencio de aquel día de verano, pareció como si todo estuviera en calma, salvo nuestras dos almas agitadas.

—Es demasiado tarde —gimió mi madre— para bendecirme y recibirme. Debo recorrer a solas mi áspero camino, y que me lleve adónde me lleve. Hay días; hay incluso horas, en que no veo el camino que se abre ante mis pies culpables. Este es el castigo terrenal que me he merecido. Lo soporto y lo oculto.

Incluso cuando pensaba en lo que había de soportar se envolvía como en un manto en su aire habitual de orgullosa indiferencia, aunque pronto volvía a deshacerse de él.

—He de mantener este secreto por todos los medios posibles, y no sólo por mí misma. Tengo un marido, ¡yo, este ser maldito y deshonroso!

Profirió aquellas palabras con un grito sofocado de desesperación, cuyo sonido era más terrible que cualquier chillido. Se tapó la cara con las manos y se apartó de mis brazos, como si no quisiera que la tocara, y no pude, pese a utilizar toda mi capacidad de persuasión ni a rogárselo, lograr que se levantara. Dijo que no, que no, que no, que no podía hablarme más que en aquella postura; en todas partes tenía que mostrarse orgullosa y desdeñosa, aquí tenía que ser humilde y mostrarse avergonzada, pues eran los únicos momentos naturales de su vida.

Mi pobre madre me dijo que durante mi enfermedad casi se había puesto frenética. Se acababa de enterar de que su hija vivía. Antes no sospechaba que esa hija era yo. Me había seguido hasta aquí para hablarme por única vez en la vida. Nunca podríamos estar juntas, nunca podríamos comunicarnos, probablemente a partir de entonces nunca podríamos intercambiar una sola palabra en este mundo. Me puso en las manos una carta que había escrito para que no la leyera más que yo, y me dijo que cuando la hubiera leído y destruido (no tanto por ella, porque ella no perdía nada, sino por su marido y por mí), la considerase muerta para siempre. Si yo podía creer que me amaba, en esta agonía en la que veía, con amor de madre, me pedía que lo hiciera, porque entonces yo podría pensar en ella con más compasión, al imaginar lo que había sufrido. Ella se había colocado más allá de toda esperanza; más allá de toda ayuda. Tanto si mantenía el secreto hasta su muerte como si se descubría y ello acarreaba la deshonra y el vilipendio para el nombre de su marido, sería siempre ella quien tendría que combatir a solas, y no se le podía ofrecer ningún cariño, ni había criatura humana que pudiera prestarle ayuda.

—Pero, ¿está a salvo el secreto ahora mismo? —pregunté— ¿Está a salvo ahora mismo, madre mía querida?

—No —replicó mi madre—. Casi se ha descubierto. Se salvó por accidente. Se puede descubrir por otro accidente…, mañana, cualquier día.

—¿Tienes miedo de alguien en concreto?

—¡Chist! No tiembles ni llores tanto por mí. No merezco esas lágrimas —dijo mi madre besándome las manos—. Hay alguien a quien temo mucho.

—¿Un enemigo?

—No es un amigo. Es una persona demasiado desapasionada para ser ninguna de las dos cosas. Es el abogado de Leicester Dedlock, que es de una fidelidad mecánica y muy cuidadoso del lucro, los privilegios y la reputación que comporta el poseer los misterios de las grandes casas.

—¿Sospecha algo?

—Mucho.

—¿De ti? —dije alarmada.

—¡Sí! Siempre está muy alerta, y siempre está cerca de mí. Puedo ponerle freno, pero nunca logro deshacerme de él.

—¿No tiene piedad ni compasión?

—Ninguna de las cosas, y tampoco siente ira. Es indiferente a todo lo que no sea su profesión. Su profesión consiste en adquirir secretos y en mantenerse en posesión del poder que le confieren, sin que nadie los puede compartir ni oponerse a él.

—¿Podrías confiar en él?

—Jamás lo intentaré. El tenebroso camino que llevo recorriendo desde hace tantos años acabará donde acabe. Lo recorreré sola hasta el final, dondequiera se halle éste. Quizá esté cerca y quizá esté lejos; mientras dure el camino nada me hará volverme atrás.

—¿Tan decidida estás, madre querida?

—Estoy decidida. Llevo mucho tiempo oponiendo a la tontería más tontería, al orgullo más orgullo, al desdén más desdén, a la insolencia más insolencia, y he superado muchas vanidades a base de tener yo muchas más. Voy a sobrevivir a este peligro, que desaparecerá antes que yo, si puedo. Ahora me cerca, de una manera casi tan aterradora como si estos bosques de Chesney Wold estuvieran cercando la casa, pero en todo caso mi camino está trazado. No tengo más que uno; no puedo tener más que uno.

—El señor Jarndyce… —empecé a decir, cuando mi madre me preguntó inquieta:

—¿Sospecha algo él?

—No —dije—. ¡Te aseguro que no! ¡Puedes estar segura! —y le conté lo que me había dicho él que sabía de mi historia— Pero es tan bueno y tan sensible, que quizá si lo supiera…

Mi madre, que hasta aquel momento no había cambiado de postura, me llevó una de sus manos a los labios y me hizo callar.

—Confía cabalmente en él —dijo al cabo de un momento—. Tienes mi permiso… ¡Un pequeño regalo de tal madre a su hija ofendida!… Pero no me lo cuentes. Todavía me queda algo de orgullo.

Expliqué lo mejor que pude entonces o que puedo recordar ahora (pues mi agitación y mi preocupación por todo eran tan grandes que apenas si podía comprenderme yo misma; pese a que todas las palabras que decía la voz de mi madre, tan poco conocida, con la que nunca me había dormido cantando una nana, que nunca me había bendecido, que nunca me había inspirado una esperanza creaban en mí una impresión muy duradera), digo que expliqué, o lo intenté, que mi única esperanza era que el señor Jarndyce, que había sido el mejor de los padres para mí, pudiera aportarle algún consejo y apoyo. Pero mi madre dijo que no, que era imposible, que nadie podía ayudarla. Tenía que recorrer ella sola el desierto que se abría ante ella.

—¡Hija mía, hija mía! —me dijo—. ¡Por última vez! ¡Unos últimos besos! ¡Abrázame por última vez! No nos veremos más. Si quiero hacer lo que trato de hacer debo ser lo que llevo tanto tiempo siendo. Ésa es mi recompensa y ése es mi castigo. ¡Si oyes hablar de la brillante, próspera y admirada Lady Dedlock, piensa en tu madre, agobiada por su conciencia bajo esa máscara! ¡Piensa que la realidad son sus sufrimientos, sus remordimientos inútiles, la forma en que aniquila en su seno el único amor y la única verdad de lo que es capaz! ¡Y después perdónala si puedes, y pide al Cielo que la perdone, cosa que nunca podrá!

Todavía seguimos abrazadas un rato, pero ella era tan firme que me apartó las manos y me las volvió a poner en el pecho, y con un último beso mientras me las retenía allí, las soltó y volvió a adentrarse por el bosque. Me quedé sola, y debajo de mí, apacible y silenciosa entre el sol y la sombra estaba la vieja mansión, con sus terrazas y sus torretas, sumida en lo que me había parecido un reposo tan total la primera vez que la vi, pero ahora me parecía un centinela obstinado e implacable de los sufrimientos de mi madre.

Estupefacta como estaba yo, tan débil e indefensa como cuando caí enferma, la necesidad de protegernos contra el peligro del descubrimiento, o incluso de la más remota sospecha, me fue útil. Tomé todas las precauciones posibles para ocultar a Charley que había estado llorando, y me forcé a pensar en todas las sagradas obligaciones que ahora me incumbían de permanecer tranquila e imperturbable. Me costó algún tiempo lograrlo, e incluso contener mis estallidos de dolor, pero al cabo de aproximadamente una hora me sentí mejor y consideré que podía volver. Fui a casa muy despacio, y dije a Charley, a quien encontré en el portón mirando a ver si llegaba, que me había sentido tentada de alargar el paseo cuando se marchó Lady Dedlock, y que estaba muy cansada y quería acostarme. Una vez a salvo en mi habitación leí la carta. De ella deduje claramente (lo que era mucho en aquel momento) que mi madre no me había abandonado. Su hermana mayor y única, la madrina de mi infancia, había descubierto indicios de que yo seguía viva cuando ya me habían dado por muerta y, con su severo sentido del deber, aunque no deseaba mi vida para nada, me había criado en el mayor de los secretos, y desde pocas horas de nacer yo nunca había vuelto a verse con mi madre. Tan extrañas eran las condiciones de mi existencia que hasta hacía muy poco tiempo yo nunca había existido, que mi madre supiera, no había respirado, estaba enterrada, jamás había gozado de la vida, no tenia ni siquiera un nombre. La primera vez que me había visto en la iglesia se había asustado, y había pensado cómo sería una niña que se me hubiera parecido tanto de haber vivido yo y seguido viva, pero de momento nada más.

Huelga repetir aquí las demás cosas que me decía la carta. Ya ocuparán su tiempo y su lugar en mi relato.

De lo primero que me ocupé fue de quemar lo que me había escrito mi madre, y de consumir hasta sus cenizas. Espero que no parezca antinatural ni perverso por mi parte el que después empezara a pensar tristemente que era una pena el que me hubieran salvado. Que me pareciese que hubiera sido mejor y más agradable para muchos el que de verdad yo no hubiera llegado nunca a respirar. Que me sintiera aterrada de mí misma, como un peligro y una posible deshonra para mi propia madre y para un encumbrado apellido. Que me sintiera tan confusa y tan conmovida como para estar poseída del convencimiento de que lo lógico, y lo predestinado habría sido que yo hubiera muerto al nacer, y que lo malo, y lo no predestinado, era que siguiera viva.

Todo aquello era lo que verdaderamente sentía yo. Me dormí agotada, y cuando me desperté volví a echarme a llorar al pensar que había vuelto al mundo, con mi carga de problemas para los demás. Me sentí más asustada de mí misma que nunca, al volver a pensar en ella, contra la cual yo era una prueba viviente; en el propietario de Chesney Wold, en el significado nuevo y terrible de aquellas viejas palabras, que ahora rugían en mis oídos como el oleaje en la costa: «Tu madre Esther es tu vergüenza, igual que tú eres la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás como sólo puede comprenderlo una mujer». Y junto con aquellas palabras me volvieron a la memoria éstas: «Reza todos los días para que no caigan sobre tu cabeza los pecados de los otros». Yo no podía aclarar todo lo que me había caído encima, y pensaba que toda la culpa y toda la vergüenza eran mías, y que el castigo había caído sobre mí.

El día fue desvaneciéndose hasta convertirse en un crepúsculo sombrío, nublado y triste, y yo seguía sumida en los mismos problemas. Salí sola, y tras un breve paseo por el parque, durante el cual contemplé las sombras oscuras que caían sobre los árboles, y el vuelo desordenado de los murciélagos, que a veces casi me rozaban, me sentí atraída por primera vez hacia la mansión. Quizá no me hubiera acercado de haber estado mejor de ánimo. Pero el hecho es que tomé la senda que llevaba hacia ella.

No me atreví a quedarme ni a contemplarla, pero pasé ante el jardín con sus fragantes aromas y sus despejados caminos, con sus cuidados lechos de flores y su blanda hierba, y vi lo hermoso y lo grave que era, y cómo los antiguos parapetos y las viejas balaustradas de piedra y las anchas escalinatas estaban llenos de cicatrices dejadas por el tiempo y los accidentes meteorológicos, cómo crecían en torno a ellos un musgo y unas hierbas bien cuidados, igual que en torno al viejo pedestal de piedra del reloj de sol, y oí el agua de la fuente que caía. El camino seguía después bajo las filas de ventanas oscurecidas, flanqueadas de torretas y porches con formas excéntricas, en las que había leones de piedra y monstruos grotescos erizados junto a cuevas en sombras, que surgían al crepúsculo por encima de los escudos que tenían en sus garras. Después el camino pasaba bajo una puerta y por un patio donde estaba la entrada principal (yo pasé rápidamente de largo) y junto a los establos, donde no parecían oírse más que voces profundas, tratárase del viento que murmuraba por en medio de la gran masa de hierba aferrada a una gran pared roja o del lento quejido de la veleta, o del ladrido de los perros, o del lento tañer de un reloj. De manera que, cuando me tropecé con un dulce olor a limas, el roce de cuyas hojas me llegó a los oídos, giré donde daba la vuelta el camino hacia la fachada sur, y allí, por encima de mí, me encontré con las balaustradas del Paseo del Fantasma, y una ventana iluminada que podía ser la de mi madre.

Por aquí el camino estaba pavimentado, al igual que la terraza de por encima, y mis pasos dejaron de ser silenciosos para resonar sobre las losas. Sin detenerme a mirar nada, pero viéndolo todo en mi camino, avancé rápidamente, y en unos momentos debería haber pasado más allá de la ventana iluminada cuando el eco de mis pisadas me reveló repentinamente que existía una verdad terrible en la leyenda del Paseo del Fantasma; que era yo la que iba a atraer la calamidad sobre aquella mansión señorial, y que incluso en aquellos momentos mis pisadas advertían de ello. Poseída de un temor todavía mayor de mí misma que me dio un escalofrío, me eché a correr para alejarme de mí y de todo, deshice el camino por el que había venido y no me detuve hasta llegar al pabellón, y el parque quedó detrás de mí, hosco y tenebroso.

Hasta que me encontré a solas en mi cuarto para pasar la noche, y tras volverme a sentir abatida e infortunada, no empecé a comprender lo equivocada que estaba y lo ingrata que era por hallarme en aquel estado. Pero encontré una carta muy alegre de mi ángel, que iba a verme al día siguiente, tan llena de cariñosa anticipación, que tendría que haber sido yo de piedra para no sentirme conmovida; también encontré otra carta de mi tutor en la que me pedía que le dijera a la señora Durden, si veía por alguna parte a aquella mujercita, que todo el mundo la echaba terriblemente de menos, que los cuidados de la casa estaban en el peor de los desórdenes, que nadie sabía arreglárselas con las llaves y que toda la gente de la casa declaraba que ésta ya no era la misma, y que estaba a punto de rebelarse para exigir su regreso. El recibir dos cartas así al mismo tiempo me hizo pensar hasta qué punto era mucho más querida de lo que yo merecía, y lo feliz que debería sentirme. Y aquello me hizo pensar en mi vida anterior, lo cual, como hubiera debido ya ocurrir antes, me hizo sentirme mejor.

Pues comprendí muy bien que no podía ser que yo estuviera destinada a morir, ni a no haber vivido nunca, y no digamos a no haber podido tener nunca una vida tan feliz. Comprendí perfectamente cuántas cosas se habían sumado para que yo viviera tan bien, y que si a veces los pecados de los padres caían sobre los hijos, aquella frase no significaba lo que yo había temido aquella misma mañana que significara. Comprendí que yo tenía tanta responsabilidad por haber nacido como una reina por haber nacido ella, y que ante mi Padre Celestial no me vería castigada por haber nacido, como tampoco una reina se vería recompensada por haber nacido ella. Las impresiones de aquel mismo día me habían hecho comprender que, incluso al cabo de tan poco tiempo, podía encontrar una reconciliación reconfortante con el cambio que había caído sobre mí. Reiteré mis resoluciones y recé para que se robustecieran, y mi corazón se desbordó por mí misma y por mi infortunada madre, y sentí que se iban desvaneciendo las tinieblas de la mañana. No se cernieron sobre mis sueños, y cuando me despertó la luz del día siguiente, habían desaparecido.

Mi tesoro iba a llegar a las cinco de la tarde. No se me ocurrió mejor forma de pasar el tiempo que faltaba hasta entonces que darme un largo paseo por el mismo camino por el que llegaría ella; así que Charley y yo, con Stubbs (con Stubbs ensillado, porque nunca volvimos a engancharlo después de aquella célebre ocasión), hicimos un largo recorrido por allí, y volvimos a casa. A nuestro regreso efectuamos una inspección general de la casa y el jardín, vimos que todo estaba más bonito, y pusimos a mano al pájaro, pues era una parte importante de nuestro pequeño grupo.

Todavía quedaban más de dos horas antes de su llegada, y en aquel intervalo, que parecía largo, debo confesar que me sentí preocupada y nerviosa por mi nuevo aspecto. Quería tanto a mi niña, que me sentía más preocupada por el efecto que pudiera tener en ella que en ninguna otra persona. Si tenía este leve disgusto no era porque me quejara en absoluto (estoy segura de que no me quejaba nada, aquel día), sino porque me preguntaba si ella estaría totalmente preparada. Cuando me viera por primera vez, ¿no se sentiría impresionada y desilusionada? ¿No resultaría peor incluso de lo que se esperaba? ¿No esperaría ver a su antigua Esther, sin encontrarla? ¿No tendría que volver a acostumbrarse a mí y volverlo a empezar todo?

Conocía tan bien las expresiones del rostro de mi ángel, y era un rostro tan transparente en su belleza, que estaba segura de antemano de que no podría disimularme su primera impresión. Y me pregunté si en caso de que registrase alguno de esos significados, lo cual era muy probable, cuál sería mi reacción.

Bueno, pensé que podría sorportarla. Después de lo de anoche, pensé que sí. Pero el estar esperando y esperando, imaginando e imaginando cosas, era tan mala forma de prepararme, que decidí adelantarme a encontrarla por la carretera.

Así que le dije a Charley:

—Charley, voy a adelantarme yo sola por la carretera hasta que llegue Ada. —Y como Charley aprobaba complacida todo lo que pudiera agradarme, me fui y la dejé en la casa.

Pero antes de llegar a la segunda piedra miliar ya había sentido tantas palpitaciones cada vez que veía polvo a lo lejos (aunque sabía que no era la diligencia ni podía serlo todavía) que decidí desandar camino y volver a casa. Y cuando me di la vuelta, me dio tanto miedo que la diligencia me llegara por detrás (aunque seguía sabiendo que ni llegaría ni podía llegar) que hice la mayor parte del camino corriendo, para que no me pudiera alcanzar.

Entonces, cuando por fin me encontré a salvo, pensé: «¡Qué tontería has hecho!». Porque me había acalorado y había empeorado las cosas, en lugar de mejorarlas.

Por fin, cuando yo creía que todavía faltaba más de un cuarto de hora, Charley me gritó de repente, mientras me hallaba temblando en el jardín:

—¡Ya llega, señorita! ¡Ya llega!

No quería hacerlo, pero subí corriendo a mi habitación y me escondí detrás de la puerta. Me quedé allí temblando, incluso oí que mi niña me llamaba al subir:

—Esther, querida mía, cariño mío, ¿dónde estás? ¡Mujercita, mi querida señora Durden!

Entró corriendo y se iba a marchar corriendo otra vez cuando me vio. ¡Ay, ángel mío! Me miró como siempre, todo cariño, todo afecto, todo amor. No vi nada más en sus ojos… ¡no, nada, nada!

Qué feliz me sentí, allí, tirada en el suelo, con mi bello ángel también en el suelo, sosteniendo mi cara picada junto a su encantadora mejilla, bañándola con lágrimas y besos, acunándome como a un niño, diciéndome los nombres más tiernos que se le ocurrían, y estrechándome contra su fiel corazón.

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