27. Más de un ex soldado
27. Más de un ex soldado
El señor George no tiene gran distancia que recorrer, cruzado de brazos en el pescante, hasta que llegan a su destino en Lincoln’s Inn Fields. Cuando el conductor frena sus caballos, el señor George se apea y al mirar por la ventanilla dice:
—O sea, que su cliente es el señor Tulkinghorn, ¿eh?
—Sí, mi querido amigo. ¿Le conoce usted, señor George?
—Hombre, ya sé quién es…, y además creo que lo he visto. Pero no lo conozco, y no creo que él me conozca a mí.
Después llevan arriba al señor Smallweed, lo cual se hace a la perfección con la ayuda del soldado. Lo llevan a la gran sala del señor Tulkinghorn, y lo depositan en la alfombra turca ante la chimenea. El señor Tulkinghorn no está ahora mismo, pero no tardará en volver. Tras decir esto, el ocupante del reclinatorio de la entrada atiza el fuego y deja al triunvirato que se vaya calentando.
El señor George siente gran curiosidad por esta sala. Contempla el techo pintado, mira los viejos libros de derecho, contempla los retratos de los grandes clientes, lee en voz alta los nombres de las cajas.
—Sir Leicester Dedlock, Baronet —lee pensativo el señor George—. ¡Ah! «Mansión de Chesney Wold». ¡Jem! —y el señor George se queda mirando largo rato las cajas, como si fueran cuadros, y vuelve hacia la chimenea, repitiendo:— Sir Leicester Dedlock y Mansión de Chesney Wold, ¿eh?
—¡Tiene una fortuna, señor George! —murmura el Abuelo Smallweed, que se frota las piernas—. ¡Es riquísimo!
—¿De quién habla? ¿De este viejo o del baronet?
—De este caballero, de este caballero.
—Eso me han dicho, y también que sabe algunas cosillas, apuesto. Tampoco está mal el acuartelamiento —comenta el señor George, echando otra mirada—. ¡Mire esa caja fuerte!
La respuesta queda abortada por la llegada del señor Tulkinghorn. Naturalmente, no ha cambiado en nada. Va vestido con su ropa descolorida de siempre, lleva las gafas en la mano y hasta el estuche de éstas está raído. Sus modales son furtivos y secos. Su voz, ronca y baja. Su rostro, observador tras una persiana, como es habitual en él, no carente de un gesto de censura y quizá de desprecio. Es posible que la nobleza tenga adoradores más fervientes y creyentes más fieles que el señor Tulkinghorn, después de todo, si todo se pudiera saber.
—¡Buenos días, señor Smallweed, buenos días! —dice al entrar—. Veo que me ha traído usted al sargento. Siéntese, sargento.
Mientras el señor Tulkinghorn se quita los guantes y los pone dentro de su sombrero, mira con ojos entornados al otro lado de la sala, donde está el soldado, y quizá se dice para sus adentros: «¡Me parece que me vas a valer, chico!».
—¡Siéntese!, sargento —repite al acercarse a la mesa, que está junto a la chimenea, y ocupar su sillón— ¡Qué mañana más fría y desapacible! —y el señor Tulkinghorn se calienta ante la reja de la chimenea, primero las palmas y después los nudillos de las manos, y mira (tras esa persiana que, según sabemos, está siempre bajada) al trío sentado en un pequeño semicírculo ante él—. ¡Creo que ya sé de qué se trata, señor Smallweed! —(y quizá sea cierto en más de un sentido). El anciano caballero se ve sacudido una vez más por Judy para que participe en la conversación—. Ya veo que ha traído usted a nuestro buen amigo el sargento.
—Sí, señor —replica el señor Smallweed, totalmente servil ante la riqueza y la influencia del abogado.
—¿Y qué dice el sargento de este negocio?
—Señor George —dice el Abuelo Smallweed con un movimiento tembloroso de la mano reseca—, éste es el caballero del que le he hablado.
El señor George saluda al caballero, pero aparte de eso mantiene un silencio total y sigue sentado tieso en la silla, como si llevara encima todo el equipo reglamentario para un día de marcha.
El señor Tulkinghorn continúa:
—Bueno, George… Creo que se llama usted George, ¿no?
—Efectivamente, señor.
—¿Qué dice usted, George?
—Con su permiso, señor —responde el soldado—, pero primero desearía saber qué es lo que dice usted.
—¿Se refiere usted a qué recompensa ofrezco?
—Me refiero a todo, señor.
Esto le resulta tan exasperante al señor Smallweed que de pronto empieza a gritar:
—¡Bestia infernal! —y de forma igualmente repentina pide perdón al señor Tulkinghorn para excusarse por este lapsus y dice a Judy:— Estaba pensando en tu abuela, hija mía.
—Yo había supuesto, sargento —sigue diciendo el señor Tulkinghorn, inclinándose hacia un lado de la silla y cruzando las piernas—, que el señor Smallweed quizá hubiera explicado suficientemente el asunto. Pero eso es lo de menos. Usted sirvió cierto tiempo a las órdenes del Capitán Hawdon, lo ayudó cuando estuvo enfermo y le hizo muchos pequeños favores, y según me dicen gozaba usted de su confianza. ¿Es verdad o no?
—Sí, señor; es verdad —dice el señor George con laconismo militar.
—Por consiguiente, es posible que tenga usted en su posesión algo, lo que sea, no importa: cuentas, instrucciones, órdenes, una carta, cualquier cosa; algo escrito por el Capitán Hawdon. Deseo comparar su letra con unas muestras que tengo. Si puede usted darme la oportunidad, le compensaré la molestia. Estoy seguro de que consideraría usted suficiente tres, cuatro o cinco guineas.
—¡Generosísimo, amigo mío! —exclama el Abuelo Smallweed, que parpadea nervioso.
—Si no es así, dígame lo que le parece, conforme a su conciencia de soldado, que podría exigir. No es necesario que se deshaga usted de los papeles si no lo desea, aunque yo preferiría quedarme con ellos.
El señor George sigue tieso en su silla, exactamente en la misma postura que antes; contempla las pinturas del techo y no dice una palabra. El irascible señor Smallweed da manotazos al aire.
—De lo que se trata —dice el señor Tulkinghorn con su aire metódico, suave, ininteresante— es, en primer lugar, de saber si tiene usted algo escrito por el Capitán Hawdon.
—En primer lugar, sí tengo algo escrito por el Capitán Hawdon, señor —repite el señor George.
—En segundo lugar, de saber qué suma puede compensarle a usted por la molestia de traérmelo.
—En tercer lugar, puede usted juzgar por sí mismo si se parece en absoluto a esta letra —dice el señor Tulkinghorn, que de pronto le pasa unas hojas escritas y atadas en un fajo.
—Si se parece en absoluto a esa letra. Muy bien —repite el señor George.
Las tres veces que el señor George repite lo que le han dicho, lo hace de manera mecánica, mirando a los ojos al señor Tulkinghorn, y ni siquiera echa un vistazo a la declaración jurada en el caso de Jarndyce y Jarndyce que le han dado para que la inspeccione (aunque todavía la tiene en la mano), sino que sigue mirando al abogado con aire de reflexión inquieta.
—Bueno —dice el señor Tulkinghorn—, ¿qué dice usted?
—Bueno, señor —replica el señor George, que se pone en pie y parece adquirir una estatura inmensa—, si no le importa, prefiero no tener nada que ver con todo esto.
El señor Tulkinghorn parece quedarse tan tranquilo y pregunta:
—¿Por qué no?
—Pues mire, señor —responde el soldado—, salvo que se trate de una cuestión militar, yo no soy un hombre muy práctico. En el mundo civil soy lo que algunos calificarían de un inútil. No entiendo nada de pluma, señor. Estoy más capacitado para aguantar un fuego cruzado que un interrogatorio. Ya le he dicho al señor Smallweed, hace una hora o dos, que cuando se me plantean cosas de este tipo me siento sofocar. Y eso es lo que siento ahora —dice el señor George, mirando a los presentes.
Una vez dicho esto, da tres zancadas adelante para volver a poner los papeles en la mesa del abogado, y otras tres zancadas atrás para volver a ocupar el mismo sitio, que antes, donde se queda perfectamente rígido, aunque esta vez mira al suelo en lugar de a las pinturas del techo, con las manos a la espalda, como para que no se le puedan dar más documentos de ningún tipo.
Ante tamaña provocación, el señor Smallweed tiene su adjetivo favorito tan en la punta de la lengua que comienza a mezclar las palabras «Mi querido amigo» con las sílabas «Infer…», con lo cual el pronombre posesivo se convierte en «Infermi», y parece como si se le hubiera trabado la lengua. Pero una vez pasada esta dificultad, exhorta a su querido amigo con la mayor dulzura a que no sea impulsivo, sino que haga lo que le pide un caballero tan eminente, y lo haga con buenos modales, en el convencimiento que debe ser algo impecable, además de rentable. El señor Tulkinghorn se limita a intercalar una frase de vez en cuando, como «Usted es quien mejor sabe lo que le interesa, sargento», o «Asegúrese usted de que no está perjudicando a nadie», o «Haga usted como quiera, como quiera», o «Si ya está usted decidido, no hay más que hablar». Todo ello lo dice con aire de perfecta indiferencia, mientras ojea los papeles que tiene en la mesa y se dispone a escribir una carta.
El señor George mira con desconfianza de las pinturas del techo al suelo, del señor Smallweed al señor Tulkinghorn y del señor Tulkinghorn a las pinturas del techo, y en su perplejidad cambia a menudo la pierna en la que se apoya.
—Le aseguro, caballero —dice el señor George— que, sin ánimo de ofender, entre usted y aquí el señor Smallweed me siento más que sofocado. De verdad, señor. No puedo medirme con ustedes. ¿Me permite usted preguntarle por qué desea usted ver la letra del capitán, en caso de que pueda encontrar algún ejemplo de ella?
El señor Tulkinghorn niega pausadamente con la cabeza.
—No. Sargento, si fuera usted hombre de negocios no haría falta decirle que existen motivos confidenciales, completamente inocuos en sí mismos, para deseos de ese género, en la profesión a la que pertenezco. Pero si teme causar algún perjuicio al Capitán Hawdon, puede usted tranquilizarse al respecto.
—¡Ah! Pero ya ha muerto, caballero.
—¿Ha muerto? —y el señor Tulkinghorn se dispone tranquilamente a ponerse a escribir.
—Bueno, señor mío —dice el soldado, mirándose el sombrero, tras otra pausa desconcertada—, siento no haberle sido de más utilidad—. Si pudiera serle de utilidad a alguien es que me viera confirmado en mi opinión de que prefiero no tener nada que ver con esto, pues hay un amigo mío que tiene mejor cabeza para los negocios que yo y que es un ex soldado; estoy dispuesto a consultar con él y… me siento tan completamente sofocado ahora mismo —dice el señor George, pasándose desesperadamente la mano por la frente— que no sé ni lo que puede serme de utilidad a mí.
El señor Smallweed, al oír que esa autoridad también es un ex soldado, insiste tan decididamente en la conveniencia de que el soldado veterano allí presente consulte con él, y especialmente que le comunique que se trata de una cuestión de cinco guineas o más, que el señor George se compromete a ir a verlo. El señor Tulkinghorn no dice nada en un sentido ni en otro.
—Entonces, con su permiso, caballero, voy a consultar a mi amigo —dice el soldado— y me tomaré la libertad de volver aquí con mi última respuesta hoy mismo. Señor Smallweed, si desea usted que ayude a bajarle por la escalera…
—Dentro de un momento, mi querido amigo, un momento. ¿Me permite que antes hable un momento en privado con este caballero?
—Desde luego, señor mío. Por mí no hay prisa —y el soldado se retira al punto más distante de la sala y continúa su inspección curiosa de las cajas, tanto la fuerte como las otras.
—Si yo no estuviera más débil que un bebé del infierno, señor —susurra el Abuelo Smallweed, haciendo que el abogado se rebaje a su nivel mediante un tirón de la solapa, y con un fuego medio apagado en su mirada furiosa—, le sacaría a golpes sus papeles. Los tiene en el bolsillo del pecho. He visto cómo se los metía en él. Judy también lo ha visto. ¡Habla, imagen deforme de una muestra de tienda de bastones, y di que lo has visto!
Este vehemente conjuro del anciano caballero va acompañado de un gesto tan vehemente hacia su nieta que resulta demasiado para sus fuerzas y se resbala de la silla, arrastrando consigo al señor Tulkinghorn, hasta que interviene Judy y le da una sacudida.
—No me agrada la violencia, amigo mío —observa entonces fríamente el señor Tulkinghorn.
—No, no; ya lo sé, ya lo sé, señor Pero resulta irritante e indignante. Es… es peor que esa cotorra incoherente de tu abuela —dice a la imperturbable Judy, que se limita a contemplar la chimenea— saber que tiene lo que hace falta y se niega a dárnoslo. ¡Que se niega a dárnoslo! ¡Ése! ¡Un vagabundo! Pero no importa, caballero, no importa. En el peor de los casos, podrá hacer lo que quiera durante muy poco tiempo. Lo tengo sometido a una servidumbre periódica. Y voy a doblegarlo, caballero, voy a doblegarlo. Le aseguro que voy a doblegarlo. ¡Si no quiere hacerlo de grado, tendrá que hacerlo por fuerza, señor mío!… i Vamos, señor George! —dice el Abuelo Smallweed con un guiño horroroso dirigido al abogado al soltar a este último—. ¡Estoy listo para recibir su ayuda, mi querido amigo!
El señor Tulkinghorn se queda de pie en la alfombrilla que hay ante la chimenea y muestra algunos indicios de diversión dentro de su taciturnidad habitual, mientras de espaldas a la chimenea contempla cómo desaparece el señor Smallweed y devuelve con un gesto de la cabeza el saludo que hace el soldado al marcharse.
El señor George advierte que resulta más difícil deshacerse del anciano caballero que el echar una mano para transportarlo escaleras abajo, pues una vez vuelto a instalar en su vehículo es tan locuaz acerca del tema de las guineas, y se le queda agarrado, a uno de sus botones con tanto afecto (pues en realidad mantiene un deseo secreto de rasgarle la ropa, de robarle), que el soldado tiene que aplicar una cierta fuerza para efectuar la separación. Por fin lo logra y marcha solo en busca de su consejero.
Junto a los claustros del Temple, y junto a Whitefriars (sin dejar de echar una mirada al Callejón de la Espada Colgada, que parece encontrarse en su camino), y junto al Puente de Blackfriars, y el Camino de Blackfriars, el señor George va avanzando pausadamente hasta una calle de pequeños comercios que se halla en medio de la maraña de caminos que van a Kent y a Surrey, y de calles que van a los puentes de Londres, y que se centran en el famosísimo Elefante que ha perdido su Castillo formado por mil coches de cuatro caballos arrebatado por un extraño monstruo de hierro más fuerte que él y que está dispuesto a convertirlo en picadillo en el momento en que ose desafiarlo. El señor George sigue avanzando a zancadas hacia una de las tiendecitas de esta calle, que es la tienda de un músico, con unos cuantos violines en el escaparate, unas cuantas flautas de Pan, una pandereta, un triángulo y unas hojas de papel pautado. Y cuando se detiene a unos pasos de ella, ve a una mujer de aspecto militar con el mandil recogido, que avanza con una artesa de madera, y que en esa artesa empieza con grandes chapoteos a lavar algo apoyándose en la acera. El señor George se dice: «Como de costumbre, lavando las verduras. ¡Salvo una vez que la vi montada en una carreta, jamás la he visto que no estuviera lavando verduras!».
El tema de esta reflexión está, en todo caso, tan ocupada en lavar verduras que no se da cuenta de que se le acerca el señor George, hasta que se levanta junto con su artesa y tras echar toda el agua en la cuneta, se lo encuentra a su lado. No lo recibe de forma muy halagüeña:
—¡George, cada vez que te veo desearía que estuvieras a cien millas de distancia!
El soldado no hace caso de este saludo y la sigue a la tienda de instrumentos musicales, donde la dama coloca su artesa de verduras encima del mostrador y, tras darle la mano, pone los brazos en la artesa.
—Te juro —dice—, George, que nunca considero a Matthew Bagnet verdaderamente a salvo cuando te tiene cerca. Eres tan inquieto y tan vagabundo…
—¡Sí! Ya lo sé, señora Bagnet. Ya lo sé.
—¡Y tanto que lo sabes! —replica la señora Bagnet—. ¿Qué más da? ¿Por qué eres así?
—Por naturaleza, supongo —responde el soldado con buen humor.
—¡Ja! —exclama la señora Bagnet con voz un tanto chillona—. Pero ¿de qué me va a valer tu naturaleza cuando hayas tentado a mi Mat para que abandone el negocio de la música y se me vaya a la Nueva Zelandia o a la Australia?
La señora Bagnet no es nada fea. De huesos bastante grandes, tez áspera y curtida por el sol y el viento, que le han desteñido el pelo encima de la frente, pero sana, robusta y de mirada animada. Es una mujer fuerte, ocupada e incansable, que tiene de cuarenta y cinco a cincuenta años. Limpia, ordenada, hacendosa y vestida de forma tan económica (aunque bien) que el único artículo ornamental que lleva parece ser su anillo de bodas, en torno al cual le ha engordado tanto el dedo desde que se lo puso que nunca se lo podrá sacar hasta que se mezcle con las cenizas de la señora Bagnet.
—Señora Bagnet —dice el soldado—, le doy mi palabra de honor de que por mi culpa jamás le pasará nada malo a Mat. De eso puede estar segura.
—Bueno, pues creo que sí. Pero la verdad es que sólo de verte se pone una nerviosa —responde la señora Bagnet—. ¡Ay, George, George! Si te hubieras casado con la viuda de Joe Pouch cuando murió él en Norteamérica, estoy segura de que por lo menos irías bien peinado.
—Desde luego, aquello fue una oportunidad —replica el soldado, medio en broma, medio en serio—, pero seguro que ya no voy a convertirme en persona respetable. Probablemente me hubiera ido bien con la viuda de Joe Pouch, porque había algo, y tenía algo, pero la verdad es que no pude decidirme. ¡Si hubiera tenido la suerte de conocer una mujer como la que encontró Mat!
La señora Bagnet, que parece, dentro de un estilo virtuoso, tener pocas reservas con un buen chico, pero que también es una buena chica ella misma, recibe este cumplido tirándole a la cabeza al señor George una de las verduras que lleva en la artesa, y se lleva ésta al cuartito de la trastienda.
—¡Hombre, mi muñequita Quebec! —dice George, que la sigue a esa zona cuando ello lo invita—. ¡Y aquí está la pequeña Malta! ¡Venid a dar un besito a vuestro Bluffy!
Esas damiselas, que oficialmente no tienen esos nombres de pila aunque en la familia siempre las llaman así, por el nombre de los acuartelamientos en los que nacieron, están sentadas en sus taburetes; la más pequeña (que tiene cinco o seis años) está aprendiendo las letras en una cartilla de a penique; la mayor (de ocho o nueve años quizá) se las enseña al mismo tiempo que cose con gran diligencia. Ambas reciben al señor George con las grandes aclamaciones dignas de un viejo amigo, y tras darle unos besos y jugar con él, colocan sus taburetes al lado de él.
—¿Y cómo está el joven Woolwich?
—¡Ah, vamos! —grita la señora Bagnet, volviéndose de sus cacerolas (porque está preparando la comida) con la cara sonrojada—. ¿A que no te lo crees? Tiene un contrato en el teatro, con su padre, para tocar la flauta en una obra militar.
—¡Bien por mi ahijado! —exclama el señor George, dándose una palmada en el muslo.
—¡Y tanto! —dice la señora Bagnet— Hace de antiguo británico. Eso es, mi Woolwich: ¡un antiguo británico!
—Y Mat sopla en su bajón y todos ustedes son unos civiles de lo más respetable —responde el señor George—. Una familia. Los niños van creciendo. Se escriben con la anciana madre de Mat, allá en Escocia, y con su padre de usted en otra parte, y les ayudan un poco y… ¡bien, bien! ¡Desde luego, no sé por qué no va a desear usted que yo estuviera a cien millas de distancia, porque no tengo nada que ver con todo esto!
El señor George se va poniendo pensativo; sentado ante la chimenea en la habitación encalada, que tiene el suelo enarenado y exhala un olor a cuartel limpio, y que no contiene nada superfluo, ni una mota visible de polvo o suciedad, desde las caras de Quebec y de Malta hasta los cacharros relucientes del vasar; el señor George se va poniendo pensativo, allí sentado, mientras la señora Bagnet se dedica a sus cosas, cuando vuelven oportunamente a casa el señor Bagnet y el joven Woolwich. El señor Bagnet es un antiguo artillero, alto y erguido, con cejas pobladas y patillas como las fibras del coco, sin un solo pelo en la cabeza y de piel muy tostada por el sol. Habla con frases cortas, profundas y sonoras, no muy distintas de los tonos del instrumento que toca. De hecho, cabe observar en general en él un aire inflexible, rígido, metálico, como si él mismo fuera el bajón de la orquesta humana. El joven Woolwich es del tipo y el modelo de un joven tambor.
Tanto el padre como el hijo saludan animadamente al soldado. Pasado un rato, éste dice que ha venido a consultar al señor Bagnet, ante lo cual el señor Bagnet declara hospitalariamente que no quiere hablar de cosas serias hasta después de comer, y que su amigo no recibirá sus consejos hasta que primero haya compartido el cerdo hervido con verduras. Cuando el soldado accede a esta invitación, él y el señor Bagnet se van, a fin de no perturbar los preparativos domésticos, a dar una vuelta por la callejuela, que recorren a paso medido y con los brazos cruzados, como si fuera un bastión.
—George —dice el señor Bagnet—, ya me conoces. La que vale para dar consejos es la viejita. Es la que tiene buena cabeza. Pero nunca lo reconozco delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Espera hasta que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces la consultamos. Te diga lo que te diga, ¡hazlo!
—Eso es lo que me propongo, Mat —replica el otro—. Prefiero su opinión antes que la de toda una Universidad.
—Universidad —responde el señor Bagnet, en frases cortas, como un bajón—. ¿Qué universidad podrías dejar… al otro lado del mundo… sin más que una capa gris y un paraguas… para que volviera sola a Europa? La viejita lo haría mañana mismo, si se lo pido. ¡Ya lo hizo una vez!
—Tienes razón —dice el señor George.
—¿Qué universidad —continúa Bagnet— iba a compartir tu vida… con dos peniques de cal… un penique de tierra de alfar… medio penique de arena… y el resto del cambio de una moneda de seis peniques… por todo dinero? Así empezó la viejita. En la empresa actual.
—Me alegro mucho de saber que prosperan, Mat.
—La viejita —dice el señor Bagnet, asintiendo sabe ahorrar. Tiene una media escondida. Con dinero. Nunca la he visto. Entonces te dirá lo que sea. Espera a que se le quiten de la cabeza las verduras. Entonces te dirá lo que sea.
—¡Es un tesoro! —exclama el señor George.
—Es más que eso. Pero nunca lo digo delante de ella. Hay que mantener la disciplina. Fue la viejita la que descubrió mi talento musical. De no ser por ella, yo seguiría en la artillería. Pasé seis años con el violín. Diez con la flauta. La viejita dijo que aquello no iba; buenas intenciones, pero falta de flexibilidad; prueba el bajón. La viejita tomó prestado un bajón al jefe de la banda del Regimiento de Fusileros. Practiqué en las trincheras. Aprendí, me conseguí otro, ¡y ahora vivo de eso!
George observa que la señora parece estar fresca como una rosa y sana como una manzana.
—La viejita —replica el señor Bagnet— es una mujer extraordinaria. Por eso es como un buen día. Según pasa el tiempo, se pone mejor. Nunca he conocido a nadie que se la pueda comparar. Pero nunca lo digo delante de ella. ¡Hay que mantener la disciplina!
Pasan a hablar de cuestiones de poca monta y siguen paseándose por la callejuela, marcando el paso, hasta que Malta y Quebec los llaman para que hagan justicia al cerdo y las verduras, que el señor Bagnet bendice brevemente, como un capellán militar. En la distribución de esos comestibles, la señora Bagnet, al igual que en todas las funciones domésticas, observa un sistema preciso: se sienta con todos los platos ante ella, asigna a cada porción de cerdo su propia porción de caldo, de verduras, de patatas e incluso de mostaza, y lo sirve completo. Tras servir de igual forma la cerveza de una lata, y dotar así a la tropa de todo lo necesario, la señora Bagnet procede a satisfacer su propio apetito, que se halla en buen estado. Las herramientas de reglamento, si cabe llamar así a la cubertería, están formadas sobre todo por utensilios de cuerno y estaño, que han servido fielmente en diversas partes del mundo. En particular, el cuchillo del joven Woolwich, que es del tipo para las ostras, con la característica adicional de un fuerte mecanismo de cierre, que se opone a menudo al apetito de ese joven músico, y que según se dice ha hecho en diversas manos todo el recorrido de los destinos en ultramar.
Una vez terminada la comida, la señora Bagnet, ayudada por los elementos menores (que dejan pulquérrimos sus tazas y sus platos, sus cuchillos y sus tenedores), hace que todos los cacharros de la comida queden tan relucientes como antes, y los coloca todos en su sitio, tras limpiar primero el suelo, con objeto de que el señor Bagnet y el visitante no tengan que esperar a fumar sus pipas. Estas tareas domésticas entrañan muchas marchas y contramarchas por el patio y el uso considerable de un cubo, que al final acaba por tener la dicha de servir para las abluciones de la propia señora Bagnet. Cuando reaparece la «viejita», perfectamente lozana, y se sienta a hacer su labor de punto, entonces y sólo entonces (pues hasta entonces no se considera que se le hayan quitado totalmente de la cabeza las verduras), el señor Bagnet pide al soldado que exponga su problema.
El señor George procede a hacerlo con gran discreción, como si se dirigiera al señor Bagnet, pero atento exclusivamente en todo momento a la viejita, al igual que el propio señor Bagnet. Una vez expuesto completamente el problema, el señor Bagnet recurre a su artificio habitual para mantener la disciplina:
—Eso es todo, ¿no, George? —dice.
—Eso es todo.
—¿Y harás lo que yo te diga?
—No me guiaré más que por eso —replica George.
—Viejita, dile lo que opino yo —dice el señor Bagnet—. Ya lo sabes. Dile lo que pienso.
Lo que piensa es que George tiene que eludir a toda costa a una gente que es demasiado astuta para él, y que está obligado a actuar con el mayor de los cuidados en asuntos que no comprende; que evidentemente lo que tiene que hacer es no hacer nada sin asegurarse primero, no participar en nada turbio ni misterioso, ni dar un paso sin mirar antes dónde pisa. Ésa, efectivamente, es la opinión del señor Bagnet, expresada por su viejita, lo cual alivia tanto al señor George, al confirmar su propia opinión y disipar sus dudas, que se prepara a fumar otra pipa en tan excepcional ocasión, y a pasar un rato hablando de los viejos tiempos con toda la familia Bagnet, conforme a la diversidad de sus respectivas experiencias.
Por todo ello sucede que el señor George no vuelve a ponerse en pie en la salita hasta que se acerca el momento en que un moderno público británico espera al bajón y la flauta, y como incluso al señor George le lleva algún tiempo, en su papel doméstico de Bluffy, separarse de Quebec y de Malta, e insinuar un chelín benévolo en el bolsillo de su ahijado, con felicitaciones por su éxito en la vida, cuando el señor George por fin pone rumbo hacia Lincoln’s Inn Fields ya es de noche.
«Un hogar y una familia», va pensando mientras avanza; «por pequeños que sean, hacen que alguien como yo parezca un solitario. Pero más ha valido que nunca me metiera en esa marcha del matrimonio. No hubiera sido para mí. Todavía soy tan vagabundo, incluso a esta edad, que no podría conservar la galería ni un mes si fuera una actividad regular, o si no estuviera acampado en ella como un gitano. ¡Vamos! No le hago daño a nadie y no molesto a nadie; ya es algo. ¡Hace muchos años que no hago nada de eso!»
Así que se pone a silbar, y continúa su marcha. Una vez llegado a Lincoln’s Inn Fields, y tras subir las escaleras del señor Tulkinghorn, resulta que la puerta exterior está cerrada, y los despachos tienen la llave echada, pero como el soldado no sabe gran cosa de puertas exteriores, y además la escalera está a oscuras, sigue tanteando y buscando cuando por la escaleras sube el señor Tulkinghorn (en silencio, naturalmente) y le pregunta airado:
—¿Quién es? ¿Qué hace usted aquí?
—Mil perdones, caballero. Soy George. El sargento.
—Y ¿no podía George, el sargento, ver que estaba cerrada mi puerta?
—Pues no, señor; no podía. Desde luego, no lo vi —dice el sargento, un tanto irritado.
—¿Ha cambiado usted de opinión? ¿O sigue opinando lo mismo? —pregunta el señor Tulkinghorn. Pero ya sabe de antemano la respuesta.
—Sigo opinando lo mismo, caballero.
—Me lo esperaba. Es suficiente. Puede usted irse. ¿Con que era usted el hombre —dice el señor Tulkinghorn, abriendo la puerta con su llave —con el que se fue a esconder el señor Gridley?
—Sí, yo soy ese hombre —contesta el soldado, que se detiene dos o tres escalones más abajo—. ¿Qué pasa, señor?
—¿Qué pasa? Que no me gustan sus amigos. De haber sabido yo quién era usted, no hubiera venido a mi despacho. ¿Gridley? Un tipo amenazador, asesino, peligroso.
Con esas palabras, pronunciadas en tono desusadamente alto para él, el abogado entra en sus aposentos, y cierra la puerta con ruido atronador.
Al señor George no le agrada en absoluto esa despedida; tanto más cuanto que un pasante que subía por la escalera ha oído las últimas palabras y evidentemente cree que se refieren a él. «¡Menudo tipo se va a creer que soy!»; gruñe el soldado con un juramento apresurado mientras sigue bajando, «¡Un tipo amenazador, asesino, peligroso!», y al mirar hacia arriba ve que el pasante lo está mirando y observando cuando pasa junto a un farol. Eso agrava su ira hasta tal punto que pasa cinco minutos de mal humor. Pero se lo quita silbando, se olvida de todo el resto del asunto, y va marchando a casa, a la Galería de Tiro.