6. En casa
6. En casa
El día había aclarado muchísimo, y seguía aclarando a medida que avanzábamos hacia el oeste. Avanzábamos bajo el sol, el aire estaba limpio, y cada vez nos asombrábamos más ante las dimensiones de las calles, el esplendor de los comercios, la densidad de la circulación y las grandes multitudes a las que lo agradable del tiempo parecía haber sacado a la calle como flores multicolores. Poco a poco empezamos a salir de la maravillosa ciudad y a atravesar suburbios que, a mis ojos, hubieran constituido en sí mismos una buena ciudad cada uno, y por fin llegamos a un auténtico camino campestre, con molinos de viento, trillas, piedras miliares, carretas de campesinos, olores a paja vieja, señales que se movían al viento y abrevaderos para los caballos; con árboles, prados y setos. Resultaba delicioso ver aquel paisaje verde ante nosotros y la inmensa metrópolis a nuestras espaldas, y cuando pasó a nuestro lado un carruaje con una recua de caballos preciosos, con jaeces rojos y cascabeles que hacían un ruido cristalino, resultaba tan musical que todos podríamos haber cantado a aquel son, tan animadas eran las influencias que nos rodeaban.
—Todo este camino me recuerda a mi tocayo Whittington —dijo Richard—, y ese carruaje es el último toque. ¡Eh! ¿Qué pasa?
Nos habíamos detenido, y también el carruaje. Su música cambió cuando se pararon los caballos, y se redujo a un sutil cascabeleo, salvo cuando un caballo agitaba la cabeza o se sacudía, y provocaba una pequeña cascada de campanillas.
—Nuestro postillón va en busca del conductor —siguió diciendo Richard—, y el conductor viene hacia nosotros. ¡Buenos días, amigo! —El conductor estaba junto a la puerta de nuestro coche, y Richard, mirándolo de cerca, exclamó:
—¡Qué cosa más extraordinaria! ¡Lleva en el sombrero tu nombre, Ada!
Llevaba en el sombrero los nombres de todos nosotros. Metidas en la cinta tenía tres notitas: una dirigida a Ada, otra a Richard y otra a mí. El conductor nos las entregó sucesivamente, tras primero leer el nombre en voz alta. En respuesta a la pregunta de Richard de quién las enviaba respondió brevemente:
—Mi jefe, señorito, y a sus órdenes —y se volvió a poner el sombrero (que era como un cuenco, pero blando), hizo restallar el látigo para volver a despertar su música y se marchó melodiosamente.
—¿Ese carruaje es el del señor Jarndyce? —preguntó Richard al postillón de nuestro coche.
—Sí, señor —fue la respuesta—. Va a Londres.
Abrimos las notas. Eran idénticas entre sí y contenían estas palabras, escritas con letra sólida y clara:
Queridos míos,
espero que nuestra reunión sea feliz y sin problemas para ninguno. Por consiguiente, he de proponer que nos encontremos como viejos amigos y que no hablemos del pasado. Eso quizá os alivie a vosotros, y a mí sin duda, al igual que aumentará mi amor por vosotros.
JOHN JARNDYCE
Quizá tuviera yo menos motivos que mis acompañantes para sorprenderme, dado que nunca había tenido una oportunidad de dar las gracias a quien había sido mi benefactor y mi único apoyo terrenal desde hacía tantos años. No había pensado cómo podía darle las gracias, pues mi gratitud estaba arraigada demasiado honda en mi corazón para eso, pero entonces empecé a pensar en cómo podía conocerlo sin darle las gracias, y consideré que sería dificilísimo.
Las notas reanimaron en Richard y Ada una impresión general que ambos tenían, sin saber muy bien por qué, de que su primo Jarndyce nunca soportaría expresiones de agradecimiento por ninguna de sus amabilidades y de que, antes que aceptarlas, recurriría a los expedientes y las evasiones más singulares, o incluso se echaría a correr. Ada recordaba vagamente que había oído decir a su madre, cuando ella era pequeña, que una vez había sido de una generosidad extraordinaria con ella y que cuando fue a casa de él a darle las gracias él la vio por casualidad por una ventana cuando iba ella hacia la puerta, e inmediatamente se escapó por la puerta de atrás y nadie volvió a tener noticias suyas en tres meses. Aquel discurso desembocó en muchas más observaciones sobre el mismo asunto, y de hecho nos duró todo el día, pues apenas sí hablamos de otra cosa. Si, por casualidad, nos desviábamos a otro tema, pronto volvíamos a éste, y nos preguntábamos cómo sería la casa, y si veríamos al señor Jarndyce en cuanto llegáramos, o al cabo de un rato, y lo que nos diría o lo que le diríamos nosotros a él. No hacíamos más que hablar una y otra vez de lo mismo.
Los caminos estaban muy pesados para los caballos, pero en general estaban en buena condición, de manera que nos apeamos y subimos todas las cuestas, y aquello nos gustó tanto que prolongamos nuestro paseo por la parte llana cuando llegamos arriba. En Barnet nos estaban esperando otros caballos, pero, como acababan de darles de comer, también tuvimos que esperarlos, y nos dimos otro largo paseo por unos prados y un viejo campo de batalla antes de que nos alcanzara el coche. Aquellos retrasos alargaron tanto el camino que había terminado el corto día y empezado la larga noche antes de que llegáramos a St. Albans, cerca de cuyo pueblo sabíamos que estaba la Casa Desolada.
Para entonces estábamos tan preocupados y tan nerviosos que incluso Richard confesó, mientras dábamos botes por las piedras de las viejas calles, que sentía un deseo irracional de volver a la ciudad. En cuanto a Ada y a mí, arropadas por el mismo Richard con gran cuidado, porque la noche era fresca y cortante, estábamos temblando de la cabeza a los pies. Cuando salimos del pueblo tomamos una curva y Richard nos dijo que el postillón, que desde hacía rato se compadecía de nuestro nerviosismo, miraba hacia atrás con un gesto de asentimiento; las dos nos pusimos en pie en el carruaje (con Richard sosteniendo a Ada por si venía un bache) y escudriñamos aquel campo abierto y la noche estrellada, por si lográbamos ver nuestro punto de destino. Había una luz que brillaba en la cima de una cuesta ante nosotros, y el conductor la señaló con el látigo y gritó: «¡La Casa Desolada!»; puso a los caballos al trote y nos llevó hacia allá a tal velocidad, pese a que era cuesta arriba, que las ruedas lanzaban el polvo de la carretera volando por encima de nuestras cabezas, como la espuma de un molino de agua. Unas veces perdíamos la luz, otras la volvíamos a ver, la volvíamos a perder, la volvíamos a ver, y por fin entramos en una inmensa avenida flanqueada de árboles y fuimos al galope hacia donde brillaba radiante aquella luz. Estaba en una ventana de una casa que parecía antigua, con tres picos en el tejado de la fachada y había un camino circular que llevaba al porche. Repicó una campana cuando nos acercamos y mientras todavía resonaban en el aire sus tonos profundos, y se oía en la distancia el ladrido de unos perros, salió un chorro de luz de la puerta abierta y en medio de los vapores de los caballos sudorosos y del latido acelerado de nuestros propios corazones nos apeamos en un estado considerable de confusión.
—Ada, cariño; Esther, querida mía, bienvenidas. ¡Cuánto me alegro de veros! ¡Richard, si en estos momentos tuviera una mano más sería para dártela a ti!
El caballero que decía aquellas palabras con voz clara, brillante y acogedora había pasado un brazo en torno a la cintura de Ada y el otro en torno a la mía, mientras nos besaba a ambas de modo paternal, y nos llevaba por el vestíbulo a una salita cálida y muy bien iluminada por el fuego que crepitaba en la chimenea. Allí nos volvió a besar y, abriendo los brazos, nos hizo sentarnos juntas en un sofá que había al lado de la chimenea. Me pareció que si hubiéramos sido algo expresivas nosotras se habría echado a correr al instante.
—¡Ahora, Rick, ya tengo una mano libre! —dijo— Una palabra dicha en serio vale tanto como todo un discurso. Celebro mucho veros. Estáis en vuestra casa. ¡Calentaos!
Richard le estrechó ambas manos con una mezcla intuitiva de respeto y franqueza, y se limitó a decir (aunque con un tono tan serio que me alarmó un tanto, tal era el temor que sentía yo de que el señor Jarndyce desapareciera de pronto):
—¡Es usted muy amable, señor Jarndyce! ¡Le estamos muy agradecidos! —antes de quitarse el sombrero y el capote y acercarse a la chimenea.
—Y ¿qué tal ha sido el viaje? ¿Qué te pareció la señora Jellyby, querida mía? —preguntó el señor Jarndyce a Ada.
Mientras Ada le iba dando su respuesta observé la cara de él (huelga decir con cuánto interés). Era una cara hermosa, animada, expresiva, llena de movimiento y de animación; el pelo lo tenía de un gris-acero plateado. Me pareció que debía estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, pero era un hombre erecto, sano y robusto. Desde el momento en que nos dirigió las primeras palabras su voz se había relacionado con algo que yo intuía mentalmente, pero que no podía definir; pero ahora, de repente, algo repentino de sus gestos, y una expresión agradable de su mirada me recordaron al caballero de la diligencia, hacía seis años, el día memorable de mi viaje a Reading. Estaba segura de que era él. Jamás me he sentido tan asustada en mi vida como al hacer aquel descubrimiento, pues sorprendió mi mirada y, como si me leyera el pensamiento, echó tal vistazo a la puerta que creí que se nos iba a ir.
Sin embargo, celebro decir que se quedó donde estaba, y me preguntó lo que opinaba yo de la señora Jellyby.
—Hace grandes esfuerzos por África, señor Jarndyce —dije.
—¡Y muy nobles! —replicó el señor Jarndyce—. Pero has dicho lo mismo que Ada (a quien yo no había oído)—. Ya veo que todos pensáis otra cosa.
—Nos pareció un poco —dije, mirando a Richard y a Ada, que me pedían con la mirada que hablara yo—, que quizá descuidaba un tanto su propia casa.
—¡K. O.! —exclamó el señor Jarndyce.
Volví a sentirme un tanto alarmada.
—¡Bueno! Quiero saber lo que piensas de verdad, querida mía. Es posible que os enviara allí adrede.
—Nos pareció que quizá —dije titubeante— sea mejor empezar con las obligaciones en casa propia, señor, y que quizá cuando se descuidan y olvidan ésas no sea posible poner otras en su lugar.
—Los niños Jellyby —dijo Richard, viniendo en mi auxilio— se hallan verdaderamente (y perdone usted si me expreso en términos un tanto fuertes) en malísimas condiciones.
—Tiene buenas intenciones —dijo el señor Jarndyce en seguida—. El viento sopla de Levante.
—Pues, con todo respeto, soplaba del norte cuando nos apeamos —observó Richard.
—Mi querido Rick —dijo Jarndyce atizando el fuego—. Estaría dispuesto a jurar que sopla de Levante o está a punto de soplar de allí. Siempre tengo conciencia de una sensación desagradable de vez en cuando, cuando sopla el viento de Levante.
—¿Tiene usted reúma, señor Jarndyce? —inquirió Richard.
—Supongo que es eso, Rick. Eso supongo. De manera que los niños de Jell… Ya tenía yo mis dudas…, están en mal… ¡Ay, Señor, sí, es de Levante! —exclamó el señor Jarndyce.
Mientras decía estas frases entrecortadas había dado dos o tres vueltas titubeantes con el atizador en una mano y se frotaba el pelo con la otra, con un aire bienhumorado de malestar, tan absurdo y amable al mismo tiempo que estoy segura de que estábamos más encantados con él de lo que hubiera sido posible expresar con palabras. Dio un brazo a Ada y el otro a mí, y haciendo un gesto a Richard para que tomase una vela, ya iniciaba el camino de salida cuando de pronto nos hizo dar la vuelta a todos.
—Esos niños de Jellyby. ¿No podíais?… ¿No?… Bueno, ¡si hubieran llovido pasteles de ciruela o tartas de frambuesa o algo así! —dijo el señor Jarndyce.
—Oh, primo… —empezó a contestar Ada.
—Estupendo, cariño mío. Me gusta que me llames primo. Y quizá sea mejor primo John.
—¡Bueno, pues primo John!… —empezó risueña Ada otra vez.
—¡Ja, ja! ¡Así me gusta! —dijo el señor Jarndyce muy contento—. Eso sí que suena natural. ¿Sí, hija mía?
—Fue algo mejor que eso. Llovió Esther.
—¿Cómo? —preguntó el señor Jarndyce—. ¿Qué hizo Esther?
—Pues, primo John —dijo Ada poniéndole ambas manos en el brazo y haciéndome que «no» con la cabeza, porque yo le estaba haciendo gestos de que se callara—, Esther se hizo inmediatamente amiga suya. Esther cuidó de ellos, los hizo dormirse, los lavó y los vistió, les contó cuentos, hizo que se callaran, les compró recuerdos (¡mi niña! no había hecho más que salir con Peepy cuando la encontraron) y un caballito de juguete, y, primo John, calmó tanto a la pobre Caroline, la mayor, y estuvo tan atenta y tan amable… ¡No, no, querida Esther, no permito que me contradigas! ¡Sabes perfectamente que es verdad!
Mi cariñosa niña se inclinó por encima de su primo John y me dio un beso, y después, mirándolo a los ojos, dijo:
—En todo caso, primo John, yo te doy las gracias por la compañera que me has procurado.
Me dio la sensación de que lo estaba desafiando a echarse a correr. Pero él no lo hizo.
—¿De dónde decías que soplaba el viento, Rick? —preguntó el señor Jarndyce.
—Del norte cuando nos apeamos, señor.
—¡Tienes razón! No es Levante. Me he equivocado. ¡Vamos, muchachas, venid a ver vuestra casa!
Era una de esas casas deliciosamente irregulares en las que para ir de una habitación a otra hay que subir o bajar escalones, y en las que se encuentra uno con más habitaciones cuando se cree que ya las ha visto todas, y en las que hay gran cantidad de pequeños vestíbulos y pasillos, y en las que se tropieza uno con habitaciones rústicas todavía más antiguas en los sitios más inesperados, con ventanas de celosía en las que crecen las plantas. La mía, que fue la primera en la que entramos, era de ese tipo, con un techo abuhardillado, y tenía más rincones que jamás haya visto en mi vida, y una chimenea (donde ardían unos troncos), con las paredes de azulejos de blanco purísimo, en cada uno de los cuales se reflejaba una miniatura brillante del fuego. Al salir de ella se bajaban dos escalones a una salita encantadora que daba a un jardín con flores, salita que en adelante nos pertenecería a Ada y a mí. De allí se bajaba por tres escalones al dormitorio de Ada, que tenía una magnífica ventana ancha con una vista estupenda (ahora no se veía sino una gran extensión de oscuridad bajo las estrellas), bajo la cual había una banqueta hueca en la que, con una buena cerradura, se podrían haber escondido inmediatamente tres Adas. De esa habitación se pasaba a una pequeña galería comunicada con las otras dos habitaciones principales (sólo dos), y de allí, por una escalerita de pasos bajos, que tenía muchas revueltas para su tamaño, se bajaba al vestíbulo. Pero si en lugar de salir por la puerta de Ada se volvía a mi habitación y se salía por la misma puerta por la que se había entrado, y se subían unos escalones serpenteantes que se desviaban de forma inesperada de la escalera principal, se perdía uno en una serie de pasillos en los que había calandrias y mesas triangulares, y una silla hindú, que al mismo tiempo era sofá, caja y cama, y parecía cualquier cosa a mitad de camino entre un esqueleto de bambú y una enorme jaula, y que nadie sabía quién ni cuándo había traído de la India. De allí se pasaba al dormitorio de Richard, que era en parte biblioteca, en parte salita, en parte dormitorio, y que parecía un complejo confortable de muchas habitaciones. Desde allí se pasaba directamente, con un pequeño intervalo de pasillo, a la habitación sencillísima en la que dormía el señor Jarndyce, todo el año, con la ventana abierta, una cama sin más muebles en medio de la habitación para que el aire entrase mejor, y su baño frío esperándolo en un cuartito al lado. De allí se salía a otro pasillo, en el que había una escalera trasera y desde el que se oía cómo les pasaban las almohazas a los caballos junto a los establos, mientras les decían «aguanta» o «quieto», porque se resbalaban mucho en aquellas piedras desiguales. O se podía, si se salía por otra puerta (cada habitación tenía por lo menos dos puertas), ir directamente otra vez al vestíbulo por media docena de escalones y un arco bajo, y quedarse uno maravillado de cómo había llegado allí, o cómo había salido de allí.
Los muebles, más bien anticuados que antiguos, al igual que la casa, eran agradablemente irregulares. El dormitorio de Ada era todo de flores: de cretona y de papel, de terciopelo y bordadas en el brocado de las dos butacas tiesas que había, cada una de ellas complementada por un taburetito para mayor comodidad, a cada lado de la chimenea. Nuestra salita era toda verde, y en las paredes tenía enmarcados y tras un cristal múltiples aves sorprendentes y sorprendidas, que contemplaban desde sus marcos una trucha de verdad en una vitrina tan parda y brillante como si estuviera servida en salsa; la muerte del Capitán Cook, y todo el proceso de la preparación del té en China, pintado por artistas chinos. En mi dormitorio había grabados ovalados de los meses: señoras que preparaban el heno, con justillos y grandes sombreros atados bajo la barbilla, representaban a junio; nobles de finas pantorrillas señalaban con sus sombreros de tres picos a los campesinos de las aldeas en representación de octubre. Por toda la casa abundaban los retratos de medio cuerpo, hechos a carboncillo, pero estaban tan dispersos que me encontré con el hermano de un joven oficial de mi dormitorio en el armario de la vajilla, y con el marido maduro de mi joven y guapa novia, con una flor en el corpiño, en la salita de desayunar. En cambio, yo disponía de cuatro ángeles, del reinado de la Reina Ana, que llevaban al cielo, con alguna dificultad, a un caballero complaciente envuelto en festones, y una composición bordada que representaba unas frutas, una tetera y un alfabeto. Todos los muebles, desde los armarios hasta las mesas y las sillas, las colgaduras, los espejos, incluso los alfileteros y los pomos de olor de las coquetas mostraban la misma caprichosa variedad. No se acomodaban en nada, salvo en su perfecta limpieza, sus coberturas de los linos más finos y la omnipresencia, dondequiera que la existencia de un cajón, grande o pequeño, la permitiese, de cantidades de hojas de rosa y de lavanda. Ésas fueron nuestras primeras impresiones de la Casa Desolada, con sus ventanas iluminadas, suavizadas acá y allá por sombras de cortinas, que brillaban en la noche estrellada, con su luz y su calor, y su comodidad, con los ruidos acogedores, oídos a lo lejos, de los preparativos para la cena, con la cara de su generoso amo iluminando todo lo que veíamos y con suficiente viento para sonar como un acompañamiento bajo de todo lo que oíamos.
—Celebro que os guste —dijo el señor Jarndyce tras volvernos a traer a la salita de Ada—. Es una casita sin pretensiones, pero resulta cómoda, espero, y lo va a ser más con unas jóvenes tan agradables viviendo en ella. Tenéis apenas media hora antes de la cena. Aquí no hay nadie más que lo mejor que puede haber en la Tierra: un niño.
—¡Más niños, Esther! —dijo Ada.
—No quiero decir un niño literalmente —continuó diciendo el señor Jarndyce—, no un niño en cuanto a edad. Es adulto (tiene por lo menos la misma edad que yo), pero en su sencillez, su espontaneidad, su entusiasmo, y su total incapacidad inocente para todos los asuntos mundanos, es un niño total.
Consideramos que debía de ser muy interesante.
—Conoce a la señora Jellyby —añadió el señor Jarndyce—. Es músico aficionado, aunque hubiera podido ser profesional de ella. Es un hombre de grandes virtudes y modales cautivadores. Ha tenido mala fortuna en los negocios, y mala suerte en sus aficiones, y también mala en su familia, pero no le importa: ¡es un niño!
—¿Quiere usted decir que tiene hijos propios? —inquirió Richard.
—¡Sí, Rick! Media docena. ¡Más! Casi una docena, creo. Pero nunca ha cuidado de ellos. ¿Cómo iba a hacerlo? Necesitaba que alguien cuidara de él. ¡Ya sabes, es un niño! —dijo el señor Jarndyce.
—Y ¿han podido sus niños cuidar de sí mismos, señor? —inquirió Richard.
—Hombre, en la medida de lo posible —dijo el señor Jarndyce, cuyo gesto se hizo repentinamente grave. Hay quien dice que los hijos de la gente muy pobre no es que se críen, sino que salen adelante. Los hijos de Harold Skimpole han ido saliendo adelante de un modo u otro… Me temo que está cambiando el viento otra vez. ¡Cada vez lo noto más!
Richard observó que hacía una noche bastante mala, y la casa estaba más bien aislada.
—Está aislada —le respondió el señor Jarndyce—. No cabe duda de que a eso se debe. Ya el nombre de Casa Desolada suena a algo aislado. Pero tú ven conmigo. ¡Vamos!
Como ya había llegado nuestro equipaje y estaba todo a mano, me vestí en un momento y estaba ordenando mis pertenencias, cuando una doncella (no la que estaba ayudando a Ada, sino otra a la que no había visto yo) me trajo a mi habitación un cesto con dos manojos de llaves, todas ellas con su etiqueta.
—Para usted, señorita —dijo.
—¿Para mí? —respondí.
—Las llaves de la casa, señorita.
Mostré mi sorpresa, pues ella añadió, con una cierta sorpresa por su parte:
—Me dijeron que se las trajera en cuanto estuviera usted sola, señorita. Es usted la señorita Summerson, ¿verdad?
—Sí —dije—. Así me llamo.
—El llavero más grande es el de la casa, señorita, y el pequeño es el de la bodega. Me han dicho que a la hora que usted quiera mañana por la mañana tengo que enseñarle los armarios y demás cosas a que corresponden.
Dije que estaría lista a las seis y media, y cuando se marchó me quedé contemplando el cesto, totalmente estupefacta ante la magnitud de mis funciones. Así me encontró Ada, y mostró una confianza tan maravillosa en mí cuando le enseñé las llaves y le dije lo que eran que hubiera sido yo una insensible y una ingrata de no haberme sentido alentada. Claro que ya sabía yo que aquello era por amabilidad de mi niña, pero me agradaba que me engañaran de modo tan agradable.
Cuando bajamos nos presentaron al señor Skimpole, que estaba de pie ante la chimenea, contándole a Richard lo aficionado que había sido al fútbol en sus años mozos. Era un hombrecillo animado con una cabeza bastante grande, pero de facciones delicadas y voz muy dulce, y era totalmente encantador. Todo lo que decía estaba a tal punto exento de fingimiento, y era tan espontáneo, y lo decía con una alegría tan cautivadora, que resultaba fascinante oírle hablar. Como era más esbelto que el señor Jarndyce y tenía mejor color, con el pelo más castaño, parecía más joven. De hecho aparentaba, en todos los respectos, ser más bien un joven ajado que un anciano bien conservado. Tenía una natural negligencia de modales, e incluso de atavío (pelo medio despeinado, corbatín suelto y caído como he visto en los autorretratos de artistas), de modo que no pude evitar la idea de un joven romántico que había pasado por un proceso excepcional de deterioro. Me dio la impresión de que no tenía en absoluto los modales ni el aspecto de un hombre que había ido recorriendo la vida por la vía usual de los años, las preocupaciones y la experiencia.
Por la conversación deduje que el señor Skimpole había hecho estudios de medicina y había vivido en tiempos, en el ejercicio de esa profesión, en la casa de un príncipe alemán. Sin embargo, nos dijo que como siempre había sido un mero niño en lo que hacía a pesos y medidas, y nunca había sabido nada al respecto (salvo que le repugnaban), nunca había logrado extender recetas con la exactitud de detalle necesaria. De hecho, nos dijo, no tenía cabeza para los detalles. Y nos contó, con mucho humor, que cuando lo llamaban a sangrar al príncipe, o a atender a alguno de los cortesanos, solían encontrarlo tendido en la cama, leyendo la prensa o haciendo caricaturas a lápiz, y no podía acudir. Cuando por fin el príncipe objetó a aquello, «en lo cual», dijo el señor Skimpole con absoluta franqueza, «tenía toda la razón», terminó el contrato, y como el señor Skimpole no tenía (añadió con una alegría deliciosa) «ningún objeto en la vida más que el amor, me enamoró, me casé y me rodeé de mejillas sonrosadas». Su buen amigo Jarndyce y otros cuantos amigos lo habían ayudado a obtener varios puestos, más o menos duraderos, con los que ganarse la vida, pero no había valido de nada, pues él confesaba dos de los problemas más antiguos del mundo: uno era que no tenía noción del tiempo y el otro que no tenía noción del dinero. Debido a lo cual nunca llegaba puntualmente, nunca podía realizar una transacción y nunca sabía lo que valía nada. ¡Bien! ¡Así lo había ido pasando y aquí estaba! Le gustaba mucho leer la prensa, le gustaba mucho hacer dibujos de memoria a lápiz, le gustaba mucho la naturaleza, le gustaba mucho el arte. Lo único que le pedía a la sociedad era que le dejara vivir. Eso no era mucho pedir. Tenía pocas necesidades. Con tal de tener periódicos, conversación, música, carne de cordero, café, paisajes, fruta en temporada, unas hojas de papel de dibujo y algo de clarete no pedía más. No era más que un niño en este mundo, pero tampoco pedía la luna. Él le decía al mundo: «¡Que cada uno haga en paz lo que quiera! Que unos lleven chaquetas rojas y otros azules, que se pongan mangas con puntillas, que se pongan la pluma en la oreja, que lleven delantales, que busquen la gloria, el comercio, el objeto que prefieran, con tal… ¡de que dejen vivir a Harold Skimpole!»
Nos dijo todo aquello, y mucho más, no sólo con el mayor agrado y desparpajo, sino con una cierta sinceridad vivaz; hablaba de sí mismo como si no fuera cuestión suya en absoluto, como si Skimpole fuera una tercera persona, como si supiera que Skimpole tenía sus peculiaridades, pero también sus derechos, que eran asunto general de la comunidad, y que no se debían menospreciar. Era encantador. Si me sentí algo confusa en aquellos primeros momentos, al tratar de conciliar lo que él decía con todo lo que yo pensaba acerca de los deberes y las responsabilidades de la vida (de todo lo cual disto mucho de estar segura), lo que me confundía era no comprender exactamente por qué estaba él exento de ellos. No dudaba de que él estuviera exento de ellos, puesto que, evidentemente, a él no le cabía duda.
—No deseo nada —siguió diciendo el señor Skimpole con su tono ligero—. Para mí la posesión no significa nada. Aquí tenemos la excelente casa de mi amigo Jarndyce. Me siento agradecido a él por poseerla. La puedo dibujar y modificar. Puedo ponerle música. Cuando estoy aquí tengo suficiente posesión de ella y no tengo problemas, gastos ni responsabilidades. En resumen, mi intendente se llama Jarndyce, y no me puede engañar. Hemos mencionado a la señora Jellyby. Es una mujer muy activa, de gran voluntad y de una inmensa capacidad para los detalles de negocios, que se lanza a diversas causas con un ardor sorprendente. Yo no lamento no tener fuerza de voluntad ni una capacidad inmensa para los detalles de los negocios, ni para lanzarme hacia diversas causas con un ardor sorprendente. Puedo admirarla sin envidiarla. Puedo simpatizar con sus causas. Puedo soñar con ellas. Puedo tumbarme en la hierba —cuando hace buen tiempo— y flotar por un río africano, abrazando a todos los indígenas con que me encuentre, tan consciente de la profundidad del silencio mientras dibujo la densa frondosidad tropical con tanta exactitud como si estuviera allí. No sé si el hacerlo tendría alguna utilidad directa, pero eso es lo único que sé hacer, y lo hago a fondo. Existe un gran principio activo y palpitante, el del deseo de aplastar lo que es falso y malo, y de cuidar lo que es bueno y tierno, que reconocemos y admiramos con el nombre de Jarndyce. Igual puedo simpatizar con eso. Entonces, por el amor del cielo, ¡dejad que Harold Skimpole, que es un niño confiado, os pida al mundo, a una aglomeración de gente práctica y acostumbrada a los negocios, que le dejéis vivir y admirar a la familia humana, hacedlo como sea, como almas bondadosas, y permitidle que haga lo que le gusta!
Era evidente que el señor Jarndyce no había sido insensible a ese alegato. Para verlo bastaba con advertir hasta qué punto se sentía el señor Skimpole en su casa, sin necesidad de lo que añadió éste a continuación:
—Sois vosotros, los seres generosos, los únicos que me inspiráis envidia —dijo el señor Skimpole, dirigiéndose a nosotros, sus nuevos amigos, de forma impersonal—. Os envidió vuestra capacidad para hacer lo que hacéis. Es lo que me encantaría a mí. No siento ninguna vulgar gratitud hacia vosotros. Casi opino que deberíais ser vosotros los que me estuvierais agradecidos a mí por daros la oportunidad de disfrutar del lujo de la generosidad. Sé que eso os gusta. Que yo sepa, es posible que yo haya venido al mundo expresamente para haceros más felices. Es posible que yo haya nacido para ser vuestro benefactor, al daros a veces la oportunidad de ayudarme en mis pequeñas perplejidades. ¿Por qué voy a lamentar mi incapacidad para los detalles y para los asuntos mundanos cuando eso tiene unas consecuencias tan agradables? Por eso no lo lamento.
De todos sus discursos jocosos (jocosos, pero siempre totalmente sinceros en lo que expresaban), ninguno parecía ser más del agrado del señor Jarndyce que éste. Después me sentí tentada muchas veces de preguntarme si era realmente singular, o sólo me parecía singular a mí, que quien probablemente era la persona más agradecida del mundo al menor pretexto, deseara tanto escapar a la gratitud de los demás.
Todos estábamos fascinados. Consideré un homenaje merecido a las encantadoras cualidades de Ada y de Richard el que el señor Skimpole, que los acababa de conocer, fuera tan exquisitamente agradable. Ellos (y especialmente Richard) se sintieron naturalmente complacidos, por parecidos motivos, y consideraron que era un privilegio nada común el recibir así, las confidencias de una persona tan atrayente. Cuanto más escuchábamos, con más alegría hablaba el señor Skimpole. Y con sus modales tan finos e hilarantes, su atractiva sinceridad y su forma bienhumorada de exponer con negligencia sus propias debilidades, como si dijera: ««¡Si es que no soy más que un niño! En comparación conmigo sois unos intrigantes» (de hecho eso me hizo pensar de mí misma), «pero yo soy alegre e inocente; ¡olvidaos de vuestros artificios mundanos y jugad conmigo!», producía un efecto verdaderamente deslumbrante.
Además, era una persona tan emotiva, y tenía unos sentimientos tan delicados por todo lo que era bueno o tierno, que sólo con eso podía conquistar los corazones. Durante la velada, cuando estaba yo sola preparándome para hacer el té, y Ada tocando el piano en la habitación de al lado y tarareando en voz baja a su primo Richard una melodía que habían mencionado por casualidad, vino él a sentarse en el sofá a mi lado, y habló de Ada en tales términos que casi me hizo amarlo.
—Es como la aurora —dijo—. Con esos cabellos dorados, esos ojos azules y ese rosicler en las mejillas, es como un amanecer de verano. Los pájaros de los alrededores la confundirán con él. No podemos llamar a una jovencita tan encantadora, que es una alegría para toda la humanidad, una huérfana. Es la hija de todo el universo.
Vi que el señor Jarndyce estaba a nuestro lado, con las manos a la espalda y con una sonrisa atenta en el rostro.
—Mucho me temo —observó— que el universo no sea un buen padre.
—¡Bueno, no lo sé! —exclamó el señor Skimpole animadamente.
—Pero creo que yo sí lo sé —replicó el señor Jarndyce.
—¡Bueno! —dijo el señor Skimpole—, tú conoces el mundo (que en el sentido que tú lo dices es el universo) y yo no lo conozco en absoluto; de manera que te daré toda la razón. Pero si de mí dependiera —dijo con una mirada a los primos—, en el camino de unos niños así no debería haber zarzas ni realidades sórdidas. Debería estar surcado de rosas; debería recorrer jardines en los que no hubiera primavera, otoño ni invierno, sino un verano perpetuo. La edad y los cambios jamás lo agostarían. ¡Jamás se debería susurrar en sus inmediaciones la sórdida palabra «dinero»!
El señor Jarndyce le dio una palmada en la cabeza con una sonrisa, como si de verdad fuera un niño, dio un paso o dos y se detuvo un momento a mirar a los dos jóvenes primos. Tenía una mirada pensativa, pero una expresión benigna, la que muchas veces (¡tantas!) volví a ver en él; que se me ha quedado desde hace mucho tiempo grabada en el corazón. La habitación en la que se hallaban, que se comunicaba con la nuestra, no tenía más luz que la de la chimenea. Ada estaba sentada al piano y Richard, de pie a su lado, se inclinaba un poco hacia ella. En la pared se fundían las sombras de los dos, rodeadas de formas extrañas, y no faltaba algún movimiento fantasmal causado por la irregularidad del fuego, aunque reflejaba unos objetos inmóviles. Ada tocaba las notas con tanta suavidad, y cantaba en voz tan baja, que el viento, que suspiraba en dirección de los cerros lejanos, se oía con tanta claridad como la música. Toda la imagen parecía expresar el misterio del futuro, y la pequeña pista que de él sugería la voz del presente.
Pero si cuento la escena no es para recordar aquella fantasía, pese a lo bien que la recuerdo. En primer lugar, yo no carecía de conciencia del contraste entre significado e intención, entre la mirada silenciosa dirigida hacia allí y la corriente de palabras que la había precedido. En segundo lugar, aunque cuando el señor Jarndyce retiró la mirada no la posó en mí sino un momento, me pareció que en aquel instante me confiaba —y sé que me confiaba, y que yo recibí esa misión— su esperanza de que Ada y Richard pudieran algún día iniciar una relación más íntima.
El señor Skimpole sabía tocar el piano y el violoncello, además de ser compositor (una vez había compuesto la mitad de una ópera, pero se había cansado de ella) y tocaba con buen gusto sus composiciones. Después del té tuvimos todo un pequeño concierto, en el cual Richard, que estaba cautivado por la forma de cantar de Ada, y me dijo que ésta parecía conocer todas las canciones que jamás se hubieran compuesto, y el señor Jarndyce y yo formamos el público. Al cabo de un rato me di cuenta de que faltaban primero el señor Skimpole, y después Richard y cuando me estaba preguntando cómo podía Richard ausentarse tanto tiempo, y perderse tantas cosas, llegó la doncella que me había dado las llaves y dijo desde la puerta:
—Por favor, señorita, ¿tendría usted un minuto? —Cuando nos quedamos las dos solas en el vestíbulo, dijo levantando las manos—: Ay, por favor, señorita, el señor Carstone pregunta si podría subir usted a la habitación del señor Skimpole. ¡Le ha dado algo, señorita!
—¿Que le ha dado algo? —pregunté.
—Sí, señorita. De repente.
Sentí temor de que su enfermedad fuera algo peligroso, pero naturalmente le pedí que no dijera nada ni inquietara a nadie, y me calmé mientras subía rápidamente las escaleras tras ella, lo suficiente para pensar cuáles serían los mejores remedios que se podrían aplicar si resultaba ser un ataque. Abrió una puerta y entré en una habitación en la cual, para mi indecible sorpresa, en lugar de encontrarme al señor Skimpole tendido en la cama o postrado en el suelo, me lo encontré en pie sonriendo a Richard, mientras éste, con cara de gran apuro, miraba a un hombre sentado en el sofá, con un guardapolvos blanco, con el cabello muy peinado, aunque no muy abundante, y que se lo estaba aplastando todavía más con un pañuelo de bolsillo.
—Señorita Summerson —dijo Richard apresuradamente—, me alegro de que haya venido. Podrá usted aconsejarnos. A nuestro amigo el señor Skimpole (¡no se alarme!) lo acaban de detener por deudas.
—Y la verdad, mi querida señorita Summerson —dijo el señor Skimpole con su agradable sinceridades que nunca me he hallado en una situación en la que el excelente sentido y la calma metódica y el pragmatismo que ha de observar en usted quienquiera haya pasado un cuarto de hora en su compañía, fueran más necesarios.
La persona del sofá, que parecía tener un resfriado, dio tal estornudo que me asustó.
—¿Lo detienen a usted por una gran suma? —pregunté al señor Skimpole.
—Mi querida señorita Summerson —dijo con un gesto amable de la cabeza—, no lo sé. Unas cuantas libras, algunos chelines y medios peniques, es lo que creo han mencionado.
—Se trata de veinticuatro libras, dieciséis chelines y siete y medio peniques —observó el desconocido—. De eso se trata.
—Y suena… no sé por qué, pero ¿suena como si fuera una suma pequeña? —preguntó el señor Skimpole.
El desconocido no dijo nada, sino que se limitó a estornudar otra vez. Fue tal estornudo que pareció levantarlo de su asiento.
—Al señor Skimpole —me dijo Richard— le parece indelicado recurrir a mi primo Jarndyce, porque últimamente ha… Tengo entendido, señor, que últimamente usted…
—¡Ah, sí! —replicó el señor Skimpole con una sonrisa—. Aunque se me ha olvidado cuánto era, y cuándo, Jarndyce lo haría otra vez con mucho gusto, pero tengo la sensación más bien epicúrea de que yo preferiría una novedad en materia de ayuda, de que preferiría —y nos miró a Richard y a mí— cultivar la generosidad en un nuevo terreno, y en una nueva forma de flor.
—¿Qué le parece a usted mejor, señorita Summerson? —me preguntó Richard en un aparte.
Me aventuré a preguntar a todo el mundo, en general, antes de responder lo que ocurriría si no se conseguía el dinero.
—Prisión —dijo el desconocido metiéndose el pañuelo tranquilamente en el sombrero, que estaba en el suelo a sus pies— o ande Coavins .
—¿Me permite preguntarle, señor mío, qué es…?
—¿Coavins? —dijo el desconocido—. Una casa.
Richard y yo volvimos a mirarnos. Resultaba de lo más singular que aquella detención creara una situación embarazosa para nosotros, pero no para el señor Skimpole. Éste nos observaba con un interés bienhumorado, pero parecía, si es que puedo aventurar tal contradicción, que no le fuera nada en ello. Se había lavado las manos totalmente del problema, que había pasado a ser nuestro.
—He creído —sugirió como si pretendiese por buena voluntad ayudarnos él a nosotros— que al ser partes en un pleito ante la Cancillería que afecta (según dice la gente) a una gran cantidad de bienes, que el señor Richard o su bella prima, o ambos, podrían firmar algo, o comprometer algo, o hacer alguna especie de promesa, o compromiso, o fianza. No sé cómo se llamará eso en los negocios, pero supongo que existe algún tipo de instrumento a su alcance que podría resolver esto…
—Ni hablar —dijo el desconocido.
—¿De verdad? —replicó el señor Skimpole—. ¡Pues parece raro, a ojos de alguien que no es ducho en estas materias!
—Que le parezca raro o no —dijo el desconocido hoscamente—, le digo que ni hablar.
—No se ponga nervioso, amigo mío, no se ponga nervioso —razonó amablemente con él el señor Skimpole, mientras hacía un dibujito de la cabeza de aquél en una hoja suelta de un libro—. No se deje usted obsesionar por su profesión. Nosotros sabemos distinguir entre usted personalmente y su oficio; sabemos distinguir entre la persona y su cargo. No tenemos tantos prejuicios como para suponer que en la vida privada pueda usted ver otra cosa que una persona estimabilísima, con un aspecto muy poético en su carácter, del cual quizá no tenga usted conciencia.
El desconocido se limitó a responder con otro estornudo estentóreo; pero no me aclaró si era en aceptación del homenaje a su lado poético o en rechazo desdeñoso de éste.
—Pues bien, mi querida señorita Summerson y mi querido señor Richard —dijo el señor Skimpole con inocencia, alegría y confianza mientras contemplaba su dibujo con la cabeza ladeada—, ¡aquí me ven, totalmente incapaz de resolver mi problema y totalmente en manos de ustedes! Lo único que pido es ser libre. Tampoco es mucho. Lo único que pido es pasearme mañana por la mañana entre las hojas caídas, oír cómo me crujen bajo los pies, en lugar de pasear arriba y abajo del salón de nuestro amigo Coavins, por muy digno que sea Coavins, y no me cabe duda de que Coavins es una persona muy digna, y un buen padre. Mis gustos no son caros: no resulta caro pasearse entre las hojas caídas y oír su crujido. ¡Es lo único que pido! Las mariposas son libres. ¡Sin duda, la humanidad no negará a Harold Skimpole lo que concede a las mariposas!
—Mi querida señorita Summerson —me susurró Richard—, tengo diez libras que recibí del señor Kenge. Voy a ver qué puedo hacer.
Yo poseía quince libras y algunos peniques, que eran mis ahorros de mi paga trimestral de varios años. Siempre había pensado que podía ocurrir algún accidente que me dejara de pronto, sin parientes, sin propiedades, sola en el mundo, y siempre había tratado de llevar algo de dinero encima, para no estar nunca sin recursos. Le dije a Richard que tenía esa pequeña reserva, y que de momento no la necesitaba, y le pedí que se lo comunicara delicadamente al señor Skimpole mientras iba a buscarla, para que tuviéramos el placer de pagar su deuda.
Cuando regresé, el señor Skimpole me besó la mano y pareció muy emocionado. No por sí mismo (una vez más tuve conciencia de aquella contradicción tan asombrosa y extraordinaria), sino por nosotros, como si toda consideración personal le resultara inconcebible, y la mera contemplación de nuestra felicidad lo embargara. Richard me pidió, para que la transacción fuera más discreta, según dijo, que le pagara yo a Coavinses (como lo llamaba ahora jocularmente el señor Skimpole), y yo conté el dinero y recibí la factura necesaria. También aquello encantó al señor Skimpole.
Sus cumplidos eran tan delicados que me sonrojé menos de lo que hubiera podido ocurrir de otro modo, y pagué al desconocido del guardapolvos blanco sin cometer ningún error. Se metió el dinero en el bolsillo e inmediatamente dijo:
—Bueno, pues le deseo muy buenas noches, señorita.
—Amigo mío —dijo el señor Skimpole de espaldas a la chimenea tras renunciar al dibujo cuando lo tenía a medio acabar—, desearía preguntarle algo, sin ánimo de ofender.
Creo que la respuesta fue algo así como:
—¡Pues venga, desembuche!
—¿Sabía usted esta mañana misma que iba a venir aquí con esta misión? —preguntó el señor Skimpole.
—Ya me lo habían avisado ayer a la hora del té —dijo Coavinses.
—¿Y no le afectó el apetito? ¿No le incomodó?
—Ni hablar —dijo Coavinses—. Ya sabía que si no le pescaba hoy le iba a pescar mañana. Un día más o menos, da igual.
—Pero cuando vino usted aquí —continuó el señor Skimpole— hacía un día magnífico. Brillaba el sol, hacía algo de viento, las luces y las sombras recorrían los prados, cantaban los pájaros.
—Que yo sepa, naide ha dicho lo contrario —respondió Coavinses.
—No —observó el señor Skimpole—. Pero, ¿qué venía usted pensando por el camino?
—¿Qué dice usted? —gruñó Coavinses con aire de ofenderse—. ¡Pensar! Ya tengo bastante que hacer y bien poco que me pagan para andar pensando. ¡Pensar! —dijo con gran desprecio.
—Entonces, en todo caso, usted no pensó nada parecido a esto —continuó el señor Skimpole—: «A Harold Skimpole le encanta ver la luz del sol, le encanta oír el ruido del viento, le encanta ver cómo cambian las luces y las sombras, le encantan los pájaros, esos coristas de la gran catedral de la Naturaleza. ¡Y tengo la sensación de que estoy a punto de privar a Harold Skimpole de su participación en esas posesiones, que son lo único que tiene en la vida!». ¿No se le ocurrió pensar nada en ese sentido?
—Desde - luego - que - NO —dijo Coavinses, cuya obstinación en rechazar totalmente tamaña idea era tan intensa que sólo podía darle una expresión adecuada si interponía un largo intervalo entre cada palabra y acompañaba la última con tal gesto que hubiera podido dislocarse el pescuezo.
—¡Qué extraños y qué curiosos son los procesos mentales de ustedes, los hombres de negocios! —dijo el señor Skimpole, pensativo—. Gracias, amigo mío. Buenas noches.
Como nuestra ausencia ya había sido bastante prolongada como para parecer extraña a quienes quedaban abajo, volví inmediatamente y encontré a Ada bordando junto a la chimenea y hablando con su primo John. Al cabo de un momento reapareció el señor Skimpole, y poco después Richard. Yo estuve muy ocupada durante el resto de la velada en tomar mi primera lección de backgammon del señor Jarndyce, que era muy aficionado a ese juego, y de quien naturalmente quería aprenderlo cuanto antes para serle algo útil como adversaria cuando no tuviera otro mejor. Pero de vez en cuando pensé, mientras el señor Skimpole tocaba algunos fragmentos de sus propias composiciones, o cuando, tanto al piano como al violoncello o a la mesa, mantenía, sin el más mínimo esfuerzo, su delicioso ánimo y su divertida charla, que tanto Richard como yo parecíamos conservar la impresión vicaria de haber estado detenidos desde la hora de la cena, lo cual resultaba verdaderamente muy curioso.
Cuando nos separamos ya era tarde, pues cuando Ada se iba a retirar a las once, el señor Skimpole se puso al piano y empezó a tocar, hilarantemente, la canción de que «la mejor forma de prolongar nuestros días era robarle unas horas a la Noche, querida mía». Eran más de las doce cuando tomó su vela y su faz radiante del aposento, y creo que podría habernos retenido allí hasta el amanecer, si lo hubiera deseado. Ada y Richard se quedaron un momento junto a la chimenea, preguntándose si la señora Jellyby habría terminado sus dictados del día, cuando volvió el señor Jarndyce, que había salido antes.
—¡Dios mío, qué es esto, qué es esto! —dijo frotándose la frente y paseándose arriba y abajo con su bienhumorada irritación—. ¿Qué es lo que me han dicho? Rick, muchacho, Esther, hija mía, ¿qué habéis hecho? ¿Cómo habéis podido hacerlo? ¿Por qué lo habéis hecho? ¿Cuánto os ha costado a cada uno?… Ha vuelto a cambiar el viento. Lo siento en todos mis poros.
Ninguno de los dos sabía muy bien qué responder.
—¡Vamos, Rick, vamos! Tengo que solventar esto antes de irme a dormir. ¿Cuánto os ha costado a cada uno? ¡Sé perfectamente que juntasteis vuestro dinero! ¿Por qué? ¿Cómo habéis podido? ¡Dios mío, sí, sopla de Levante, estoy seguro!
—La verdad, señor, es que no me parece honorable decírselo. El señor Skimpole confió en nosotros…
—¡Qué Dios te bendiga, hijo mío! ¡El confía en todo el mundo! —dijo el señor Jarndyce, frotándose vigorosamente la cabeza y deteniéndose.
—¿De verdad, señor?
—¡En todo el mundo! ¡Y la semana que viene tendrá el mismo problema! —dijo el señor Jarndyce, que seguía paseándose a grandes zancadas, con una vela en la mano, aunque ya se le había apagado—. Siempre tiene algún problema. Desde que nació tiene el mismo problema. Creo que el anuncio de su nacimiento que se publicó en los periódicos, cuando su madre lo dio a luz, fue: «El martes, en su residencia de Edificios Dificultades, la señora Skimpole, un niño con problemas».
Richard rió de buena gana, pero añadió:
—Aún así, señor, no quiero quebrantar su confianza, ni violarla, y si somete a su mejor criterio una vez más que debo mantener su secreto, espero que lo reflexionará antes de insistir más. Claro que si insiste usted, señor, sabré que no tengo razón y se lo diré.
—¡Bien! —exclamó el señor Jarndyce, volviendo a detenerse y haciendo varias tentativas distraídas de meterse la palmatoria en el bolsillo—. Yo… ¡ten! Llévatela, hija mía. No sé lo que voy a hacer. La culpa de todo la tiene el viento, siempre tiene este efecto. No te voy a insistir, Rick; quizá tengas razón. Pero la verdad es que… abusar de ti y de Esther… y exprimiros como una tierna naranja de las Azores!… ¡Esta noche va a haber un ventarrón!
Ahora unas veces se metía las manos en los bolsillos, como si fuera a dejarlas en ellos largo rato, otras las volvía a sacar y se frotaba vehementemente la cabeza.
Me aventuré a aprovechar aquella oportunidad para sugerir que como el señor Skimpole era como un niño en todas esas cosas…
—¿Cómo, hija mía? —preguntó el señor Jarndyce que había oído la última palabra.
—… como un niño, señor —dijo—, y tan diferente de otras personas…
—¡Tienes razón! —dijo el señor Jarndyce con expresión más alegre—. Tu intuición femenina ha dado en el blanco. Es un niño. Un niño en todo. Recordad que os dije que era un niño la primera vez que lo mencioné.
—¡Desde luego! ¡Desde luego! —dijimos nosotros.
—Y es un niño, ¿no es verdad? —preguntó el señor Jarndyce, que se iba tranquilizando cada vez más. Dijimos que no cabía duda de ello.
—Si lo pensáis, es de lo más pueril de vuestra parte, quiero decir de la mía, considerarlo ni un momento como un adulto. No se le puede atribuir la responsabilidad a él. ¡Qué idea, Harold Skimpole con planes o proyectos, o con una idea de las consecuencias! ¡Ja, ja, ja!
Resultaba tan delicioso ver cómo se disipaban las nubes que se cernían sobre su animado rostro, y verlo tan complacido, y advertí, porque era imposible no advertirlo, que la fuente de su placer era la bondad que se sentía torturada al condenar a alguien, o desconfiar de él o acusarlo en secreto, que vi cómo a Ada se le saltaban las lágrimas, y sentí que a mí también.
—¡Pero si es que soy un completo idiota —dijo el señor Jarndyce—, si necesito que me lo recuerden! Todo el asunto es cosa de niños del principio al fin. ¡Nadie más que un niño hubiera pensado en recurrir a vosotros como partes en el asunto! ¡Nadie más que un niño hubiera pensado que vosotros tendríais el dinero! ¡Si hubieran sido 1000 libras, habría actuado exactamente igual! —exclamó el señor Jarndyce con la cara radiante.
Todos lo confirmamos por la experiencia de aquella noche.
—¡Claro, claro! —dijo el señor Jarndyce—. Sin embargo, Rick, Esther, y también tú, Ada, pues no estoy seguro de que ni siquiera tu bolsito esté a salvo de su inexperiencia, debéis prometerme todos que en adelante no volveréis a hacer nada de esto. ¡Nada de anticipos! Ni siquiera seis peniques.
Todos lo prometimos fielmente; Richard con una mirada divertida en mi dirección mientras se tocaba el bolsillo, como para recordarme que no había peligro de que nosotros faltáramos a nuestra promesa.
—En cuanto a Skimpole —añadió el señor Jarndyce—, lo que le arreglaría la vida a este chico sería una casa de muñecas habitable, con una buena mesa y unas cuantas personas de juguete con las que endeudarse y a las que pedir prestado. Supongo que ahora mismo ya estará durmiendo como un niño. Ya es hora de llevar mi cabeza más astuta a mi almohada más mundana. Buenas noches, hijos míos. ¡Que Dios os bendiga!
Antes de que encendiéramos nuestras velas volvió atrás y dijo:
—¡Ah! He estado mirando la veleta y veo que lo del viento ha sido una falsa alarma. ¡Es de Mediodía! —y se marchó canturreando algo.
Ada y yo convinimos, mientras charlábamos un rato en el piso de arriba, que su manía con el viento era inventada, y que usaba esa ficción para explicar todos los disgustos que no podía disimular, en lugar de acusar a la causa real del disgusto, o de criticar o despreciar a alguien. Nos pareció algo muy característico de su amabilidad excéntrica, y de la diferencia entre él y esas gentes petulantes que convierten a los vientos (particularmente a ese mal viento que había elegido él con fines muy diferentes) en excusas para sus horas de atrabiliariedad y mal humor.
De hecho, en aquella velada se había añadido tanto afecto a mi gratitud anterior hacia él, que esperaba empezar ya a comprenderlo en medio de aquellas sensaciones confusas. No se podía esperar de mí que conciliara todas las aparentes incoherencias del señor Skimpole o de la señora Jellyby, dada mi poca experiencia y mis pocos conocimientos prácticos. Y tampoco lo intenté, pues tenía la cabeza muy ocupada, cuando estaba a solas con Ada y con Richard, en pensar en la confianza que parecía concedérseme en lo relativo a ellos. Mi imaginación, quizá un poco agitada por el viento, tampoco consentía en ser totalmente altruista, aunque la habría persuadido a serlo de haber podido. La imaginación me devolvió a casa de mi madrina, y me hizo volver a recorrer todo el camino, planteando especulaciones indecisas que a veces se quedaban temblando en la oscuridad, acerca de lo que sabría el señor Jarndyce de mis principios —incluso acerca de la posibilidad de que fuera él mi padre—… pero aquel sueño vano ya se había desvanecido para siempre.
Todo aquello había acabado para siempre, recordé cuando me levanté de junto a la chimenea. No debía pensar en cosas del pasado, sino actuar con espíritu animado y corazón agradecido. Así que me dije: «¡Esther, Esther, Esther! ¡Cumple con tu deber, hija mía!», y di tal golpe a mi cesto de llaves de la casa que éstas tintinearon como campanillas y su música me llevó a la cama llena de esperanzas.