17. La narración de Esther
17. La narración de Esther
Richard venía a vernos a menudo durante nuestra estancia en Londres (aunque pronto dejó de escribir cartas), y con su rapidez mental, su buen humor, su ánimo, su alegría y su vivacidad siempre resultaba encantador. Pero aunque cada vez me agradaba más, cuanto más lo conocía, también apreciaba cada vez más cuán era de lamentar que no lo hubieran educado en los hábitos de la aplicación y la concentración. El sistema que se había ocupado de él exactamente igual que se había ocupado de centenares de otros muchachos, todos ellos de diversos caracteres y capacidades, le había permitido realizar con facilidad sus tareas, siempre con notas breves y a veces excelentes, pero de forma esporádica e intermitente, lo que había confirmado su confianza en aquellas de sus cualidades que precisamente más necesitaban de formación y guía. Eran buenas cualidades, sin las cuales no se puede conseguir meritoriamente una buena posición, pero, al igual que el agua y el fuego, aunque eran excelentes servidores, eran pésimos amos. Si Richard las hubiera dominado, hubieran sido sus amigas, pero como era Richard el que estaba dominado por ellas, se convertían en sus enemigas.
Si escribo estas opiniones no es porque crea que tal o cual cosa haya de ser así porque yo lo piense, sino únicamente porque era lo que pensaba, y quiero ser totalmente sincera acerca de todo lo que pensaba y hacía. Eso era lo que pensaba yo de Richard. Además, muchas veces me parecía observar cuánta razón había tenido mi Tutor en lo que había dicho, y que las incertidumbres y los retrasos en el pleito de la Cancillería habían impartido a su carácter algo de ese ánimo despreocupado del jugador, que se consideraba parte de una gran partida de azar.
Una tarde que mi Tutor no estaba en casa vinieron de visita el señor Bayham Badger y su esposa, y en el curso de la conversación, naturalmente, les pregunté por Richard.
—Pues el señor Carstone —dijo la señora Badger— está muy bien, y le aseguro que es una gran adquisición para nosotros. El Capitán Swosser solía decir de mí que en el comedor de los guardiamarinas yo era una influencia mejor que la vista de tierra y el viento en popa cuando la carne que compraba el sobrecargo se ponía más dura que las empuñaduras de barlovento de la cofa del trinquete. Era su forma marinera de decir en general que yo era una buena adquisición para cualquier compañía. Estoy segura de que lo mismo puedo decir yo del señor Carstone. Pero… ¿no me creerá usted demasiado prematura si le digo una cosa?
Dije que no, ya que el tono insinuante de la señora Badger parecía requerir esa respuesta.
—¿Y la señorita Clare tampoco? —preguntó con voz dulce la señora Badger.
Ada también dijo que no, con aire intranquilo.
—Pues verán, amigas mías —dijo la señora Badger—. ¿Me permiten que las llame amigas mías?
Rogamos a la señora Badger que no se preocupara.
—Porque verdaderamente lo son ustedes, si me permiten tomarme esa libertad —continuó diciendo la señora Badger—; son ustedes encantadoras. Pues verán, amigas mías, como todavía soy joven, o por lo menos el señor Badger me hace el cumplido de decírmelo…
—¡No! —exclamó el señor Badger como el que interviene para interrumpir en una reunión pública—. ¡En absoluto!
—Muy bien —sonrió la señora Badger—, digamos que todavía soy joven.
—Sin duda alguna —dijo el señor Badger.
—Amigas mías, aunque todavía soy joven, he tenido muchas oportunidades de observar a los jóvenes del sexo opuesto. Les aseguro que a bordo del viejo Crippler había muchos. Y después, cuando estuve en el Mediterráneo con el Capitán Swosser, aproveché todas las oportunidades que tuve de conocer y hacer amistad con los guardiamarinas que estaban a las órdenes del Capitán Swosser. Ustedes, amigas mías, nunca oyeron cómo los llamaban «jóvenes caballeros», y probablemente no entenderían las alusiones a la forma en que cancelaban sus cuentas semanales, pero conmigo es distinto, porque para mí los océanos son como una segunda casa, y he sido muy marinera. Lo mismo pasó con el Profesor Dingo.
—Persona de reputación europea —murmuró el señor Badger.
—Cuando perdí a mi primer y querido marido y me casé con el segundo —dijo la señora Badger, que se refería a sus antiguos maridos como si fueran sílabas de una charada— seguí gozando de oportunidades de observar a la juventud. A las clases que daba el Profesor Dingo asistían muchos alumnos, y yo me enorgullecía, como esposa de un eminente hombre de ciencia, de buscar en la ciencia todos los consuelos que ésta puede impartir, y tener la casa siempre abierta para los estudiantes, como una especie de Bolsa Científica. Todos los martes se sacaban limonada y tarta mixta para los que querían venir a compartirlas con nosotros. Y se hablaba de ciencia sin ningún límite.
—Unas asambleas notables, señorita Summerson —dijo el señor Badger en tono reverente—. ¡Debía de ser un intercambio intelectual maravilloso, bajo los auspicios de tan gran hombre!
—Y ahora —continuó diciendo la señora Badger—, ahora que soy la esposa de mi querido tercero, el señor Badger, sigo manteniendo los hábitos de observación que se formaron en vida del Capitán Swosser y se adaptaron a fines nuevos e imprevistos en vida del Profesor Dingo. En consecuencia, no soy una neófita cuando observo al señor Carstone. Y, sin embargo, tengo la firme impresión, amigas mías, de que no ha escogido su profesión de manera reflexiva.
Ada parecía estar ya tan preocupada que pregunté a la señora Badger en qué fundaba esa opinión.
—Mi querida señorita Summerson —replicó—, en el carácter y la conducta del señor Carstone. Tiene tan buen ánimo que probablemente nunca consideraría que merece la pena mencionar lo que opina de verdad, pero tiene una opinión lánguida de la profesión. No tiene ese interés positivo por ella que la convierte en una vocación. Si es que tiene una opinión decidida al respecto, yo diría que opina que se trata de algo aburrido. Y eso no es de buen augurio. Los jóvenes como el señor Allan Woodcourt, que se interesan mucho por todos sus aspectos, encontrarán alguna compensación en ella aunque trabajen mucho por muy poco dinero, con largos años de duras pruebas y decepciones. Pero estoy convencida de que no es eso lo que pasaría con el señor Carstone.
—¿Opina lo mismo del señor Badger? —preguntó tímidamente Ada.
—Pues —dijo el señor Badger— a decir verdad, señorita Clare, no se me había ocurrido contemplar así el asunto hasta que lo mencionó la señora Badger. Pero cuando la señora Badger lo expuso así, naturalmente, pensé mucho en ello, por saber que la mente de la señora Badger, además de sus ventajas naturales, ha tenido la rara ventaja de estar formada por dos personalidades tan distinguidas (yo diría que incluso ilustres) como el Capitán Swosser de la Marina Real y el Profesor Dingo. La conclusión a la que he llegado, en resumen, es la misma que la de la señora Badger.
—El Capitán Swosser tenía una máxima —dijo la señora Badger—, en su lenguaje marinero figurado, y era que cuando se calienta brea nunca se la puede calentar demasiado, y que cuando hay que fregar una plancha hay que fregarla como si tuviera uno al propio Pedro Botero a la espalda. Creo que esa máxima es tan aplicable a la profesión médica como a la naval.
—A todas las profesiones —observó el señor Badger—. Era una frase muy feliz del Capitán Swosser. Admirablemente feliz.
—La gente objetó al Profesor Dingo, cuando fuimos al norte de Devon, tras nuestro matrimonio —añadió la señora Badger—, que desfiguraba algunas de las casas y otros edificios con los golpes de su martillito de geólogo. Pero el Profesor replicaba que él no conocía más edificios que el Templo de la Ciencia. Es el mismo principio, ¿no?
—Exactamente el mismo —dijo el señor Badger—. ¡Muy bien dicho! El Profesor observó lo mismo, señorita Summerson, durante su última enfermedad, cuando (en un momento en que divagaba) insistió en que le dejaran el martillito debajo de la almohada y en martillearles en la cara a quienes lo cuidaban. ¡Una pasión dominante!
Aunque hubiéramos podido pasarnos sin todos los detalles con los que el señor y la señora Badger continuaron la conversación, ambas consideramos que era desinteresado por su parte el expresar la opinión que nos habían comunicado, y que muy probablemente fuera cierta. Convinimos en no decir nada al señor Jarndyce hasta después de hablar con Richard, y como iba a venir a vernos a la tarde siguiente, resolvimos tener una conversación muy seria con él.
De manera que, tras dejarlo a solas un rato con Ada, entré yo y me encontré con que mi tesoro (como ya estaba segura yo) estaba dispuesta a considerar que él tenía razón en todo lo que dijera.
—Y ¿qué tal te va, Richard? —le pregunté. Siempre me sentaba a su lado. Me trataba exactamente igual que a una hermana.
—¡Bueno! ¡No está mal! —respondió Richard.
—Más no puede decir, ¿verdad, Esther? —exclamó triunfante mi encanto.
Traté de contemplarla con el aire más severo del mundo, pero, claro, no lo logré.
—¿No está mal? —repetí.
—Sí —dijo Richard—, no está mal. Es todo un tanto monótono y rutinario. ¡Pero da lo mismo hacer eso que otra cosa!
—¡Vamos, querido Richard! —protesté.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Richard.
—¡Decir que da lo mismo hacer eso que otra cosa!
—No creo que eso tenga nada de malo, señora Durden —dijo Ada, que me miraba confiada desde el otro lado de Richard—, porque si da lo mismo hacer eso que otra cosa estoy segura de que lo hará muy bien, espero.
—Sí, yo también lo espero —replicó Richard retirándose despreocupado un mechón de la frente—. Después de todo, quizá no sea más que un intermedio hasta que nuestro pleito quede… ¡Ay, se me olvidaba que no debo hablar del pleito, que es terreno vedado! Sí, no está mal. Vamos a hablar de otra cosa.
Ada hubiera estado dispuesta a acceder de buena gana, y plenamente convencida de que habíamos dejado la cuestión en un estado de lo más satisfactorio. Pero a mí me parecía inútil dejar las cosas así, de modo que volví a la carga.
—No, pero Richard —dije—, y mi querida Ada. Considerad lo importante que es para los dos, y hasta qué punto tu primo, Richard, tiene empeño en que estudies en serio y sin ninguna reserva. De verdad, Ada, creo que más vale hablar del asunto en serio. Si no, dentro de poco será demasiado tarde.
—¡Sí, sí! Tenemos que hablar de ello —dijo Ada—. Pero creo que Richard tiene razón.
¿De qué me valía tratar de hablar razonablemente, cuando ella estaba tan guapa, y tan encantadora, y tan enamorada de él?
—Ayer vinieron el señor y la señora Badger, Richard —dije—, y parecían dispuestos a pensar que no te agrada demasiado la profesión.
—¿Ah, sí? —preguntó Richard—. ¡Bueno! Eso más bien cambia las cosas, porque no tenía ni idea de que lo pensaran, y no querría desencantarlos ni molestarlos. La verdad es que no me gusta demasiado. ¡Pero, vamos, no tiene importancia! ¡Lo mismo da eso que otra cosa!
—¡Ya lo oyes, Ada! —dije.
—La verdad es —dijo Richard, mitad en serio, mitad en broma— que no es exactamente lo mío… No logro interesarme. Y estoy harto de oír hablar del primero y el segundo de la señora de Bayham Badger.
—¡Estoy convencida de que eso es lo más natural del mundo! —exclamó Ada, encantada—. ¡Es exactamente lo mismo que dijimos nosotras ayer, Esther!
—Además —prosiguió Richard— es demasiado monótono, y lo de hoy es igual que lo de ayer y mañana haremos lo mismo que hoy.
—Pero me temo —observé— que eso es lo que pasa con todas las profesiones, y con la vida misma, salvo en circunstancias muy extraordinarias.
—¿Tú crees? —preguntó Richard, que seguía pensativo—. ¡Quizá! ¡Ja! Bueno, pues entonces acabamos de trazar un círculo y hemos vuelto a lo que decía yo al principio. Da lo mismo eso que cualquier otra cosa. ¡No está mal, de verdad! Vamos a hablar de otra cosa.
Pero incluso Ada, pese a su expresión enamorada —y si había parecido inocente y confiada la primera vez que la vi en medio de aquella memorable niebla de noviembre, cuanto más lo parecía ahora, cuando ya conocía yo lo inocente y confiada que era su alma—; incluso Ada, digo, negó con la cabeza y puso un gesto serio. Por eso me pareció una buena oportunidad de sugerir a Richard que si a veces era irresponsable por lo que a él mismo respectaba, yo estaba segura de que nunca querría ser un irresponsable para con Ada y que parte del afecto considerado que le tenía lo obligaba a no quitar importancia a una etapa que podía influir en las vidas de ambos. Eso le hizo ponerse casi grave.
—Mi querida Madre Hubbard —dijo—. ¡Has dado en el clavo! He pensado en eso varias veces, y me he irritado mucho conmigo mismo por proponerme tantas cosas en serio y luego… no sé por qué… no me salen nunca. No sé qué es lo que pasa. Es como si me faltara algo en lo que apoyarme. Ni siquiera tú puedes saber cuánto quiero a Ada (¡primita mía, te quiero tanto!), pero no puedo actuar con constancia en otras cosas. ¡Resulta todo tan difícil, y lleva tanto tiempo! —dijo Richard con aire contrariado.
—Quizá sea —le sugerí— porque no te gusta lo que has escogido.
—¡Pobre chico! —dijo Ada—. ¡A mí, desde luego, no me extraña!
No. De nada valía que yo intentara adoptar un aire severo. Volvía a intentarlo, pero ¿cómo iba yo a lograrlo ni cómo podía tener ningún efecto aunque lo lograse cuando Ada le ponía las manos en los hombros y él contemplaba aquellos ojos azules tan tiernos, que le devolvían la mirada?
—Ya ves, querida mía —dijo Richard mientras le acariciaba los rizos dorados una vez tras otra—; quizá he sido demasiado apresurado, o quizá es que he interpretado mal mis propias inclinaciones. No parece que vayan en ese sentido. Pero no podía saberlo hasta intentarlo. Ahora de lo que se trata es de si merece la pena deshacer todo lo que ya se ha hecho. Parece que es armar demasiado jaleo por una nadería.
—Mi querido Richard —le pregunté—, ¿cómo puedes decir que es una nadería?
—No es eso lo que quiero decir exactamente —me replicó—. Lo que quiero decir es que quizá sea una nadería porque quizá nunca me haga falta.
Tanto Ada como yo le respondimos que no sólo era evidente que merecía la pena deshacer lo que ya estaba hecho, sino que era preciso deshacerlo. Después yo pregunté a Richard si había pensado en otra profesión que le conviniera más.
—Bueno, mi querida señora Shipton —dijo Richard—. Vuelves a acertar. Sí que lo he pensado. He estado pensando que lo mío es el derecho.
—¡El derecho! —repitió Ada como si la palabra le diera miedo.
—Si entrase en el bufete de Kenge —explicó Richard—, y si Kenge me hiciera pasante suyo, podría mantenerme al tanto del (¡ejem!), del terreno vedado, y podría estudiarlo y dominarlo, y convencerme de que no estaba descuidado, y de que se llevaba correctamente. Podría proteger los intereses de Ada y los míos (¡que son los mismos!), y podría dedicarme a estudiar el Blackstone y esos asuntos con todas mis fuerzas.
Yo no estaba en absoluto tan segura de ello, y advertí cómo su obsesión con las cosas indefinidas que podrían salir de aquellas esperanzas tanto tiempo frustradas hacía que a Ada se le ensombreciera el rostro. Pero creí que lo mejor sería darle alientos en cualquier proyecto que requiriese un trabajo constante, y me limité a advertirle que estuviera bien seguro de que ahora verdaderamente estaba decidido.
—Mi querida Minerva —replicó Richard—, soy tan firme como tú. He cometido un error; todos podemos cometerlos; no voy a cometer más, y me voy a convertir en un abogado como hay pocos. Claro que eso será —añadió Richard, volviendo a sumirse en dudas— si verdaderamente merece la pena, después de todo, armar tanto jaleo por una nadería.
Esto nos llevó a nosotras a repetir, con toda gravedad, todo lo que ya habíamos dicho antes, y a llegar otra vez a una conclusión muy parecida. Pero aconsejamos con tanta firmeza a Richard que fuera franco y abierto con el señor Jarndyce, y que no lo aplazara ni un minuto más, y él era de un talante tan opuesto a todo disimulo, que inmediatamente fue a buscarlo (llevándonos consigo) e hizo una confesión general.
—Rick —dijo mi Tutor tras escucharlo atentamente—, podemos efectuar una retirada honorable y es lo que vamos a hacer. Pero hemos de actuar con cuidado (en aras de nuestra prima, Rick, en aras de nuestra prima) para no volver a equivocarnos. Por tanto, en el asunto de estudiar leyes debemos hacer una prueba completa antes de decidirnos. Vamos a estudiar el terreno con toda calma.
La energía de Richard era de un tipo tan impaciente y errático que él hubiera preferido ir inmediatamente a la oficina del señor Kenge e iniciar su pasantía con él. Sin embargo, se sometió de buen grado a la cautela que le habíamos demostrado era necesaria, y se contentó con quedarse con nosotros, muy animado y charlando como si desde su más tierna infancia no hubiera tenido otra idea que la que ahora lo poseía. Mi Tutor estuvo muy amable y cordial con él, aunque un tanto grave, lo suficiente para que Ada, cuando se marchó Richard e íbamos a subir a dormir, le dijera:
—Primo John, espero que Richard no te haya dejado mal impresionado.
—No, amor mío —fue la respuesta.
—Porque era muy natural que Richard se equivocara en algo tan difícil. No es nada raro.
—No, no, amor mío —le dijo él—. No te pongas triste.
—¡No, no estoy triste, primo John! —dijo Ada, con una sonrisa animada, mientras seguía apoyándose con una mano en su hombro, donde la había puesto al desearle las buenas noches—. Pero sí que me pondría un poquito triste si te hubieras quedado con una mala impresión de Richard.
—Hija mía —dijo el señor Jarndyce—. No tendría una mala impresión de él más que si te causara la menor tristeza. E incluso entonces estaría más dispuesto a reprochármelo a mí mismo que al pobre Rick, pues fui yo quien os reunió. Pero basta, esto no es nada. Tiene mucho tiempo por delante y mucho camino por recorrer. ¿Tener yo una mala impresión de él? ¡No, mi querida prima! ¡Y seguro que tú tampoco!
—Desde luego que no, primo John —dijo Ada—. Y estoy segura de que no podría, ni querría, pensar mal de Richard aunque lo pensara todo el mundo, ¡y entonces es cuando lo estimaría más que nunca!
Lo dijo con tanta calma y sinceridad, con las manos apoyadas en los hombros del señor Jarndyce (las dos ahora), y mirándolo a la cara, como si fuera la imagen misma de la Verdad.
—Creo —dijo mi Tutor, mirándola pensativo—, creo que debe de estar escrito en alguna parte que las virtudes de las madres recaerán algunas veces sobre las hijas, igual que ocurre con los pecados de los padres. Buenas noches, capullito de rosa. Buenas noches, mujercita. ¡Que durmáis bien, y felices sueños!
Aquélla fue la primera vez que lo vi seguir a Ada con la mirada, mientras una especie de sombra nublaba su expresión benévola. Recordé bien cómo los había mirado a ella y a Richard cuando Ada cantaba a la luz de la chimenea; hacía poco tiempo que los había contemplado pasar por la sala en la que daba el sol, mientras ellos se dirigían hacia la sombra, pero ahora su mirada había cambiado, e incluso la expresión de confianza silenciosa en mí que ahora me volvía a dirigir no era tan esperanzada ni tan tranquila como antes.
Aquella noche, Ada me hizo más elogios de Richard que jamás. Se quedó dormida con una pulserita, regalo de él, apretada en la mano. Me imaginé que estaría soñando con él cuando le di un beso en la mejilla, una hora después de que se quedara dormida, y vi lo tranquila y feliz que parecía sentirse.
Porque aquella noche yo me sentía tan poco inclinada a dormir que me quedé bordando. No merecería la pena mencionarlo por sí mismo, pero me sentía desvelada y bastante baja de ánimos. No sé por qué. Por lo menos, creo que no sé por qué. Por lo menos, quizá sí, pero no creo que importe.
En todo caso, decidí ser tan enormemente industriosa que no me quedara ni un momento libre para sentirme baja de ánimos. Porque, naturalmente, me dije: «¡Esther! ¡Estás demasiado baja de ánimos! ¡Tú!». Y, verdaderamente, ya era hora de que me lo dijera, porque… ¡Sí! Verdaderamente, me vi en el espejo, casi llorando. «¡Como si tuvieras algún motivo para sentirte desgraciada, corazón ingrato!», me dije.
Si hubiera podido forzarme a dormir, lo hubiera hecho inmediatamente, pero como no lo lograba, saqué de mi cesto unos adornos para nuestra casa (me refiero a la Casa Desolada) que me tenían ocupada por aquel entonces, y me puse a ello con gran determinación. En aquella labor había que contar todos los puntos, y resolví seguir en ello hasta que se me cayeran los ojos, y después acostarme.
Pronto me encontré bien ocupada. Pero me había dejado un trozo de seda abajo, en el cajón de la mesa de trabajo del Gruñidero provisional, y cuando hube de detenerme porque me faltaba aquello, tomé la palmatoria y bajé en silencio a buscarlo. Para gran sorpresa mía, cuando entré me encontré con que allí seguía mi Tutor, sentado en contemplación de las brasas. Estaba perdido en sus pensamientos, con un libro olvidado a su lado, y con el pelo gris plateado todo revuelto encima de la frente, como si se hubiera estado pasando la mano por él mientras pensaba en otra cosa, y con un gesto de cansancio. Casi me asusté al encontrármelo de manera tan inesperada, y me quedé inmóvil un momento; y me habría retirado sin decir nada de no haber sido porque, cuando él se volvió a pasar la mano, distraído, por la cabeza, me vio y se sobresaltó.
—¡Esther!
Le dije por qué había bajado.
—¿Tan tarde trabajando, hija mía?
—Trabajo tan tarde esta noche —le dije— porque no podía quedarme dormida, y quería irme cansando. Pero, mi querido Tutor, también usted está levantado a esta hora tardía, y parece cansado. Espero que no tenga problemas que lo mantengan desvelado.
—No tengo ninguno, mujercita, que puedas comprender tú fácilmente —me respondió.
Hablaba con un tono de pesar que me resultaba nuevo, de manera que me repetí para mis adentros, como si aquello me ayudara a comprenderlo:
—¿Que pudiera yo comprender fácilmente?
—Quédate un momento, Esther —me dijo—. Estaba pensando también en ti.
—Espero no ser yo el problema, Tutor.
Hizo un gesto leve con la mano y recuperó su tono acostumbrado. El cambio fue tan notable, y pareció hacerlo a costa de tamaño dominio de sí mismo, que me encontré volviendo a repetir para mis adentros: «¡Nada que pudiera yo comprender fácilmente!».
—Mujercita —dijo mi Tutor—. Estaba pensando (es decir, estoy pensando desde que vine a sentarme aquí) que deberías saber todo lo que sé yo de tu propia historia. Es muy poco. Casi nada.
—Querido Tutor —repliqué—, cuando me habló usted antes de ese tema…
—Pero desde entonces —me interrumpió gravemente, previendo lo que iba a decir yo— he reflexionado que una cosa es que no tengas nada que preguntarme y otra muy distinta que yo tenga algo que contarte, Esther. Quizá tenga la obligación de impartirte lo poco que sé.
—Si lo cree usted, Tutor, es que así es.
—Es lo que creo —me contestó con gran amabilidad, suavidad y claridad—. Querida mía, eso es lo que creo ahora. Si tu posición puede representar alguna desventaja a ojos de cualquier hombre o mujer dignos de consideración, es justo que tú, por lo menos, más que nadie en el mundo, no lo exageres porque tengas una impresión vaga de lo que se trata.
Me senté y, tras un pequeño esfuerzo para tranquilizarme todo lo posible, dije:
—Uno de mis primeros recuerdos, Tutor, es el de estas palabras: «Tu madre, Esther, es tu vergüenza, igual que tú fuiste la suya. Ya llegará el momento (y muy pronto) en que lo comprenderás mejor, y también en que lo comprenderás, como sólo puede comprenderlo una mujer».
Al repetir aquellas palabras me tapé la cara, pero ahora retiré las manos con un tipo mejor de vergüenza, espero, y le dije que era a él a quien debía la dicha de que desde mi infancia hasta aquel momento jamás, jamás, jamás me hubiera vuelto a sentir así. Él levantó la mano como para interrumpirme. Yo ya sabía que no le gustaba que le dieran las gracias por nada, y no dije nada más.
—Han pasado nueve años, querida mía —dijo, tras reflexionar un rato—, desde que recibí una carta de una dama que vivía sola, escrita con una pasión y un vigor tan grandes que la convertían en algo diferente de todas las cartas que había leído en mi vida. Me la había escrito a mí (según me decía en sus propias palabras) quizá porque formaba parte de la idiosincrasia de la autora el depositar en mí tanta confianza; quizá porque a mí me correspondía justificarla. Me hablaba de una niña, de una huérfana que tenía entonces doce años, con unas palabras tan crueles como las que persisten en tu recuerdo. Me decía que la autora la había criado en secreto desde que nació, que había borrado toda huella de su existencia, y que si la autora moría antes de que la niña llegara a ser mujer, quedaría sin un solo amigo, sin un nombre, totalmente desconocida de todos. Me pedía que pensara si en tal caso estaría yo dispuesto a terminar lo que había empezado la autora.
Escuché en silencio y lo contemplé atentamente.
—Tu primer recuerdo, querida mía, te retrotraerá al medio sombrío en el cual se contemplaba todo esto y en el que lo expresaba la autora, así como la deformación religiosa que le nublaba el cerebro con la impresión de que era necesario que una criatura expiara una contravención de la que era totalmente inocente. Me preocupó aquella criatura, su vida sombría, y repliqué a la carta.
Le tomé la mano, y se la besé.
—La carta me emplazaba a no tratar jamás de ver a su autora, que llevaba largo tiempo alejada de toda relación con el mundo, pero que estaba dispuesta a ver a un agente confidencial si yo designaba a alguien para que desempeñara esa función. Acredité al señor Kenge. La dama decía, por su propia voluntad, y no porque él se lo preguntara, que llevaba un nombre supuesto. Que, de suponer que hubiera vínculos de sangre en el caso, ella sería la tía de la criatura. Que no revelaría más que eso jamás (y persuadí al señor Kenge de la firmeza de su resolución) por nada del mundo. Ahora, querida mía, ya te he dicho todo lo que sé.
Le retuve la mano un rato en la mía.
—Vi a mi pupila más a menudo que ella a mí —añadió en tono animado, quitándole importancia—, y siempre me enteré de que era objeto de cariño, hacendosa y feliz. Me lo paga veinte mil veces, y veinte veces más en cada hora del día.
—¡Y más veces todavía —dije yo— bendice ella al Tutor que es un padre para ella!
Al decir yo la palabra padre, vi que volvía a agriársele el gesto. Lo dominó, igual que había hecho antes, y aquello desapareció en un instante, pero había aparecido, y de manera tan inmediata al oír mis palabras, que me dio la sensación de haberlo turbado. Volví a repetirme para mis adentros: «¡Que pudiera yo comprender fácilmente! ¡Nada que pudiera yo comprender fácilmente!». No, era verdad que no lo comprendía. Tardaría mucho en comprenderlo.
—Te deseo paternalmente las buenas noches, hija mía —me dijo con un beso en la frente—; debes irte a dormir. Es demasiado tarde para estar trabajando y pensando. ¡Ya te pasas el día trabajando y pensando por todos nosotros, mi pequeña ama de llaves!
Aquella noche no trabajé ni pensé más. Abrí mi corazón agradecido al Cielo para darle las gracias por su Providencia y sus cuidados para conmigo, y me dormí.
Al día siguiente tuvimos un visitante. Vino a vernos el señor Allan Woodcourt. Venía a despedirse, como había convenido anteriormente. Iba a viajar a la China y la India en calidad de cirujano en un barco. Estaría ausente mucho, muchísimo tiempo.
Creo (mejor dicho, sé) que no era rico. Su madre se había gastado todos sus posibles en darle una carrera. Ésta no resultaba lucrativa para un médico joven, con muy pocas influencias en Londres, y aunque se pasaba el día y la noche al servicio de innumerables pobres, y los trataba con gran amabilidad y destreza, eso le representaba muy poco en términos de dinero. Tenía siete años más que yo. No sé por qué lo menciono, porque no parece que tenga ninguna importancia.
Creo (quiero decir que nos dijo) que llevaba tres o cuatro años ejerciendo la profesión, y si hubiera podido tener esperanzas de aguantar tres o cuatro más, no haría el viaje para el que se había enrolado. Pero no tenía fortuna ni medios propios, de manera que se marchaba. Había venido a vernos varias veces. A nosotros nos parecía una pena que se tuviera que marchar. Porque se había distinguido en su ocupación entre los expertos en ella, y algunas de las principales lumbreras de la profesión lo tenían en gran estima.
Cuando vino a despedirse, trajo a su madre a vernos por primera vez. Era una anciana atractiva, de ojos negros muy brillantes, pero parecía orgullosa. Era de Gales, y hacía mucho tiempo había habido en su familia un antepasado ilustre, llamado Morgan ap-Kerrig, de un sitio llamado algo así como Gimlet, que era la persona más ilustre que jamás hubiera existido, y todos cuyos parientes formaban una especie de Familia Real. Parecía haberse pasado la vida en el monte, combatiendo contra alguien, y un Bardo con un nombre que sonaba algo así como Crumlinwallinwer había cantado sus loas, en una obra que se llamaba, en la medida en que pude entenderlo, Mewlinnwillinwodd
La señora Woodcourt, tras explayarse acerca de la fama de su gran antepasado, dijo que, sin duda, cuando su hijo Allan se fuera, recordaría su linaje, y bajo ningún pretexto formaría una alianza por debajo de su condición. Le dijo que en la India había muchas damas inglesas de gran hermosura que iban allí en busca de partido, y que algunas de ellas verdaderamente tenían fortuna, pero que para el descendiente de un linaje tan ilustre no bastaba con la belleza ni la riqueza, si no eran de alta cuna, lo cual debía ser siempre la primera consideración. Habló tanto de la buena cuna, que por un momento supuse, aunque me dolía…, ¡pero qué suposición más tonta la de suponer que pudiera preocuparse de cuál era la mía; ni pensar en ello!
El señor Woodcourt parecía sentirse un tanto nervioso ante tanta garrulidad, pero era demasiado educado para dejarlo traslucir, y logró delicadamente desviar la conversación de modo que pudiera expresar agradecimiento a mi Tutor por su hospitalidad y por las horas tan felices —fue él quien dijo lo de las horas tan felices— que había pasado en nuestra compañía. Dijo que su recuerdo lo acompañaría a dondequiera que fuese, y siempre lo atesoraría. Así que, uno tras otro, le dimos la mano —por lo menos es lo que hicieron los demás—, y yo también, y él llevó los labios a la mano de Ada, así como a la mía, y se marchó a su largo, larguísimo viaje.
Estuve todo el día ocupadísima, y escribí instrucciones a los sirvientes de nuestra casa, y notas para mi Tutor, y le saqué el polvo a sus libros y papeles, y di muchas vueltas a mi manojo de llaves, primero en un sentido y después en otro. Al atardecer todavía seguía ocupada, y me hallaba cantando y trabajando junto a la ventana cuando ¡quién iba a aparecer, sino Caddy, a quien no esperaba ver en absoluto!
—¡Pero Caddy, cariño —exclamé—, qué flores tan bonitas!
Llevaba en la mano un ramillete exquisito.
—La verdad es que a mí también me lo parecen, Esther —replicó Caddy—. Son las más bonitas que he visto en mi vida.
—¿Te las ha dado Prince, querida mía? —pregunté con un susurro.
—No —respondió Caddy moviendo la cabeza y dándomelas a oler—. No ha sido Prince.
—¡Bueno, Caddy! —dije—. ¡No me digas que tienes dos enamorados!
—¿Cómo? ¿Eso es lo que te parecen? —preguntó Caddy.
—¿Que si es eso lo que me parecen? —repetí, dándole un pellizco en la mejilla.
Caddy se limitó a responderme con una sonrisa y a decirme que había venido a pasar media hora, al final de la cual estaría Prince esperándola en la esquina, y se quedó charlando con Ada y conmigo junto a la ventana; de vez en cuando me volvía a pasar las flores, o me las probaba a ver qué tal me sentaban cuando me las ponía en el pelo. Por fin, cuando iba a marcharse, me llevó a mi habitación y me las puso en el vestido.
—¿Para mí? —dije, sorprendida.
—Para ti —dijo Caddy, dándome un beso—. Las ha dejado Alguien.
—¿Dejado?
—En casa de la pobre señorita Flite —dijo Caddy—. Alguien que se ha portado muy bien con ella, que se marchó hace media hora a tomar un barco, y que dejó estas flores. ¡No, no! No te las quites. ¡Déjalas ahí, son tan bonitas! —añadió Caddy, ajustándolas con mano cuidadosa—, porque yo estaba presente, ¡y no me extrañaría que Alguien las dejara adrede!
—¿Es lo que parecen? —preguntó Ada, que llegó risueña a mis espaldas y me tomó alegremente por la cintura—. ¡Ah, desde luego que sí, señora Durden! Eso es exactamente lo que parecen. ¡Desde luego que sí, cariño!