58. Un día y una noche de invierno
58. Un día y una noche de invierno
TODAVÍA impasible, como corresponde a su elevada condición, la casa de los Dedlock en la capital se comporta como de costumbre ante la calle de grandiosidad lúgubre. De vez en cuando se asoman cabezas empolvadas a las ventanillas del vestíbulo, a contemplar el polvo, que no paga impuestos , y que cae durante todo el día del cielo; y en ese mismo invernadero hay unos capullos de melocotón que se vuelven exóticamente hacia la gran chimenea del salón para no ver el tiempo inclemente que hace fuera. Se ha dicho que Milady ha ido a Lincolnshire, pero se prevé que vuelva dentro de poco.
Sin embargo, los rumores, siempre tan ocupados, no están dispuestos a irse a Lincolnshire. Persisten en correr y parlotear por toda la ciudad. Saben que ese pobre Sir Leicester, tan infortunado, ha sido utilizado sin piedad. Escuchan, hijos míos, todo tipo de cosas chocantes. Todo ello hace que ese mundo de cinco millas de diámetro se divierta mucho. El no saber que algo va mal con los Dedlock es convertirse en un donnadie. Una de las bellezas de mejillas amelocotonadas y gargantas de esqueleto ya está al tanto de todas las principales circunstancias que van a revelarse en la Cámara de los Lores cuando Sir Leicester solicite el divorcio.
En la joyería de Blaze y Sparkle y en la pañería de Sheen y Gloss éste va a ser durante varias horas el tema del momento, el chisme del siglo. Las clientas de esos establecimientos, pese a lo altivamente inescrutables que son y a que en ellos se las pesa y se las mide como si fueran cualquier artículo de comercio, cuentan con la total comprensión del último dependiente llegado, a este respecto. «Nuestras clientas, señor Jones», dicen Blaze y Sparkle a ese dependiente al contratarlo, «nuestras clientas, señor mío, son ovejas; meras ovejas. A donde vayan las dos o tres primeras, siguen las demás. Esté usted atento a esas dos o tres, señor Jones, y podrá contar con todo el rebaño». Lo mismo dicen Sheen y Gloss a su Jones, al hablar de cómo ha de saber lo que prefiere la gente del gran mundo y cómo hacer que se ponga de moda lo que escojan ellos (Sheen y Gloss). Conforme a los mimos principios inequívocos, el señor Sladdery, librero, que efectivamente es pastor de hermosísimas ovejas, reconoce este mismo día: «Pues sí, señor, efectivamente existen noticias acerca de Lady Dedlock que conocen de buena tinta mis altas relaciones, señor mío. Como comprenderá usted, mis altas relaciones tienen que hablar de algo, caballero; y basta con poner un tema en circulación con una o dos señoras a las que podría nombrar para hacer que todas ellas hablen de lo mismo. Han hecho exactamente lo mismo que yo hubiera hecho con esas damas, caballero, si me hubiera usted dejado alguna novedad que poner en circulación, pero en este caso sólo se refieren a Lady Dedlock, y es que quizá tengan unos pequeños celos inocentes de ella. Ya verá usted, caballero, que este tema será muy popular entre mis altas relaciones. Si se hubiera tratado de una especulación monetaria, señor mío, habría producido mucho dinero. Y cuando se lo digo, puede usted confiar en mí, caballero, pues todo mi negocio consiste en estudiar a mis altas relaciones y darles cuerda como a un reloj, señor mío».
Así es como prosiguen los rumores en la capital, aunque no llegan hasta LincoInshire. A las cinco y media de la tarde, por el reloj del Cuartel de la Guardia de Caballería, ello ha provocado incluso una nueva frase del Honorable señor Stables, que promete superar incluso a la antigua, en la cual ha basado durante tanto tiempo su fama de buen conversador. Esta chispeante frase va en el sentido de que, aunque él siempre había sabido que era la mejor yegua de la cuadra, no tenía idea de que también valiera para los saltos. La frase goza de una magnífica recepción entre los aficionados al picadero.
Lo mismo ocurre en los banquetes y en las fiestas, en los firmamentos que durante tanto tiempo adornó ella y entre las constelaciones a las cuales se imponía hasta ayer, donde sigue siendo el tema dominante. ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde ocurrió? ¿Cómo ocurrió? De ella hablan sus queridos amigos con la jerga más a la moda, con la última palabreja introducida, el último nuevo gesto, el último nuevo acento y la perfección de la indiferencia cortés. Un aspecto notable del tema es que inspira tantas ideas que hablan de él algunas personas que jamás habían dicho nada interesante antes: ¡dicen auténticas frases! William Buffy lleva una de esas frases desde la casa donde ha cenado hasta la Cámara de los Comunes, donde el portavoz de su partido la pasa junto con la tabaquera a fin de que se queden en la Cámara quienes pensaban en marcharse, con tal efecto que el Presidente (a quien se lo han insinuado en privado al oído bajo los rizos de la peluca) ha de exclamar: «¡Orden en la Cámara!» tres veces antes de imponerlo.
Y una de las circunstancias sorprendentes relacionadas con el hecho de que ella se haya convertido vagamente en el tema de conversación es que la gente que se cierne en torno a los confines de las altas relaciones del señor Sladdery, gente que no sabe y nunca ha sabido nada de ella, considera indispensable para su reputación pretender que ella también es su tema, y mencionarla de segunda mano con la última palabreja nueva y el último nuevo gesto, con el último nuevo acento y la última nueva indiferencia cortés, y todo lo demás, todo de segunda mano, pero como si fuera nuevo, en sistemas inferiores y ante constelaciones menos luminosas. ¡Si entre esta gentecilla hay algún hombre de letras, de artes o de ciencias, cuán noble es por su parte apoyar unos elementos tan débiles en unas muletas tan majestuosas!
Y así pasa el día de invierno fuera de la mansión de los Dedlock. ¿Qué pasa dentro de ella?
Sir Leicester, yacente en su cama, puede decir algunas palabras, aunque con dificultad y poca claridad. Lo conminan a que guarde silencio y descanse, y le han dado un opiáceo para mitigar su dolor, pues su viejo enemigo sigue combatiendo con él. Nunca se duerme, aunque a veces parece caer en un estado de semisopor. Ha hecho que le acerquen la cama a la ventana, al enterarse de que el tiempo era tan inclemente, y que le coloquen la cabeza de modo que pueda ver la nieve y la lluvia. Las ve caer a lo largo de todo ese día de invierno.
Al menor ruido que se produce en la casa, la cual ha caído en el silencio, lleva la mano al lápiz. La anciana ama de llaves sentada a su lado sabe lo que va a escribir y susurra: «No, todavía no ha vuelto, Sir Leicester. Cuando se marchó anoche era muy tarde. Todavía hace poco tiempo que se fue». Él retira la mano y vuelve a contemplar la nieve y la lluvia hasta que, a fuerza de mirarlas, parecen caer tan fuerte que se ve obligado a cerrar los ojos un minuto frente al torbellino mareante de copos blancos y de gotas heladas.
Empezó a contemplar todo eso en cuanto amaneció. Todavía no ha avanzado mucho el día cuando considera necesario que le preparen a ella sus aposentos. Hace mucho frío y está húmedo. Que enciendan todas las chimeneas. Que todos sepan que se la espera. Encárguese usted misma, por favor. Eso es lo que escribe en la pizarra y la señora Rouncewell obedece en medio de su pena.
—Porque lo que temo, George —dice la anciana a su hijo, que espera abajo para hacerle compañía cuando ella tiene un rato libre—, lo que temo, hijo mío, es que Milady no vuelva jamás a pisar esta casa.
—Es un mal presentimiento, madre.
—Ni tampoco Chesney Wold, hijo mío.
—Eso es peor. Pero ¿por qué, madre?
—Cuando vi a Milady ayer, George, me pareció (e incluso diría que me miró) como si los pasos del Paseo del Fantasma ya la hubieran alcanzado.
—¡Vamos, vamos! Se alarma usted con temores de cuentos de viejas, madre.
—No, hijo mío, no. No, no. Hace ya casi sesenta años que estoy con esta familia y nunca he temido por ella antes. Pero se está deshaciendo, hijo mío; la gran familia de los Dedlock, tan antigua, se está deshaciendo.
—Espero que no, madre.
—Yo doy gracias por haber vivido lo suficiente para estar con Sir Leicester en su enfermedad y en estos momentos de dificultades, porque sé que no soy demasiado vieja, ni demasiado inútil, para que celebre tenerme a su lado mejor que a cualquier otra persona. Pero los pasos del Paseo del Fantasma van a pasar por encima de Milady, George; llevan muchos días tras ella y ahora la van a dejar atrás y seguir adelante.
—Bueno, madre, repito que espero no sea así. —¡Ah!, yo también lo espero, George —responde la anciana moviendo la cabeza y separando las manos que tenía juntas—. Pero si se cumplen mis temores y él ha de enterarse, ¿quién se lo va a decir?
—¿Éstos son sus aposentos?
—Sí, son los de Milady, tal como los dejó ella.
—Pues vaya —dice el soldado mirando en su derredor y hablando en voz más baja—, ahora empiezo a comprender cómo es que tiene usted esas ideas, madre. Las habitaciones adquieren un aspecto horrible cuando están ideadas para una persona a la que está uno acostumbrado a ver en ellas, como éstas, y esa persona ha desaparecido y corre peligro; no digamos cuando nadie sabe dónde está.
Y no se equivoca mucho. Al igual que toda despedida es un presentimiento de la última Gran Despedida, también las habitaciones vacías, privadas de una presencia familiar, susurran lúgubres lo que algún día debe ser la habitación tuya, lector, y la mía. Los aposentos de Milady tienen un aspecto vacío, lúgubre y abandonado, y en el apartamento interior, donde anoche hizo el señor Bucket su registro secreto, las huellas de sus vestidos y sus joyas, e incluso los espejos acostumbrados a reflejarlos cuando eran parte de ella misma, tienen un aire desolado y hueco. Con todo lo oscuro y lo frío que es este día de invierno, es más oscuro y más frío en estas cámaras desiertas que en muchas chozas que apenas si bastan para guardar contra el viento, y aunque los criados amontonan la leña en las chimeneas y ponen los sofás y las sillas tras las pantallas cálidas de vidrio que reflejan su brillante luz hasta los rincones más apartados, pesa sobre los aposentos una densa nube que ninguna luz puede disipar.
La anciana ama de llaves y su hijo se quedan hasta que han terminado los preparativos, y después ella vuelve a subir las escaleras. Entre tanto, Volumnia ha ocupado el lugar de la señora Rouncewell; aunque los collares de perlas y los tarros de maquillaje estén perfectamente calculados para deslumbrar al todo Bath, al inválido en sus circunstancias actuales le resultan indiferentes. Como se supone que Volumnia no sabe (y de hecho no sabe) lo que pasa, le resulta muy difícil brindar comentarios adecuados, y en consecuencia los sustituye por arreglos distraídos de las sábanas, locomociones, complicaciones de puntillas, una contemplación vigilante de los ojos de su pariente y un susurro exasperante a sí misma cuando se dice: «Está dormido». Para negar cuya observación superflua Sir Leicester escribe indignado en la pizarra: «No».
Por tanto, Volumnia cede la silla de al lado de la cama a la anciana ama de llaves y se sienta a una mesa un poco más allá, exhalando suspiros de solidaridad. Sir Leicester contempla la nieve y la lluvia y escucha en espera de unos pasos que vuelven. A oídos de su anciana servidora, que parece haber salido de un cuadro antiguo para escoltar a un Dedlock llamado a otro mundo, el silencio está preñado de ecos de sus propias palabras: «¿Quién se lo va a decir?».
El ayuda de cámara lo ha estado arreglando esta mañana con objeto de que esté todo lo presentable que permiten las circunstancias. Está reclinado en medio de montones de almohadas, con el pelo gris cepillado como de costumbre, las sábanas bien ordenadas y con una bata muy presentable. Tiene a mano el monóculo y el reloj. Es necesario (quizá ahora menos por la propia dignidad de él que por ella) que se lo vea lo menos cambiado y lo más posible con su aspecto de siempre. Las mujeres son habladoras, y aunque Volumnia es una Dedlock, no es una excepción. No cabe duda de que si él la hace quedarse ahí es para impedir que se vaya a hablar a otra parte. Está muy enfermo, pero hace frente con gran valor a sus problemas, tanto físicos como mentales.
Como la bella Volumnia es una de esas jovencitas animadas que no pueden mantenerse mucho tiempo en silencio sin correr un peligro inminente de que las ataque el dragón del Aburrimiento, pronto indica con una serie de bostezos obvios la cercanía de ese monstruo. Al considerar imposible reprimir esos bostezos por cualquier proceso que no sea el de la conversación, felicita a la señora Rouncewell por el hijo de ésta y declara que sin duda es una de las personas más atractivas que ha visto y que, como diríamos, tiene un aspecto tan militar como, cómo se llama, su Guardia de Corps favorito, ese hombre que tanto le gustaba, tan simpático, que murió en Waterloo.
Sir Leicester escucha este homenaje con tanto sorpresa, y mira en su derredor con tal confusión, que la señora Rouncewell considera necesario explicar:
—La señorita Dedlock no habla de mi hijo mayor, Sir Leicester, sino del menor. Lo he encontrado. Ha vuelto a casa.
Sir Leicester rompe el silencio con un grito:
—¿George, su hijo George ha vuelto a casa, señora Rouncewell?
La anciana ama de llaves se seca los ojos:
—Gracias a Dios, sí, Sir Leicester.
¿Le llega este descubrimiento de que alguien perdido ha vuelto a casa al cabo de tanto tiempo como una firme confirmación de sus esperanzas? ¿Piensa: «y no podré yo, con los medios de que dispongo, hacer que vuelva ella sana y salva después de esto, cuando en el caso de ella han pasado menos horas que años en el de él?».
De nada vale rogarle; ahora está decidido a hablar y lo hace. En medio de una serie de ruidos extraños, pero de manera lo bastante inteligible como para que se le comprenda:
—¿Por qué no me lo había dicho, señora Rouncewell?
—No ocurrió hasta ayer, Sir Leicester, y dudaba de que estuviera usted lo bastante bien para hablarle de esas cosas.
Además, la voluble Volumnia recuerda ahora con su gritito acostumbrado que nadie debía enterarse de que era el hijo de la señora Rouncewell, y de que ella no lo hubiera debido decir. Pero la señora Rouncewell protesta, con suficiente calor como para que se le infle la faja, que, naturalmente, se lo hubiera dicho a Sir Leicester en cuanto éste mejorase.
—¿Dónde está su hijo George, señora Rouncewell? —pregunta Sir Leicester.
La señora Rouncewell, no poco alarmada por la forma en que él pasa por alto las órdenes del médico, responde que en Londres.
—¿En qué parte de Londres?
La señora Rouncewell se ve obligada a reconocer que está en la casa.
—Que venga a mi dormitorio. Que venga inmediatamente.
La anciana no puede hacer otra cosa que ir a buscarlo. Sir Leicester, dentro de sus limitadas posibilidades de movimiento, se arregla un poco para recibirlo, después vuelve a mirar a la lluvia y la nieve y a escuchar a ver si suenan los pasos de la que regresa. En la calle han ido poniendo montones de paja para sofocar los ruidos, y quizá pudiera llegar ella a la puerta sin que él oyese las ruedas.
Así yace, aparentemente olvidado de la sorpresa nueva y menor que acaba de recibir, cuando regresa el ama de llaves, acompañada por su hijo el soldado. El señor George se acerca silenciosamente al lecho, hace una inclinación, adopta la actitud de firmes con la cara sonrojada, y muy avergonzado de sí mismo.
—¡Dios bendito, efectivamente, es George Rouncewell! —exclama Sir Leicester—. ¿Te acuerdas de mí, George?
El soldado necesita mirarlo y distinguir entre unos sonidos y otros antes de saber lo que le acaban de decir, pero después de ello, y con una pequeña ayuda de su madre, responde:
—Tendría que tener muy mala memoria, Sir Leicester, para no recordar a usted.
—Cuando te miro, George Rouncewell —observa con dificultad Sir Leicester—, veo a un muchachito de Chesney Wold… al que recuerdo bien…, muy bien.
Se queda mirando al soldado hasta que se le llenan de lágrimas los ojos, y después vuelve a mirar la nieve y la lluvia.
—Con su permiso, Sir Leicester —dice el soldado—, ¿aceptaría usted mi ayuda para recostarse? Estaría usted más cómodo, Sir Leicester, si me permitiese cambiarle de posición.
—Por favor, George Rouncewell; ten la amabilidad.
El solidado lo toma en brazos como si fuera un niño, lo levanta blandamente y lo deja con la cara más vuelta hacia la ventana.
—Gracias. Combinas la suavidad de tu madre —dice Sir Leicester— con tus propias fuerzas. Muchas gracias. Le indica con la mano que no se vaya. George permanece en silencio al lado de la cama y espera a ver qué le dice.
—¿Por qué querías mantener el secreto? —pregunta Leicester, a quien estas palabras le llevan algún tiempo.
—La realidad, Sir Leicester, es que no soy precisamente un tipo del que presumir y… desearía, Sir Leicester, si no estuviera usted tan indispuesto (y espero que mejore pronto), que en general se me permitiera seguir de incógnito. Habría que dar explicaciones, que no resultaría demasiado difícil imaginar, que no vendrían muy bien ahora y que no dirían mucho en favor mío. Por muchas opiniones que haya en torno a muchos temas, en lo que creo que habría acuerdo universal, Sir Leicester, es en que yo no soy precisamente una joya.
—Has sido soldado —observa Sir Leicester—, y soldado leal.
George hace su inclinación militar habitual:
—En cuanto a eso, Sir Leicester, he cumplido con mi deber y con la disciplina, y era lo menos que podía hacer.
—George Rouncewell, me ves —dice Sir Leicester, cuya mirada sigue atraída hacia él— cuando no estoy nada bien.
—Lamento mucho oírlo y verlo, Sir Leicester.
—Estoy seguro de que es verdad. No. Además de mi enfermedad anterior, he tenido un ataque repentino y grave. Algo que atonta —haciendo una tentativa de pasarse una mano por un costado— y que confunde… —tocándose los labios.
George, con una mirada de asentimiento y solidaridad, hace otra inclinación. Reaparecen ante ambos, y a ambos conmueven, otros tiempos en que ambos eran jóvenes (el soldado mucho más) y se miraban el uno al otro, allá en Chesney Wold.
Sir Leicester, evidentemente muy decidido a decir, a su estilo, algo que tiene en la cabeza antes de recaer, trata de recostarse un poco sobre las almohadas. George observa su gesto, lo vuelve a tomar en brazos y lo coloca tal como él desea.
—Gracias, George. Eres como mi otro yo. Me llevaste tantas veces la escopeta de repuesto en Chesney Wold, George… Y en estas circunstancias tan extrañas tú eres un ser conocido, muy conocido.
El soldado ha puesto el brazo más sano de Sir Leicester sobre su propio hombro al levantarlo, y Sir Leicester tarda en retirarlo al pronunciar esas palabras. Al cabo de un rato continúa diciendo:
—Iba a añadir, en relación con este ataque, que por desgracia ha coincidido con un leve malentendido entre Milady y yo. No quiero decir que haya habido diferencias entre nosotros, porque no las ha habido, sino que ha existido un malentendido acerca de determinadas circunstancias que sólo nos importan a nosotros y que, durante algún tiempo, me priva de la compañía de Milady. Ella ha considerado necesario hacer un viaje… y espero que vuelva pronto. Volumnia, ¿se me entiende? No logro dominar totalmente la forma de pronunciar las palabras que digo.
Volumnia lo entiende perfectamente, y la verdad es que se expresa de manera mucho más clara de lo que se hubiera podido suponer hace un minuto. El esfuerzo con que lo hace queda grabado en la expresión preocupada y laboriosa de su rostro. Lo único que le permite hacerlo es su fuerza de voluntad.
—Por eso, Volumnia, quiero decir en tu presencia (y en la de mi vieja servidora y amiga, la señora Rouncewell, de cuya veracidad y fidelidad nadie puede dudar), y en presencia de su hijo George, que reaparece como un viejo recuerdo de mi juventud en el hogar de mis antepasados de Chesney Wold, en caso de que recaiga, en caso de que no me recupere, en caso de que pierda la facultad tanto de hablar como de escribir, aunque espero mejorar…
La anciana ama de llaves llora en silencio; Volumnia está agitadísima y tiene las mejillas encendidas; el soldado tiene los brazos cruzados y la cabeza un poco inclinada, y escucha con respeto atento.
—Por eso quiero decir y pido a todos ustedes que sean testigos (empezando, Volumnia, y con la mayor solemnidad, por ti) que mi relación con Lady Dedlock no se ha modificado. Que afirmo no tener motivo alguno de queja en contra de ella. Que siempre he sentido el mayor afecto por ella y que ese afecto permanece incólume. Díganselo a ella y a todos. Si jamás dicen ustedes algo menos que esto, serían culpables de falsedad deliberada para conmigo.
Volumnia protesta temblorosa que observará esas instrucciones a la letra.
—Milady es de posición elevada, es demasiado bella, demasiado perfecta, demasiado superior en casi todos los respectos a los mejores de quienes la rodean para no tener enemigos y calumniadores, afirmo. Que sepan éstos, igual que yo comunico a ustedes, que en perfecto uso de mi razón, mi memoria y mi comprensión, no revoco ninguna de las disposiciones que he hecho en su favor. No retiro nada de lo que jamás le haya concedido. Mi relación con ella no está modificada y no me retracto (cuando tengo plenos poderes para hacerlo si así lo deseara, como ven ustedes) de ninguna de las cosas que jamás haya podido hacer en su beneficio y por su felicidad.
La manera formal en que habla podría haber tenido en cualquier otro momento, como ha ocurrido muchas veces, algo de ridículo, pero en esta ocasión resulta grave y conmovedor. Su noble seriedad, su lealtad, la forma en que la protege valerosamente, en que conquista con generosidad su propio agravio y su propio orgullo en aras de ella, son sencillamente honorables, viriles y leales. Imposible ver nada más estimable en el brillo de esas cualidades en el más común de los obreros; imposible ver nada más estimable en el caballero de más alta alcurnia. De ese modo ambos aspiran por igual y ambos se elevan por igual, ambos, como hijos del polvo, brillan por igual.
Agotado por sus esfuerzos, se inclina con la cabeza en la almohada y cierra los ojos; pero sólo un minuto, y después vuelve a contemplar la nieve y a escuchar los ruidos que le llegan sofocados. El soldado se ha convertido ya en alguien necesario por la forma en que le presta esos pequeños servicios y por la forma en que él los puede aceptar. Nada se ha dicho, pero queda entendido. El soldado da uno o dos pasos atrás para no estar tan visible y monta la guardia un poco detrás de la silla de su madre.
Está empezando a caer el día. La niebla y el aguanieve en que se ha convertido la nevada son ya oscuras, y el fuego empieza a reflejarse más vívidamente en las paredes y en los muebles del dormitorio. Va aumentando la oscuridad; el gas brillante se enciende en las calles, y las pertinaces lámparas de petróleo que todavía se mantienen en ella, con su fuente de vida mitad helada y mitad deshelada, chisporrotean jadeantes, como feroces peces varados, que es lo que son. El gran mundo, que ha venido a pasearse sobre la paja y a llamar al timbre «para saber cómo esta», empieza a irse a su casa, a vestirse de gala, a cenar, a hablar de su querido amigo, con todos los modales más recientes, qué ya se han mencionado.
Y ahora, efectivamente, Sir Leicester va empeorando; está inquieto, se siente incómodo y sufre grandes dolores. Volumnia enciende una vela (con su aptitud predestinada para hacer siempre el gesto equivocado) y se le dice que la vuelva a apagar, porque todavía no hace lo bastante oscuro. Y, sin embargo, ya hace muy oscuro, todo lo oscuro que puede hacer. Al cabo de un rato lo intenta otra vez. ¡No! Que la apague. Todavía no hace lo bastante oscuro.
Su anciana ama de llaves es la primera en comprender que lo que él pretende es mantener ante sí mismo la ficción de que no es demasiado tarde.
—George —susurra cuando Volumnia baja a cenar—, a Sir Leicester no le gusta la idea de que Milady pasa otra noche fuera de casa. Vete un rato, hijo mío. Quiero hablar con él.
Se retira el soldado, y la señora Rouncewell se vuelve a sentar al lado de la cama.
—Sir Leicester.
—¿Es la señora Rouncewell?
—Claro, Sir Leicester.
—Temía que me hubiera usted dejado.
La mano de Sir Leicester está al lado de ella, que la toma y se la besa.
—Ésta es en la que no siento nada —dice Sir Leicester—. Pero eso sí que lo siento, señora Rouncewell.
Hace demasiado oscuro para verlo; sin embargo, ella cree que él se ha llevado la otra mano a los ojos.
—¿Dónde está su hijo George? ¿No se habrá ido? Quiero que esté aquí. No quiero que estén más que usted y él; esta noche prefiero que no haya nadie más.
—Él espera poderle ser útil y no se ha ido, Sir Leicester.
—¡Dele las gracias!
—Mi querido Sir Leicester, mi honorable señor —le susurra ella—, debo, por su propio bien y porque es mi deber, tomarme la libertad de pedirle e implorarle que no se quede así en la oscuridad y a solas, vigilante y a la espera, y dejando que el tiempo se arrastre. Permítame correr las cortinas y encender las velas y tratar de que esté Usted más cómodo. De todos modos, Sir Leicester, los relojes de las iglesias seguirán dando las horas, y la noche pasará exactamente igual. Milady volverá exactamente igual.
—Ya lo sé, señora Rouncewell, pero estoy muy débil… y hace tanto tiempo que se marchó el agente…
—No hace tanto tiempo, Sir Leicester. Todavía no hace veinticuatro horas.
—Pero eso es mucho tiempo. ¡Ay, cuánto tiempo!
Lo dice con un gemido que a ella le parte el corazón.
El ama de llaves sabe que no es un momento para infligirle el brillo de luces brillantes; cree que las lágrimas de él son demasiado sagradas para que las vea nadie, ni siquiera ella. Por eso se queda en la oscuridad durante un rato, sin decir una palabra, y después empieza a moverse lentamente: ahora atiza el fuego, después se queda ante la ventana oscura mirando a la calle. Por fin le dice él, que ha recuperado el dominio de sí mismo:
—Como dice usted, señora Rouncewell, no van a empeorar las cosas por reconocerlas. Se está haciendo tarde y no ha vuelto. ¡Encienda las luces! —Cuando se encienden se corren las cortinas; ya no le queda más que escuchar.
Pero pronto averiguan que, por triste y enfermo que esté, se anima cuando se le comunica quietamente que ya han encendido las chimeneas de los aposentos de ella y que todo está listo para recibirla. Por transparente que sea la ficción, estas alusiones a que se la espera hacen que él siga abrigando esperanzas.
Llega la medianoche y todo sigue en la incógnita. Ya quedan pocos carruajes en las calles, y en ese distrito no hay otros ruidos tardíos, salvo que alguien tan románticamente ebrio como para penetrar en la zona frígida entre allí y se dedique a pegar gritos por las calles. En esta noche de invierno reina tal silencio que el escucharlo es como contemplar una inmensa oscuridad. Si hubiera algo audible en este caso, rompe la oscuridad como una débil luz, y luego todo sigue más negro que antes.
Se dice al cuerpo de servidumbre que se vaya a la cama (y acepta la orden con mucho gusto, porque anoche estuvieron todos levantados hasta muy tarde) y sólo quedan la señora Rouncewell y George despiertos en el dormitorio de Sir Leicester. Mientras la noche va transcurriendo lentamente (o, más bien, cuando parece detenerse del todo, como ocurre entre las dos y las tres de la mañana), ven que él siente gran inquietud por enterarse del tiempo que hace, ahora que no puede mirar afuera. Entonces George, que patrulla regularmente cada media hora por los aposentos tan cuidadosamente atendidos, alarga su marcha hasta la puerta del vestíbulo, mira en su derredor y vuelve con las noticias mejores que puede dar acerca de la peor de las noches; sigue cayendo el aguanieve, e incluso las aceras de piedra están ahora cubiertas por un barrizal que llega hasta los tobillos.
Volumnia, en su habitación, que se halla en un descansillo apartado y alto de la escalera (la segunda vuelta después de las tallas y las molduras), habitación para primos que contiene un horrible aborto de retrato de Sir Leicester, desterrado por su crimen, y que de día contempla un patio solemne plantado de arbustos secos como especímenes antediluvianos de té negro, es presa de todo género de horrores. Uno de ellos, y no el menor, es posiblemente el horror de lo que ocurrirá con su pequeña renta en caso, como dice ella, de que «le pase algo» a Sir Leicester. En este sentido, «algo» significa una sola cosa, y es la última que le puede ocurrir a la conciencia de cualquier baronet del mundo conocido.
Un efecto de estos horrores es que Volumnia comprende que no puede acostarse en su propia habitación, ni sentarse junto a la chimenea de su propia habitación, sino que ha de salir con sus rubios cabellos tapados por una profusión de chales y sus bellas formas envueltas en magníficos paños, y recorrer la mansión como un fantasma. Recorrer en particular los aposentos, calientes y lujosos, preparados para alguien que sigue sin volver. Como en estas circunstancias no cabe pensar en la soledad, Volumnia cuenta con la compañía de su doncella, la cual, extraída de su propia cama con ese objeto, con mucho frío, mucho sueño y sintiéndose en general como una doncella ofendida y condenada por las circunstancias a trabajar con una prima de la nobleza, cuando había resuelto no ser doncella de alguien que no contara con menos de diez mil libras al año, no tiene precisamente una expresión dulce.
Sin embargo, las visitas que realiza periódicamente el soldado a esos aposentos durante su patrullar constituyen una garantía de protección y compañía, tanto para la señorita como para la doncella, lo cual hace que les resulten muy aceptables en lo más profundo de la noche. Cuando quiera que lo oyen avanzar, ambas hacen pequeños preparativos decorativos para recibirlo; en los otros momentos dividen sus guardias entre breves períodos de sopor y de diálogos, no totalmente exentos de acritud, acerca de si la señorita Dedlock, que se sienta con los pies apoyados en el guardafuegos, estaba o no a punto de caer a la chimenea cuando la rescató (con gran disgusto de ella) su genio guardián, la doncella.
—¿Cómo está ahora Sir Leicester, señor George? —pregunta Volumnia, ajustándose la capucha sobre la cabeza.
—Pues Sir Leicester está más o menos lo mismo, señorita. Se siente muy desanimado y muy enfermo, e incluso a veces delira un poco.
—¿Ha preguntado por mí? —pregunta tiernamente Volumnia.
—Pues no, no puedo decir que haya preguntado por usted, señorita. Es decir, no que yo haya oído.
—Verdaderamente, qué tristeza, señor George.
—Verdaderamente, señorita. ¿No sería mejor que se fuera usted a acostar?
—Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock —dice la doncella con firmeza.
Pero Volumnia responde que no. ¡No! A lo mejor la llaman, a lo mejor la necesitan de un momento a otro jamás se perdonaría si «pasara algo» y no estuviera ella allí. Se niega a aceptar la pregunta, que aventura la doncella, de cómo es que el «allí» es donde están ellas y no en su dormitorio (que está más cerca del de Sir Leicester), y, por el contrario, declara decidida que va a seguir allí. Volumnia, además, se enorgullece de declarar que no ha «pegado un ojo» (como si tuviera veinte o treinta), aunque resulta difícil conciliar esa afirmación con el hecho de que no cabe duda de que hace cinco minutos abrió los dos.
Pero cuando dan las cuatro y sigue sin ocurrir nada empieza a fallar la constancia de Volumnia, o más bien empieza a reforzarse, pues ahora considera que tiene la obligación de estar dispuesta para el día siguiente, cuando quizá tenga mucho que hacer; que, de hecho, por mucho que desee estar «allí» es posible que, como acto de abnegación, tenga que irse de «allí». Así, cuando reaparece el soldado y repite: «¿No sería mejor que se fuera usted a acostar, señorita?», y cuando la doncella protesta, con más firmeza que antes: «¡Sería mucho mejor que se fuera usted a acostar, señorita Dedlock!», se levanta mansamente y dice:
—¡Hagan conmigo lo que les parezca mejor!
El señor George opina que sin duda lo mejor es llevarla del brazo a la puerta de su habitación de prima, y la doncella considera, también sin duda, que lo mejor es meterla en la cama con muy poca ceremonia. En consecuencia, se adoptan esas medidas, y ahora el soldado, en su ronda, tiene la casa para él solo.
El tiempo no ha mejorado. Del pórtico, de los aleros, del parapeto, de todos los bordes, las columnas y las pilastras cae la nieve derretida. Se ha metido, como si fuera buscando refugio, por el dintel de la gran puerta, bajo ella, hacia las esquinas de las ventanas, en todos los puntos y los rincones de retiro, y ahí se derrite y muere. Sigue cayendo: en el tejado, en las claraboyas, e incluso por en medio de las claraboyas, gotea y gotea y gotea, con la misma regularidad del Paseo del Fantasma, en el piso empedrado de abajo.
El soldado, cuyos viejos recuerdos se han visto despertados por la grandeza solitaria de una gran mansión (que antes, en Chesney Wold, no era ninguna novedad para él), sube las escaleras y recorre las habitaciones de la zona noble, con un farol en la mano, que lleva alargada. Piensa en cómo han variado sus fortunas en las últimas semanas, y en su niñez rústica y en los dos períodos de su vida que tan extrañamente se han reunido al cabo de tan gran espacio intermedio; piensa en la víctima del asesinato, cuya imagen tiene reciente en el recuerdo, piensa en la dama que ha desaparecido de estos mismos aposentos y de cuya reciente presencia hay indicios por todas partes, piensa en el dueño de la casa que está arriba y en el presentimiento de «¿quién se lo va a decir?», mira acá y acullá y reflexiona cómo podría ahora ver algo para acercarse a lo cual, ponerle la mano encima y ver que no era sino una fantasía, haría falta gran osadía por su parte. Pero todo está vacío: vacío como la oscuridad que reina arriba y abajo, mientras vuelve a subir la gran escalera, vacío como este silencio opresivo.
—¿Sigue todo listo, George Rouncewell?
—Todo listo y en orden, Sir Leicester.
—¿No ha llegado ninguna noticia?
El soldado niega con la cabeza.
—¿No ha llegado ninguna carta de la que quizá no se hayan dado cuenta?
Pero sabe que no puede haber ninguna esperanza al respecto y vuelve a bajar la cabeza sin esperar respuesta. Su viejo conocido, como él mismo dijo hace unas horas, George Rouncewell, lo levanta para que vaya estando más cómodo a lo largo del resto de esa noche vacía de invierno y, como también conoce los deseos que no ha expresado, apaga la luz y vuelve a abrir las cortinas cuando amanece. El día llega como un fantasma. Frío, sin color y vago, envía por delante de sí un rayo de advertencia de color mortal, como si exclamara: «¡Mirad lo que os traigo a quienes miráis desde ahí! ¿Quién se lo va a decir?».