9. Signos y símbolos
9. Signos y símbolos
No sé cómo, pero parece que siempre estuviera escribiendo sobre mí misma. Todo el tiempo me propongo escribir acerca de otra gente, y trato de pensar en mí misma lo menos posible, y la verdad es que cuando me encuentro con que vuelvo a estar yo en la narración, me enfado mucho y me digo: «¡Vamos, vamos, no seas tan pelma, te lo digo de verdad!», pero no vale de nada. Espero que si alguien lee lo que escribo, comprenderá que si estas páginas contienen tantas cosas relativas a mí, sólo cabe suponer que debe de ser porque yo tengo algo que ver con ellas y no puedo omitirlas.
Mi niña y yo leíamos, cosíamos y hacíamos música juntas, y hallábamos tantas cosas que hacer con nuestro tiempo, que los días del invierno volaban como aves de brillantes colores. Casi todas las tardes y todas las veladas nos hacía compañía Richard. Aunque era una de las personas más inquietas del mundo, desde luego le agradaba mucho estar con nosotras.
Le tenía mucho, mucho, mucho cariño a Ada. Lo digo de verdad, y prefiero decirlo desde el principio. Nunca había visto antes cómo se enamoraban dos jóvenes, pero pronto lo vi. Naturalmente, yo no podía comentarlo, ni mostrar que me había enterado. Por el contrario, me porté con tal discreción, y tanto hice como que no me daba cuenta, que a veces, cuando estaba sentada a mi trabajo, me preguntaba si no me estaba convirtiendo en una hipócrita.
Pero no había forma de evitarlo. Bastaba con quedarme callada, y yo me mantenía más callada que una ostra. También ellos se mantenían muy callados, en cuanto a palabras respectaba, pero la forma inocente en la que cada vez recurrían más a mí, a medida que se iban aficionando cada vez más el uno al otro, era tan encantadora, que me resultaba muy difícil no revelar cuánto me interesaba.
—Nuestra viejecita es una viejecita tan magnífica —decía Richard cuando venía a verme en el jardín, a primera hora de la mañana, con su agradable sonrisa y quizá una levísima huella de rubor—, que no podría arreglármelas sin ella. Antes de iniciar mi día superocupado, con todos esos libros e instrumentos, y después echarme a galopar por montes y valles, por toda la zona, como si fuera un atracador de caminos…, ¡me sienta tan bien el venir a darme un paseo con nuestra pacífica amiga, que aquí estoy otra vez!
—Ya sabes, querida señora Durden —me decía Ada por las noches, con la cabeza puesta en mi hombro mientras la luz de la chimenea se reflejaba en sus ojos pensativos—, que cuando subimos aquí arriba no quiero hablar. Sólo quedarme sentada un ratito, con tu carita por toda compañía, y escuchar el viento, y recordar a los pobres marineros embarcados…
¡Vaya! Quizá Richard iba a hacerse marino. Habíamos hablado muchas veces de ello, y se había mencionado la posibilidad de satisfacer sus ambiciones de infancia de embarcarse. El señor Jarndyce había escrito a un pariente de la familia, un importantísimo señor llamado Sir Leicester Dedlock, para que se interesara en pro de Richard, en general, y Sir Leicester había contestado muy amable que «celebraría ayudar en la vida al joven caballero, si es que ello estaba en su mano, lo que no era nada probable, y que milady enviaba sus saludos al joven caballero (con el cual recordaba perfectamente que tenía un parentesco lejano), y confiaba que cumpliría siempre con su deber en cualquier profesión honorable que él decidiera».
—De manera que ya veo con toda claridad —me decía Richard— que tendré que abrirme camino por mi cuenta. ¡No importa! Mucha gente ha tenido que hacer lo mismo antes que yo, y ha salido adelante. Lo único que querría es tener el mando de un clipper corsario, para empezar, y así podría llevarme al Canciller y tenerlo a pan y agua hasta que fallara en nuestra causa. ¡Pronto iba a adelgazar ése si no se daba prisa!
Richard, con una alegría de ánimo y una moral que casi nunca decaían, tenía un carácter despreocupado que a veces me dejaba perpleja, sobre todo porque, aunque parezca raro, confundía aquello con la prudencia. Era algo que entraba de manera muy singular en todos sus cálculos sobre el dinero, y que creo que no puedo explicar de mejor manera que si recuerdo durante un momento nuestro préstamo al señor Skimpole.
El señor Jarndyce había averiguado la cantidad, no sé si por el propio señor Skimpole o por Coavinses, y había puesto el dinero en mis manos, con el encargo de que me quedase con la parte que me correspondía y le entregase el resto a Richard. La serie de pequeños gastos irreflexivos que Richard justificó con la recuperación de sus diez libras, y el número de veces que me mencionó esa suma como si la hubiera ahorrado o ganado, formarían conjuntamente toda una cantidad.
—¿Y por qué no, mi prudente Madre Hubbard? —me preguntó cuando, sin la menor reflexión, pretendió regalar cinco libras al ladrillero—. Con el asunto de Coavinses he ganado diez libras limpias.
—Explícamelo —dije.
—Mira: me deshice de diez libras de las que no me costó nada deshacerme, y que nunca esperaba volver a ver. ¿No me negarás eso?
—No —contesté.
—Muy bien, y después me llegaron diez libras…
—Las mismas diez libras —sugerí yo.
—¡Eso no tiene nada que ver! —replicó Richard—. Tengo diez libras más de lo que esperaba, y en consecuencia puedo gastármelas sin pensarlo demasiado.
Exactamente igual, cuando se le persuadió de que no sacrificara aquellas cinco libras al convencerlo de que no serviría de nada, añadió esa suma a su crédito y empezó a utilizarla.
—¡Vamos a ver! —decía—. Con el asunto del ladrillero me ahorré cinco libras, de manera que si me hago un viajecito a Londres en silla de postas y me gasto cuatro libras, todavía he ahorrado una. Y no está nada mal eso del ahorro. ¡Lo que se ahorra se tiene!
Creo que Richard tenía el carácter más franco y generoso que darse puede. Era ardiente y valeroso, y en medio de su inquietud desenfrenada era tan dulce que en unas semanas llegué a conocerlo como si fuera un hermano. La dulzura de su temperamento le era consustancial, y se hubiera mostrado sobradamente incluso sin la influencia de Ada, pero gracias a ésta se convirtió en uno de los compañeros más agradables del mundo, siempre tan dispuesto a manifestar interés, siempre tan contento, tan bienhumorado y tan animado. Estoy segura de que yo, sentada con ellos, y hablando con ellos y paseando con ellos, y advirtiendo de día en día cómo seguían enamorándose cada vez más, sin decir nada al respecto, y cada uno de ellos pensando tímidamente que aquel amor era el mayor de los secretos, tanto que quizá ni siquiera el otro lo sospechaba… Estoy segura, digo, de que apenas si estaba yo menos encantada que ellos, y apenas menos complacida con aquel bonito sueño.
Así iba pasando el tiempo cuando una mañana, a la hora del desayuno, el señor Jarndyce recibió una carta, y al mirar el remite exclamó: «¡Vaya, vaya! ¿De Boythorn?» y la abrió y la leyó con un placer evidente, mientras nos anunciaba, entre paréntesis, al llegar a la mitad, que Boythorn iba a venir de visita. Pero ¿quién era Boythorn?, pensamos todos. Y me atrevo a decir que todos nos preguntamos también —por lo menos, yo me lo pregunté— si Boythorn iba a injerirse en la marcha de nuestras vidas allí.
—Con este chico, Lawrence Boythorn —dijo el señor Jarndyce dando unos golpecitos en la carta al ponerla en la mesa—, estuve yo en la escuela hace más de cuarenta y cinco años. Entonces era el chico más impetuoso del mundo, y ahora es el hombre más impetuoso del mundo. Entonces era el chico más vociferante, y ahora es el hombre más vociferante. Entonces era el chico más animado y más firme, y ahora es el hombre más animado y más firme. Es un tipo enorme.
—¿De estatura, señor? —preguntó Richard.
—Desde luego, Rick, también en ese respecto —respondió el señor Jarndyce—, pues tiene diez años y dos pulgadas más que yo, y lleva siempre la cabeza alta como un viejo soldado, el pecho firme y bombeado, unas manos como las de un herrero, pero limpias, ¡y qué pulmones! No existe un símil para esos pulmones. Tanto si está hablando como riéndose o roncando, hacen temblar las vigas de las casas.
Mientras el señor Jarndyce hablaba complacido de la imagen de su amigo Boythorn, observamos el augurio favorable de que no se mencionaba para nada un cambio en la dirección del viento.
—Pero lo que importa de ese hombre es lo que lleva dentro, lo cálido de su corazón, su apasionamiento, lo ligero de su ánimo, Rick (¡y vosotras también, Ada y nuestra pequeña Telaraña, porque a todos os interesa nuestro visitante!) —siguió diciendo—. Tiene un lenguaje tan resonante como la voz. Siempre habla en extremos, perpetuamente en superlativo. Cuando condena algo, es de una ferocidad sin límites. Por lo que dice, cabría pensar que es un ogro, y creo que tiene fama de serlo con alguna gente. ¡Pero vamos! No os voy a decir nada más por adelantado. No os sorprendáis si veis que me trata con aire protector, porque nunca ha olvidado que en la escuela yo era uno de los pequeños, y nuestra amistad comenzó cuando le hizo saltar dos dientes a mi peor perseguidor (él dice que fueron seis) antes de desayunar. Querida mía, Boythorn y su criado llegarán esta tarde —me dijo.
Me encargué de que se hicieran los preparativos necesarios para la recepción del señor Boythorn, y esperamos su llegada con una cierta curiosidad. Pero la tarde fue pasando y no apareció. Llegó la hora de cenar y seguía sin aparecer. Retrasamos la cena en una hora, y estábamos sentados en torno a la chimenea, sin más luz que la de ésta, cuando de pronto se abrió de golpe la puerta de entrada y el vestíbulo resonó con la siguientes palabras, pronunciadas con la mayor vehemencia y en tono estentóreo:
—Nos ha indicado mal el camino, Jarndyce: un rufián nos dijo que torciéramos a la derecha en lugar de a la izquierda. Es el sinvergüenza más indigno del mundo. Su padre tiene que haber sido un malvado de siete suelas para haber engendrado a tal hijo. ¡Por mí, al individuo podrían fusilarlo!
—¿Lo hizo adrede? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡No me cabe la menor duda de que el bribón se pasa la vida engañando a los viajeros! —replicó el otro— Por mis huesos, juro que me pareció el tipo más feo que he visto en mi vida, cuando me dijo que torciera a la derecha. ¡Y sin embargo, ahí me quedé, mirándolo a la cara, sin saltarle la cabeza!
—¿No serían los dientes? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡Ja, ja, ja! —rió el señor Lawrence Boythorn, y era verdad que hizo vibrar toda la casa—. ¡Ya veo que no lo has olvidado! ¡Ja, ja, ja! ¡Aquél también era un bribón consumado! Juro por mi alma que la jeta de aquel individuo, cuando era muchacho, era la imagen más negra de la perfidia, la cobardía y la crueldad que jamás se le haya ocurrido a nadie poner de espantapájaros en medio de un campo lleno de sinvergüenzas. ¡Sí mañana me encontrase en la calle a aquel déspota sin igual, lo tumbaría igual que a un árbol podrido!
—No me cabe la menor duda —observó el señor Jarndyce—. Y ahora, ¿quieres venir arriba?
—Te juro por mi alma, Jarndyce —replicó su invitado, que pareció mirar su reloj—, que si hubieras sido casado, me habría vuelto a la puerta del jardín y me hubiera ido a las cimas más remotas del Himalaya, antes que presentarme a una hora tan poco razonable.
—Hombre, espero que no te hubieras ido tan lejos —dijo el señor Jarndyce.
—¡Juro por mi vida y por mi honor que sí! —exclamó el visitante—. Yo no tendría la insolencia de tener esperando a la señora de la casa todo este tiempo por nada del mundo. Preferiría matarme antes. ¡Te juro que lo preferiría!
Con esta conversación iban subiendo, y al cabo de un rato oímos su risa en el dormitorio, que tonaba «¡Ja, ja, ja!», y otra vez: «¡Ja, ja, ja!», hasta que todos los ecos de los alrededores parecieron contagiarse y reírse con tantas ganas como él, o como nosotros al oír su risa.
Todos teníamos un prejuicio en su favor, porque aquella risa denotaba pureza, al igual que su voz sana y vigorosa y la rotundidad y el vigor con que pronunciaba cada una de sus palabras, y la misma furia de sus superlativos, que parecían dispararse como salvas de cañón, que jamás hacen daño a nadie. Pero no estábamos en absoluto preparados para que todo aquello se viera también confirmado por su aspecto cuando nos lo presentó el señor Jarndyce. No sólo era un anciano muy atractivo, tieso y firme como se nos había descrito, con una gran cabeza canosa, una cara llena de compostura cuando no hablaba, una figura que pudiera haberse convertido en corpulenta de no haber sido que, por estar en movimiento continuo, no le daba descanso, y una barbilla que podría haberse convertido en papada de no haber sido por el énfasis vehemente que había de subrayar en todo momento, sino que además era tan señorial en sus modales, de una cortesía caballeresca, con la cara iluminada por una sonrisa tan dulce y tan tierna, que parecía evidente que no tenía nada que disimular, sino que se mostraba exactamente como era, incapaz (como dijo Richard) de hacer nada a escala limitada, y siempre disparando aquellos cañonazos de salvas, porque jamás llevaba armas pequeñas, que de verdad no pude evitar el contemplarlo con igual placer cuando se sentó a cenar, fuera que estuviese conversando agradablemente con Ada y conmigo, o que el señor Jarndyce lo provocara para que soltase una gran andanada de superlativos, o que echara la cabeza atrás, con un gesto como de un galgo, y soltara aquellas enormes carcajadas.
—¿Te habrás traído el pájaro, supongo? —preguntó el señor Jarndyce.
—¡Juro por el cielo que es el pájaro más asombroso de Europa! —replicó el otro—. ¡Es el ser más maravilloso! No aceptaría por ese pájaro ni diez mil guineas que me ofreciesen. Por si vive más tiempo que yo, ya le he dejado una pensión anual en mi testamento. Por su sentido y por su fidelidad, es un fenómeno. ¡Y antes que él, su padre ya era un pájaro de lo más asombroso!
El objeto de tantos elogios era un pequeño canario tan domesticado, que el criado del señor Boythorn lo bajó posado en el índice, y tras un vuelito en torno a la habitación, se posó en la cabeza de su amo. Pensé que el oír después al señor Boythorn expresar los sentimientos más implacables y apasionados, con aquel animalito diminuto posado en la cabeza tan tranquilo, era una buena demostración del carácter de aquel hombre.
—Por mi alma te juro, Jarndyce —dijo, subiendo con gran cuidado un trocito de pan para que lo picoteara el canario—, que si estuviera yo en tu lugar, mañana mismo me iría a buscar a todos los Procuradores de Cancillería, y los sacudiría hasta que se les saliera el dinero por los bolsillos y se les soltaran todos los huesos del cuerpo. Le sacaría una solución a alguien, por las buenas a por las malas. ¡Si me permites que me encargue yo, te haría ese favor con sumo gusto! —mientras todo ese tiempo el diminuto canario le comía mansamente en la mano.
—Gracias, Lawrence, pero el pleito está ya tan avanzado —respondió el señor Jarndyce, riendo—, que no podría adelantar mucho mediante el procedimiento jurídico de sacudir a todos los magistrados y todos los abogados.
—¡En todo este mundo jamás ha habido un antro tan infernal como la Cancillería! —continuó el señor Boythorn—. ¡La única forma de reformarlo sería meterle una mina explosiva por debajo, un día bien ocupado mientras estuviera en sesión, para que todos sus archivos, sus normas y sus precedentes, y todos sus funcionarios, volaran, altos y bajos, arriba y abajo, desde el Hijo del Contador General hasta el Padre del Diablo, todos ellos reventados en átomos con diez mil quintales de pólvora!
Resultaba imposible no reír ante la gravedad enérgica con la que recomendaba aquella drástica medida de reforma. Cuando nos echamos a reír, él echó atrás su enorme tórax y otra vez pareció que todos los alrededores hacían eco a su «¡Ja, ja, ja!». Aquello no perturbó en lo más mínimo al pájaro, que se sentía muy seguro, y que se puso a dar saltitos por la mesa, volviendo la cabecita rápidamente a un lado y a otro, mirando repentinamente con sus ojos brillantes a su amo, como si éste no fuera más que otro pájaro.
—Pero ¿cómo os va a ti y a tu vecino con el pleito por la servidumbre de paso? —preguntó el señor Jarndyce—. ¡Tú tampoco te has librado de las garras de la ley!
—Ese individuo me ha puesto pleito, a mí, por intrusión, y yo le he puesto pleito, a él, por intrusión —replicó el señor Boythorn—. Por el cielo, juro que es el tipo más orgulloso de este mundo. Es moralmente imposible que se llame Sir Leicester. Debe de llamarse Sir Lucifer.
—¡Vaya un cumplido para nuestro primo lejano! —dijo mi tutor, risueño, a Ada y a Richard.
—Pediría perdón a la señorita Clare y al señor Carstone —continuó nuestro visitante—, si no me sintiera tranquilizado al ver en la bella cara de la dama, y en la sonrisa del caballero, que es totalmente innecesario y que mantienen a su primo lejano a distancia razonable.
—O es él quien nos mantiene así a nosotros —sugirió Richard.
—Por mi alma, juro —exclamó el señor Boythorn, disparando repentinamente otra andanada— que ese tipo, y antes su padre, y antes su abuelo, es el imbécil más arrogante, tieso y terco que jamás haya nacido en este mundo, por no se sabe qué error inexplicable de la Naturaleza, con una condición más alta que una bayeta de fregar. ¡Todos los de esa familia son unos cretinos pomposos, vanidosos y negados! Pero da igual; no me van a cerrar el camino aunque fueran cincuenta baronets fundidos en uno y viviera en cien Chesney Wolds, el uno dentro del otro, como las bolas de marfil de una talla china. Ese tipo, por conducto de su agente, o de su secretario, o de quien sea, me escribe lo siguiente: «Sir Leicester Dedlock, Baronet, saluda atentamente al señor Lawrence Boythorn y señala a su atención que el sendero verde junto a la antigua vicaría, actual propiedad del señor Lawrence Boythorn, tiene servidumbre de paso de Sir Leicester, pues forma de hecho parte del parque de Chesney Wold, y que Sir Leicester considera conveniente cerrar el mismo». Y yo le escribo: «El señor Lawrence Boythorn saluda atentamente a Sir Leicester Dedlock, Baronet, y señala a su atención que niega totalmente todo lo que diga Sir Leicester Dedlock acerca de lo que sea, y ha de añadir, con referencia al cierre del sendero, que celebraría conocer al hombre que se atreva a meterse en esa tarea». El tipo envía a un bribón de lo más ruin, y encima tuerto, a construir una puerta. Enchufo a ese sinvergüenza execrable con una manguera hasta que lo dejo casi sin aliento. El tipo erige una puerta de noche. Yo la hago pedazos y los quemo a la mañana siguiente. Envía a sus lacayos a que salten la cerca y entren en mis tierras una vez tras otra. Yo les pongo trampas no mortales, les disparo con postas a las piernas, les enchufo con la manguera, decidido a liberar a la Humanidad de la existencia insoportable de esos rufianes acechantes. Me denuncia por intrusión; lo denuncio por intrusión. Me denuncia por agresiones; me defiendo y sigo agrediéndolos. ¡Ja, ja, ja!
De oírle decir aquello con una energía inimaginable, cabría haber pensado de él que era una persona violentísima. Al verlo al mismo tiempo, mientras contemplaba al pajarito, que ahora se le había posado en un pulgar, y le acariciaba blandamente las plumas con un dedo, cabría pensar que era uno de los seres más dulces del mundo. Al oírlo reír y ver el buen humor que se le reflejaba en la cara, cabría suponer que no había en la vida nada que lo preocupara, ni una pelea, ni nada desagradable, sino que toda su existencia era de una placidez luminosa.
—No, no —continuó—, ni hablar de que me cierren mis caminos, ¡y menos un Dedlock! Aunque estoy dispuesto a confesar —dijo, ablandándose un momento— que Lady Dedlock es toda una señora de mundo, a quien rendiría el mayor homenaje que pueda hacer un mero caballero, y no un baronet con la cabeza grillada desde hace más de setecientos años. Un hombre que ingresó en su regimiento a los veinte, y en menos de una semana ya había desafiado al jefe más mandón y presuntuoso que jamás haya respirado en la medida en que se lo permitía lo apretado del corsé (y a quien por eso expulsaron), ese hombre no se va a dejar pisotear por ningún Sir Lucifer, ni vivo ni muerto, ni cerrado ni abierto . ¡Ja, ja, ja!
—¡Igual que no dejaba que pisotearan a los más pequeños de su colegio! —dijo mi tutor.
—¡Desde luego que no! —afirmó el señor Boythorn tomándolo del hombro con un aire protector, que tenía un matiz de seriedad, aunque se reía al hablar—. ¡Siempre en defensa del débil, Jarndyce, de eso puedes estar seguro! Pero, hablando de esta incursión, con el perdón de la señorita Clare y de la señorita Summerson por lo mucho que hablo de un tema tan aburrido, ¿no te ha llegado nada de tus abogados, Kenge y Carboy?
—Creo que no. ¿Esther? —me preguntó el señor Jarndyce.
—Nada, Tutor.
—¡Muchas gracias! —dijo el señor Boythorn—. No hacía falta preguntar, por lo poco que ya sé de la atención que presta la señorita Summerson a todos los que la rodean —todos me alentaban, estaban decididos a alentarme—. He preguntado porque, como vengo de Lincolnshire, naturalmente no he podido pasar por Londres, y pensé que quizá me hubieran enviado algo de correo aquí. Supongo que mañana por la mañana me dirán cómo van las cosas.
Aquella velada, que fue muy agradable, lo vi tantas veces contemplar a Ada y Richard con un interés y una satisfacción que imprimían en su rostro una expresión agradabilísima, mientras, sentado a poca distancia del piano, escuchaba la música (y no tuvo necesidad de decirnos que era un aficionado apasionado de la música, pues lo mostraba en su gesto), que pregunté a mi Tutor, mientras jugábamos al backgammon, si el señor Boythorn se había casado alguna vez.
—No —me respondió—, no.
—¡Pero sí que quería casarse!
—¿Y cómo lo sabes? —me preguntó con una sonrisa.
—Bueno, Tutor —expliqué, no sin ruborizarme un poco al aventurar lo que estaba pensando—, es que, después de todo, en su comportamiento hay algo tan dulce, y es tan gentil y tan cortés con nosotros, y…
El señor Jarndyce miró hacia donde estaba sentado el señor Boythorn, tal y como acabo de describirlo.
No dije nada más.
—Tienes razón, mujercita —respondió—. Una vez estuvo a punto de casarse. Hace mucho tiempo. Y sólo una vez.
—¿Es que murió la dama?
—No, pero murió para él. Y aquello lo dejó marcado para toda la vida. ¿Podrías suponer que todavía tiene la cabeza llena de ideas románticas?
—Creo, Tutor, que es fácil de suponer. Pero, claro, resulta fácil suponerlo cuando ya me lo ha dicho usted.
—Desde entonces nunca ha vuelto a ser lo que era —dijo el señor Jarndyce—, y ahora ya lo ves, viejo, sin nadie a su lado más que su criado y su amiguito amarillo… ¡Te toca tirar, jovencita!
Por la actitud de mi Tutor percibí que no podía seguir adelante con el tema sin que cambiara la dirección del viento. En consecuencia, me abstuve de hacerle más preguntas. Me sentía interesada, pero no curiosa. Aquella noche, cuando me despertaron los estentóreos ronquidos del señor Boythorn, estuve pensando un rato en aquella antigua historia de amor, e intenté hacer eso que resulta tan difícil, y que es imaginar a los ancianos cuando eran jóvenes, y dotados de todos los atractivos de la juventud. Pero volví a quedarme dormida antes de lograrlo, y soñé con la época en que yo vivía en casa de mi madrina. No estoy lo suficientemente versada en esos temas como para saber si era notable o no que casi siempre mis sueños se refiriesen a aquel período de mi vida.
Con la mañana llegó una carta de los señores Kenge y Carboy para el señor Boythorn, en la que le comunicaban que a mediodía iría a verlo uno de sus pasantes. Era el día de la semana en que me correspondía pagar las cuentas, poner mis libros en orden y organizar lo mejor posible todas las cosas de la casa, así que me quedé en ella mientras el señor Jarndyce, Ada y Richard aprovechaban que hacía un día excelente para hacer una pequeña excursión. El señor Boythorn tenía que esperar al pasante de Kenge y Carboy, y después saldría a pie para reunirse con ellos en el camino de vuelta.
¡Bien! Yo estaba ocupadísima en examinar las cuentas de las tiendas, sumar columnas, pagar dinero, llenar recibos, y seguro que en montar un gran jaleo con todo aquello, cuando anunciaron e hicieron entrar al señor Guppy. Ya tenía yo una idea de la posibilidad de que el pasante que iba a venir fuera el joven caballero que me había ido a buscar al coche, y celebré mucho verlo, pues lo relacionaba con mi felicidad actual.
Apenas si lo reconocí, pues estaba extraordinariamente elegante. Llevaba un traje totalmente nuevo de paño lustroso, un sombrero reluciente, guantes de cabritilla color lila, un pañuelo multicolor al cuello, una gran flor de invernadero en el ojal de la solapa y un grueso anillo de oro en el meñique, además de lo cual perfumaba todo el comedor con grasa de oso y otros aromas. Me miró con una atención que me dejó muy confusa, cuando le pedí que tomara asiento hasta que regresara la criada, y mientras estaba allí sentado, cruzando y descruzando las piernas en un rincón, y le pregunté si había tenido un buen viaje, y añadí que esperaba que el señor Kenge estuviera bien, me encontré con que me estaba contemplando de la misma manera inquisitiva y curiosa.
Cuando le llegó la petición de que fuera al piso de arriba a la habitación del señor Boythorn, le mencioné que cuando bajara tendría preparado algo de comer, y que el señor Jarndyce esperaba que lo aceptara. Dijo con un cierto nerviosismo, mientras seguía agarrando el picaporte:
—¿Y tendré el honor de volver a verla en ese momento, señorita?
Le dije que sí, que allí estaría, y se marchó con una reverencia y otra mirada.
A mí sencillamente me pareció que era algo torpe y tímido, pues, evidentemente, se hallaba muy nervioso, y supuse que lo mejor que podía hacer yo era esperar hasta ver que tenía todo lo que pudiera desear, y después dejarlo para que comiera a solas. El almuerzo lo trajeron pronto, pero él tardó algún tiempo en bajar a la mesa. La entrevista con el señor Boythorn fue larga, y creo que tormentosa, pues aunque su habitación estaba un tanto lejos, oí que de vez en cuando se levantaba aquella voz estentórea como un viento tempestuoso, que evidentemente lanzaba perfectas andanadas de denuncias.
Por fin volvió el señor Guppy, con aspecto de haber sufrido un tanto en la conferencia, y me dijo en voz baja:
—¡Señorita, le juro que es un tártaro!
—Señor mío, le ruego que tome algo para restaurarse —le dije.
El señor Guppy se sentó a la mesa y empezó a afilar, nervioso, el cuchillo de trinchar con el tenedor de lo mismo, mientras me seguía mirando (estaba segura, sin necesidad de mirarlo a él) de aquella misma manera extraña. Estuvo tanto tiempo afilando el cuchillo, que por fin sentí una especie de obligación de levantar la vista, para romper el hechizo en el que parecía hallarse sumido y que no lo abandonaba.
Inmediatamente bajó los ojos al plato y empezó a trinchar.
—¿Qué come usted, señorita? ¿No quiere usted tomar algo?
—No, gracias —dije.
—¿De verdad que no quiere usted nada de nada, señorita? —preguntó el señor Guppy, bebiéndose a toda prisa un vaso de vino.
—Nada, gracias —respondí—. Si estaba esperando era únicamente para tener la seguridad de que no le hace falta nada. ¿Quiere usted que le pida algo más?
—No, gracias, señorita, aunque se lo agradezco mucho. No me hace falta nada para sentirme perfectamente…, o, bueno, mejor dicho…, no es que nunca me sienta perfectamente… —y se bebió dos vasos de vino seguidos.
Consideré mejor marcharme.
—¡Pero perdone, señorita! —dijo el señor Guppy, levantándose de la mesa cuando vio que me levantaba yo—. ¿Me permite una conversación de un minuto, en privado?
Me volví a sentar, sin saber qué decir.
—¿Puedo decirle lo siguiente sin perjuicio, señorita? —preguntó el señor Guppy, mientras me acercaba nervioso una silla a la mesa.
—No sé a qué se refiere usted —dije, extrañada.
—Es un término jurídico, señorita. Significa que no va usted a utilizarlo en detrimento mío, ni en Kenge y Carboy ni en ninguna parte. Si nuestra conversación no lleva a nada, me quedo igual que estaba, sin ningún perjuicio para mi situación ni para mis perspectivas de carrera. Dicho en resumen, le estoy hablando de manera totalmente confidencial.
—Caballero —contesté—, no me puedo imaginar lo que me puede usted comunicar de manera totalmente confidencial, cuando no me ha visto usted más que una vez, pero lamentaría muchísimo causarle a usted perjuicio alguno.
—Gracias, señorita, estoy seguro…, con eso basta perfectamente. —Todo este tiempo, el señor Guppy se estaba alisando el pelo con el pañuelo o se frotaba la palma de la mano izquierda con la de la derecha y con todas sus fuerzas—. Si me permite usted que me sirva otro vaso de vino, creo que eso me ayudaría a continuar sin estarme sofocando constantemente, lo que sería desagradable para ambos.
Se lo sirvió y volvió a empezar. Yo aproveché la oportunidad para parapetarme tras mi mesita.
—¿No quiere usted tomar nada, señorita? —preguntó el señor Guppy, que aparentemente se sentía restaurado.
—No, gracias —contesté.
—¿Ni siquiera medio vasito? —preguntó el señor Guppy—. ¿Ni un cuarto? ¡No! Bien, sigamos. Mi sueldo actual, señorita Summerson, en Kenge y Carboy es de dos libras a la semana. Cuando tuve por primera vez la dicha de contemplarla a usted era de una libra y quince chelines, y a ese nivel estaba desde hacía mucho tiempo. Desde entonces ha subido cinco chelines, y está garantizada otra subida de cinco chelines al cabo de un plazo que no pasa de doce meses de esta fecha. Mi madre tiene algunos bienes, que adoptan la forma de una pequeña renta vitalicia, con la que vive sin pretensiones, pero con independencia, en Old Street Road. Sería ideal como suegra. Nunca se mete con nadie, es de lo más pacífico y de ánimo tranquilo. Tiene sus defectos, como todo el mundo, pero nunca se los he visto cuando hay gente delante, y entonces puede usted confiarle con toda tranquilidad todos sus vinos, alcoholes o licores de malta. Por lo que a mí respecta, resido en Penton Place, Pentonville. Es un apartamento humilde, pero bien ventilado, con ventana al patio, y se considera que es uno de los barrios más sanos. ¡Señorita Summerson! Se lo digo con toda franqueza: la adoro. ¿Tendría usted la amabilidad de permitirme (si puedo decirlo) hacerle una proposición?
El señor Guppy se puso de rodillas. Yo estaba protegida por mi mesita, y sin sentirme en exceso temerosa le dije:
—Caballero, levántese usted inmediatamente de esa posición ridícula o me obligará usted a romper mi promesa implícita y llamar con la campanilla!
—¡Señorita, escúcheme usted, por favor! —exclamó el señor Guppy con las manos entrelazadas.
—Caballero, no puedo acceder a escuchar una palabra más —repliqué—, salvo que se levante usted inmediatamente de esa alfombra y vaya a sentarse a la mesa, que es lo que debe usted hacer si tiene un mínimo de sentido común.
Me miró con ojos muy tristes, pero se levantó lentamente e hizo lo que le había dicho yo.
—Pero qué irónico resulta, señorita —dijo, llevándose una mano al corazón y haciéndome gestos melancólicos por encima de la bandeja—, estar detrás de unos platos de comida en un momento así. El alma rechaza la idea de la comida en momentos así, señorita.
—Le ruego que concluya —repliqué—; me ha pedido usted que lo escuche, y le ruego que concluya.
—Desde luego, señorita —dijo el señor Guppy—. Igual que amo y honro, obedezco. ¡Ojalá pudiera hacer a usted el objeto de ese juramento, ante el altar!
—Eso es completamente imposible —contesté—, y no quiero ni oír hablar de ello.
—Ya sé —dijo el señor Guppy, inclinándose sobre la bandeja y contemplándome, según volví a tener una extraña sensación, aunque no estaba mirándolo a los ojos, con aquella mirada fija— ya sé que desde un punto de vista mundano, y conforme a todas las apariencias, mi proposición parece pobre. Pero, señorita Summerson, ¡ángel mío!… No, no llame… A mí me han educado en una escuela muy difícil, y estoy acostumbrado a procedimientos muy diversos. Aunque soy todavía joven, he sabido encontrar muchas pruebas, he preparado casos y he visto mucho en la vida. Si tuviera la dicha de que me concediera su mano, ¡cuántos medios podría encontrar de defender los intereses de usted, y de hallarle una fortuna! ¿Qué es lo que no podría averiguar de lo que a usted le concierne? Claro que todavía no sé nada, pero, ¿qué es lo que no podría averiguar yo, si contara con su confianza y su estímulo?
Le dije que su alusión a mis intereses, o a lo que él calificaba de mis intereses, tenía tan poco éxito como cuando se refería a mis sentimientos, y le rogué que comprendiese que le rogaba, por favor, que se fuera inmediatamente.
—¡Cruel señorita —dijo el señor Guppy—, escuche nada más que otra palabra! Creo que debe usted de haber advertido cuánto admiraba sus encantos el día en que la fui a esperar a la Hostería del Caballo Blanco. Creo que debe usted de haber observado que no pude por menos de rendir homenaje a esos encantos cuando le puse la escalerilla de la diligencia. Era un homenaje menor de lo que usted merecía, pero la intención era buena. Desde entonces llevo su imagen impresa en mi corazón. Me he paseado más de una vez ante la casa de Jellyby, sólo por contemplar las piedras que una vez la albergaron. Esta gira de hoy, totalmente innecesaria en cuanto a su pretendido objeto, fue algo que planeé yo solo y sólo por usted. Si hablo de intereses es sólo para que me considere aceptable, con mi respetuoso sufrimiento. El amor estaba por encima de eso, y seguirá estando por encima de eso.
—Lamentaría muchísimo, señor Guppy —observé, levantándome y llevando la mano al cordón del timbre—, el hacer a usted o a cualquier persona sincera la injusticia de despreciar un sentimiento honesto, por desagradablemente que se expresara. Si de verdad pretendía usted darme una prueba de su estima, por mal que haya elegido el momento y el lugar, creo que debo agradecérselo. Tengo pocos motivos para ser orgullosa, y no lo soy. Espero —añadí, sin saber muy bien lo que decía— que ahora se vaya como si nunca hubiera cometido usted esta enorme tontería y se ocupe de los asuntos de los señores Kenge y Carboy.
—¡Un instante, señorita! —exclamó el señor Guppy cuando yo iba a llamar—. ¿Todo ello sin perjuicio?
—No voy a mencionarlo nunca —contesté—, salvo que me dé usted motivo para ello en lo porvenir.
—¡Medio instante, señorita! Si cambia usted de idea, en cualquier momento, esté usted donde esté, eso no importa, pues mis sentimientos no pueden cambiar nunca, en cuanto a lo que le he dicho, y sobre todo en cuanto a lo que podría hacer: señor William Guppy, 87 Penton Place, o, en caso de ausencia o de muerte (por haber perdido toda esperanza o algo por el estilo), a la atención de la señora Guppy, 302 Old Street Road; con eso bastará.
Toqué el timbre; acudió la criada, y el señor Guppy, dejando su tarjeta de visita en la mesa y con una reverencia desganada, se marchó. Cuando levanté la vista al pasar él a mi lado, vi que se volvía a mirarme una vez más después de cruzar la puerta.
Me quedé allí sentada una hora o más, para terminar mis cuentas y mis pagos y una serie de cosas más. Después ordené mi escritorio y lo aparté todo, y me sentí tan compuesta y animada que creí haber olvidado del todo aquel incidente inesperado. Pero cuando subí a mi propia habitación, me sorprendí al echarme a reír de todo el asunto, y después me sorprendí todavía más al empezar a llorar en relación con él. En resumen, estuve muy agitada durante un rato, y me sentí como si hubiera tocado una vieja cuerda sensible con más aspereza que jamás desde la época de mi querida muñequita, que tanto tiempo llevaba enterrada en el jardín.