43. La narración de Esther
43. La narración de Esther
Poco importa ya cuánto pensé yo en mi madre, que estaba viva y que me había pedido que en adelante la considerase muerta. No podía aventurarme a acercarme a ella, ni a comunicarme con ella por escrito, pues mi sentido del peligro en que transcurría su vida sólo era comparable con mi temor de aumentarlo. Al saber que mi mera existencia como ser vivo era un peligro imprevisto para ella, no siempre podía dominar aquel terror a mí misma que se había adueñado de mí cuando me enteré del secreto. No me atrevía a pronunciar su nombre en ningún momento. Me daba la sensación de que no me atrevía ni siquiera a oírlo. Si en cualquier lugar en que estuviera yo la conversación iba en ese sentido, como naturalmente ocurría a veces, trataba de no escuchar, me ponía a contar mentalmente, me repetía algo para mis adentros o me iba de la sala. Ahora tengo conciencia de que muchas veces hacía todo aquello cuando no podía haber ningún peligro de que se hablara de ella, pero lo hacía por el temor que me inspiraba la posibilidad de oír algo que pudiera llevar a que la descubrieran, y a que la descubrieran por conducto mío.
Poco importa ya la frecuencia con que recordaba yo los tonos de la voz de mi madre y me preguntaba si alguna vez la volvería a oír como tanto ansiaba, y pensaba en lo extraño y lo triste que era que aquella voz fuera tan nueva para mí. Poco importa que me quedara acechando toda mención en público del nombre de mi madre, que pasara y volviera a pasar ante la puerta de su casa de la ciudad y la amara, pero temiera mirarla; que una vez estuviera en el mismo teatro que mi madre y ella me viera, y que cuando estábamos tan separadas, en medio de numeroso público de todas las condiciones, todo vínculo o toda confianza entre nosotras pareciera un sueño. Todo, todo ha terminado. He sido tan afortunada que poco puedo decir de mí misma que no sea una historia de la bondad y la generosidad de otros. Más vale que deje atrás ese poco y siga adelante.
Cuando volvimos a estar asentadas en casa, Ada y yo tuvimos muchas conversaciones con mi Tutor en torno al tema de Richard. Mi ángel estaba muy dolida de que se portara tan mal con el amable primo de ambos, pero era tan leal a Richard que ni siquiera por eso podía soportar el hacerle un reproche. Mi Tutor lo sabía y jamás pronunciaba una palabra de reprobación en relación con el nombre de Richard. «Rick está equivocado, querida mía», le decía. «Bueno, bueno, todos nos hemos equivocado alguna vez. Hemos de confiar en que entre tú y el paso del tiempo le hagáis comprender su error».
Después supimos lo que entonces sospechábamos: que no había confiado en el paso del tiempo hasta después de haber intentado él mismo abrirle los ojos a Richard. Que le había escrito, ido a verlo, hablado con él, intentado por todos los medios de persuasión y amabilidad que podía idear su bondad. Nuestro pobre y cariñoso Richard estaba ciego y sordo a todo. Si se había equivocado, ya se corregiría cuando terminara el pleito en la Cancillería. Si andaba a tientas en la oscuridad, lo mejor que podía hacer era todo lo posible para disipar las nubes que tanto lo confundían y que le oscurecían todo. ¿Que las sospechas y los malentendidos eran por culpa del pleito? Entonces, que le dejaran a él resolver el pleito y así recuperar sus sentidos. Ésa era su respuesta siempre. Jarndyce y Jarndyce se había adueñado hasta tal punto de toda su naturaleza que era imposible hacerle ninguna consideración que no le bastara —con una especie de razonamiento retorcido— para darle un nuevo argumento favorable a lo que estaba haciendo. Una vez mi Tutor me dijo: «De forma que resulta todavía peor discutir con el pobre chico que dejarlo en paz».
Aproveché una de aquellas oportunidades para mencionar mis dudas de que el señor Skimpole fuera un buen consejero para Richard.
—¡Consejero! —exclamó mi Tutor, riéndose—. ¿Quién va a dejarse aconsejar por Skimpole?
—¿Sería mejor alentar? —pregunté.
—¡Alentar! —volvió a exclamar mi Tutor—. ¿Quién va a dejarse alentar por Skimpole?
—¿Richard no? —pregunté.
—No —me replicó—. Un ser tan poco mundano, tan incapaz de cálculo, tan transparente, le sirve de entretenimiento y de diversión. Pero en cuanto a dejarse aconsejar, alentar, o darle vara alta en relación con nada ni con nadie, sencillamente es inconcebible en un niño como Skimpole.
—Por favor, primo —dijo Ada, que acaba de sumarse a nosotros y que ahora miraba por encima de mi hombro—, ¿por qué es tan niño?
—¿Que por qué es tan niño? —repitió mi Tutor frotándose la cabeza, sin saber qué decir.
—Sí, primo John.
—Bueno —respondió lentamente, frotándose la cabeza cada vez con más fuerza—, es todo sentimiento y sensibilidad y susceptibilidad e… imaginación. Y no sé por qué, pero tiene esas cualidades sin dominar. Supongo que la gente que lo admiraba por ellas en su juventud les atribuían demasiada importancia, y demasiado poca a la formación que las hubiera ajustado y equilibrado, y así fue como ser convirtió en lo que es hoy día. ¿Qué? —dijo mi guardián deteniéndose y contemplándonos esperanzado—. ¿Qué pensáis vosotras dos?
Ada me echó una mirada y dijo que era una pena que le estuviera costando dinero a Richard.
—Así es, así es —dijo mi Tutor apresuradamente—. No podemos permitirlo. Tenemos que ponerle remedio. Tengo que impedirlo. Eso no está bien.
Y yo dije que me parecía lamentable que hubiera presentado a Richard al señor Vholes por una gratificación de cinco libras.
—¿Fue así? —comentó mi Tutor con un gesto pasajero de irritación—. Pero así es ese hombre. ¡Así es ese hombre! No es que sea nada mercenario. No tiene idea del valor del dinero. Presenta a Rick, se hace amigo del señor Vholes y le pide prestadas cinco libras. Para él, eso no significa nada, ni le parece nada importante. Seguro que te lo dijo él mismo, ¿verdad, querida mía?
—¡Sí, sí! —le respondí.
—Exactamente. ¡Así es ese hombre!
—Si hubiera querido hacer algún daño, o tuviera conciencia de que podía hacer daño, no lo diría. Dice las cosas según las hace, por mera simpleza. Pero ya lo veréis en su propia casa, y entonces lo comprenderéis mejor. Tenemos que hacer una visita a Harold Skimpole y advertirlo a esos respectos. ¡Por Dios, hijas mías, si es que es un niño, un niño!
Conforme a aquel plan, al cabo de pocos días fuimos a Londres y nos presentamos a la puerta del señor Skimpole.
Vivía en un sitio llamado el Polígono, en Somers Town, donde por aquella época había muchos refugiados españoles pobres que se paseaban envueltos en capas y fumando cigarros pequeños de papel ; no sé si él era mejor arrendatario de lo que cabría suponer porque su amigo Alguien acababa siempre por pagarle el alquiler o si su incapacidad para los negocios hacía que resultara especialmente difícil desahuciarlo, pero llevaba bastantes años en la misma casa. Ésta se hallaba en el estado de abandono que ya nos esperábamos. Habían desaparecido dos o tres barrotes de la barandilla de la entrada; la cisterna para el agua de lluvia estaba rota; el llamador estaba suelto, el timbre estaba desprendido desde hacía mucho tiempo, a juzgar por lo oxidado del cable, y los únicos indicios de que la casa estaba habitada eran unas huellas sucias de pisadas en el suelo.
Una muchacha regordeta y descuidada, que parecía a punto de salirse por los rotos de la bata y las grietas de los zapatos, como una fruta demasiado madura, respondió a nuestra llamada abriendo un poco la puerta y llenando el hueco con su cuerpo. Como ya conocía al señor Jarndyce (de hecho, tanto Ada como yo pensamos que, evidentemente, lo relacionaba con el pago de su salario), se aplacó inmediatamente y nos permitió entrar. Dado que la cerradura de la puerta estaba estropeada, se ocupó después de cerrar con la cadena, que tampoco se hallaba en muy buen estado, y nos preguntó si queríamos ir arriba.
Subimos al primer piso, sin ver más muebles que las pisadas sucias. El señor Jarndyce, sin más ceremonia, entró en una habitación, y nosotras lo seguimos. Estaba bastante destartalada y nada limpia, pero amueblaba con una especie de lujo gastado, con un gran taburete, un sofá y muchos cojines, una butaca y muchos almohadones, un piano, libros, material de dibujo, música, periódicos y unos cuantos esbozos y cuadros. Uno de los cristales de las ventanas estaba roto y tapado con un trozo de papel, pero en la mesa había un platito con mandarinas de invernadero, otro de uvas, otro de pasteles y una botella de vino claro. El señor Skimpole estaba recostado en el sofá, en bata, bebiendo un café aromático de una taza vieja de porcelana —era hacia el mediodía— y contemplando una mata de alhelíes que había en el balcón.
No se sintió en absoluto desconcertado por nuestra presencia, sino que se levantó y nos recibió con su animación acostumbrada.
—¡Aquí me ven! —dijo cuando nos sentamos, aunque no sin cierta dificultad, pues la mayor parte de las sillas estaban rotas—. ¡Aquí me ven! Éste es mi frugal desayuno. Hay hombres que quieren patas de vaca y de cordero para el desayuno; yo no. Que me den mi melocotón, mi taza de café y mi clarete, y estoy satisfecho. No es que me gusten por sí mismos, sino porque me recuerdan el sol. Las patas de vaca y de cordero no tienen nada de solar. ¡Mera satisfacción animal!
—Ésta es la consulta de nuestro amigo (o lo sería si alguna vez ejerciera la medicina), su refugio, su estudio —nos dijo mi Tutor.
—Sí —asintió el señor Skimpole, mirando animado en su derredor—, ésta es la jaula del pájaro. Aquí es donde vive y canta el pájaro. De vez en cuando le quitan las plumas y le recortan las alas, pero él sigue cantando, ¡sigue cantando!
Nos alargó las uvas y repitió en su tono radiante:
—¡Sigue cantando! No es un canto con pretensiones, pero sigue cantando.
—Son magníficas —comentó mi Tutor de las uvas—. ¿Un regalo?
—No —respondió—. ¡No! Un amable hortelano las vende. Su mozo quiso saber, cuando las traje anoche, si tenía que esperar a que le pagase. «Verdaderamente, amigo mío», le dije, «creo que no, si aprecia en algo su tiempo». Supongo que lo apreciaría, porque se marchó.
Mi Tutor nos miró con una sonrisa, como preguntándonos: «¿Es posible ser mundano con este chiquillo?».
—Éste es un día —dijo el señor Skimpole, tomando alegremente algo de clarete de una copa— que siempre se recordará aquí. Lo llamaremos el día de Santa Clare y Santa Summerson. Tienen ustedes que ver a mis hijas. Tengo una hija de ojos azules que es mi hija Belleza. Tengo una hija Sentimiento y una hija Comedia. Tienen que verlas a las tres. Estarán encantadas.
Iba a llamarlas cuando se interpuso mi Tutor y le pidió que esperase un momento, pues primero deseaba decirle algo.
—Mi querido Jarndyce —respondió él, volviéndose al sofá—, todos los momentos que quieras. Aquí el tiempo no importa. Nunca sabemos qué hora es, y nunca nos importa. Me dirán ustedes que ésa no es forma de progresar en la vida, ¿verdad? Desde luego. Pero es que nosotros no progresamos en la vida. Ni lo pretendemos.
Mi Tutor volvió a mirarnos, diciendo evidentemente: «¿Lo oís?».
—Bueno, Harold —empezó—, lo que tengo que decirte se refiere a Rick.
—¡Mi mejor amigo! —contestó el señor Skimpole cordialmente—. Supongo que no debería ser mi mejor amigo, dado que no se habla contigo. Pero lo es, y no puedo evitarlo; está lleno de la poesía de la juventud y yo lo quiero mucho. Si no te agrada, no puedo evitarlo. Lo quiero mucho.
La cautivadora franqueza con la que hizo aquella declaración, verdaderamente con aire desinteresado, cautivó a mi Tutor, por no decir qué, de momento, también a Ada.
—Puedes quererlo todo lo que quieras —replicó el señor Jarndyce—, pero tenemos que cuidarle el bolsillo, Harold.
—¡Ah! —exclamó el señor Skimpole—. ¿El bolsillo? Bueno, ahora me hablas de algo que no entiendo—. Tomó algo más de clarete y, mojando en él uno de los pasteles, meneó la cabeza y nos sonrió a Ada y a mí con una insinuación ingenua de que era algo que jamás podría comprender.
—Si vas con él por ahí —dijo mi Tutor con toda claridad—, no debes dejarle que pague por los dos.
—Mi querido Jarndyce —comentó el señor Skimpole, con su bienhumorada cara radiante ante lo cómico de aquella idea—, ¿qué le voy a hacer yo? Si me lleva a alguna parte, debo ir. Y ¿cómo puedo pagar yo? Yo nunca tengo dinero. No sé nada de eso. Suponte que le diga a alguien: «¿Cuánto es?». Y que me conteste que son siete chelines y seis peniques. Yo no sé lo que son siete chelines y seis peniques. Me resulta imposible continuar con el tema si tengo algo de respeto a esa persona. No voy a andar por ahí preguntándole a gente ocupada qué son siete chelines y seis peniques en árabe, idioma que además no comprendo. ¿Por qué voy a ir preguntando por ahí lo que son siete chelines y seis peniques en dinero, idioma que tampoco comprendo?
—Bien —dijo mi Tutor, nada descontento con aquella ingenua respuesta—, si has de viajar a donde sea con Rick, debes pedirme el dinero a mí (sin decir ni una palabra de ese detalle) y dejar que sea él quien haga los cálculos.
—Mi querido Jarndyce —replicó el señor Skimpole—, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por complacerte, pero me parece superfluo, e incluso una superstición. Además, les doy mi palabra, señorita Clare y mi querida señorita Summerson, de que estaba convencido de que el señor Carstone era inmensamente rico. Creí que le bastaba con firmar lo que fuera, o extender un pagaré o una transferencia, o un cheque, o una letra, o poner algo en un archivo en alguna parte, para que le lloviera encima el dinero.
—Pues no es así, caballero —dijo Ada—. Es pobre.
—No, ¿de verdad? —contestó el señor Skimpole con su sonrisa radiante—. Me sorprende usted.
—Y como no se enriquece al confiarlo todo a un individuo que no tiene nada —dijo mi Tutor, poniendo una mano enfáticamente en la manga de la bata del señor Skimpole—, debes tener mucho cuidado de no alentarlo en esa confianza, Harold.
—Mi querido y buen amigo —dijo el señor Skimpole—, y mi querida señorita Summerson y mi querida señorita Clare, ¿cómo iba a hacer eso yo? Son cuestiones de negocios, y yo no sé nada de los negocios. Es él quien me da alientos— a mí. Sale de sus grandes hazañas de negocios, me expone las perspectivas más brillantes como resultados y me pide que las admire. Yo las admiro, como brillantes perspectivas. Pero no sé nada de ellas, y se lo digo.
Aquel tipo de sinceridad indefensa con que se presentaba ante nosotros, y la ligereza con la que se divertía con su propia inocencia, la forma fantástica en la que se colocaba bajo su propia protección y defendía a su curioso personaje, eran todos ellos factores que se combinaban con la facilidad deliciosa con que lo decía todo para confirmar exactamente la tesis de mi Tutor. Cuanto más lo veía, más improbable me parecía a mí, si él estaba delante, que fuera capaz de tramar, disimular ni influir en nada, y, sin embargo, cuanto menos probable parecía cuando no estaba él presente, menos agradable resultaba pensar que tuviera nada que ver con nadie que me importase.
Al saber que su interrogatorio (como lo calificó él) había terminado, el señor Skimpole salió de la sala con la cara radiante a buscar a sus hijas (sus hijos se habían escapado de casa en distintas fechas), y dejó a mi Tutor encantado con la manera en que había vindicado su carácter infantil. Pronto volvió, llevando consigo a las tres damiselas y a la señora Skimpole, que había sido una belleza, pero que ahora era una inválida desdeñosa que sufría toda una serie de enfermedades.
—Ésta —dijo el señor Skimpole— es mi hija Belleza, Arethusa, que toca diversos instrumentos y canta algo, igual que su padre. Ésta es mi hija Sentimiento, Laura, que toca algo, pero no canta. Y ésta es mi hija Comedia, Kitty, que canta un poco, pero no toca. Todos dibujamos algo y componemos algo, y ninguna de nosotros tiene idea del tiempo ni del dinero.
La señora Skimpole dio un suspiro, como si hubiera celebrado eliminar ese aspecto de la lista de virtudes de la familia. También me pareció que dirigía ese suspiro hacia mi Tutor y que aprovechaba la primera oportunidad posible para lanzar otro.
—Resulta muy agradable —añadió el señor Skimpole, volviendo la mirada vivaz de unos a otros— y resulta curiosamente interesante el ver los rasgos distintivos de las familias. En esta familia somos todos niños, y yo soy el más pequeño de todos.
Las hijas, que parecían tenerle mucho cariño, se sintieron muy divertidas ante aquella observación, especialmente la hija Comedia.
—Queridas mías —siguió diciendo el señor Skimpole—, es verdad, ¿no? Lo es y debe serlo, porque, al igual que los perros del himno, «está en nuestra naturaleza». Fijaos en la señorita Summerson con su gran capacidad administrativa y su conocimiento sorprendente de los detalles. Estoy seguro de que parecerá extraño a oídos de la señorita Summerson si le digo que en esta casa no sabemos nada de las chuletas. Pero es verdad; no lo sabemos. No sabemos cocinar nada en absoluto. No sabemos qué hacer con aguja e hilo. Admiramos a las personas que poseen la experiencia práctica que a nosotros nos falta, y no nos enfrentamos con ellas. Entonces, ¿por qué se van a enfrentar ellas con nosotros? Vivid y dejad vivir, les decimos. ¡Vivid vosotros gracias a vuestros conocimientos prácticos y dejad que nosotros vivamos a costa de vosotros!
Se echó a reír, pero, como de costumbre, parecía muy sincero y decir exactamente lo que sentía.
—Somos solidarios, rosas mías —dijo el señor Skimpole—, solidarios con todo, ¿no es verdad?
—¡Ay, sí, papá! —exclamaron las tres hijas.
—De hecho, eso es lo que caracteriza a nuestra familia en esta existencia tan agitada. Tenemos la capacidad de observar y de interesarnos, y efectivamente observamos y efectivamente nos interesamos. ¿Qué más podemos hacer? Miren a mi hija Belleza, que se casó hace tres años. Bueno, estoy seguro de que el que se casara con otro niño y tuvieran dos más fue algo muy malo desde el punto de vista de la economía política, pero fue algo muy agradable. En aquellas ocasiones tuvimos nuestros pequeños festejos e intercambiamos ideas sociales. Un día trajo a casa a su joven marido y ahora ellos y sus retoños tienen su nido en el piso de arriba. Y estoy seguro de que algún día mis hijas Sentimiento y Comedia traerán a casa a sus maridos y también tendrán sus nidos en el piso de arriba. Y así seguimos adelante, no sé cómo, pero seguimos.
Verdaderamente, la muchacha parecía demasiado joven para ser la madre de dos niños, y no pude evitar el sentir lástima de ella y de ellos. Era evidente que las tres hijas habían crecido como habían podido, y no habían tenido más instrucción que una formación desordenada que bastaba para que fueran juguetes de su padre en las horas de ocio de éste. Observé que le consultaban sus gustos pictóricos en cuanto a la forma de peinarse; la hija Belleza llevaba el pelo al estilo clásico; la hija Sentimiento lo llevaba largo y suelto, y la hija Comedia a lo pícaro, muy apartado de la frente y con unos ricitos vivaces que le llegaban a los rabillos de los ojos. Iban vestidas en consecuencia, aunque del modo más desordenado y negligente.
Ada y yo conversamos con aquellas señoritas y las encontramos extraordinariamente parecidas a su padre. Entre tanto, el señor Jarndyce (que se había estado frotando mucho la frente y haciendo sugerencias de que iba a cambiar el viento) hablaba con el señor Skimpole en un rincón, y no pudimos evitar el oír tintineo de monedas. Antes, el señor Skimpole había ofrecido venir a casa con nosotros y se había retirado para vestirse con ese objeto.
—Rosas mías —dijo al volver—, cuidad de mamá. No se siente bien hoy. Me voy a pasar un día o dos a casa del señor Jarndyce, para oír el canto de los ruiseñores y mantener mi buen humor. Ha estado puesto a prueba, como sabéis, y volvería a estarlo si me quedara en casa.
—¡Fue aquel hombre horrible! —dijo la hija de la Comedia.
—Justo cuando sabía que papá estaba enfermo y echado junto a sus lirios, contemplando el cielo azul —se quejó Laura.
—¡Y cuando empezaba el aire a oler a heno! —dijo Arethusa.
—Ha sido una muestra de falta de espíritu poético en ese hombre —asintió el señor Skimpole, aunque de perfecto buen humor—. Fue una grosería. ¡Mostró que carecía de los sentimientos humanos más delicados! Mis hijas se sienten muy ofendidas —nos explicó— porque un buen hombre…
—¡No era bueno, papá! ¡Imposible! —protestaron las tres.
—Un tipo un poco grosero, una especie de puercoespín humano hecho una bola —continuó el señor Skimpole— que tiene una panadería en este barrio y a quien pedimos prestadas dos butacas. Necesitábamos dos butacas y no las teníamos, y, por consiguiente, buscamos un hombre que sí las tenía, para que nos las prestara. ¡Bueno! Ese pesado nos las prestó y nosotros las fuimos usando. Cuando ya estaban usadas nos las pidió y se las dimos. Dirían ustedes que estaría satisfecho. Pues no lo estaba. Objetó a que estuvieran usadas. Razoné con él y le expuse su error. Le dije: «¿Puede usted, a su edad, ser tan terco, amigo mío, como para persistir en que una butaca es algo que se ha de poner en una vitrina para contemplarla? ¿Que es un objeto que mirar, que observar de lejos, que estudiar desde un buen punto de vista? ¿No sabe usted que les pedimos prestadas estas butacas para sentarnos en ellas?». No fue nada razonable ni fácil de persuadir, y usó palabras destempladas. Con la misma paciencia que muestro en este momento le dije: «Bien, buen hombre, por diferentes que sean nuestras aptitudes para los negocios, somos hijos ambos de una gran madre, la Naturaleza. En esta hermosa mañana de verano me ve usted aquí (yo estaba en el sofá) con flores ante mí, con fruta en la mesa, con el cielo azul por encima de mí, el aire lleno de fragancia, contemplando la Naturaleza. Le ruego, por nuestra condición de hermanos, que no interponga entre mí y un espectáculo tan sublime la figura absurda de un panadero encolerizado». Pero sí que lo hizo —observó el señor Skimpole, elevando la vista al cielo con un asombro juguetón—; sí que interpuso aquella ridícula figura, y lo sigue haciendo, y lo seguirá haciendo. Y por eso me alegro mucho de desaparecer de su vista e irme a casa de mi amigo Jarndyce.
Parecía escapar a su consideración que la señora Skimpole y las hijas se quedaban allí a recibir al panadero, pero para ellas era algo tan acostumbrado que se había convertido en cuestión de rutina. Se despidió de su familia con una amabilidad tan airosa y tan gentil como todo lo que hacía, y se vino con nosotros en perfecta armonía consigo mismo. Tuvimos oportunidad de ver por algunas puertas abiertas, al ir bajando las escaleras, que sus propios apartamentos eran un palacio en comparación con el resto de la casa.
Me era imposible prever que antes de que acabara el día iba a suceder algo que en aquellos momentos me sorprendió mucho y que siempre habré de recordar por las consecuencias que tuvo. Nuestro invitado estuvo tan animado en el camino hacia casa que no pude por menos de escucharlo y maravillarme de él; y no fui yo la única, pues Ada cedió a la misma fascinación. En cuanto a mi Tutor, el viento que amenazaba con fijarse en el Levante cuando salimos de Somers Town giró en redondo antes de que nos alejáramos ni dos millas de allí.
Fuera por una puerilidad discutible o no, el señor Skimpole disfrutaba como un niño con el cambio y el buen tiempo. Nada cansado por su actividad durante el viaje, llegó al salón antes que nadie, y le oí tocar el piano mientras yo todavía me ocupaba de las cosas de la casa; estaba cantando barcarolas y canciones tabernarias, italianas y alemanas, una tras otra.
Nos habíamos reunidos todos poco antes de la cena, y él seguía al piano, tocando a su aire indolente algunas cancioncillas y hablando entre tanto de acabar algunos esbozos de las ruinas de la muralla de Verulam , que había empezado hacía uno o dos años y de los que se había cansado, cuando entraron con una tarjeta que mi Tutor leyó en— alto y con voz de sorpresa:
—¡Sir Leicester Dedlock!
El visitante entró en la sala mientras yo estaba todavía toda confusa y sin poderme mover. De haber podido, me habría escapado. En mi turbación, no tuve ni siquiera la presencia de ánimo para retirarme a la ventana junto a Ada, ni para saber siquiera dónde estaba. Oí mi nombre y vi que mi Tutor me estaba presentando antes de que pudiera sentarme en una silla.
—Siéntese, Sir Leicester, por favor.
—Señor Jarndyce —dijo Sir Leicester en respuesta mientras hacía una inclinación y se sentaba—, tengo el honor de venir aquí…
—Me hace usted a mí el honor, Sir Leicester.
—Gracias… de venir aquí camino de Lincolnshire para expresar mi pesar por el hecho de que cualquier motivo de enfrentamiento, por fuerte que sea, que tenga yo contra un caballero que…, que conoce usted y que ha sido su anfitrión, y a quien en consecuencia no voy a volver a mencionar, haya impedido a usted, y todavía más a unas señoritas bajo su protección y a su cargo, ver lo poco que pueda haber para agradar un gusto cortés y refinado en mi casa, Chesney Wold.
—Es usted muy amable, Sir Leicester, y en nombre de esas señoritas (que son las aquí presentes) y en el mío propio, se lo agradezco mucho.
—Es posible, señor Jarndyce, que el caballero a quien, por las razones que he mencionado, me abstengo de aludir más…, es posible, señor Jarndyce, que ese caballero me haya hecho el honor de comprender tan mal mi carácter como para inducir a usted a creer que mi personal de Lincolnshire no lo hubiera recibido a usted con la urbanidad y la cortesía que se les ha encargado muestren a todas las damas y todos los caballeros que se presenten en esa casa. Le ruego observe, señor mío, que la realidad es todo lo contrario.
Mi Tutor descartó delicadamente esa observación sin dar ninguna respuesta de palabra.
—Me ha dolido mucho, señor Jarndyce —continuó diciendo pomposamente Sir Leicester—. Le aseguro, señor mío, que me ha… dolido… mucho saber por el ama de llaves de Chesney Wold que un caballero que estaba en compañía de usted en aquella parte del condado y que parecería poseer un sentido refinado de las Bellas Artes también se vio impedido, por una causa similar, de examinar los cuadros de la familia con la calma, la atención, el cuidado que quizá hubiera deseado concederles, y que algunos de ellos quizá hubieran merecido —y sacó una tarjeta y leyó con mucha gravedad y cierta dificultad, con el monóculo puesto:— señor Hirrold… Herald… Harold… Skampling… Skumpling (perdón)… Skimpole.
—Éste es el señor Harold Skimpole —dijo mi Tutor, evidentemente sorprendido.
—¡Ah! —exclamó Sir Leicester—. Celebro mucho conocer al señor Skimpole y tener la oportunidad expresarle personalmente mi pesar. Espero, señor mío, que cuando vuelva usted a encontrarse en mi parte del condado no se sienta usted sometido a esos impedimentos.
—Es usted muy amable, Sir Leicester Dedlock. Con este aliento desde luego tendré el placer y el privilegio de visitar su hermosa casa. Los propietarios de mansiones como Chesney Wold —dijo el señor Skimpole con su aire habitual de felicidad y tranquilidad— son benefactores públicos. Tienen la bondad de mantener una serie de objetos deliciosos para la admiración y el placer de nosotros, los pobres, y si no aprovechamos toda la admiración y el placer que causa somos ingratos con nuestros benefactores.
Sir Leicester pareció aprobar mucho esta opinión.
—¿Es usted artista, señor mío?
—No —respondió el señor Skimpole—. Soy un hombre perfectamente ocioso. Un aficionado.
Sir Leicester pareció aprobar esto todavía más. Manifestó la esperanza de tener la fortuna de hallarse en Chesney Wold la próxima vez que el señor Skimpole fuera a Lincolnshire. El señor Skimpole se manifestó muy halagado y honrado.
—El señor Skimpole mencionó —continuó diciendo Sir Leicester al volver a dirigirse a mi Tutor—…, mencionó al ama de llaves, que como quizá observara es una sirvienta antigua y leal de la familia…
(«Eso fue cuando paseé por la casa el otro día, cuando fui a visitar a la señorita Summerson y la señorita Clare», nos explicó tranquilamente el señor Skimpole.)
—… que el amigo con quien había estado anteriormente allí era el señor Jarndyce —dijo Sir Leicester con una inclinación al portador de ese nombre—, y así fue como me enteré de la circunstancia por la que he expresado mi pesar. El que haya ocurrido algo así a cualquier caballero, señor Jarndyce, pero especialmente a un caballero a quien en tiempos conoció Lady Dedlock y que de hecho tiene un lejano parentesco con ella y por quien (como he sabido por Milady en persona) ella siente gran respeto, le aseguro que… me… causa… dolor.
—Le ruego no lo mencione más, Sir Leicester —interpuso mi Tutor—. Agradezco mucho su consideración, y estoy seguro de que todos los presentes sienten lo mismo. De hecho, el error fue mío, y debería ser yo quien me disculpara.
Yo no había levantado la vista ni una vez. No había mirado al visitante y ni siquiera me parecía haber escuchado la conversación. Me sorprende ver que puedo recordarla, pues mientras se celebraba no parecía hacerme ninguna impresión. Los oía hablar, pero me sentía tan confusa, y mi evasión instintiva de aquel caballero hacía que su presencia me resultara tan inquietante, que me pareció que no comprendía nada, debido a cómo me daba vueltas la cabeza y me palpitaba el corazón.
—He mencionado el asunto a Lady Dedlock —dijo Sir Leicester levantándose—, y Milady me dijo que había tenido el placer de cambiar unas palabras con el señor Jarndyce y sus pupilas con ocasión de un encuentro fortuito durante su estancia en los alrededores. Permítame, señor Jarndyce, repetir a usted y a estas señoritas las seguridades que ya he dado al señor Skimpole. Sin duda, las circunstancias me impiden decir que me resultaría grato saber que el señor Boythorn había favorecido mi casa con su presencia, pero esas circunstancias sólo se le aplican a él.
—Ya saben lo que siempre he opinado de él —dijo el señor Skimpole dirigiéndose animado a nosotras—: ¡Un simpático toro que está determinado a verlo todo de color de rojo!
Sir Leicester Dedlock tosió como si no le resultara posible oír otra palabra de alusión a tal individuo, y se despidió con grandes ceremonias y cortesías. Yo me fui a mi habitación a toda la velocidad posible, y me quedé en ella hasta que logré recuperar el control de mí misma. Me había sentido muy perturbada, pero celebré ver, al volver abajo, que únicamente se reían de mí por haber estado tímida y muda ante el gran baronet de Lincolnshire.
Yo ya había decidido que había llegado el momento de contar a mi tutor lo que sabía. La posibilidad de que me pusieran en contacto con mi madre, de que me llevaran a su casa, incluso de que el señor Skimpole, por distante que fuera su relación conmigo, fuera objeto de la amabilidad y el favor de su marido, me resultaba tan dolorosa que consideré que ya no podía orientarme sin la ayuda de mi Tutor.
Cuando nos retiramos a dormir y Ada y yo tuvimos nuestra conversación habitual en nuestra salita, volví a salir por mi puerta y busqué a mi Tutor entre sus libros.
Sabía que a aquella hora siempre se ponía a leer, y al acercarme vi que al pasillo salía la luz de su lámpara de lectura.
—¿Puedo pasar, Tutor?
—Claro, mujercita. ¿Qué pasa?
—No pasa nada. He pensado en aprovechar esta hora de reposo para decirle algo acerca de mí misma.
Me acercó una silla, cerró el libro y lo dejó a un lado y volvió hacia mí su rostro amable y atento. No pude dejar de observar que tenía aquella curiosa expresión que ya le había observado antes yo, aquella noche en que me dijo que él no tenía un problema que pudiera yo comprender fácilmente.
—Lo que te preocupa a ti, Esther querida —me dijo—, nos preocupa a todos. No puedes estar más dispuesta a hablar que yo a escucharte.
—Lo sé, Tutor. Pero necesito mucho su consejo y su apoyo. ¡Ay! No sabe usted cuánto lo necesito esta noche.
No parecía estar preparado para tanta gravedad de mi parte, e incluso me dio la sensación de sentirse un poco alarmado.
—No sabe cuánto deseaba hablar con usted —dije desde que estuvo aquí nuestro visitante.
—¡El visitante, querida mía! ¿Sir Leicester Dedlock?
—Sí.
Se cruzó de brazos y se quedó sentado mirándome con aire de enorme sorpresa, en espera de lo que iba a decir yo después. Yo no sabía cómo irlo preparando.
—¡La verdad, Esther, nuestro visitante y tú sois las dos últimas personas del mundo que se me hubiera ocurrido relacionar! —me dijo con una sonrisa.
—¡Ay, sí, Tutor! Ya lo sé. Y a mí también, hasta hace algún tiempo.
Se le borró la sonrisa de la cara, y puso un gesto más grave que antes. Fue a la puerta a ver si estaba cerrada (pero ya me había encargado yo de eso) y volvió a sentarse frente a mí.
—Tutor —le dije—, ¿recuerda usted cuando nos cayó encima la tormenta y Lady Dedlock le habló a usted de su hermana?
—Claro. Naturalmente.
—¿Y que le recordó a usted que ella y su hermana se habían enfrentado y «habían ido cada una por su lado»?
—Naturalmente.
—¿Por qué se separaron, Tutor?
Se le ensombreció el gesto al mirarme:
—¡Hija mía, qué preguntas! Nunca lo supe. Creo que nunca lo supo nadie más que ellas. ¡Quién podía saber qué secretos tenían aquellas dos mujeres, tan bellas y tan orgullosas! Ya has visto a Lady Dedlock. Si alguna vez hubieras visto a su hermana, sabrías que era tan decidida y tan altiva como ella.
—¡Ay, Tutor, la he visto muchísimas veces!
—¿Que la has visto? —hizo una pausa, mordiéndose el labio—. Entonces, Esther, cuando me hablaste de Boythorn hace mucho tiempo, y cuando te dije que casi se había casado una vez y que la dama no había muerto, pero que había muerto para él, y que todo aquello había influido en la vida ulterior de él…, ¿lo sabías todo y sabías quién era la dama?
—No, Tutor, —respondí, temerosa de la luz que iba abriéndose lentamente ante mí—. Y sigo sin saberlo.
—La hermana de Lady Dedlock.
—Y ¿por qué —apenas logré preguntarle—, por qué, Tutor, se lo ruego que me lo diga, por qué se separaron?
—Fue cuestión de ella, y mantuvo sus motivos encerrados en su corazón inflexible. Más tarde él conjeturó (pero no fue más que una conjetura) que algún daño sufrido por su altivo espíritu en el motivo que la llevó a enfrentarse con su hermana la había herido indeciblemente; pero ella le escribió que a partir de la fecha de aquella carta moría para él (y así ocurrió literalmente), y que aquella resolución era lo que le exigía su conocimiento del orgullo y el sentido del honor de él, que ella compartía. En consideración a esas características de él, e incluso por consideración de esas mismas características en ella, hacía el sacrificio, decía, y viviría con él y moriría con él. Me temo que hizo ambas cosas; desde luego, él nunca la volvió a ver ni oyó una palabra de ella a partir de aquel momento. Ni él ni nadie.
—¡Ay, Tutor, qué he hecho! —exclamé cediendo a mi dolor—. ¡Cuánta pena he causado inocentemente!
—¿Has causado tú, Esther?
—Sí, Tutor, inocentemente, pero no cabe duda. Esa hermana encerrada es mi primer recuerdo.
—¡No, no! —gritó asombrado.
—¡Sí, Tutor, sí! ¡Y su hermana es mi madre!
Yo le hubiera contado todo lo que decía la carta de mi madre, pero él no quiso escucharlo entonces. Me habló con tanto cariño y tanta sabiduría, y me explicó con tanta claridad todo lo que yo había pensado imperfectamente y esperado en mis mejores momentos, que, pese a toda la ferviente gratitud que había sentido por él a lo largo de tantos años, creo que nunca lo quise tanto, nunca le estuve tan agradecida en mi corazón como aquella noche. Y cuando me llevó a mi cuarto y se despidió de mí con un beso, y cuando por fin me acosté, lo único en que pensé fue en cómo podría jamás hacer lo suficiente, jamás ser lo bastante buena, cómo en mi modestia podía jamás olvidarme lo bastante de mí misma, consagrarme lo suficiente a él y ser lo suficientemente útil a los demás, como para demostrarle hasta qué punto lo bendecía y lo honraba.