Casa desolada

23. La narración de Esther

23. La narración de Esther

Volvimos a casa después de pasar seis semanas muy agradables en la del señor Boythorn. Salíamos a menudo al parque, y raras veces pasábamos junto al Pabellón en el que nos habíamos refugiado, sin entrar a hablar con la mujer del guardabosques, pero no volvimos a ver a Lady Dedlock más que los domingos, en la iglesia. En Chesney Wold había invitados, y aunque ella estaba rodeada de caras hermosas, la suya seguía manteniendo para mí la misma fascinación que la primera vez. Ni siquiera ahora estoy del todo segura de si aquello era doloroso o agradable; de si me atraía a ella o me alejaba de ella. Creo que la admiraba con una especie de temor, y sé que en su presencia mis ideas siempre retrocedían, igual que la primera vez, a aquellos tiempos de mis primeros años.

En más de uno de aquellos domingos llegó a ocurrírseme que lo mismo que tan curiosamente representaba aquella dama para mí, lo representaba yo para ella; quiero decir que yo inquietaba sus pensamientos tanto como ella influía en los míos, aunque de forma diferente. Pero cuando la miraba a hurtadillas y la veía tan compuesta, tan distante e inaccesible, pensaba que aquello era una debilidad tonta de mi parte. De hecho, consideraba que todo mi estado de ánimo a su respecto era débil e irracional, y trataba de corregirlo en todo lo posible.

Ocurrió un incidente, poco antes de que nos fuéramos de la casa del señor Boythorn, que debo mencionar ahora.

Estaba yo paseándome por el jardín, con Ada, cuando me dijeron que tenía una visita. Al entrar en la salita donde me esperaba aquella persona, vi que era la doncella francesa que se había quitado los zapatos para andar por la hierba mojada, aquel día de los truenos y los relámpagos.

—Mademoiselle —comenzó a decir, mirándome fijamente con aquellos ojos tan intensos, aunque, por lo demás, tenía un aspecto agradable, y hablaba sin insolencia ni servilismo—, me he tomado una gran libertad al venir aquí, pero como es usted tan amable, Mademoiselle, sabrá perdonarme:

—No hay nada que perdonar —repliqué— si lo que desea usted es hablar conmigo.

—Eso es lo que deseo, Mademoiselle. Mil gracias por darme permiso. Me autoriza usted a hablar con usted, ¿n'est ce pas? —preguntó rápida y espontáneamente.

—Desde luego —respondí.

—¡Es usted tan amable, Mademoiselle! Entonces, escuche, por favor. He dejado a Milady. No lográbamos ponernos de acuerdo. Milady es tan altiva, ¡tan altanera! ¡Perdón, Mademoiselle! ¡Tiene usted razón! —Con su agilidad mental, se había adelantado a lo que iba yo a decir inmediatamente, pero no había hecho más que pensar—. No me corresponde a mí venir a quejarme de Milady. Pero digo que es altanera, muy altanera. No diré ni una palabra más. Eso lo sabe todo el mundo.

—Continúe, por favor —insté.

—Desde luego; Mademoiselle, le agradezco su cortesía. Mademoiselle, tengo un deseo inexpresable de hallar empleo con una señorita que sea buena, educada y bella como un ángel. ¡Ah, si pudiera tener el honor de ser su doncella!

—Lo siento, pero… —comencé.

—¡No me rechace tan pronto, Mademoiselle! —dijo, con una contracción involuntaria de sus finas cejas negras— ¡Déjeme un momento de esperanza! Mademoiselle, sé que este servicio sería menos brillante que el que acabo de abandonar. Bueno, eso es lo que deseo. Sé que este servicio sería menos distinguido que el que acabo de abandonar. ¡Bueno! Eso es lo que deseo. Sé que aquí cobraría menos. Bien. No me importa.

—Le aseguro —dije, muy inquieta ante la mera idea de tener una doncella así— que yo no tengo doncella…

—Ah, Mademoiselle, pero ¿por qué no? ¡Por qué no, cuando puede usted tener a alguien que le sea totalmente leal! ¡Alguien que estaría encantada de servirla, que le sería tan fiel, tan celosa de sus cosas, tan leal día tras día! Mademoiselle, deseo con todo mi corazón entrar a su servicio. No hablemos de dinero por ahora. Tómeme tal como vengo. ¡Por nada!

Hablaba con tal fervor que di un paso atrás, casi asustada de ella. Como sin darse cuenta, en su andar seguía avanzando hacia mí, y hablaba rápidamente y en voz baja, aunque siempre con cierta elegancia y corrección.

—Mademoiselle, yo soy del Midi, donde somos de temperamento vivo, y donde queremos o no queremos con todas nuestras fuerzas. Milady era demasiado altanera para mí, yo era demasiado altanera para ella. Eso ya pasó, se acabó, ¡se terminó! Recíbame a su servicio, y seré una buena doncella. Haré por usted más cosas de las que se pueda usted figurar. ¡Chist!, Mademoiselle, estoy dispuesta a…, da igual. Haré todo lo que me sea posible en todo. Si me acepta usted a su servicio, no se arrepentirá. Mademoiselle, usted no se arrepentirá, y yo seré una buena doncella. ¡No lo puede usted ni imaginar!

En la cara se le reflejaba una temible energía, mientras me contemplaba al explicarle yo que me era imposible contratarla (sin considerar necesario explicarle lo poco que deseaba hacerlo), lo cual pareció provocar la aparición ante mí de una mujer de las calles de París durante el Terror. Me escuchó sin interrumpirme, y después dijo, con su atractivo acento y con voz muy pausada:

—Bien, Mademoiselle, ya he recibido mi respuesta. Lo siento. Pero ahora tengo que ir a otra parte, a buscar lo que no he podido encontrar aquí. ¿Tendrá usted la bondad de permitirme que le bese la mano?

Me miró con más intensidad al tomármela, y durante aquel contacto momentáneo pareció tomar nota de cada una de las venas que la recorrían.

—Me temo haberla sorprendido, Mademoiselle, el día de la tormenta, ¿no? —preguntó, con una reverencia de despedida.

Confesé que nos había sorprendido a todos.

—Hice un juramento, Mademoiselle —dijo, con una sonrisa, y quería dejármelo grabado en la cabeza, para cumplirlo fielmente—. ¡Y es lo que voy a hacer! ¡Adieu, Mademoiselle!

Así terminó nuestra conferencia, lo cual celebré mucho. Supuse que se iría del pueblo, pues no la volví a ver, y no ocurrió nada que perturbara nuestras apacibles diversiones veraniegas hasta que pasaron las seis semanas y volvimos a casa, como acababa de decir.

En aquella época, y durante muchas semanas después, las visitas de Richard fueron constantes. Además de venir todos los sábados y domingos, y quedarse con nosotros hasta el lunes por la mañana, a veces venía a caballo, inesperadamente, pasaba la velada con nosotros y volvía a marcharse a la mañana siguiente. Estaba tan animado como siempre, y nos decía que trabajaba mucho, pero yo no estaba tranquila a su respecto. Me parecía que todo su trabajo estaba mal orientado. No podía ver que lo llevara a ninguna parte, más que a la formación de esperanzas ilusorias relativas del pleito, que ya había sido la causa perniciosa de tanto dolor y tanta ruina. Nos decía que había llegado a la clave del misterio, y estaba perfectamente al tanto de que el testamento en virtud del cual corresponderían a Ada y a él no sé cuántos miles de libras, tenía que aclararse definitivamente, de suponer que en el Tribunal de Cancillería existía el más mínimo sentido de la Justicia (¡pero qué grande sonaba aquel «de suponer que» a mis oídos!), y que ya no podía faltar mucho para aquella feliz conclusión. Se lo demostraba a sí mismo con todos los argumentos gastados que había leído en ese sentido, y cada uno de ellos le hacía sumirse más en su ilusión. Incluso había empezado a frecuentar el Tribunal. Nos dijo que allí veía a diario a la señorita Flite, que hablaban y que, al mismo tiempo que se reía de ella, en el fondo de su alma la compadecía. Pero nunca se imaginó —¡nunca, mi pobre, mi querido, mi optimista Richard!— el vínculo fatal que se iba forjando entre su propia y lozana juventud y la ajada ancianidad de ella; entre sus esperanzas de libertad y los pájaros enjaulados de ella, metida en su buhardilla famélica y víctima de sus desvaríos.

Ada lo amaba demasiado para desconfiar de él en nada de lo que hiciera o dijera, y aunque mi Tutor se quejaba a menudo del viento de Levante y pasaba más tiempo que de costumbre leyendo en el Gruñidero, mantenía un silencio estricto en relación con el tema. Por eso, un día en que fui a Londres a ver a Caddy Jellyby, que me había llamado, pensé en pedir a Richard que me esperase en la estación de las diligencias, con objeto de charlar un rato con él. Allí lo encontré a mi llegada, y nos fuimos del brazo.

—Bueno, Richard —dije en cuanto me pareció que podíamos hablar en serio—, ¿empiezas a sentirte más asentado?

—¡Desde luego, amiga mía! —replicó Richard—. Estoy bastante bien.

—Ya lo has dicho antes, mi querido Richard.

—Y no te parece respuesta, ¿verdad? ¡Bueno! Quizá no lo sea. ¿Asentado? ¿Quieres decir si tengo la sensación de que me voy asentando?

—Sí.

—Pues no, no podría afirmar que me voy asentando —dijo Richard, acentuando la última palabra, como para subrayar su dificultad—, porque es imposible asentarse mientras siga sin asentarse todo este asunto. Cuando digo «asunto», me refiero, naturalmente, a… al tema prohibido. —¿Crees que llegará a asentarse alguna vez? —pregunté.

—No me cabe la menor duda —afirmó Richard.

Seguimos paseando un rato en silencio, y poco después Richard volvió a hablarme con su voz más franca y emocionada:

—Mi querida Esther, te comprendo, y te aseguro que me gustaría ser más constante. No me refiero a mi constancia para con Ada, pues la quiero mucho, cada día más, sino constante conmigo mismo (no logro expresar bien lo que quiero decir, no sé por qué, pero estoy seguro de que me comprendes). Si fuera más constante, me habría aferrado como una lapa a Badger, o Kenge y Carboy, y estaría ya trabajando de manera metódica y sistemática, y no tendría deudas, y…

—¿Tienes deudas, Richard?

—Sí —dijo Richard—, tengo algunas deudas, mi querida Esther. Y además paso demasiado tiempo en los billares y sitios por el estilo. Ahora que te he confesado mis crímenes, seguro que me desprecias, ¿verdad, Esther?

—Sabes perfectamente que no —dije.

—Eres más generosa conmigo de lo que lo soy yo muchas veces —me replicó—. Querida Esther, soy un pobre diablo, por no estar más asentado; pero ¿cómo puedo estar más asentado? Si tú vivieras en una casa sin terminar, no podrías asentarte en ella; si estuvieras condenada a dejar sin terminar todo lo que emprendieras, te parecería difícil aplicarte a nada, y, sin embargo, ése es mi caso, por desgracia. Yo nací en medio de este litigio inacabado, con todas sus fluctuaciones y todas sus posibilidades, y empezó a desasentarme antes de que yo pudiera comprender la diferencia que hay entre un pleito y un crédito, y ha seguido teniéndome desasentado toda mi vida; y aquí me tienes ahora: consciente a veces de que soy un inútil, e indigno de amar a mi confiada prima Ada.

Estábamos en un lugar solitario, y al decir aquellas palabras se llevó las manos a los ojos y exhaló un gemido.

—¡Ay, Richard —le dije—, no sufras tanto! Eres de carácter noble, y es posible que el amor de Ada te haga cada día más digno de ella.

—Ya lo sé, amiga mía —replicó, apretándome el brazo—, lo sé perfectamente. No te preocupes por verme un poco débil en estos momentos, porque llevo mucho tiempo pensando en todo el asunto, y a veces me he propuesto hablar contigo, y unas veces me ha faltado la oportunidad y otras el valor. Sé lo que debería inspirarme el pensar en Ada, pero no me vale de nada. Estoy demasiado desasentado incluso para eso. La quiero con toda mi alma, y, sin embargo, no actúo bien con ella al no actuar bien conmigo mismo todos los días y a todas horas. Pero esto no va a durar eternamente. Hemos de llegar a una última audiencia, y el fallo nos será favorable, ¡y entonces veréis tú y Ada de lo que soy verdaderamente capaz yo!

Me había angustiado al oírlo sollozar y ver que se llevaba las manos a los ojos para contener las lágrimas, pero aquello me afectó infinitamente menos que la animación y la esperanza con que pronunció las últimas palabras.

—He estudiado bien los documentos, Esther; llevo meses estudiándolos —continuó diciendo, recuperando de golpe su tono alegre—, y puedes creerme si te digo que vamos a ganar. ¡Sabe el Cielo que llevamos años de retraso, y eso no puede sino aumentar la probabilidad de que el caso termine rápidamente! De hecho, ya está inscrito en el calendario de los Tribunales. ¡Todo va a arreglarse, y entonces verás!

Recordé que acababa de colocar a los señores Kenge y Carboy en la misma categoría que al señor Badger, y le pregunté cuándo se proponía firmar su pasantía en Lincoln’s Inn.

—¡Vuelta a lo mismo! Creo que nunca, Esther —respondió con un esfuerzo—. Creo que ya me basta de eso. Después de trabajar en Jarndyce y Jarndyce como un forzado, se ha saciado mi sed de Derecho, y me he convencido de que no me gusta. Además, me da la sensación de que cada vez me desasienta más el estar constantemente en el lugar de la acción. De manera que, naturalmente, ¿en qué puedo pensar? —terminó Richard, que había recuperado su confianza.

—No puedo imaginármelo —dije.

—No te pongas tan seria —replicó Richard—, porque, mi querida Esther, es lo mejor que puedo hacer, estoy seguro. No es como si quisiera una profesión para toda la vida. El proceso tiene que llegar a su fin, y entonces tendré una buena posición. No. Para mí se trata de una actividad que es, por su propia índole, más o menos desasentada, y, por lo tanto, adecuada para mi condición actual… Debería decir la más adecuada. ¿Qué es, entonces, lo que estoy pensando?

Lo miré, y negué con la cabeza.

—¡Qué va a ser, sino el ejército! —dijo Richard, con tono de total convencimiento.

—¡El ejército! —exclamé.

—Pues claro que el ejército. Lo que pasa es que tengo que conseguir un despacho, y después ¡estoy colocado! —dijo Richard.

Y después me demostró, me probó con cálculos complicados en su cuaderno de bolsillo, que de suponer que hubiera contraído, por ejemplo, deudas por valor de 200 libras en seis meses, antes de entrar en el ejército, y que en el mismo período de tiempo no contrajera ninguna, dentro del ejército, acerca de lo cual estaba perfectamente decidido, esa medida debía implicar un ahorro de 400 libras al año, que era una suma considerable. Y después habló de forma tan ingenua y sincera del sacrificio que había hecho al alejarse durante un cierto tiempo de Ada, y de la seriedad con la que aspiraba —como verdaderamente pensaba que aspiraba, lo sé— a devolverle su amor y garantizar su felicidad, y a vencer sus propias debilidades, y a convertirse en el alma misma de la decisión, que me dio gran dolor de corazón. Porque yo pensaba: «¿cómo acabaría esto, cómo podría acabar todo esto, cuando tan pronto y de forma tan segura todas sus cualidades viriles estaban afectadas por la feroz plaga que destrozaba todas las cosas sobre las cuales caía?»

Hablé a Richard con todo mi sentimiento y con toda la esperanza que entonces no podía sentir, y le imploré que, por amor de Ada, no depositara ninguna confianza en la Cancillería (en la que nadie confiaba y que todo el mundo contemplaba con temor, desprecio y horror; le supliqué que la viera como algo tan flagrante y tan perverso que, salvo un milagro, jamás podría producir nada bueno para nadie).

Richard asintió complaciente a todo lo que le dije; con un fácil menosprecio del Tribunal y de todo lo demás, y trazó una imagen brillantísima de la vida que iba a llevar, ¡ay!, cuando aquel terrible proceso se resolviera. Nuestra conversación fue muy larga, pero en el fondo siempre volvía al mismo tema.

Por fin llegamos a Soho Square, donde me había dado cita Caddy Jellyby, por tratarse de un lugar tranquilo y cercano a Newman Street. Caddy estaba en el jardincillo del centro, y vino corriendo en cuanto me vio. Tras unas palabras alegres, Richard nos dejó a solas.

—Prince tiene un alumno enfrente de aquí, Esther —dijo Caddy—, y nos ha dejado la llave. Así que, si quieres venir conmigo, nos podemos ir allí y te puedo decir con tranquilidad por qué quería verte, amiga mía.

—Muy bien, guapa —dije—. Encantada.

De manera que Caddy, tras darme un pellizco en la carita, como decía ella, cerró la puerta, me tomó del brazo y empezamos a darnos unas vueltas por el jardincillo.

—Ya sabes, Esther —dijo Caddy, a quien le gustaba mucho hablar en confianza—, que cuando me dijiste que estaría mal casarme sin decírselo a Mamá, o incluso mantener en secreto nuestro compromiso mucho tiempo (aunque he de decir que no creo que yo le importe mucho a Mamá), me pareció que debía mencionar tus opiniones a Prince. En primer lugar, porque creo que debo aprovechar todo lo que me dices tú, y en segundo lugar, porque no tengo secretos para Prince.

—¿Y estuvo de acuerdo, Caddy?

—¡Ah, querida mía! Te aseguro que estaría de acuerdo con cualquier cosa que tú dijeras. ¡No tienes idea de la opinión que tiene de ti!

—¿De verdad?

—Esther, pondría celosa a cualquiera que no fuera yo —dijo Caddy, riéndose y meneando la cabeza—, pero a mí me hace muy feliz, porque eres la primera amiga que he tenido en mi vida, y la mejor que puedo tener, y nadie puede respetarte y quererte demasiado para mi gusto.

—Te aseguro, Caddy —respondí—, que participas en la conspiración general para que yo esté siempre de buen humor. Pero ¿qué me ibas a contar?

—¡Bueno! Lo que te iba a contar —replicó Caddy, cruzando las manos sobre mi brazo, en gesto de confianza era que hablamos mucho del asunto, y le dije a Prince: «Prince, como la señorita Summerson…»

—¡Espero que no dijeras «la señorita Summerson»!

—¡No, claro! —exclamó Caddy, muy complacida y con la cara más radiante del mundo—. Dije «Esther». Le dije a Prince: «Como Esther está muy convencida de eso, Prince, y así me lo ha expresado, y es lo que repite cuando me envía esas notas tan amables, que tanto te gusta que te lea, estoy dispuesta a revelar la verdad a Mamá en cuanto te parezca bien. Y creo, Prince (añadí), que Esther piensa que yo estaría en mejor posición, más fiel y más honorable en todo, si tú hicieras lo mismo con tu Papá.»

—Si, guapita —dije—. Desde luego, eso es lo que piensa Esther.

—¡Ya ves que tenía razón yo! —exclamó Caddy—. Bueno, aquello dejó a Prince de lo más preocupado, no porque sintiera la menor duda al respecto, sino porque tiene tan en consideración los sentimientos del señor Turveydrop padre, y temía que el anciano caballero tuviera un ataque, o se desmayara, o le ocurriera algo si se lo comunicaba. Temía que el señor Turveydrop pensara que era un desagradecido, y que el golpe fuera demasiado para él. Porque ya sabes, Esther —continuó Caddy—, que el señor Turveydrop es persona de magnífico porte, y es sumamente sensible.

—¿De verdad, hija?

—Sí, sumamente sensible. Es lo que dice Prince. Y por eso mi hijito querido… No quería utilizar ese término delante de ti, Esther —se excusó Caddy, toda sonrojada—, pero, en general, llamo a Prince mi hijito querido.

Me reí, y también se rió Caddy, ruborizada, y continuó diciendo:

—Eso lo ha dejado, Esther…

—¿Dejado a quién, hija?

—¡Qué mala eres! —dijo Caddy, con la carita encendida y riéndose—. ¡A mi hijito querido, si es que insistes! Eso lo ha dejado inquietísimo desde hace semanas, y no hace más que retrasarlo de un día para otro, precisamente por esa inquietud. Por fin me ha dicho: «Caddy, si pudiéramos convencer a la señorita Summerson, a quien tanto admira mi padre, para que estuviera presente cuando yo hablara del tema, creo que podría decírselo». Y yo le prometí que te lo pediría. Y además decidí —añadió Caddy, mirándome con una mezcla de esperanza y timidez— que si consentías, después te pediría que vinieras conmigo a ver a Mamá. A eso me refería cuando te decía en mi esquela que tenía que pedirte un gran favor y una gran ayuda. Y si pudieras hacérmelo, Esther, te estaríamos los dos muy agradecidos.

—Vamos a ver, Caddy —dije, haciendo como que reflexionaba—. La verdad es que creo que podría hacer algo más que eso, en caso de necesidad muy urgente. Hija mía, estoy a tu servicio y al de tu hijito querido, en cuanto me lo digáis.

Caddy quedó transportada por aquella respuesta mía, pues creo que era tan susceptible a la menor amabilidad o el menor aliento como el corazón más tierno que jamás haya latido en el mundo, y tras dar otra vuelta o dos por el jardín, momentos durante los cuales sacó un par de guantes totalmente nuevos, y se puso lo más resplandeciente posible para no desagradar en lo más mínimo al Maestro del Porte, fuimos directamente a Newman Street.

Naturalmente, Prince estaba dando una clase. Lo encontramos ocupado con una alumna no demasiado brillante —una muchachita terca con la frente ceñuda, de voz profunda y con una mamá descontenta y sombría—, cuyo problema, desde luego, no se resolvió con la confusión en la que sumimos a su preceptor. Por fin terminó la lección, tras avanzar de la forma más discordante posible, y cuando la niña se cambió de zapatos y sumergió bajo varios chales su vestido de muselina blanca, se la llevaron. Tras unas palabras de preparativo, fuimos en busca del señor Turveydrop, a quien encontramos, junto con su sombrero y sus guantes, como modelo de buen Porte, en sus apartamentos privados, que eran la única parte cómoda de la casa. Parecía haberse ataviado con toda calma, en los intervalos de una ligera colación, y en torno a él yacían su estuche de tocador, sus cepillos y demás, todo ello de lo más elegante.

—Padre, la señorita Summerson y la señorita Jellyby.

—¡Encantado! ¡Sumo gusto! —dijo el señor Turveydrop, levantándose con su reverencia habitual con los hombros levantados—. ¡Permítanme! —mientras nos acercaba unas sillas—. ¡Siéntense! —mientras se besaba las puntas de los dedos de la mano izquierda—. ¡Qué alegría! —mientras cerraba los ojos y se mecía de costado—. Mi pequeño retiro se convierte en un paraíso —mientras se recomponía en el sofá, como segundo caballero de Europa . Ya ve usted, señorita Summerson —dijo—, que seguimos utilizando nuestras humildes artes para afinar, afinar. Y el sexo vuelve a estimularnos, y a recompensarnos con la condescensión de su encantadora presencia. Es una gran cosa, en estos tiempos que corren (y la verdad es que han degenerado mucho desde los tiempos de Su Alteza Real el Príncipe Regente, mi protector, si se me permite decirlo) advertir que el buen porte no es objeto del total desprecio de la chusma. Que todavía puede gozar con la sonrisa de la Belleza, señorita mía.

No dije nada, lo que me pareció una respuesta adecuada, y él aspiró un poco de rapé.

—Hijo mío —continuó diciendo el señor Turveydrop—, esta tarde tienes cuatro clases. Te recomendaría un bocadillo rápido.

—Gracias, padre —replicó Prince—. No dejaré de ser puntual. Padre querido, ¿puedo pedirle que se prepare para que le dé una importante noticia?

—¡Cielo Santo! —exclamó el modelo, pálido y demudado, cuando se inclinaron ante él Prince y Caddy, tomados de la mano—. ¿Qué es esto? ¿Estás loco? ¿Qué es esto?

—Padre —respondió Prince con gran sumisión—, amo a esta señorita, y estamos comprometidos.

—¡Comprometidos! —gritó el señor Turveydrop, reclinándose en el sofá y tapándose los ojos con la mano—. ¡Mi propio hijo me clava una flecha en el corazón!

—Somos novios desde hace tiempo, padre —tartamudeó Prince—, y cuando la señorita Summerson lo supo, nos aconsejó que se lo dijéramos a usted, y ha tenido la amabilidad de acompañarnos en esta ocasión. La señorita Jellyby es una dama que lo respeta mucho a usted, padre.

El señor Turveydrop exhaló un gemido.

—¡No, padre, por favor! Se lo ruego, padre —exhortó el hijo—. La señorita Jellyby es una dama que lo respeta mucho a usted, y nuestro primer deseo es considerar el bienestar de usted.

El señor Turveydrop sollozó.

—¡No, padre, se lo ruego! —exclamó el hijo.

—Muchacho —dijo el señor Turveydrop—, menos mal que tu santa madre no tiene que experimentar este sufrimiento. Apuñálame sin compasión. ¡En el corazón, hijo mío, en el corazón!

—¡Por favor, no diga eso, padre! —imploró Prince, bañado en lágrimas—. Me hiere profundamente. Le aseguro, padre, que nuestro primer deseo y nuestra primera intención es atender a su bienestar. Caroline y yo no olvidamos nuestra obligación (pues mis obligaciones son las de Caroline, como nos hemos dicho el uno al otro muchas veces), y con su aprobación y su permiso, padre, nos consagraremos a hacerle agradable a usted la vida.

—¡No tengas compasión! —murmuró el señor Turveydrop—. ¡No tengas compasión!

Pero me pareció que estaba escuchando.

—Mi querido padre —contestó Prince—, sabemos muy bien las comodidades a las que está usted acostumbrado y a las que tiene usted derecho, y siempre nos ocuparemos, y nos orgulleceremos, de atender a eso antes que nada. Si nos da usted su bendición, padre, con su aprobación y su consentimiento, no pensaremos en casarnos hasta que a usted le parezca bien, y cuando nos casemos, siempre tendremos a usted, naturalmente, en el primer lugar de nuestras consideraciones. Usted siempre será aquí Amo y Señor, padre, y creemos que sería antinatural por nuestra parte no reconocerlo, ni esforzarnos en todo lo posible por complacerle.

El señor Turveydrop se sometió a un duro combate interno, y volvió a erguirse en el sofá, con los carrillos inflados sobre su corbatín almidonado: un modelo perfecto de Porte paterno.

—¡Hijo mío! —dijo el señor Turveydrop—. ¡Hijos míos! No puedo resistir a vuestra súplica. ¡Que seáis muy felices!

Su benignidad al hacer levantarse a su futura nuera y alargar la mano a su hijo (que se la besó con un respeto y una gratitud llenos de afecto) fue el espectáculo más extraño que jamás hubiera presenciado yo.

—Hijos míos —dijo el señor Turveydrop, abrazando paternalmente a Caddy con el brazo izquierdo cuando se sentó ella a su lado, y colocando elegantemente la mano derecha en la cadera—, hijo mío e hija mía, yo me encargaré de que seáis felices. Cuidaré de vosotros. Viviréis siempre conmigo (lo cual significaba, naturalmente: «viviré siempre con vosotros»); en adelante, esta casa es tan vuestra como mía; consideradla vuestro hogar. ¡Que viváis muchos años para compartirla conmigo!

Tal era la fuerza de su Porte, que verdaderamente ellos se sintieron abrumados de gratitud, como si en lugar de imponerles su presencia para el resto de sus vidas, estuviera haciendo un sacrificio grandioso en favor de ellos.

—En cuanto a mí, hijos míos —dijo el señor Turveydrop—, estoy empezando a marchitarme cual las hojas del, otoño, y es imposible decir cuánto tiempo de Porte caballeresco les queda a estos viejos huesos, a esta trama débil y gastada. Pero, entre tanto, seguiré cumpliendo con mi deber para con la sociedad y apareciendo en público como de costumbre. Mis necesidades son pocas y sencillas. Este pequeño apartamento, los elementos indispensables para mi aseo, mi frugal comida de la mañana y mi parca cena me bastan. Encomiendo a vuestro afecto filial el atender a esas necesidades, y del resto me encargo yo.

Volvieron a quedar abrumados ante tamaña generosidad.

—Hijo mío —continuó diciendo el señor Turveydrop—, en cuanto a esas cuestiones menores en las que adoleces de algún defecto, cuestiones de buen Porte que son innatas en el hombre, que se pueden mejorar con aplicación, pero que nunca se pueden crear, puedes seguir contando conmigo. He sido fiel a mi deber desde la época de Su Alteza Real el Príncipe Regente, y no voy a abandonarlo ahora. No, hijo mío. Si alguna vez has considerado con orgullo la humilde posición de tu padre, puedes tener la seguridad de que éste nunca hará nada que la empañe. Por tu parte, Prince, como tienes un carácter diferente (no podemos ser todos iguales, ni siquiera sería aconsejable que lo fuéramos), trabaja, sé industrioso, gana dinero y amplía tu círculo en todo lo posible.

—Puede usted contar con que así lo haré, padre, con todo mi corazón —replicó Prince.

—No me cabe duda —dijo el señor Turveydrop—. No tienes cualidades brillantes, hijo mío, pero sí son constantes y meritorias. Y a ambos, hijos míos, no deseo sino declarar, animado por el espíritu de aquella santa Mujer en cuya vida tuve la fortuna de arrojar, creo, algún rayo de luz: ¡cuidad del establecimiento, atended a mis frugales necesidades y recibid mi bendición!

Después, el señor Turveydrop se puso tan galante, para celebrar la ocasión, que hube de decir a Caddy que si queríamos ir aquel mismo día a Thavies Inn, teníamos que marcharnos inmediatamente. Y así nos fuimos, tras una despedida cariñosísima entre Caddy y su prometido, y durante nuestro paseo estaba ella tan feliz, y tan llena de elogios para el señor Turveydrop padre, que yo no hubiera dicho nada en contra de éste por ningún motivo.

La casa de Thavies Inn tenía letreros en las ventanas en los que se anunciaba que se alquilaba, y parecía más sucia, más sombría y más fea que nunca. El nombre del pobre señor Jellyby había aparecido en la Lista de Quiebras hacía sólo un día o dos, y él estaba encerrado en el comedor con dos señores y un montón de sacas azules, libros de contabilidad y documentos, tratando desesperadamente de comprender sus propios negocios. A mí me pareció que estaban totalmente fuera del ámbito de su comprensión, pues cuando Caddy me hizo entrar en el comedor, por equivocación, y vimos al señor Jellyby con sus gafas puestas, arrinconado tristemente entre la gran mesa y aquellos dos señores, parecía haber renunciado a todo y haberse quedado mudo e insensible.

Al subir a la habitación de la señora Jellyby (todos los niños estaban gritando en la cocina, y no se veía a ninguna criada), vimos a aquella dama sumida en una voluminosa correspondencia, abriendo, leyendo y clasificando cartas, con un gran montón de sobre rotos en el suelo. Estaba tan ocupada, que al principio no me reconoció, aunque se quedó mirándome con aquella mirada curiosa, brillante y distante que el era característica.

—¡Ah! ¡Señorita Summerson! —dijo por fin—. ¡Estaba pensando en algo completamente distinto! Espero que esté usted bien. Me alegro de verla. ¿Están bien el señor Jarndyce y la señorita Clare?

Expresé a mi vez el deseo de que el señor Jellyby estuviera bien.

—No del todo, hija mía —dijo la señora Jellyby con toda calma—. Ha tenido mala suerte en los negocios, y está un poco desanimado. Afortunadamente para mí, estoy tan ocupada que no tengo tiempo para pensar en ello. Ya tenemos a ciento setenta familias, señorita Summerson, con una media de cinco personas cada una, que se han ido o están a punto de irse a la ribera izquierda del Níger.

Yo pensé en la familia tan cerca de nosotras, que no se había ido ni se iba a ir a la ribera izquierda del Níger, y me pregunté cómo podía aquella señora estar tan tranquila.

—Veo que me ha traído usted a Caddy —observó la señora Jellyby con una mirada hacia su hija—. Últimamente resulta excepcional verla. Casi ha dejado su antiguo empleo, y de hecho me obliga a emplear a un muchacho.

—Estoy segura, Mamá… —empezó a decir Caddy.

—Sabes perfectamente, Caddy —interpuso plácidamente su madre—, que efectivamente empleo a un muchacho, que ahora está cenando. ¿Por qué me contradices?

—No iba a contradecirte, Mamá —replicó Caddy—. No iba más que a decir que sin duda no querrías tenerme de mera amanuense toda la vida.

—Creo, hija mía —dijo la señora Jellyby, que seguía abriendo sus cartas, echándoles un vistazo con una sonrisa brillante y clasificándolas mientras hablaba—, que tienes ante ti, en tu madre, un ejemplo práctico. Además, ¿una mera amanuense? Si tuvieras alguna solidaridad con los destinos de la raza humana, eso te elevaría por encima de toda idea de ese estilo. Pero no la tienes. Te he dicho muchas veces, Caddy, que no tienes esa solidaridad.

—No con África, Mamá. No la tengo.

—Desde luego que no la tienes. Y si por fortuna no estuviera tan ocupada, señorita Summerson —observó la señora Jellyby mirándome dulcemente un momento, mientras pensaba dónde poner la carta que acababa de abrir—, esto sería para mí motivo de desilusión y de inquietud. Pero tengo tanto en qué pensar en relación con Borriobula-Gha, y es tan necesario que me concentre en ello, que en eso encuentro mi consuelo, como ve usted.

Como Caddy me lanzó una mirada de súplica, y la señora Jellyby contemplaba la lejana África por encima de mi sombrero y de mi cabeza, me pareció una buena oportunidad para entrar en el tema de mi visita, y atraer la atención de la señora Jellyby.

—Quizá —comencé— se pregunte usted qué es lo que me ha hecho venir aquí a interrumpirla a usted.

—Siempre es una alegría para mí ver a la señorita Summerson —respondió la señora Jellyby, que continuaba su actividad con una sonrisa plácida—, aunque desearía que se interesara más por el proyecto de Borriobula —añadió, moviendo la cabeza.

—He venido con Caddy —dije yo— porque Caddy piensa, con razón, que no debe tener secretos con su madre, y supone que la voy a alentar y ayudar (aunque yo no sé cómo) en desvelarle uno.

—Caddy —observó la señora Jellyby, interrumpiéndose un momento en su actividad y continuándola después serenamente tras menear la cabeza—, me vas a decir alguna tontería.

Caddy se desanudó las cintas del sombrero, se lo quitó y, balanceándolo por aquellas mismas cintas, exclamó animada:

—¡Mamá, estoy prometida!

—¡Vamos, no seas ridícula! —observó la señora Jellyby con aire abstraído, mientras miraba la última carta que había abierto—. ¡Eres tonta!

—Estoy prometida, Mamá —gimió Caddy—, con el señor Turveydrop hijo, el de la Academia, y el señor Turveydrop padre (que es todo un caballero) nos ha dado su consentimiento, y te ruego y te imploro que nos des tú el tuyo, Mamá, porque no podría ser feliz sin él. ¡De verdad que no! —dijo Caddy, que se olvidó de todas sus quejas de costumbre y de todo lo que no fuera su afecto natural.

—Ya ve usted, señorita Summerson —observó serenamente la señora Jellyby—, la suerte que tengo de estar tan ocupada como estoy y de tener la necesidad de concentración que tengo. ¡Fíjese, usted, Caddy, prometida con el hijo de un maestro de baile…, mezclándose con gente que no tiene más solidaridad que ella con los destinos de la raza humana! ¡Y eso después de que el señor Quale, uno de los más destacados filántropos de estos tiempos, me ha mencionado que estaba verdaderamente dispuesto a interesarse por ella!

—¡Mamá, siempre he aborrecido y detestado al señor Quale! —gimió Caddy.

—¡Caddy, Caddy! —replicó la señora Jellyby, abriendo otra carta con la mayor complacencia—. No me cabe duda de ello. ¿Cómo podía no ser así, dada tu carencia total de la solidaridad que rebosa en él? Bien, si mis obligaciones públicas no fueran mis hijas predilectas, si no estuviera ocupada con medidas importantes en gran escala, estos detalles mezquinos me entristecerían mucho, señorita Summerson. Pero ¿puedo permitir que la fruslería de una actitud tonta por parte de Caddy (de quien no puedo esperar otra cosa) se interponga entre mí y el gran continente africano? No, no —repitió la señora Jellyby con voz clara y calmada, y con una sonrisa placentera mientras seguía abriendo más cartas y clasificándolas—. Desde luego que no.

Yo estaba tan poco preparada para la perfecta frialdad de aquella recepción, aunque hubiera debido esperarla, que no supe qué decir. Caddy parecía estar igual de desorientada que yo. La señora Jellyby seguía abriendo y clasificando cartas, y repetía de vez en cuando, en tono perfectamente encantador de voz, y con una sonrisa de perfecta compostura: «Desde luego que no».

—Mamá —gimió por fin la pobre Caddy—, ¿no te habrás enfadado?

—Vamos, Caddy, no seas absurda —replicó la señora Jellyby—, ¿para qué haces esas preguntas después de que te dicho lo ocupada que estoy?

—Y entonces, Mamá, ¿nos das tu bendición y nos deseas felicidad? —preguntó Caddy.

—Cuando has hecho una cosa así es que eres una tontita —dijo la señora Jellyby—, y una pequeña degenerada, cuando podrías haberte dedicado a grandes actividades por el bien común. Pero lo hecho, hecho está, y te has comprometido con un muchacho, y no hay más que decir. ¡Y ahora, por favor, Caddy —pues ésta la estaba besando—, no me retrases en mi trabajo y déjame terminar con este montón de papeles antes de que llegue el correo de la tarde!

Pensé que lo mejor que podía hacer era despedirme, pero me detuve un momento cuando Caddy me dijo:

—Mamá, ¿no te importa que lo traiga para que lo conozcas?

—Vamos, Caddy —exclamó la señora Jellyby, que había vuelto a caer en su típica contemplación del infinito—, ¿ya empiezas otra vez? ¿Traer a quién?

—A él, Mamá.

—¡Caddy, Caddy! —dijo la señora Jellyby, cansada ya de aquellos asuntos mezquinos—. Entonces tráelo una tarde que no sea la de Sociedad de Padres, ni la de la Sucursal, ni de la Ramificación. Tienes que ajustar la visita a las exigencias de mi calendario. Mi querida señorita Summerson, ha sido usted muy amable al venir a ayudar a esta bobita. ¡Adiós! Si le digo que tengo 58 cartas nuevas de familias manufactureras deseosas de enterarse de los detalles de la cuestión del Cultivo Indígena y del Café que contestar para mañana, no hace falta que me excuse por tener tan poco tiempo libre.

Cuando bajamos no me sorprendió que Caddy estuviera desanimada, ni que se me volviera a echar al cuello a llorar, ni que dijera que hubiera preferido una reprimenda en lugar de que se la tratara con tal indiferencia, ni que me confiara que estaba tan mal de ropa que no sabía cómo se podía casar dignamente. La fui animando poco a poco, al insistir en la cantidad de cosas que podría hacer por su pobre padre y por Peepy cuando tuviera casa propia, y por fin bajamos a la cocina húmeda y oscura, donde Peepy y sus hermanitos estaban arrastrándose por el piso de piedra, y donde jugamos tanto con ellos que para evitar que me hicieran pedazos me vi obligada a volver a recurrir a mis cuentos de hadas. De vez en cuando oía voces que llegaban del salón de arriba, y algunos movimientos violentos de muebles. Me temo que ese último efecto lo causaba el pobre señor Jellyby al apartarse de la mesa del comedor y abalanzarse hacia la ventana con la intención de tirarse al patio, cada vez que hacía una nueva tentativa de comprender el estado de sus negocios.

Al volver tranquilamente en coche a casa por la noche tras la agitación del día pensé mucho en el compromiso de Caddy y me sentí confirmada en mis esperanzas (a pesar del señor Turveydrop padre) de que eso la haría estar más feliz y contenta. Y si no había muchas posibilidades de que ella y su marido averiguasen alguna vez lo que era en realidad el modelo de buen Porte, pues tanto mejor, y ¿para qué desear que abrieran los ojos? Yo no se lo deseaba, y de hecho me sentía medio avergonzada de mí misma por no creer del todo en él. Y miré a las estrellas y pensé en quienes viajaban por países remotos y las estrellas que veían ellos, y deseé seguir siendo siempre tan afortunada y tan feliz para ser útil a algunas personas en la modesta escala de mis posibilidades.

Se alegraron tanto al verme de regreso, igual que siempre, que podría haberme sentado a llorar de alegría, si aquélla no hubiera sido una forma de mostrarme desagradable con ellos. Todos los de la casa, desde el más humilde hasta el más importante, me mostraron una cara tan radiante de bienvenida, y me hablaron de forma tan animada, y estaban tan contentos de hacer cualquier cosa por mí, que supongo que jamás ha habido ser más afortunado en el mundo.

Nos pusimos tan parlanchines aquella noche, porque Ada y mi Tutor no hacían más que preguntarme acerca de Caddy, que seguí charla que te charla durante mucho tiempo. Por fin subí a mi habitación, toda ruborizada al pensar en lo mucho que había hablado, y después oí un toquecito en mi puerta. Dije: «¡Adelante!», y entró una muchachita muy guapa, vestida totalmente de luto, que me hizo una reverencia.

—Permiso, señorita —dijo la niña con voz suave—. Soy Charley.

—Efectivamente —dije inclinándome asombrada, y le di un beso—. ¡Cuánto me alegro de verte, Charley!

—Permiso, señorita —continuó Charley con la misma vocecita—; soy su doncella.

—¿Charley?

—Permiso, señorita, soy un regalo que le hace a usted el señor Jarndyce con todo su cariño.

Me senté con una mano puesta en el cuello de Charley y la contemplé.

—Y le tengo que decir, señorita —dijo Charley palmoteando mientras le corrían las lágrimas por las mejillas llenas de hoyuelos—, que Tom está en la escuela, ¡y aprende mucho! Y la pequeña Emma está con la señora Blinder, donde la cuidan muy bien. Y Tom habría estado en la escuela, y Emma con la señora Blinder, y yo aquí, mucho antes; sólo que el señor Jarndyce pensó que era mejor que Tom y Emma y yo era mejor que nos fuéramos acostumbrando a estar separados, porque éramos muy pequeños. ¡Por favor, señorita, no llore!

—No puedo evitarlo, Charley.

—No, señorita, y yo tampoco —dijo Charley—. Con su permiso, señorita, le traigo el cariño del señor Jarndyce y él cree que a lo mejor le gusta a usted darme lecciones de vez en cuando. Y con su permiso Tom y Emma y yo nos vamos a ver una vez al mes. Y estoy muy contenta y muy agradecida, y voy a tratar de ser la mejor doncella del mundo —exclamó Charley emocionada.

—¡Ay, Charley, hija mía, no olvides nunca quién ha hecho todo esto!

—No, señorita; nunca lo olvidaré. Ni Tom. Ni Emma. Fue todo usted, señorita.

—Yo no sabía nada. Fue el señor Jarndyce, Charley.

—Sí, señorita, pero lo ha hecho todo por cariño a usted, y para que fuera usted mi señorita. Con su permiso, señorita, yo soy un regalo que le hace con todo su cariño, y todo lo ha hecho por el cariño que le tiene a usted. Yo y Tom teníamos que acordarnos de eso.

Charley se secó los ojos y se puso en funciones: recorrió mi aposento con su aire de matrona en miniatura y fue doblando todo lo que se encontraba. Por fin volvió a deslizarse a mi lado y repitió:

—Por favor, señorita, no llore.

Y yo volví a decir:

—No puedo evitarlo, Charley.

Y ella repitió:

—No, señorita, y yo tampoco —así que después de todo, efectivamente, lloré de alegría, y ella también.

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