Casa desolada

7. El paseo del fantasma

7. El paseo del fantasma

Mientras Esther duerme, y hasta que Esther se despierte, sigue haciendo un tiempo húmedo en la residencia de Lincolnshire. No para de caer la lluvia, plás, plás, plás, día y noche, sobre el acerón de grandes losas, el Paseo del Fantasma. Hace tan mal tiempo en Lincolnshire que la imaginación más vivaz apenas si puede suponer que jamás pueda volver a hacer bueno. Tampoco es que allí sobre la imaginación, pues no está Sir Leicester (y, la verdad, aunque estuviera tampoco añadiría mucho en ese respecto), sino que está en París con Milady, y la soledad, con sus alas negras, se asienta melancólica en Chesney Wold .

Quizá exista algo de imaginación entre los animales inferiores de Chesney Wold. Es posible que los caballos de los establos —los largos establos de un patio de ladrillo rojo descubierto, donde hay una gran campana en una torreta, y un reloj de esfera muy grande, que siempre parecen estar consultando las palomas que viven allí cerca, y a las que les encanta posarse en sus hombros—, es posible que ellos contemplen a veces imágenes mentales del buen tiempo, y quizá lo hagan con criterios más artísticos que los mozos de los establos. Es posible que el viejo ruano, tan famoso por sus carreras a campo través, gire sus ojazos hacia la ventana emplomada que tiene a la espalda y recuerde las hojas nuevas que brillan allí en otras estaciones, y los olores que por ella penetran, y es posible que se eche una buena carrera con los galgos, mientras que el ayudante humano que está limpiando el establo de al lado nunca ve nada más allá de su horca y su escoba. Es posible que el caballo tordo, cuyo lugar se encuentra frente a la puerta y que, con una sacudida impaciente de su bocado, aguza las orejas y vuelve la cabeza de forma tan atenta cuando la puerta se abre, y a quien el que la abre dice: «¡So, tordo! ¡Tranquilo! ¡Hoy no te va a montar nadie!» lo sepa ya igual de bien que el hombre. Es posible que la medía docena de caballos, aparentemente aburridos e insociables, que hay en los establos, pase las largas horas de lluvia, cuando está cerrada la puerta, en una comunicación más animada que la que se escucha en la zona de los criados, o en la taberna de las Armas de Dedlock, o que incluso engañe el tiempo educando (y quizá corrompiendo) al joven pony que está en la caja abierta del rincón.

También es posible que el mastín que sestea en su perrera del patio, con la cabezota metida entre las patas, esté pensando en el calor del sol, cuando las sombras de los establos le cansan la paciencia a fuerza de cambiar de sitio y dejarlo, a cierta hora del día, sin más refugio que la sombra de su propia caseta, donde se queda sentado, acezando y gruñendo, y con muchas ganas de algo que mordisquear, además de su propio cuerpo y su cadena. También es posible que ahora, medio despierto y con muchos parpadeos, recuerde la casa llena de gente, las cocheras llenas de vehículos, los establos llenos de caballos, los edificios adyacentes llenos de criados a caballo, hasta que ya no pueda decidir qué es lo que está pasando ahora y se lance a averiguarlo. Entonces es posible que con una de esas impacientes sacudidas que se da, gruña para sus adentros: «¡Lluvia, lluvia, lluvia! ¡No hace más que llover, y la familia no aparece!», mientras vuelve a entrar y se tiende con un bostezo aburrido.

Lo mismo ocurre, con los perros que están en las perreras al otro lado del parque, que tienen ataques de nerviosismo, y cuyas voces quejumbrosas, cuando el viento ha sido muy obstinado, lo han hecho saber incluso en la propia mansión: arriba, abajo y en los aposentos de Milady. Es posible que cacen por todo el campo circundante mientras las gotas de lluvia puntean su inactividad. También es posible que los conejos, con sus colas reveladoras, que entran y salen de sus huras entre las raíces de los árboles, estén llenos de ideas de los días de brisa cuando el aire les aplasta las orejas, o de las estaciones interesantes, cuando hay plantitas jóvenes y sabrosas que roer. Es posible que el pavo del corral, siempre preocupado con una reivindicación de clase (probablemente relacionada con la Navidad) recuerde aquella mañana de verano de la que le privaron injustamente cuando entró en el sendero entre los árboles caídos, donde había un establo y cebada. Es posible que el ganso descontento, que considera necesario agacharse para pasar bajo la vieja puerta que tiene más de veinte pies de altura, ande proclamando a graznidos, si nosotros pudiéramos comprenderlo, su preferencia por el tiempo en que la puerta proyecta una sombra en el suelo.

Sea como fuere, aparte de eso no hay mucha imaginación presente en Chesney Wold. Si hay alguna en un raro momento, tiene mucho espacio que recorrer, igual que un eco en una vieja mansión vacía, y, por lo general, lleva hacia los fantasmas y el misterio.

Está lloviendo desde hace tanto tiempo y con tal intensidad allá en Lincolnshire, que la señora Rouncewell, la vieja ama de llaves de Chesney Wold, se ha quitado las gafas varias veces para limpiarlas, a fin de asegurarse de que las gotas que veía no estaban en las lentes. La señora Rouncewell podría haberse asegurado perfectamente con el ruido de las gotas, salvo que es bastante sorda, aunque nadie puede convencerla de ello. Es una bella anciana, de gran presencia, maravillosamente limpia, y tiene una espalda y un peto tales que si cuando muera resulta que su corsé no estaba hecho de ballenas, sino con los hierros de una vieja parrilla de chimenea familiar, nadie de los que la conocen tendrían motivos para sentirse sorprendido. El tiempo afecta poco a la señora Rouncewell. La casa está ahí, haga el tiempo que haga, y, como dice ella, «sólo tiene ojos para la casa». Está sentada en su habitación (en un pasillo lateral del piso bajo, con una ventana en arco que da a un patio muy ordenado, adornado a intervalos regulares con árboles bien redondeados y bloques redondos de piedra, como si los árboles fueran a jugar a los bolos con las piedras), y en su mente reposa toda la casa. Puede abrirla a veces, y sentirse muy ocupada y activa, pero ahora está cerrada, y yace en la amplitud del seno acorazado de la señora Rouncewell, en un sueño majestuoso. Lo más parecido que hay a la imposibilidad absoluta es imaginar Chesney Wold sin la señora Rouncewell, pero ésta no lleva allí más que cincuenta años. Preguntadle cuánto tiempo hace que lleva allí, en este día lluvioso, y os responderá: «Cincuenta años, tres meses y dos semanas, bien lo sabe el Cielo, si es que llego hasta el martes». El señor Rouncewell murió algo antes de que desapareciera la bonita moda de que los hombres llevaran coleta, y modestamente escondió la suya (si es que se la llevó consigo) en una esquina del cementerio del parque, cerca del porche musgoso. Había nacido en el pueblo de al lado, igual que su joven esposa. La carrera de ésta en la familia empezó en tiempos del Sir Leicester anterior, y se originó en la despensa.

El representante actual de los Dedlock es un excelente amo. Supone que todos sus subordinados carecen totalmente de personalidades, intenciones u opiniones individuales, y está persuadido de que él nació para obviar la necesidad de que tuvieran nada de eso. Si descubriese algo que negara tal cosa, se sentiría sencillamente estupefacto, y lo más probable es que jamás se recuperaría, salvo para exhalar un suspiro y morir. Pero sigue siendo un excelente amo, pues considera que eso forma parte de su condición. Estima en mucho a la señora Rouncewell, de la que dice que es una mujer muy respetable y de confianza. Cuando va a Chesney Wold siempre le estrecha la mano, igual que cuando se marcha, y si se sintiera muy enfermo o si tuviera un accidente grave, o lo atropellaran, o cayera en una situación en la que un Dedlock pudiera hallarse en inferioridad, diría, si pudiera hablar: «¡Que me dejen solo y manden aquí a la señora Rouncewell!», por considerar que su dignidad, en tamaña situación, estaría más a salvo con ella que con ninguna otra persona.

La señora Rouncewell ha tenido sus problemas. Tuvo dos hijos, el mayor de los cuales salió aventurero y sentó plaza de soldado, para nunca más volver. Incluso a estas alturas, las manos apacibles de la señora Rouncewell pierden su compostura cuando habla de él y, bajando de su peto, revolotean agitadas cuando comenta lo buen muchacho, lo alegre y lo simpático que era. Su segundo hijo habría estado bien colocado en Chesney Wold, y con el tiempo habría llegado a intendente, pero cuando todavía estaba en la escuela se aficionó a construir vapores con cazuelas, y a enseñar a los pájaros a extraer su propia agua, con la menor cantidad de trabajo posible, y ayudarlos con un artilugio ingeniosísimo a presión hidráulica, de modo que a un canario sediento le bastaba, literalmente, con arrimar el hombro a una rueda para beber lo que necesitara. Aquella propensión causaba gran inquietud a la señora Rouncewell. Consideraba con angustia materna que era un paso en la dirección de Wat Tyler, pues sabía perfectamente que eso era lo que opinaba Sir Leicester de toda actividad en la que cupiera considerar indispensables el humo y una chimenea alta. Pero como aquel joven rebelde y condenado (que, por lo demás, era muy tranquilo y perseverante) no mostraba indicios de conversión al ir cumpliendo años, sino que, por el contrario, construyó un modelo de telar mecánico, ella se vio obligada a confesar al baronet, con muchas lágrimas en los ojos, las múltiples recaídas que había tenido. «Señora Rouncewell», dijo Sir Leicester, «como sabe usted, yo no puedo rebajarme a discutir con nadie acerca de ningún tema. Más vale que se deshaga usted de su chico, que lo meta en alguna Fábrica. Supongo que las zonas metalúrgicas del Norte serán lo más adecuado para un muchacho con esas tendencias». Cuanto más al Norte iba más adulto se hacía, y cuando Sir Leicester Dedlock lo veía alguna vez cuando venía a Chesney Wold a visitar a su madre, o pensaba alguna vez en él, seguro que sólo lo consideraba como parte de un grupo de varios miles de conspiradores, cetrinos y obstinados, que tenían la costumbre de salir con antorchas dos o tres noches por semana con fines ilícitos.

Sin embargo, el hijo de la señora Rouncewell, gracias a la naturaleza y la técnica, ha crecido, se ha establecido, se ha casado y le ha dado un nieto a la señora Rouncewell, y este nieto, tras terminar su aprendizaje y de vuelta a casa tras un viaje por países remotos, a los que se le envió a ampliar sus conocimientos y terminar de prepararse para la aventura de la vida, está apoyado este mismo día en la repisa de la chimenea de la habitación de la señora Rouncewell en Chesney Wold.

—¡No me canso de decirte cuánto me alegro de verte, Watt! ¡Es que no me canso de decírtelo! —exclama la señora Rouncewell—. Eres un muchacho magnífico. Eres como tu pobre tío George. ¡Ay! —a la señora Rouncewell se le agitan las manos, como de costumbre, al mencionar este nombre.

—Abuela, la gente dice que me parezco a mi padre.

—También a él, hijo mío, ¡pero sobre todo a tu pobre tío George! Y tu buen padre —la señora Rouncewell vuelve a cruzar las manos—, ¿está bien?

—Le va bien, abuela, en todos los sentidos.

—¡Alabado sea Dios! —La señora Rouncewell tiene cariño a su hijo, pero siente algo de pena por él, como si fuera un buen soldado que se hubiera pasado al enemigo—. ¿Es feliz? —pregunta.

—Totalmente.

—¡Alabado sea Dios! ¿De manera que te ha educado para que hagas lo mismo que él y te ha enviado a países extranjeros, y todo eso? Quizá haya un mundo más allá de Chesney Wold que yo no comprendo. Aunque tampoco soy una jovencita ya. ¡Y he conocido a mucha gente en todo este tiempo!

—Abuela —dice el muchacho, cambiando de tema—, qué guapa era la chica que estaba contigo ahora. ¿Dices que se llama Rosa?

—Sí, hijo. Es hija de una viuda del pueblo. Hoy día es tan difícil tener buenas doncellas que me la he traído de muy jovencita. Es hacendosa y le va a ir bien. Ya sabe enseñar la casa , y muy bien. Vive aquí conmigo.

—Supongo que no se habrá ido por culpa mía.

—Seguro que ha supuesto que tenemos cosas de familia que hablar. Es muy prudente. Ésa es una buena cualidad en una muchacha. Y cada vez más rara, que yo sepa —dice la señora Rouncewell, ampliando su peto hasta el máximo de sus límites—. ¡Mucho más que antes!

El muchacho inclina la cabeza en señal de acatamiento de los preceptos de la experiencia. La señora Rouncewell escucha.

—¡Se oyen ruedas! —exclama. Los oídos más jóvenes de su compañero llevan oyéndolas desde hace rato ¿Y por qué se oyen ruedas en un día así, por el amor del cielo?

Tras un breve intervalo, llaman a la puerta.

—¡Adelante!

Entra una belleza rústica, de ojos y pelo oscuro, tan tímida, tan rozagante con su tez sonrosada, pero delicada, que las gotas de lluvia que le acaban de caer en el pelo parecen como el rocío en una flor recién cogida:

—¿Quién es esta compañía, Rosa? —pregunta la señora Rouncewell.

—Son dos jóvenes en una tartana, señora, que quieren ver la casa…, ¡sí, y con su permiso les he dicho que podían verla! —en rápida respuesta a un gesto de desacuerdo del ama de llaves—. Fui a la puerta de la entrada y les dije que no era día de visita ni la hora adecuada, pero el joven que venía conduciendo se quitó el sombrero en medio de la lluvia y me pidió que le trajera a usted esta tarjeta.

—Léemela, querido Watt —dice el ama de llaves.

Rosa es tan tímida al dársela, que entre los dos se les cae al suelo y se dan el uno en la cabeza del otro cuando la recogen. Rosa está más tímida que nunca.

«Señor Guppy», es lo único que dice la tarjeta.

—¡Guppy! —repite la señora Rouncewell—. ¡Señor Guppy! Tonterías. Nunca he oído ese nombre.

—Pero, señora, eso ya me lo dijo él! —señala Rosa— Pero dijo que él y el otro joven caballero habían llegado de Londres anoche, en el correo, porque tenían que solventar asuntos en la reunión de jueces de ahí, a diez millas, esta mañana, y que como habían terminado temprano sus asuntos, y habían oído hablar tanto de Chesney Wold, y en realidad no sabían qué hacer, habían venido a verla aunque llovía. Son abogados. Dice que él no trabaja en el bufete del señor Tulkinghorn, pero está seguro de que puede mencionar al señor Tulkinghorn como referencia si es necesario. —Y Rosa, al ver cuando está terminando que acaba de hacer un discurso bastante largo, se porta con más timidez que nunca.

Pero el señor Tulkinghorn es, por así decirlo, parte integrante de la casa, y además, según se dice, quien ha preparado el testamento de la señora Rouncewell. La anciana se ablanda, acepta que entren los visitantes, como favor personal, y despide a Rosa. Sin embargo, el nieto, que se ve dominado por un repentino deseo de ver también la casa él, propone sumarse al grupo. La abuela, contenta de que manifieste ese interés, lo acompaña, aunque, para ser justos, él no desea en absoluto que se moleste.

—¡Muy agradecido, señora! —dice el señor Guppy mientras se despoja de su capote mojado en el vestíbulo—. Los abogados de Londres no tenemos muchas oportunidades de salir de gira, y cuando podemos salir, nos gusta aprovecharlo todo lo posible, ya sabe.

La anciana ama de llaves, con su porte severo, pero amable, muestra con la mano la gran escalera. El señor Guppy y su amigo siguen a Rosa. La señora Rouncewell y su nieto les siguen, y delante de todos avanza un joven jardinero, que va abriendo las contraventanas.

Como suele ocurrir con la gente que recorre mansiones, el señor Guppy y su amigo están agotados antes de haber empezado de verdad. Se meten por los sitios equivocados, miran cosas que no merecen la pena, no hacen caso de las cosas notables, abren la boca cuando se les abren más aposentos, manifiestan una profunda pasión de ánimo y están manifiestamente fuera de su elemento. En cada uno de los aposentos sucesivos en los que penetran, la señora Rouncewell, que se mantiene tan erguida como la casa en sí, se queda apartada en un asiento de ventana, o en otro rincón por el estilo, y escucha con silenciosa aprobación lo que va diciendo Rosa. También su nieto escucha atentamente, de manera que Rosa está más tímida y más bonita que nunca. Así, van pasando de sala en sala, resucitando durante unos momentos a los Dedlock retratados, cuando el joven jardinero deja pasar la luz, y los vuelven a dejar en sus tumbas cuando las ventanas se cierran. Al afligido señor Guppy y a su inconsolable amigo les parece que nunca se van a acabar los Dedlock, toda la grandeza de cuya familia parece consistir en no haber hecho nunca nada para distinguirse, desde hace setecientos años.

Ni siquiera el salón largo de Chesney Wold es capaz de reavivar el ánimo del señor Guppy. Se siente tan desalentado que se detiene, alicaído, en el umbral, y apenas si tiene la fuerza de ánimo para entrar. Pero un retrato que hay sobre la repisa de la chimenea, pintado por el artista de moda del momento, actúa sobre él como un hechizo. Se recupera en un instante. Lo contempla con un extraño interés, parece magnetizado y fascinado por él.

—¡Dios mío! —dice el señor Guppy—. ¿Quién es?

—La pintura encima de la repisa —contesta Rosa— es el retrato de la actual Lady Dedlock. Se considera de un parecido perfecto y la mejor obra del maestro.

—¡Atiza! —dice el señor Guppy, contemplando con una especie de estupefacción a su amigo—. No la he visto nunca, ¡pero la conozco! ¿Se han hecho grabados de esta pintura, señorita?

—Nunca se han hecho grabados del cuadro. Sir Leicester siempre ha negado su permiso.

—¡Bueno! —exclama el señor Guppy en voz baja— ¡Que me ahorquen si no resulta curiosísimo lo bien que conozco este cuadro! ¡Conque es Lady Dedlock!, ¿eh?

—El retrato de la derecha es del actual Sir Leicester Dedlock. A la izquierda, el de su padre, el finado Sir Leicester.

El señor Guppy no tiene ojos para esos dos magnates.

—Me resulta inexplicable —dice, y sigue contemplando el retrato— lo bien que conozco este cuadro. ¡Que me cuelguen si no creo que he debido de soñar antes con este cuadro, de verdad! —añade el señor Guppy, echando una mirada en su derredor.

Como ninguno de los presentes se interesa en especial por los sueños del señor Guppy, no se sigue hablando de esa posibilidad. Pero él sigue tan absorto con el retrato, que se queda inmóvil ante él hasta que el joven jardinero cierra las contraventanas; cuando sale del aposento en estado de estupefacción, eso mismo es como un sucedáneo extraño de su interés, y sigue recorriendo las salas sucesivas sumido en su estado de asombro, como si en todas partes estuviera buscando otra vez a Lady Dedlock.

No la vuelve a ver. Ve sus aposentos, que son los últimos en enseñarse y muy elegantes, y mira por las ventanas por las que ha mirado ella, no hace mucho tiempo, a ver esa lluvia que la mataba de aburrimiento. Todo tiene su fin, incluso las mansiones que tanto se esfuerza la gente por ver y de las que se cansan antes de que hayan empezado a verlas. Él ha llegado al final de la visita, y la joven belleza rural ha llegado al final de su descripción, que siempre termina así:

—La terraza de abajo goza de gran admiración. La llaman el Paseo del Fantasma, por una antigua historia de la familia.

—¡Ah!, ¿sí? —pregunta el señor Guppy con ávida curiosidad—. ¿Y qué historia es ésa, señorita? ¿Tiene algo que ver con un cuadro?

—Sí, por favor, cuéntenosla —dice Watt en un medio susurro.

—Yo no la conozco, señor —dice Rosa, más tímida que nunca.

—No tiene nada que ver con los visitantes; casi está olvidada —dice el ama de llaves, que da un paso adelante—. Nunca ha sido más que una anécdota de la familia.

—Perdone usted, señora, que vuelva a preguntar si tiene algo que ver con un cuadro —interrumpe el señor Guppy—, porque le aseguro que cuanto más pienso en ese cuadro, mejor lo conozco, ¡y sin saber por qué lo conozco!

La historia no tiene nada que ver con ningún cuadro; el ama de llaves se lo puede asegurar. El señor Guppy le agradece la información, y además da las gracias por todo. Se retira con su amigo, guiados ambos por otra escalera por el joven jardinero, y poco después se oye que se marchan. Ya llega el atardecer. La señora Rouncewell puede confiar en la discreción de los dos jóvenes que la escuchan, y puede contarles a ellos cómo fue que la terraza adquirió ese nombre fantasmal. Se sienta en un sillón junto a la ventana, sobre la que va cayendo la oscuridad, y se lo cuenta:

—En los días terribles, hijos míos, del Rey Carlos I (me refiero, claro está, a los días terribles de los rebeldes que se aliaron contra aquel excelente rey), el dueño de Chesney Wold era Sir Morbury Dedlock. No sé si en aquella época se hablaba de algún fantasma en la familia. Supongo que es muy probable.

La señora Rouncewell sustenta esta opinión por considerar que toda familia de alguna antigüedad o importancia tiene derecho a un fantasma. Considera a los fantasmas como uno de los privilegios de las clases altas, como un detalle de distinción que no puede reivindicar la gente del común.

—Sir Morbury Dedlock —sigue diciendo la señora Rouncewell— era, huelga decirlo, partidario de aquel santo mártir. Pero se dice que su dama, que no llevaba sangre de la familia en sus venas, era partidaria de la mala causa. Se dice que tenía parientes entre los enemigos del Rey Carlos, que tenía correspondencia con ellos y que les daba información. Cuando venía aquí cualquiera de los caballeros de la zona que seguían la causa de Su Majestad, se dice que milady siempre estaba más cerca de la puerta de su sala de consejos de lo que se creían ellos. ¿Oyes unos pasos que suenan en la terraza, Watt?

Rosa se acerca al ama de llaves.

—Oigo la lluvia que cae en las piedras —replica el joven—, y oigo un eco extraño (supongo que es un eco) que se parece mucho a unos pasos titubeantes.

El ama de llaves asiente y continúa:

—Debido en parte a esta división entre ellos, y en parte por otros motivos, Sir Morbury y su dama llevaban una vida agitada. Ella tenía un temperamento muy altivo. No eran adecuados el uno para el otro, ni en edad ni en carácter, y no tenían hijos que mediasen entre ellos. Cuando el hermano favorito de ella, un caballero joven, murió en las guerras civiles (a manos de un pariente cercano de Sir Morbury), reaccionó de forma tan violenta que llegó a odiar a la raza en la que había entrado por matrimonio. Cuando los Dedlock iban a salir de Chesney Wold en defensa de la causa del rey, se dice que más de una vez ella bajaba a los establos en medio de la noche y les inutilizaba los caballos, y la historia es que una vez, a esa hora, su marido vio que ella bajaba las escaleras y la siguió hasta el cajón en el que estaba su caballo favorito. Allí la cogió por la muñeca, y en la lucha, o en una caída, o porque el caballo estaba asustado y se puso a dar coces, quedó coja de una cadera, y a partir de entonces empezó a languidecer.

El ama de llaves ha bajado la voz a poco más de un susurro:

—Ella era una dama de bella figura y noble porte. Nunca se quejó del cambio sufrido; nunca habló con nadie de su invalidez ni se quejó de sus dolores, pero un día tras otro trataba de pasearse por la terraza, y apoyándose en la balaustrada de piedra, subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba, con sol o con nubes, y cada día le costaba más trabajo. Por fin, una tarde, su marido (a quien nunca, por ningún motivo, le había vuelto a dirigir la palabra desde aquella noche), que estaba ante el ventanal del sur, vio que se caía en el paseo. Bajó inmediatamente a levantarla, pero ella lo rechazó cuando se inclinaba sobre ella, y mirándolo fija y fríamente dijo: «Moriré aquí, en mi paseo. Y seguiré paseando por aquí aunque esté en la tumba. Me pasearé por aquí hasta que se haya humillado el orgullo de esta casa. ¡Y que los Dedlock estén atentos a mis pasos cuando esté a punto de caer sobre ellos la calamidad o el deshonor!».

Watt mira a Rosa. Rosa, en la oscuridad cada vez mayor, mira al suelo, mitad por miedo y mitad por timidez.

—Y allí mismo murió. Y desde aquellos días —continúa la señora Rouncewell— se ha mantenido el nombre del Paseo del Fantasma. Si el paso es un eco, es un eco que sólo se oye después de oscurecer, y que muchas veces permanece mucho tiempo sin oírse. Pero vuelve de vez en cuando y, desde luego, cuando hay una enfermedad o una muerte en la familia, entonces se oye.

—¿Y el deshonor, abuela? —pregunta Watt.

—Nunca ha habido deshonor en Chesney Wold —replica el ama de llaves.

Su nieto se retracta:

—Es verdad. Es verdad.

—Y ésa es la historia. Sea lo que sea ese ruido, es preocupante —dice la señora Rouncewell, levantándose de su asiento—, y lo que es más notable es que es imposible no oírlo. Milady, que no tiene miedo a nada, reconoce que cuando suena es imposible no oírlo. No es posible hacerle oídos sordos. Watt, detrás de ti hay un reloj francés (que está puesto ahí adrede) que suena muy alto cuando está en movimiento y que toca una música. ¿Entiendes cómo se hacen esas cosas?

—Creo que bastante bien, abuela.

—Dale cuerda.

Watt le da cuerda y se pone a sonar, con su música y todo.

—Ahora ven aquí —dice el ama de llaves—. Aquí, hijo mío, hacia la almohada de Milady. No estoy segura de si ya es bastante de noche, ¡pero escucha! ¿Oyes lo que suena en la terraza, por encima de la música y del tic-tac, y de todo lo demás?

—¡Sí que lo oigo!

—Eso es lo que dice Milady.

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