Isis Sin Velo - [Tomo I]

Capítulo 158

OBSERVATORIO DE BELO

No hemos de negar la intrínseca sabiduría de los antiguos juzgando por las, en apariencia, supersticiosas fábulas con que velaron la explicación de los fenómenos naturales, pues a tanto equivaldría que, por ejemplo, dentro de quinientos años nuestros descendientes tacharan de antiguos ignorantones a los discípulos del profesor Balfour Stewart y de filósofo superficial a su maestro, por haber llevado éste a cabo experimentos con propósito de averiguar, como en efecto averiguó, que las manchas del sol están relacionadas con las enfermedades de algunas plantas y que influyen poderosamente en las condiciones de la tierra (27). Si la ciencia moderna llega a este punto, no hay motivo para tratar de locos o de bellacos a los astrólogos de la antigüedad. Entre la astrología natural y la judiciaria hay la misma relación que entre la fisiología y la psicología o entre lo físico y lo moral. Si posteriormente decayeron estas ciencias en pura charlatanería, gracias a unos cuantos impostores ávidos de ganancia, no es justo acusar de ello a los insignes astólogos cuyo amor al estudio y santidad de vida inmortalizaron los nombres de Caldea y Babilonia. Seguramente que no merecen el dicterio de impostores quienes desde el observatorio de Belo, rodeado de nubes, como dice Draper, remontaron sus exactas observaciones astronómicas hasta cien años acá del diluvio. Aunque se hayan ridiculizado los procedimientos que seguían los caldeos para divulgar las verdades astronómicas, cabe la duda de si aventajaban a los modernos procedimientos de enseñanza, pues en su tiempo la ciencia estaba hermanada con la religión y la idea del Creador era inseparable de las obras de la creación. El vulgo de Babilonia y de Grecia sabía que Urano (28) era el padre de Saturno y Saturno el de Júpiter, a quienes, así como a sus satélites, diputaban por divinidades; mientras que en nuestros tiempos apenas habrá entre las multitudes el uno por diez mil que conozca la respectiva posición y movimiento de los planetas del sistema solar.

Basta abrir cualquier tratado de astrología y comparar la Fábula de las doce mansiones con los modernos descubrimientos astronómicos respecto a la constitución de los planetas, para advertir que los antiguos la conocían perfectamente sin necesidad del espectroscopio, pues las simbólicas representaciones de los dioses del Olimpo y los doce signos del Zodíaco con sus especiales cualidades, nos indican hasta cierto punto las proporciones de calor y luz recibidas del sol por cada planeta. Las diosas que simbolizan la tierra son idénticas en naturaleza física a los demás dioses y diosas, dando a entender con ello que aquellos astrónomos que día y noche velaban en la cúspide de la torre de Belo, comunicándose continuamente con las divinidades personificadas, habían echado de ver la unidad física del universo y la analogía química entre la tierra y los demás planetas. La astrología representa al sol en Aries (Júpiter) como signo masculino, diurno, cardinal, equinoccial, oriental, cálido y seco, en pñerfecta correspondencia con el caráctrer atribuido al “Padre de los dioses”.

Cuando Zeus-Akrios arranca colérico de su ardiente cinto los rayos que desde los cielos fulmina, rasga las nubes y desciende convertido en Júpiter Pluvius, en torrentes de lluvia. Es el mayor y más encumbrado dios y se mueve con tanta velocidad como el mismo rayo. Ahora bien; el planeta Júpiter gira sobre su eje con velocidad ecuatorial de unos 720 kilómetros por minuto. Tan excesiva fuerza centrífuga ha sido al parecer la causa de su gran aplanamiento en los polos y sin duda por ello representaban los cretenses a Júpiter sin orejas. El disco del planeta está cruzado por fajas obscuras de amplitud variable, relacionadas, según parece, con la rotación sobre su eje y producidas por perturbaciones atmosféricas. De aquí que el rostro del padre Zeus se inflamara de ira al ver la rebelión de los titanes.

En la obra de Proctor aparecen los astrónomos como destinados por la Providencia a topar con toda suerte de curiosas coincidencias, porque entresaca muchos casos de los miles que pudiera citar. A esta lista podemos añadir el ejército de egiptólogos y arqueólogos favorecidos por la señora casualidad, que suele escoger a los “árabes complacientes” y otros caballeros orientales para representar el papel de genios benéficos en las dificultades con que tropiezan los orientalistas. Ebers fue uno de los recientemente favorecidos, y por otra parte se sabe que cuando Champollion necesitaba alguna malla en la cadena de sus investigaciones, no le era difícil encontrarla de singular e inesperada manera.

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