Capítulo 149
LA FORMACIÓN DE LA TIERRA
Dos distintas afirmaciones sienta Proctor en el párrafo citado: 1.ª Que los antiguos ignoraban el verdadero lugar de la tierra en el espacio. 2.ª Que creían en la influencia favorable o adversa de los astros en el destino de los individuos y de los pueblos (1). Sin embargo, hay poderosos motivos para suponer que los sabios de la antigüedad conocían la posición, movimientos y relaciones de los astros, según se infiere del testimonio de Plutarco, ampliado con los de Draper y Jowett. Además, si tan ignorantes eran los antiguos astrónomos, ¿cómo es que en los fragmentos de sus obras se descubren bajo el enigmático lenguaje muchos conceptos corroborados por recientes descubrimientos? En su citada obra expone Proctor la teoría de la formación de la tierra y describe las sucesivas fases porque pasó antes de ofrecer morada al hombre, pintando con vivos colores el gradual agrupamiento de la materia cósmica en esferas gaseosas, rodeadas de una inconsistente capa líquida, que fueron condensándose hasta la solidificación de la corteza externa, seguida del lento, enfriamiento de la masa, con los resultados químicos de la acción del intenso calor sobre la primitiva materia del globo, que determinaron la formación y distribución de las partes firmes, los cambios en la constitución de la atmósfera, la aparición de vegetales, animales y por último del hombre.
Pero veamos ahora el hermético Libro de los Números (2) escrito, según tradición caldea, por Hermes Trismegisto. Dice así: “En el principio del tiempo el gran Invisible tenía sus santas manos llenas de materia celeste que esparció por el infinito y, ¡oh pasmo!, se convirtió en esferas de fuego y en esferas de arcilla que, como el inquieto metal (3), se disgregaron en esferas menores que empezaron a voltear incesantemente. Y algunas, que eran esferas de fuego, se convirtieron en esferas de arcilla y las de arcilla en esferas de fuego, porque las de fuego esperaban a que llegase el tiempo de convertirse en de arcilla y las otras las envidiaban en espera de convertirse en de puro y divino fuego”.
No creemos que nadie se atreva a pedir más claro compendio de las fases cósmicas tan elegantemente descritas por Proctor.
Vemos en el pasaje de Hermes la difusión de la materia, su agrupamiento en esferas de las que se disgregan otras menores, la rotación axial, la paulatina transición de la materia incandescente a materia terrosa y por fin la pérdida de calor con que se inicia el período de la muerte planetaria.
El tránsito de las esferas de arcilla a esferas de fuego explicará a los materialistas algunos fenómenos astronómicos, tales como la súbita aparición de una estrella en la constelación de Casiopea el año 1572 y de otra en el serpentario en 1604, según observaciones de Kepler. Verdaderamente demuestran los caldeos en el citado pasaje más profunda filosofía que los astrónomos modernos, pues la confversión en esferas de “puro y divino fuego” simboliza la subsiguiente existencia planetaria análoga a la que más allá de la muerte corporal tiene el espíritu del hombre. Si, como ya admite la astronomía, nacen, crecen, se desarrollan, decaen y mueren los astros, ¿por qué no han de tener, como el hombre, la subsiguiente existencia etérea o espiritual? Así lo afirman los magos al decir que la fecunda madre tierra está sujeta a las mismas leyes que sus hijos y en oportunidad de tiempo engendra de su seno todas las cosas hasta que, llegada la plenitud de su tiempo, cae en la tumba de los mundos. La materia densa de la tierra se disgregará poco a poco en átomos que, con arreglo a la inexorable ley, formarán nuevas combinaciones; pero su espíritu quedará atraído por el céntrico sol espiritual de que originariamente emanara (4). Según dice Hermes: “Y el cielo era visible en siete círculos, y los planetas aparecieron con todos sus signos en forma de estrellas que quedaron separadas y numeradas con los gobernadores residentes en ellas, y su carrera giratoria está limitada por el aire en una órbita circular donde se mueven bajo la acción del divino espíritu” (5).
Nadie hallará en las obras de Hermes ni el más leve indicio del enorme absurdo sostenido después por la iglesia romana, diciendo que los astros habían sido creados para recreo del hombre, puesto que el unigénito Hijo de Dios bajó a este ínfimo mundo para redimir nuestras culpas.