Capítulo 167
LOS ELEMENTALES
Opinaron los antiguos que los espíritus elementales, no dotados de alma, emanaron del incesante movimiento de la luz astral, que es fuerza engendrada por la voluntad. Pero como esta voluntad procede de una inteligencia infalible (porque es purísima emanación del Padre y no está sujeta a los órganos físicos del pensamiento humano), desde el principio del tiempo comenzó a desenvolver, con arreglo a leyes inmutables, la materia elementaria indispensable para la generación de las razas humanas que, ya pertenezcan a nuestro planeta, ya a cualquiera de los miles que voltean en el espacio, tienen todas sus cuerpos físicos formados según matriz de los cuerpos de cierta especie de entidades elementales que pasaron a los mundos invisibles. En el encadenamiento de la filosofía antigua no faltaba eslabón alguno de cuantos pudiera forjar una “imaginación experta”, como dice Tyndall, ni quedaba la menor laguna que pudiera colmarse con hipótesis materialistas, pues nuestros “ignorantes” antepasados trazaban la línea de evolución de uno a otro extremo del universo, sin que, como absurdamente han hecho los modernos científicos, intentaran resolver ecuaciones de un solo miembro. De la propia suerte que en la serie de evolución física no falla término alguno desde la nebulosa estelar hasta el cuerpo humano, así tampoco dejaron los antiguos ningún punto interrumpido en la línea de evolución espiritual que abarca desde el éter cósmico hasta el encarnado espíritu del hombre.
Según los antiguos, la evolución procedía del mundo del espíritu al de la materia, para ascender desde éste al punto originario. La evolución de las especies era para ellos el descenso del espíritu a la materia y las entidades elementarias tienen en esta línea un punto tan señalado como el eslabón que Darwin juzga perdido entre el hombre y el mono.
Nadie ha descrito más poética y acabadamente los seres elementales que Bulwer Lytton, en su obra Zanoni, pues cuando los pinta como “algo inmaterial que da idea de alegría y luz”, parecen sus palabras más bien eco fiel de la memoria que exuberante engendro de la imaginación. Dice uno de los personajes de la mencionada obra: “El hombre es tanto más presuntuoso cuanto más ignorante. Durante muchos siglos sólo vio lucecitas encendidas por Dios para alumbrarle por la noche en los innumerables mundos que centellean en el espacio como burbujas en un océano sin límites... La astronomía ha desvanecido esta ilusión de la vanidad humana, y, aunque con repugnancia, confiesa el hombre que los astros son otros tantos mundos mayores y mejores que el suyo... Por doquiera descubre la ciencia nuevas vidas en esta inmensa ordenación... Procediendo, pues, por rigurosa analogía, si no hay brizna de hierba ni gota de agua que no sea, como la estrella más lejana, un mundo palpitante de vida, y si el hombre es un mundo para los millones de seres vivientes que pueblan su carne y su sangre, basta el sentido común para inferir que los infinitos espacios interplanetarios están cuajados de entidades vivientes adaptadas a dicho medio. ¿No es absurdo admitir la vida en una brizna de hierba y negarla en las inmensidades del espacio? La ley reguladora del sistema universal no consiente el vacío ni en un punto siquiera, ni tampoco permite lugar alguno donde no aliente la vida. ¿Cómo cabe concebir, entonces, que el espacio esté vacío, inanimado, y tenga en el ordenamiento de la creación menor utilidad que la brizna de hierba o la gota de agua poblada de miles de infusorios? El microcospio descubre los parásitos que habitan en la brizna, pero no se ha inventado todavía un telescopio de suficiente alcance para descubrir los nobilísimos y superiores seres que pueblan los inmensos espacios etéreos. Sin embargo, entre estos seres y el hombre hay misteriosa y terrible afinidad... Mas para descorrer este velo es preciso que el alma rebose de vivo entusiasmo y se desprenda de todo deseo mundano... Dispuesto así el hombre, vendrá en su auxilio la ciencia para que su vista sea más aguda, su ingenio más vivo, su sensibilidad más exquisita y aun el mismo éter, por virtud de ciertos secretos de química sublime, será más tangible y manifiesto. Después de todo, esto no es magia como se figuran los crédulos, pues no hay magia contra naturaleza, sino que únicamente la ciencia es capaz de dominar a la naturaleza. Ahora bien: existen en el espacio millones de seres no precisamente espirituales, porque todos tienen, como los infusorios, ciertas formas de materia, si bien tan delicada, vaporosa y tenue, que es a manera de película o vello que envuelve el espíritu... A la verdad, estas razas difieren entre sí completamente, pues unas son de extrema sabiduría y otras de horrible malignidad; unas hostiles con enemiga implacable hacia el hombre y otras benéficas como medianeras entre cielo y tierra... Entre los habitantes de los umbrales hay uno que excede en malicia y perversidad a todos los de su linaje; uno cuya mirada arredra al hombre más intrépido y cuyo poder se acrecienta en proporción del temor que inspira” (70).