Isis Sin Velo - [Tomo I]

Capítulo 103

EL MAGNETISMO ANIMAL

Su desdén por la rutina docente y el formulismo científico, el anhelo de identificarse con el espíritu de la naturaleza, que era para él la única fuente de salud, el único sostén y luz de la verdad, concitaron contra el alquimista y filósofo del fuego, las implacables iras de los pigmeos de la época. No debe maravillarnos de que le acusaran de charlatán y aun de beodo, si bien Hemmann le defiende denodadamente de esta última imputación, demostrando que fue calumnia de un tal Oporino, quien estuvo con él durante algún tiempo para sorpender sus secretos, y al no lograr su intento, se desataron las malas lenguas de sus despechados discípulos, coreadas por los boticarios. Fundó Paracelso la escuela del magnetismo animal, y descubrió las propiedades del imán. Sus contemporáneos menoscabaron su reputación tachándole de hechicero, en vista de las maravillosas curas que obtenía, como tres siglos después se vio también acusado el barón Du Potet, de brujería y demonolatría, por la Iglesia romana, y de charlatanería por los académicos de Europa.

Según dijeron los filósofos del fuego, no hay químico capaz de considerar el “fuego viviente” distintamente de sus colegas, y a este propósito dice Fludd: “Olvidaste lo que tus padres te enseñaron sobre ello, o mejor dicho, nunca lo supiste porque es demasiado elevado para ti” (2).

Quedaría incompleta esta obra si no relatáramos, siquiera brevemente, la historia del magnetismo animal desde que Paracelso asombró con sus experimentos a los sabios de la segunda mitad del siglo XVI. Sucintamente expondremos algo relativo a los trabajos de Antonio Mesmer, que importó de Alemania el magnetismo animal, y al desvío con que lo recibieron los académicos, después de haber rechazado consecutivamente cuantos descubrimientos se hicieron de Galileo acá, según consta en los documentos casi convertidos en polvo de la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros cerraban las puertas de entrada a los sublimes misterios de los mundos físico y psíquico. A su alcance estaba el alkahest, el gran disolvente universal, y lo menospreciaron para confesar al cabo de un siglo que, “más allá de los límites de la observación no es infalible la química, y aunque nuestras hipótesis y teorías puedan contener un fondo de verdad, sufren frecuentes alteraciones, que las revolucionan por completo” (3).

No es lícito afirmar sin pruebas que el magnetismo animal y el hipnotismo sean puras alucinaciones. Pero ¿en dónde están las pruebas que den el único valor posible a la afirmación? Miles de ocasiones desaprovechadas tuvieron los académicos para cerciorarse de la verdad, y en vano magnetizadores e hipnotizadores invocan el testimonio de los sordos, lisiados, enfermos y moribundos a quienes devolvieron la salud sin otra medicina que sencillísimas manipulaciones y la apostólica imposición de manos. Cuando el hecho es innegable por lo evidente, lo achacan a mera coincidencia, sino dicen nuestros numerosos Tomases que todo son visiones, charlatanería y exageración. El célebre saludador norteamericano Newton ha efectuado más curas instantáneas que enfermos tendrán en toda su vida los más famosos médicos neoyorkinos, y el mismo éxito ha tenido en Francia el zuavo Jacobo. ¿Será posible entonces tachar de alucinaciones o de confabulación de charlatanes y lunáticos los testimonios acopiados durante los últimos cuarenta años? Quien tal hiciera se confesaría mentecato.

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