Isis Sin Velo - [Tomo I]

Capítulo 147

IDENTIDAD DE TRADICIONES

Antiguamente era la magia una ciencia universal que tan sólo profesaban los sacerdotes ilustrados; pero aunque el foco de estaciencia estaba celosamente custodiado en el santuario, sus rayos iluminaban el mundo. Si así no fuera, ¿cómo explicar la sorprendente identidad de tradiciones, leyendas, costumbres, creencias y adagios populares, que lo mismo se encuentran entre los lapones y tártaros del norte, que en los pueblos meridionales de Europa, en las estepas rusas y en las pampas americanas? A este propósito dice Taylor que la máxima pitagórica “no remuevas fuego con espada”, es popular entre gentes sin relación alguna étnica ni geográfica; pues según refiere Carpini, ya en 1246 la observaban los tártaros que en modo alguno consentirían en remover el fuego con arma de filo, por temor de “cortar la cabeza del fuego”. Del mismo temor participan los kalmucos, y los abisinios preferirían meter los brazos desnudos hasta el codo entre brasas, antes que removerlas con hacha o cuchillo. Tyler dice que todos estos hechos son simples aunque curiosas coincidencias, y Max Müller opina, por el contrario, que entrañan en su fondo la doctrina pitagórica.

Las máximas de Pitágoras, como las de muchos autores antiguos, tienen doble significado, pues además del literal encubren un precepto, según explica Jámblico en su Vida de Pitágoras. La máxima: “no remuevas el fuego con espada” es el noveno símbolo de los Protrépticos que exhorta a la prudencia y enseña cuán conveniente es no avivar con duras palabras al encolerizado. También corrobora Heráclito la verdad de este símbolo diciendo que “es difícil luchar contra la cólera, pero todo debe hacerse para redimir el alma. Y ciertamente es así, porque muchos, por satisfacer su cólera, han transmutado la condición de su alma y preferido la muerte a la vida. En cambio, quien refrena la lengua y permanece tranquilo, trueca en amistad la contienda, extingue el fuego de la cólera y da pruebas de buen juicio” (84).

Habíamos dudado algunas veces de si nuestro juicio sería lo bastante imparcial y amplio para analizar respetuosamente las obras de filósofos tan insignes en nuestros tiempos como Tyndall, Huxley, Spencer, Carpenter y muchos otros. Nuestro vehemente amor a los hombres de la antigüedad, a los sabios primitivos, nos inspiraba el recelo de trasponer los límites de la justicia y negársela a quienes lo merecen; pero gradualmente se ha ido desvaneciendo toda duda y recelo al observar que somos eco débil de la opinión pública, manifestada en artículos periodísticos tan hábiles como el publicado en la Revista Nacional, correspondiente a Diciembre de 1875, con el título: Los filósofos del día, en el que se pone valientemente en tela de juicio la paternidad de los descubrimientos que los científicos modernos se atribuyen respecto a la naturaleza de la materia y del espíritu, a la formación del universo, a las peculiaridades de la mente y otros puntos igualmente interesantes. dIce a este propósito el autor del artículo que el mundo religioso se ha sorprendido y excitado ante las ideas de Spencer, Tyndall, Huxley, Proctor y otros de la misma escuela, quienes, no obstante sus innegables servicios a la ciencia, no han efectuado ningún descubrimiento, pues nada hay hasta ahora en sus más atrevidas especulaciones que no se haya enseñado en una u otra forma desde hace miles de años... los científicos no exponen sus hipótesis como descubrimientos propios; pero dejan que así lo suponga la opinión pública que, alimentada por los periódicos, acepta como artículo de fe cuanto le dicen y se maravilla de las consecuencias. Pero cuando alguien ataca en la prensa a los presuntos autores de tan sorprendentes hipótesis, tratan estos de defenderse personalmente, sin que a ninguno se le ocurra decir: “Caballeros, no se incomoden ustedes, porque nosotros no hacemos otra cosa que remendar teorías tan viejas como los montes”. Sin embargo, científicos y filósofos tienen la debilidad de dar importancia a cuanto creen que ha de allegarles nombradía inmortal. Huxley, Tyndall y aun el mismo Spencer se han erigido últimamente en infalibles pontífices y segruos oráculos de los dogmas de protoplasma, de las moléculas y formas y átomos primordiales, alcanzando con estos descubrimientos más palmas y alureles que pelos en la cabeza tuvieron Lucrecio, Cicerón, Plutarco y Séneca, no obstante el conocimiento que del protoplasma de los átomos primordiales y demás supuestas novedades se vislumbra en las obras de estos últimos autores. Precisamente a Demócrito se le llamó el filósofo atómico por su teoría de los átomos.

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