Isis Sin Velo - [Tomo I]

Capítulo 75

ATEÍSMO CIENTÍFICO

¿Sería impertinencia sospechar que los científicos modernos se mueven en un círculo vicioso? Agobiados sin duda por la pesadumbre del materialismo y la insuficiencia de las llamadas ciencias experimentales para demostrar tangiblemente la existencia del mundo espiritual, mucho más poblado que el visible, no tienen otro remedio que arrastrarse por el interior del círculo vicioso, sin querer, más bien que sin poder, salir del hechizado recinto para explorar lo que fuera de él existe. Sus preocupaciones son el único embarazo que les impide reconocer la causa de hechos innegables y relacionarse con hipnotizadores tan expertos como Du Potet y Regazzoni.

Preguntaba Sócrates: “¿Qué engendra la muerte? –La vida –le respondieron (38)... ¿Puede el alma, puesto que es inmortal, dejar de ser imperecedera?” (39). El profesor Lecomte dice: “La semilla no puede germinar sin que en parte consuma”. Y San Pablo exclama: “Para que la simiente se avive es preciso que muera”.

Se abre la flor, se marchita y muere; pero deja tras sí el aroma que perdura en el ambiente cuando ya sus pétalos están hechos polvo. Nuestros sentidos corporales no lo advierten y sin embargo existe. El eco de la nota emitida por un instrumento perdura eternamente. Jamás se extingue por completo la vibración de las invisibles ondas del mar sin orillas del espacio. Siempre viven las energías transportadas del mundo de la materia al mundo del espíritu. Y el hombre, preguntamos nosotros, el hombre, entidad que vive, piensa y razona, la divinidad residente en la obra maestra de la naturaleza, ¿habría de abandonar su estuche para no vivir jamás? ¿Cómo negar al hombre cuyas cualidades fundamentales son la conciencia, la mente y el amor, el principio de continuidad que reconocemos en la llamada inorgánica materia del flotante átomo? No cabe más descabellada idea. Cuanto mayor es nuestro conocimiento, mayor es también la dificultad de concebir el ateísmo científico. Se comprende que un hombre ignorante de las leyes de la naturaleza, sin noción alguna de las ciencias físico-químicas, pueda caer funestamente en el materialismo, empujado por la ignorancia o por la incapacidad de comprender la filosofía de la ciencia, ni de colegir ninguna analogía entre lo visible y lo invisible. Un metafísico por naturaleza, un soñador ignorante, pueden despertar bruscamente y atribuir a ilusión y ensueño todo cuanto imaginaron sin pruebas tangibles; pero un científico familiarizado con las modalidades de la energía universal no puede sostener que la vida es tan sólo un fenómeno de la materia, so pena de confesar su incapacidad para analizar y debidamente comprender el alfa y el omega de la misma materia.

El escepticismo sincero respecto a la inmortalidad del alma es una enfermedad, una deformación cerebral, que ha existido en toda época. Así como algunas criaturas nacen envueltas en el omento, así también hay hombres incapaces de desprenderse durante toda su vida de la membrana que embota sus espirituales sentidos. Pero la vanidad es el verdadero sentimiento que les mueve a rechazar los fenómenos mágicos y espirituales, sin otro argumento que el siguiente: “Nosotros no podemos producir ni explicar estos fenómenos; por lo tanto, no existen ni nunca han existido. Hace unos treinta años, Salverte sorpendió a los “crédulos” con su obra: Filosofía de la magia, en la que pretendía explicar la causa operante de los milagros bíblicos y de los santuarios paganos. En resumen, los atribuye a largos años de observación, aparte de un profundo conocimiento de las ciencias físicas y metafísicas, en cuanto lo permitía la ignorancia de la época, con su secuela de imposturas, prestidigitación, ilusiones ópticas y fantasmagoría, que a fin de cuentas, convierten, según el autor, a los taumaturgos, profetas y magos, en pícaros y bribones, y al resto de los mortales en necios y bobos.

De la índole y valía de las pruebas podrá colegir el lector por la que aduce el pasaje siguiente: “Aseguraban los entusiastas discípulos de Jámblico, que al orar se levantaba a diez codos del suelo, y engañados por esta metáfora han tenido los cristianos la candidez de atribuir el mismo milagro a Santa Clara y a San Francisco de Asís” (40). Según Salverte, los centenares de viajeros que atestiguan haber visto idéntico fenómeno en los fakires, serían todos unos embusteros o estarían alucinados. Sin embargo, hace poco tiempo, el eminente Crookes atestiguó un fenómeno de esta índole en condiciones que imposibilitaban todo fraude; y de la propia suerte habían aseverado lo mismo mucho tiempo antes infinidad de testigos, a quienes sistemáticamente se les niega crédito.

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