Capítulo 59
LA CIENCIA ULTRAMONTANA
Esta hondonada, que a Tyndall le parece tan infranqueable como la neblina ígnea en que envuelve la causa agnoscible, no es obstáculo alguno para la intuición espiritual. El profesor Buchanan, en sus Bosquejos de conferencias sobre el sistema neurológico en Antropología, escritos en 1854, señala el modo de echar un puente sobre tan temerosa hondonada. Aquí tenemos una de aquellos trojes donde se almacena parcamente la semilla mental de futuras y copiosas cosechas. Pero el edificio del materialismo se basa enteramente sobre los toscos sótanos de la razón. Cuando los maestros de la ciencia hayan llegado al límite extemo de su capacidad, podrán a lo sumo revelarnos un mundo de moléculas animadas por secreto impulso. El más acertado diagnóstico de la enfermedad que aqueja a los científicos, lo encontraremos con sólo una ligera substitución de palabras, en la crítica a que Tyndall somete la mentalidad del clero ultramontano. En vez de “sacerdotes” pongamos “científicos”; en lugar de “pasado precientífico” leamos “presente materialista”, y reemplacemos “ciencia” por “espíritu”. El pasaje siguiente nos traza un vivo retrato, pintado por mano maestra, del científico moderno:
“... Sus sacerdotes viven tan apegados al precientífico pasado, que aun los más poderosos talentos son refractarios a las verdades recientes. Tienen ojos y no ven, oídos y no oyen; porque ojos y oídos se convierten a visiones y sonidos de otros tiempos. Desde el punto de vista científico, el cerebro de los ultramontanos es poco menos que infantil. Pero no obstante ser tan niños en conocimiento científico, tienen suficiente poderío espiritual entre los ignorantes para inducirles a prácticas que sonrojan a los de más claro juicio” (23).
El ocultista les dice a los científicos que se miren en este espejo.
Desde los albores de la historia, todos los pueblos exigieron en su legislación el testimonio de, por lo menos, dos testigos para aplicar la pena de muerte. “Por boca de dos o tres testigos sea condenado el reo de muerte” (24) dice el legislador del pueblo hebreo. “Las leyes que condenan a un hombre a muerte por la declaración de un solo testigo son contrarias a la libertad. La razón exige, por lo menos, dos testigos” (25). Todos los pueblos han aceptado, por lo tanto, el valor de la prueba, pero los científicos rechazarían un millón de testimonios contra uno. En vano doscientos mil testigos dan fe de los hechos. Los científicos tienen ojos y no ven, como si persistieran en ceguedad y sordera. Treinta años de pruebas irrecusables y el testimonio de algunos millones de creyentes en Europa y América tienen derecho a que se les considere y respete, sobre todo cuando el veredicto de un jurado compuesto de doce espiritistas, influido por las pruebas aducidas por los testigos, pudiera condenar a muerte a un científico que hubiere perpetrado un crimen por efecto de la conmoción de las moléculas cerebrales, no refrenadas por el convencimiento de una futura retribución moral.
La ciencia, en síntesis considerada como divina meta, es digna de que el mundo entero la respete y venere, porque sólo por la ciencia podemos comprender a Dios en sus obras.
Según Webster, “la ciencia es la comprensión de la verdad ante los hechos, la investigación de la verdad en sí misma, la adquisición del conocimiento puro”. Si la definición es exacta, tendremos que la mayoría de los científicos modernos han falseado a su diosa. ¡La verdad en sí misma! ¿Pues dónde hemos de buscar la clave de las verdades de la naturaleza sino en los inescrutados misterios de la psicología? Desgraciadamente muchos experimentadores sólo escogen los hechos más apropósito para cohonestar sus prejuicios.
La psicología no tiene peores enemigos que los médicos de la escuela alopática. No es preciso recordar que, entre las ciencias de experimentación, es la medicina la menos merecedora de este calificativo, pues prescinde del estudio de la psicología, que debiera ocupar gran parte de su atención para que el ejercicio de la medicina no degenere en tanteador empirismo de dudoso éxito. Todo cuanto discrepa de las doctrinas establecidas, se repudia por herético, y aunque un nuevo sistema terapéutico haya salvado miles de vidas, se aferran a las prescripciones tradicionales para condenar al innovador y la innovación, hasta que les place darle sello oficial. Entretanto, pueden morir miles de enfermos, con tal de que el honor profesional quede a salvo.
Teóricamente parece la medicina la ciencia más benéfica, pero ninguna otra ha dado tantas muestras de materialismo y obstinada preocupación. Pocas veces han patrocinado los médicos famosos un descubrimiento útil. La sangría, las ventosas y la lanceta tuvieron su época de popularidad, hasta caer en desuso. A los calenturientos se les deja beber hoy el agua que antes se les negara, los baños fríos han suplantado a los calientes, y durante algún tiempo fue la hidroterapia una verdadera manía. La corteza de quina que Warring, el defensor de la autoridad de la Biblia, identifica con el paradisíaco “árbol de la vida”, fue importada en España el año 1632 y estuvo en olvido durante mucho tiempo. La Iglesia demostró, por una vez al menos, más penetración que la ciencia, pues a instancias del cardenal de Lugo, patrocinó Inocencio X el nuevo medicamento.