Isis Sin Velo - [Tomo I]

Capítulo 45

LA FUERZA MEDIUMNÍMICA

Para comprobar la impulsión del médium, colocaba Faraday varios discos de cartón adheridos tangencialmente uno con otro por medio de cola, que se desprendían por efecto de una presión continuada. Ahora bien: luego de girar la mesa, si es que a tanto se había atrevido en presencia de Faraday, lo cual no deja de ser significativo, se examinaban los discos, y al ver que habían resbalado en la misma dirección que el giro de la mesa, resultaba de ello la prueba incontrovertible de que el médium había empujado el mueble.

Otro aparato de comprobación de los fenómenos psíquicos consistía en un pequeño dinamómetro que delataba el más leve impulso del médium, o, según decía el mismo Faraday, “indicaba el paso del estado pasivo al activo”. Este dinamómetro, indicador del impulso, demostraba tan sólo la acción de una fuerza que emanaba de los observadores o los dominaba. Pero ¿quién ha negado jamás la existencia de una fuerza en estos fenómenos? Todos admitimos que esta fuerza pasa a través del médium, como generalmente sucede, o actúa con entera independencia del mismo, según ocurre bastantes veces. A este propósito, dice de Mirville: “El verdadero misterio está en la desproporción entre la fuerza desplegada por los médiums (que empujaban porque a ello se veían forzados) y los efectos de rotación cuya índole es realmente prodigiosa. En presencia de tan pasmosos efectos, ¿cómo suponer que las liliputienses experiencias de esta índole tengan valor alguno en la tierra de gigantes hace poco descubierta?” (37).

Con mayor mala fe procedió el profesor Agassiz, cuya reputación científica corría parejas en América con la de Faraday en Inglaterra. El notable antropólogo Buchanan, que ha tratado mejor que nadie en América del espiritismo, habla de Agassiz con justa indignación, pues no tenía motivo para escarnecer los fenómenos que en sí mismo había experimentado. Pero como Faraday y Agassiz están ya desencarnados, vale más ocuparnos de los vivos que de los muertos.

Resulta, por lo tanto, que los modernos escépticos niegan una fuerza del todo familiar a los antiguos tiempos. En épocas antediluvianas tal vez jugarían con esta fuerza los chiquillos, como los que describe Bulwer Lytton en La raza futura, juegan con el tremendo vril o agua de Phtha. Los antiguos llamaron a la antedicha fuerza Anima mundi y los herméticos medioevales le dieron los nombres de luz sidérea, leche de la Virgen, magnes y otros varios. Pero los modernos eruditos repudian tales denominaciones, porque tienen sabor de magia, que, según ellos, es grosera superstición.

Apolonio y Jámblico afirman que el poderío del hombre que anhela superar a los demás, “no consiste en el conocimiento de las cosas externas, sino en la perfección del alma interna” (38).

Así llegaron ellos al conocimiento de sus almas divinas cuyos poderes emplearon con toda la sabiduría alcanzada por el estudio esotérico del hermético saber heredado de sus antecesores. Pero los filósofos del día no pueden o no se atreven a llevar sus tímidas miradas más allá de lo comprensible. Para ellos no hay vida futura ni divinos ensueños, que desdeñan por contrarios a la ciencia. Para ellos los antiguos son “ignorantes antepasados”, y miran con despectiva compasión a todo autor que crea inherentes al ser humano las misteriosas ansias de ciencia espiritual.

Dice un proverbio persa: “Cuanto más oscuro está el cielo, más brillan las estrellas”. Así, en el negro firmamento de la Edad Media aparecieron los misteriosos Hermanos de la Rosa Cruz, que no organizaron asociaciones ni instituyeron colegios, porque, acosados por todas partes como fieras, los tostaba sin escrúpulo la iglesia católica en cuanto caían en sus manos. A este propósito dice Bayle: “Como la religión prohibe el derramamiento de sangre en su máxima Ecclesia non novit sanguinem, quemaban a las víctimas, cual si al quemarlas no vertiesen su sangre”.

Varios de estos místicos, guiados por las enseñanzas aprendidas en manuscritos secretamente conservados de generación en generación, llevaron a cabo descubrimientos que no desdeñarían hoy las ciencias experimentales. El monje Rogerio Bacon, vituperado de charlatán y tenido por aprendiz de artes mágicas, pertenece de derecho, sino de hecho, a la Fraternidad de los estudiantes de ocultismo. Floreció en el siglo XIII con Alberto el Magno y Tomás de Aquino, y sus descubrimientos de la pólvora, de las lentes ópticas y varios mecanismos, fueron atribuidos a hechicería por pacto demoníaco, y de ellos se aprovechan hoy mismo quienes más le escarnecen.

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