Capítulo 26
EL CÉNTRICO SOL ESPIRITUAL
Lejos de nosotros el intento, no ya de blasfemia, sino ni siquiera de irreverencia contra el divino Poder, por el que existen todas las cosas visibles e invisibles y ante cuya majestad y perfección absoluta se abisma la mente. Nos basta el convencimiento de que Él existe y que Él es la sabiduría infinita. Nos basta tener como las demás criaturas una centella de su esencia. Reverenciamos al supremo infinito e ilimitado poder, al céntrico SOL ESPIRITUAL, cuya luz nos ilumina y cuya voluntad nos circunda. Es el Dios de los profetas antiguos y de los profetas modernos; el Dios cuya naturaleza sólo cabe vislumbrar en los mundos evocados a la existencia por su potente FIAT; el Dios cuya revelación está cifrada por su propia mano en los imperecederos símbolos de la armonía universal del Cosmos. Él es el único evangelio infalible.
Dice Plutarco en el Teseo, que los geógrafos antiguos llenaban las márgenes de sus mapas con el trazado de comarcas desconocidas cuyos epígrafes advertían que más allá sólo había arenales poblados de fieras y quebrados por ciénagas infranqueables. Poco menos hacen los modernos científicos y teólogos, pues mientras estos pueblan el mundo invisible de ángeles y demonios, aquéllos afirman sentenciosamente que nada hay más allá de la materia.
Sin embargo, muchos de nuestros empedernidos escépticos pertenecen a las logias masónicas. Todavía existen, aunque sólo de nombre, los rosacruces que tanto sobresalieron en las artes curativas durante la Edad Media. Podrán derramar lágrimas sobre la tumba de su respetable maestro Hiram Abiff, pero en vano buscarán el sitio donde estuvo la rama de acacia. Sólo queda la letra muerta; el espíritu se desvaneció. Parecen coristas ingleses o alemanes que en el cuarto acto de Hernani bajan a la cripta de Carlomagno para entonar el coro de la conspiración en lengua extraña. Así los modernos caballeros del sagrado Arco, aunque bajen todas las noches “por los nueve arcos a las entrañas de la tierra”, jamás descubrirán el sagrado delta de Enoch. Los caballeros del Valle del Norte y del Valle del Sur, tal vez se figuren que la iluminación despunta en su mente y que según adelanten en la masonería irá rasgándose el velo de la superstición, la tiranía y el despotismo; pero todo esto serán vanas palabras mientras renieguen de su madre la magia y desconozcan a su hermano gemelo el espiritismo. En verdad que podéis dejar vuestros sitiales, ¡oh Caballeros de Oriente!, y sentaros en el suelo con la cabeza entre las manos en apostura triste, porque valor os sobra para deplorar vuestra suerte. Desde que Felipe el Hermoso de Francia abolió la orden de los Templarios, nadie ha venido a resolver vuestras dudas, no obstante tantas pretensiones en contrario. Verdaderamente, venís errantes de Jerusalén en busca del perdido tesoro del lugar santo. ¿Lo hallastéis? ¡Ay!, no; porque el lugar santo está profanado y abatidas cayeron las columnas de sabiduría, fuerza y belleza. En adelante vagaréis en tinieblas y caminaréis humildemente por selvas y montes en busca de la palabra perdida. ¡Andad! No la encontraréis mientras reduzcáis vuestras jornadas a siete ni aún a siete veces siete, porque camináis en tinieblas que sólo puede disipar la fulgurante antorcha de la verdad, sostenida por los legítimos descendientes de Ormazd. Tan sólo ellos pueden enseñaros a pronunciar correctamente el nombre revelado a Enoch, Jacob y Moisés. ¡Pasad! Hasta que vuestro R. S. W. Sepa multiplicar 333 de modo que resulten 666, el número de la bestia apocalíptica, debéis ser prudentes y manteneros sub-rosa.
Para demostrar que no estaban desprovistas de fundamento científico las nociones de los antiguos respecto de los ciclos humanos, concluiremos este capítulo con una de las más remotas tradiciones referentes a la evolución de nuestro planeta.