Capítulo 46
MILAGROS DE BACON
En un drama de la época de Isabel de Inglaterra, escrito por Roberto Green y basado en la historia legendaria de Rogerio Bacon, se dice, que habiendo sido presentado al rey, le pidió éste que demostrase algo de su saber ante la reina, y que él entonces movió la mano y oy´ñose al punto una música tan armoniosa como jamás la oyera ninguno de cuantos la escuchaban. Fue la música en crescendo y de pronto aparecieron cuatro figuras que danzaron un buen espacio, hasta desvanecerse en el aire. Movió de nuevo el monje la mano y súbitamente se difundió por la estancia tan exquisito perfume que parecía hábilmente preparado con los más finos y delicados aromas del mundo. Aseguró después Bacon a uno de los caballeros allí presentes, que iba a presentarle la mujer de quien andaba enamorado, y descorriendo las cortinas de la cámara regia, apareció a los ojos de los circunstantes una cocinera cucharón en mano que desapareció con igual presteza. Encolerizado el orgulloso caballero por aquella humillación, amenazó al monje con su venganza, pero él repuso tranquilamente: “No me amenace vuestra gracia, porque mayor pudiera ser su vergüenza, y ande alerta en decir otra vez que los letrados mienten”.
Un historiador moderno (39) comenta esta relato, diciendo: “Puede considerarse esto como ejemplo de la clase de manifestaciones resultantes, sin duda, de un conocimiento profundo de las ciencias naturales”. Nadie ha dudado nunca que resultaran de semejantes conocimientos, y no otra cosa dijeron los herméticos, magos, astrólogos y alquimistas. A la verdad, no es culpa suya que las masas ignorantes, excitadas sin escrúpulo por el clero fanático, hayan atribuido a diabólicas influencias los fenómenos psíquicos; y por otra parte, las terribles torturas inquisitoriales retrajeron de la manifestación de sus facultades a los filósofos ocultistas, quienes dijeron en sus obras esotéricas, que “la magia es la aplicación de causas naturales y activas a las cosas pasivas, para determinar efectos prodigiosos, pero completamente naturales”.
El fenómeno de la música y de los aromas que Rogerio Bacon opero en la corte de Inglaterra, se ha repetido con frecuencia en nuestra época. Prescindiendo de nuestras personales experiencias, diremos que, según informes de los corresponsables ingleses de la Sociedad Teosófica, hubo casos en que oyeron músicas y percibieron fragancias, sin que nada señalase su procedencia, por cual motivo atribuyeron el fenómeno a la influencia de los espíritus. Uno de dichos corresponsales informó diciendo, que en cierta ocasión la casa donde se celebraban reuniones espiritistas de carácter íntimo quedó impregnada durante muchas semanas de intenso aroma de sándalo. Otro corresponsal describe el fenómeno que llama toque musical. Las mismas potencias capaces de producir hoy estos fenómenos debieron existir y tener idénticas facultades en la época de Bacon. Respecto a las apariciones espectrales, baste decir que también hoy ocurren en las sesiones espiritistas y, por lo tanto, no cabe dudar de los prodigios atribuidos a Bacon en este punto.
En su tratado de Magia Natural, enumera Bautista Porta un catálogo de fórmulas secretas para obtener extraordinarios efectos de las fuerzas ocultas de la naturaleza, pues aunque los magos creían tan firmemente como los espiritistas de hoy en los espíritus invisibles, no fiaban las operaciones mágicas a su entera dirección y auxilio, pues de sobre sabían cuán difícil es ahuyentar a los elementales una vez que se les hayan abierto las puertas de par en par. Aun la misma magia de los antiguos caldeos consistía tan sólo en el profundo onocimiento de las propiedades químicas de las substancias minerales, y únicamente se comunicaban, mediante ceremonias religiosas, con las puras entidades espirituales, cuando el teurgo requería el divino auxilio en asuntos de moral o material interés. Pero tan sólo subjetivamente y por efecto de su pureza de vida y continuadas oraciones podían evocar los espíritus invisibles que despiertan los extáticos sentidos de clarividencia y clariaudiencia. Producían los fenómenos psíquicos mediante la aplicación de las fuerzas naturales y en modo alguno por las artes de prestidigitación de que se valen hoy día los hechiceros.
Quienes conocen las secretas fuerzas naturales y emplean con paciente parsimonia las facultades dimanantes de tal conocimiento, laboran por algo superior a la deleznable gloria de una fama efímera, pues sin apetecerla logran la inmortalidad reservada a cuantos olvidándose de sí mismos se entregan por entero al bien del género humano. Iluminados por la luz de la verdad eterna, aquellos rico-pobres alquimistas iban más allá de la común penetración, y sólo diputaban por inescrutable la Causa primera. Su norma constante estaba trazada de consuno por la intrepidez, el deseo de saber, la firme voluntad y el absoluto sigilo. Sus espontáneos impulsos eran la beneficencia, el altruismo y la moderación. La sabiduría era para ellos de mayor estima que el logro mercantil, el lujo, riqueza, pompa y poderío mundano, al paso que no les asustaban ni hambres ni pobrezas ni fatigas ni desprecios humanos, con tal de llevar a cabo su tarea. Pudieron haber reposado en blandos lechos de aterciopeladas colchas, y prefirieron morir en los hospitales y en las márgenes de los caminos, antes que envilecer sus almas cediendo a la nefanda concupiscencia de quienes intentaban hacerles quebrantar sus sagrados votos. Ejemplo de ello nos dan las vidas de Paracelso, Cornelio Agripa y Filaleteo.