Capítulo 129
LA TRÍADA MICROCÓSMICA
El hombre es un mundo minúsculo, un microcosmos en el macrocosmos, de cuya matriz le tienen suspendido sus tres espíritus; pero mientras el cuerpo terrestre está en constante armonía con su madre tierra, el cuerpo astral actúa en consonancia con el alma del mundo. Uno está en otra como estotra en aquél, porque el omnipenetrante elemento universal llena el espacio y es el mismo espacio ilimitado e infinito. El tercer espíritu, el espíritu divino, es un rayo infinitesimal, una de las innumerables radiaciones de la Causa suprema, de la Luz espiritual del mundo. Tal es la trinidad de la naturaleza, así orgánica como inorgánica, espiritual y física, que son tres en una. A este propósito dice Proclo que la primera mónada es el Dios eterno; la segunda la eternidad, y la tercera el paradigma o modelo del universo. Las tres constituyen la Tríada inteligible. Todas las cosas del universo manifestado proceden de esta Tríada microcósmica en sí misma y se mueven en majestuosa procesión por los campos de la eternidad en torno del sol espiritual, como los planetas se mueven alrededor del sol visible. La Mónada pitagórica que “reside en soledad y tinieblas” es en este mundo, invisible, impalpable e indemostrable para la ciencia experimental. Sin embargo, el universo entero seguirá gravitando en su torno como desde el origen del tiempo, y a cada segundo que transcurre, el hombre y el átomo se acercan más y más al solemne momento de la eternidad en que la invisible Presencia aparezca clara a su vista espiritual. Cuando hasta la más sutil partícula de materia quede eliminada de la última forma constitutiva del postrer eslabón de la doble cadena que a través de millones de edades, en sucesivas transformaciones, impelió a la entidad evolucionante, y ésta se revista de su primordial esencia idéntica a la del Creador, entonces el impalpable átomo orgánico terminará su jornada, y los hijos de Dios prorrumpirán en exclamaciones de júbilo por la vuelta del peregrino.
Dice Van Helmont: “El hombre es el espejo del universo y su trina naturaleza está relacionada con todas las cosas. Todo ser viviente participa de la voluntad del Creador que dio el primer impulso a lo creado; pero al hombre, por su adicional espiritualidad, le corresponde mayor participación, y de su grado de materialidad depende la conciencia o inconciencia en el ejercicio de sus facultades mágicas aplicadas a los demás seres que con él comparten la potencialidad divina. El consciente y pleno ejercicio de estas facultades le capacita para dominar y guiar el alma universal (magnale magnum); pero en la mayor parte de los hombres y en los animales, vegetales y minerales, obra por sí mismo el fluido etéreo qu en todo penetra y los mueve con directos impulsos. Las criaturas sublunares, formadas del magnale magnum, se mantienen en relación con este fluido. El hombre está aliado con los cielos y posee la virtud celeste que en menor grado poseen asimismo los animales y quizás todas las cosas del universo, pues todas están en relación recíproca o, lo que es lo mismo, que Dios está en todas las cosas, según acertadamente dijeron los antiguos. Es preciso que la potencia mágica se actualice, lo mismo en el hombre externo que en el interno... Y si llamamos a esto poder mágico, el ignorante se asustará de la denominación, por lo que podremos llamarle poder espiritual (spirituale robur vocitaveris). Este poder mágico late en el hombre interno, pero por la relación de éste con el externo, ha de difundirse a través del hombre completo” (15).
En su extensa descripción de los ritos y costumbres religiosas de los siameses, dice Loubère: “Los talopines o monjes budistas ejercen maravillosa influencia sobre las fieras, y pasan días seguidos en el bosque bajo una toldilla de ramas y hojas de palmera sin encender fuego por la noche, como es costumbre en el país para ahuyentar a las fieras; y las gentes tienen por milagro que nunca perezca devorado ningún talopín, sino que, al contrario, las fieras los respeten y aun se acerquen a lamerles cuando están dormidos, según observaron algunos viajeros desde parajes seguros. Todos los talopines ejercen la magia, y creen que la naturaleza toda está animada, así como también en la existencia de genios tutelares. Pero lo más notable es la opinión tan generalizada entre los siameses, de que tal como es el hombre en esta vida, así ha de ser después de la muerte. Cuando el tértaro que ahora reina en China mandó que todos los chinos se afeitaran el pelo a estilo tártaro, muchos prefirieron la muerte a la obediencia, por no comparecer rasurados ante sus ascendientes en el otro mundo. Sin embargo, me parece incongruente en esta absurda opinión, que los siameses atribuyan al alma figura humana. A pesar de su fama de sabios, hace tres o cuatro mil años que los chinos creen en la piedra filosofal, en cuya busca dilapidó el padre del actual rey de Siam sobre dos millones de libras, y además quieren encontrar el elixir de larga vida que les libre de la muerte. Se apoyan en que, según tradición, hubo quien logró hacer oro y vivió siglos; y aparte de esto, es opinión común entre los chinos siameses y otros orientales que algunos hombres, de quienes cuentan maravillas, hallaron medio de no morir sino de muerte violenta, y se escondieron del mundo para disfrutar de pacífica y libre vida” (16).
No es extraño que los orientales creyeran en el elixir de larga vida, cuando el mismo Descartes tuvo por cierto su descubrimiento y le atribuía virtud para prolongarla hasta quinientos años. Los fisiólogos occidentales no han resuelto aún el capital problema de la vida y de la muerte, pues ni siquiera en las causas del sueño concuerdan sus opiniones. ¿Cómo, entonces, se empeñan en poner límites a lo posible y definir lo imposible?