Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 67

EL ALMA DE LOS ANIMALES

Pero ¿qué pruebas hay, aparte de esa negación gratuita, de que los animales no tienen alma superviviente por no decir inmortal? Desde el punto de vista rigurosamente científico pueden aducirse tantos argumentos en pro como en contra, pues no hay prueba científica en que apoyar la afirmación ni la negación de la inmortalidad del alma del hombre, cuanto menos de la del bruto, desde el momento en que no cabe someter a observación experimental lo que carece de existencia objetiva. Descartes y Bois-Raymond agotaron su talento en el estudio de esta materia, y Agassiz confiesa que no podría concebir la vida futura sin dilatarla a los animales y aun a los mismos vegetales. Porque fuera motivo sobrado para rebelarse contra la injusticia divina si dotara de espíritu inmortal a un bellaco sin entrañas y condenase a la aniquilación al leal amigo del hombre, al noble perro que defiende a su amo con desprecio de la muerte y suele dejarse morir de hambre junto a su tumba en prueba de la abnegación de que son incapaces la generalidad de los humanos. ¡Mal haya la razón culta que abone tan nefanda parcialidad! Es preferible el instinto en semejantes casos y creer, con el indio de Pope, “en un cielo donde se vea acompañado de su perro”.

Nos faltan tiempo y espacio que dedicar a las especulaciones de algunos ocultistas antiguos y medioevales sobre este asunto. Baste decir que anticipándose a Darwin expusieron, aunque esbozadamente, la teoría de la selección natural y transformación de las especies y prolongaron por ambos extremos la cadena evolutiva. Además, exploraron tan intrépidamente el terreno de la psicología como el de la fisiología, sin desviarse jamás del sendero de paralelas vías que les trazara su insigtne maestro Hermes en el famoso apotegma: “Como es arriba, así es abajo”. De esta suerte simultanearon la evolución física con la espiritual.

Pero los biólogos modernos son al menos lógicos en este punto concreto, pues incapaces de demostrar que los animales tienen alma, se la niegan al hombre. La razón les lleva al borde del infranqueable abismo abierto, según Tyndall, entre la materia y la mente. Tan sólo la intuición podrá salvarlo, cuando se convenzan de que de otro modo han de fracasar siempre que intenten descubrir los misterios de la vida. A la intuición, es decir, al instinto consciente han recurrido Fiske, Wallace y los autores de El Universo invisible para atravesar intrépidamente el abismo. Perseveren sin temor en su propósito hasta advertir que el espíritu no reside forzosamente en la materia, sino que la materia se adhiere temporáneamente al espíritu que de eterna e imperecedera morada sirve a todas las cosas visibles e invisibles.

Según la filosofía esotérica, la materia es la densificación concreta y objetiva del espíritu. En la eterna Causa primera laten desde un principio el espíritu y la materia y esta idea expresan las palabras: “En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios” (13). Confiesan los esotéricos que el concepto absoluto de la Divinidad escapa a la razón humana; pero en cambio es asequible a la intuición como reminiscencia de una verdad inconcusa, aunque imperceptible por sensación física. La Causa primera, la Divinidad absoluta que, como tal, entrañaba potencialmente los principios masculino y femenino (activo y pasivo), se desdobla al emanar la primera idea y se manifiesta como energía creadora (principio activo o masculino) o, mejor dicho, impulsora de la objetivada materia (principio pasivo o femenino).

Desde el punto en que se desdobla y manifiesta la Divinidad, hasta entonces neutra y absoluta, vibra la energía eléctrica instantáneamente difundida por los ámbitos del espacio sin límites.

Pero el raciocinio humano es incapaz de fijar el cómo ni el cuándo ni el dónde de la manifestación, es decir, del nacimiento del universo visible o actualización del espíritu-materia que eternamente era, aunque latente. A la finita inteligencia humana se le muestra este principio de la manifestación tan remoto, que no puede computarlo con números ni expresarlo en palabras, sino que se confunde con la misma eternidad. Enseñaba Aristóteles que el universo era eterno, sin principio ni fin deslindables por nuestra inteligencia, y que las generaciones humanas se iban sucediendo sin interrupción unas a otras. Sobre esto decía: “Si ha existido un primer hombre, debió nacer sin padre ni madre, lo cual es contrario a naturaleza, porque no pudo un huevo originario dar nacimiento al ave, sin ave que pusiera el huevo, puesto que el huevo nace del ave. El mismo razonamiento conviene a todas las especies, por lo que hemos de juzgar que antes de aparecer en la tierra, tuvieron forma mental todas las cosas”.

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