Capítulo 172
UN CIENTÍFICO DISIDENTE
El profesor Shoëpfer no admite la fuerza centrífuga ni la hipótesis de Newton que explica el achatamiento de los polos por el movimiento de rotación de la tierra, en que se fundan los geógrafos para creer que la mayor parte de la masa terrestre gravita hacia el ecuador, al paso que la fuerza centrífuga determina el abultamiento de la masa en dicha línea. Considera el profesor alemán que una de las pruebas más corrientes de la rotación terrestre ha sido la de la fuerza centrífuga, porque alegan sus defensores que sin ella no habría gravitación en las latitudes ecuatoriales, y esto es precisamente lo que dicho profesor niega, diciendo en conclusión:
¿No es redículo que, confiados en lo que aprendimos en la escuela, hayamos admitido el movimiento de rotación de la tierra como verdad demostrada, cuando nada absolutamente hay que lo demuestre ni puede demostrarse (105)? ¿No es maravilla que desde Copérnico y Kepler, los sabios de todo el orbe civilizado hayan aceptado apriorísticamente el movimiento de la tierra, y que tres siglos después se estén buscando todavía las pruebas? Pero ¡ay!, por más que busquemos, nada encontramos como era de esperar. ¡Todo es en vano!
¡Así, de golpe y porrazo, pierde la tierra su movimiento de rotación y el universo se ve abandonado de sus guardianes y protectores, las fuerzas centrífuga y centrípeta! Pero aún hay más. El mismo éter, arrebatado del espacio, es una quimera, un mito nacido de la mala costumbre de emplear palabras huecas; el sol presume de magnitudes que jamás le correspondieron; las estrellas son puntos centelleantes “dispuestos a considerable distancia unos de otros por el Creador del universo, probablemente con la intención de que iluminaran simultáneamente los vastos espacios en que se mira nuestro globo”, según dice el profesor Shoëpfer (106).
Si tres siglos y medio no han bastado para que los científicos establecieran una hipótesis inatacable por ellos mismos; si la astronomía, la única ciencia asentada sobre los diamantinos fundamentos de las matemáticas, sufre tan rudos ataques a pesar de que las demás ciencias la consideran infalible e invulnerable como la verdad misma, ¿qué hemos logrado con denigrar a Platón en provecho de los Babinet? ¿Cómo osan mofarse del modesto experimentador que sinceramente atestigua la realidad de los fenómenos mediumnímicos y mágicos? ¿Cómo se atreven a fijar infranqueables límites a la investigación filosófica? A pesar de todo, los pendencieros partidarios de las hipótesis persisten en acusar de ignorantes y supersticiosos a los eminentes sabios de la antigüedad que manejaban las fuerzas naturales como titanes constructores de mundos y realzaban a la humanidad hasta el nivel de los dioses. ¡Extraño destino el de un siglo que, después de vanagloriarse de haber puesto a la ciencia en la cumbre de la fama, se ve conminado a retroceder para empezar de nuevo el abecedario!
Recapitulando cuanto llevamos expuesto en esta primera parte de nuestra obra, vemos que, desde los arcaicos e ignotos tiempos del hermético Pymander hasta la época presente (107), existió siempre la universal creencia en la magia. Hemos expuesto las ideas de Trismegisto en su diálogo con Asclepio; y prescindiendo de las mil pruebas del predominio de esta creencia en los primeros siglos del cristianismo, extractaremos para nuestro propósito citas paralelas de un autor antiguo y otro moderno.
Algunos miles de años después de la época de Hermes, decía el insigne filósofo Porfirio con respecto al escepticismo dominante en su siglo:
No es maravilla que el vulgo (.....) vea en las imágenes tan sólo pedazos de piedra o madera. Lo mismo les sucede a quienes por desconocer los caracteres no ven más que piedra en las inscripciones estilísticas y tejido de papiro en los manuscritos.
Quince siglos después, declara Sergeant Cox a propósito del proceso incoado contra un médium:
Sea o no culpable el médium, resulta evidente que el proceso ha producido el inesperado efecto de llamar la atención pública hacia fenómenos cuya realidad han atestiguado gran número de competentes investigadores. Quienquiera puede convencerse personalmente de dicha realidad para desarraigar de una vez para siempre las tristes y denigrantes doctrinas materialistas.
De acuerdo con Porfirio y otros teurgos que distinguieron entre la naturaleza de las entidades manifestadas y la del espíritu humano, añade Sergeant Cox como opinión personal:
Verdaderamente hay y habrá siempre discrepancia de opiniones respecto a la causa eficiente de estos fenómenos; pero tanto si son efecto de la fuerza psíquica de los circunstantes como si son espíritus de difuntos, según otros afirman, o bien espíritus elementales, como asegura una tercera opinión, resulta evidente que el hombre no es del todo material, sino que su organismo está animado y movido por algo no material, esto es, no molecular, que además de tener inteligencia puede actuar como fuerza sobre la materia. A este algo le hemos llamado alma a falta de mejor nombre. Gracias al proceso de que vamos tratando, se han enterado de tan buenas nuevas miles de gentes cuya dicha en la vida presente y cuya esperanza en la futura habían tronchado los materialistas con sus insistentes predicaciones de que el alma era una superstición, el hombre un autómata, el pensamiento una secreción, la vida terrena una mera serie de funciones fisiológicas y la futura... lo desconocido.