Capítulo 69
CONCEPTO DEL NIRVANA
Por lo demás, las doctrinas aristotélicas para nada influyeron en la escuela neoplatónica, como supone Draper; y ni Plotino ni Porfirio ni Proclo aceptaron la opinión de Aristóteles en punto a los sueños y visiones proféticas del alma, pues mientras el filósofo de Estagira afirma que la mayor parte de los vaticinadores adolecen de insanía (16) (de lo que se aprovechan algunos sofistas para tergiversar las ideas), la opinión de Porfirio y de Plotino era por completo opuesta. En las más importantes cuestiones metafísicas, las doctrinas neoplatónicas están en pugna con las aristotélicas. Por otra parte, el nirvana de los budistas no significa aniquilación ni los neoplatónicos lo tomaron jamás en este sentido; y si seguramente no se atrevería a decir Draper que los neoplatónicos negaban la inmortalidad del alma, tampoco debiera interpretar torcidamente sus doctrinas afirmando que consideraban el éxtasis como un anticipo de la final inmersión del alma humana en el alma del mundo. El nirvana no es, como a Draper y a la generalidad de sanscritistas les parece, la extinciín, la aniquilación, el desvanecimiento definitivo (17), sino el eterno descanso y la bienaventuranza eterna en el seno de la Divinidad. Tal como expone Draper el concepto en su obra, aparecen Plotino y Porfirio partidarios del nihilismo, lo cual denota que el erudito autor desconoce las genuinas opiniones de aquellos dos ilustres filósofos (18); pero como no cabe suponer este desconocimiento en filósofo tan culto, forzosamente, aunque con pena, nos inclinamos a creer que tuvo con ello el propósito de tergiversar las ideas religiosas de los neoplatónicos. Porque para los modernos filósofos que parecen empeñados en arrebatar de la mente humana las ideas de Dios y del espíritu inmortal, es muy violento juzgar con imparcialidad a los platónicos, pues se verían precisados a reconocer su sagaz penetración en las más arduas cuestiones filosóficas, su firmísima creencia en Dios, en los espíritus, en la inmortalidad del alma y en las apariciones; fenómenos todos de índole espiritual que repuganan a la idiosincarsia de los académicos.
La opinión expuesta por Lemprière (19) es todavía de traza más burda que la de Draper, aunque produce el mismo efecto. Acusa a los ahntiguos filósofos de falsedad deliberada, impostura y superstición, después de ponderar las dotes de cultura, talento y moralidad de Pitágoras, Plotino y Porfirio, cuya abnegación en el estudio de las verdades divinas encomia sobremanera, para venir a parar en que Pitágoras era un impostor y Porfirio supersticioso, mentecato y fraudulento. La incongruencia crítica no puede ser más patente, como si cupiera que un hombre fuese a la par sincero e impostor, sabio y supersticioso, honrado y farsante, discreto y mentecato.
Ya sabemos que la doctrina esotérica no concede a todos los hombres por igual las mismas condiciones de inmortalidad. Dice Plotino que “el ojo no vería nunca el sol si no fuese de la naturaleza del sol”; y Porfirio añade que “únicamente por medio de la más exquisita pureza y castidad podremos acercarnos a Dios y recibiren la contemplación de Dios el verdadero conocimiento y la visión interna”. Si el Ego negligencia durante la vida terrena la iluminación de su divino espíritu, del Dios interno, no sobrevivirá largo tiempo la entidad astral a la muerte del cuerpo físico, pues así como el deforme monstruo muere a poco de nacer, así también la entidad astral grosera y materializada en exceso se disgrega a poco de nacida al mundo suprafísico y queda abandonada por el Ego, por el glorioso augeoeides. Durante el período de desintegración, la entidad astral vaga en torno del cadáver físico, alimentándose vampíricamente de las víctimas que ceden a su maligna influencia. Cuando el hombre rechaza los rayos de la divina luz, queda en tinieblas y se apega a las cosas de la tierra.
Todo cuerpo astral, aun el del hombre justo y virtuoso, es perecedero, porque de los elementos fue formado y a los elementos se ha de restituir; pero mientras la entidad astral del hombre perverso se desintegra sin dejar rastro, la de los hombres, no precisamente santos, sino tan sólo buenos, se renueva por asimilación en partículas más sutiles y no perece mientras en él arde la chispa divina.
Sobre esto dice Proclo:
Después de la muerte sigue el espíritu residiendo en el cuerpo aéreo (cuerpo astral) hasta que la desintegración le libra de él en una segunda muerte análoga a la del cuerpo físico. Por esto dijeron los antiguos que el espíritu está siempre unido a un cuerpo celeste, inmortal y luminoso como las estrellas.