Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 20

UN DILEMA

Nada importa el nombre que los físicos den al principio que anima la materia, pues resulta algo distinto de la materia cuya sutileza escapa a la observación; y si admitimos que la materia está sujeta a la atracción, no es razonable substraer a la atracción el principio que la anima. Al colectivo testimonio de la humanidad en pro de la supervivencia del alma se añade el más valioso todavía de gran número de pensadores, en corroboración de que hay una ciencia del espíritu, no obstante la terquedad con que los escépticos le niegan dicho título. La ciencia del espíritu penetra los arcanos de la naturaleza mucho más hondamente que pueda presumir la filosofía moderna, nos enseña la manera de hacer visible lo invisible y nos revela la existencia de espíritus elementarios y la naturaleza y propiedades de la luz astral, por cuyo medio pueden comunicarse los hombres con dichos espíritus. Analicemos experimentalmente las pruebas y no podrán negarlas ni la ciencia ni la iglesia en uyo nombre tan persuasivamente hablaba el P. Félix.

La ciencia moderna está en el dilema de o reconocer la legitimidad de nuestras hipótesis o admitir la posibilidad del milagro. Pero el milagro supone, según los científicos, la infracción de las ordinarias leyes de la naturaleza, que si una vez se quebrantan, también pueden quebrantarse varias otras en sucesión indefinida, destruyendo la inmutabilidad de dichas leyes y el perfecto equilibrio del universo. Por lo tanto, no cabe negar, so culpa imperdonable de obstinación, la presencia entre nosotros de seres incorpóreos que en distintas épocas y países vieron no miles sino millones de personas, ni tampoco cabe achacar dichas apariciones a milagros, sin desbaratar los fundamentos de la ciencia. ¿Qué pueden hacer los científicos cuando despierten de su orgulloso ensimismamiento sino dilatar con nuevos hechos su campo de experimentación?

La ciencia niega la existencia del espíritu en el éter, al paso que la teología afirma la existencia de un Dios personal; pero los cabalistas sostienen que ni la ciencia ni la teología hablan con razón, sino que los elementos representan en el éter las fuerzas de la naturaleza y el espíritu es la inteligencia que las rige y gobierna. Las doctrinas cosmogónicas de Hermes, Orfeo, Pitágoras, Sankoniatón y Berocio, se fundan en el axioma de que el éter (inteligencia) y el caos (materia) son los primordiales y coeternos principios del universo. El éter es el principio mental que todo lo vivifica; el caos es un principio fluídico sin forma ni sensiblidad. De la unión de ambos nace la primera divinidad andrógina cuyo cuerpo es la materia caótica y cuya alma es el éter (5). Tal es la universal trinidad según el metafísico concepto de los antiguos que, discurriendo por analogía, vieron en el hombre, formado de materia e inteligencia, el microcosmos o minúscula reproducción del Cosmos.

Si comparamos esta doctrina con las especulaciones de la ciencia que se detiene en las lindes de lo desconocido y no tolera que nadie vaya más allá de sus pasos, o bien con el dogma teológico de que Dios creó el mundo de la nada como juego de prestidigitación, no podemos por menos de reconocer la superioridad lógica y metafísica de la doctrina hermética. El universo existe y existimos nosotros; pero ¿cómo apareció el universo y cómo aparecimos nosotros en él? Puesto que los científicos no responden a esta pregunta y los usurpadores del solio espiritual anatematizan por blasfema nuestra curiosidad, no tenemos más remedio que recurrir a los sabios cuya atención se empleó en este estudio siglos antes de que se condensaran las moléculas corporales de los filósofos modernos.

Dice la antigua sabiduría que el visible universo de espíritu y materia es la concreción plástica de la abstracción ideal, con arreglo al modelo trazado por la IDEA divina. Así pues, nuestro universo estaba latente de toda eternidad, animado por el céntrico sol espiritual o Divinidad suprema. Pero esta Divinidad suprema no plasmó su idea sino que la plasmó su primogénito (6).

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