Capítulo 171
LA PAVOROSA THEOPOEA
Sabemos que desde remotísimas épocas la temible y pavorosa ciencia llamada theopoea enseñó a infundir temporánea vida inteligente en las imágenes de los dioses, cuya inerte materia vivificaba la poderosa voluntad del hierofante. El fuego robado del cielo por Prometeo cayó en la tierra durante la lucha para abarcar las regiones inferiores del firmamento y condensarse en las oleadas del éter cósmico. Era el potencial akâsha de los ritos induístas. Al respirar aire puro, se esponja en este fuego celeste todo nuestro organismo, que de él está saturado desde el instante de nuestro nacimiento, aunque sólo cabe actualizarlo por influjo de la VOLUNTAD y del ESPÍRITU.
Por espontáneo impulso, este fuego o principio vital obedece ciegamente las leyes de la Naturaleza, y según las circunstancias, engendra salud y exuberancia de vida o determina la muerte y disgregación. Pero cuando está dirigido por la voluntad del adepto, la obedece para restablecer el equilibrio del organismo, y sus corrientes llenan el espacio y operan los milagros psíquico-físicos perfectamente conocidos de los hipnitizadores. Infundido el principio akásico en la materia inorgánica, le da apariencias de vida, y por lo tanto de movimiento; pero como le falta inteligencia personal, el operador puede transmitirle su propio cuerpo astral (scin-lecca) o bien prevalecerse de su influencia en los espíritus de la Naturaleza para que uno de ellos se infunda en la imagen de mármol, madera o metal. También puede valerse de espíritus elementarios por la identificación que entre estas entidades y las elementales establece la afinidad psíquica; pero estos seres (92) inferiores sólo son capaces de dar apariencias de vida y movimiento a los objetos inanimados y no de infundir en ellos su esencia pasional cuando es de índole armónica y elevada el propósito del operador, quien entonces envía su influencia como rayo de luz divina, a través de las entidades interventoras. La condición necesaria para ello, según ley de la naturaleza espiritual, es la sinceridad del motivo, la pureza de la atmósfera magnética circundante y la pureza personal del operador. De este modo, un “milagro” pagano puede ser mucho más santo que otro cristiano.
Cuantos han presenciado los fenómenos de los fakires indos no dudan de que la theopoea se conoció ya en antiguos tiempos. Un escéptico tan empedernido como Jacolliot, que no desaprovecha ocasión de atribuir estos fenómenos a tretas de prestidigitadores, no puede menos de atestiguar los hechos (93), diciendo a propósito del fakir Chibh-Chondor de Jaffnapatnam:
No me atrevo a describir todas las suertes que hizo. Hay cosas que uno no se atreve a referir aun después de presenciarlas, por recelo de que le tilden de iluso. Sin embargo, diez y hasta veinte veces he visto y vuelto a ver cómo producía el fakir los mismos efectos en la materia inerte. Era para nuestro hechicero juego de chiquillos, que la luz de una vela colocada en un rincón de la estancia palideciese o se apagase a su albedrío; mover los muebles y aun el mismo sofá en que estábamos sentados; abrir y cerrar repetidas veces las puertas, y todo esto sin moverse de la esterilla sobre que se sentaba en el suelo.
Tal vez diga alguien que padecí ilusión. Es posible. Pero centenares y miles de personas vieron y ven lo que yo, y aun todavía más sorprendentes fenómenos. No obstante, ¿ha descubierto alguien el secreto ni logrado reproducirlos? Nunca me cansaré de repetir que esto no ocurría en el escenario de un teatro con tramoyas dispuestas para el servicio del operador, sino que un mendigo acurrucado en el suelo se burla de vuestra razón, de vuestros sentidos y de las que llamamos leyes inmutables de la Naturaleza que, según parece, domina a su antojo.
¿Altera el fakir estas leyes? No. Según dicen los creyentes, las actualiza mediante fuerzas que todavía no conocemos. Sea como fuere, asistí en persona a veinte sesiones de esta índole en compañía de profesores, médicos y oficiales del ejército, y todos convinieron en que los fenómenos eran abrumadores para la inteligencia humana. Cada vez que presencié el experimento de sumir a las serpientes en catalepsia de modo que parecían secas ramas de árbol, se convirtió mi pensamiento a la narración bíblica que atribuye a Moisés y a los magos de Faraón los mismos poderes (94).
Seguramente que los músculos del hombre, del cuadrúpedo y del ave son tan susceptibles del magnético principio vital como la inerte mesa del médium moderno. O ambos fenómenos se han de admitir como verdaderamente posibles, o entrambos deben desecharse junto con los milagros de los tiempos apostólicos y los más recientes de la Roma pontificia.