Capítulo 167
LOS MILAGROS DE LOURDES
Pero no únicamente los antiguos creyeron que las imágenes de los dioses manifiestan a veces inteligencia y se mueven de su lugar. En pleno siglo XIX nos informa la prensa periódica de los brincos que da la imagen de Nuestra Señora de Lourdes al escaparse de cuando en cuando a los bosques contiguos al templo, de suerte que más de una vez se ha visto el sacristán precisado a correr tras la fugitiva para restituirla a su altar. Además, se refieren multitud de “milagros”, curas repentinas, profecías, cartas llovidas del cielo y otros muchos por el estilo. Millones de católicos, no pocos de las clases cultas, creen implícitamente en estos “milagros”; y por lo tanto, no hay razón para repugnar el testimonio que de fenómenos de la misma índole dan historiadores tan fidedignos como Tito Livio en el pasaje siguiente:
Después de la toma de Veii le pregunta un soldado romano a la diosa Junio: “¡Oh Juno! ¿Tendrás a bien salir de los muros de Veii y trocar esta morada por la de Roma?” La imagen mueve la cabeza en señal de asentimiento y responde: “Sí quiero”. Además, al trasladarla a Roma pareció como si instantáneamente perdiera su mucho peso y siguiese a los portantes (89).
Con ingenua fe rayana en lo sublime se atreve Des Mousseaux a peligrosas comparaciones en numerosos ejemplos de milagros, así cristianos como “paganos”. Da una relación de imágenes de la Virgen y de santos que perdieron el peso y se movieron como pudiera hacerlo una persona viva, y aduce en pro de ello irrecusables pruebas entresacadas de los autores clásicos que describen tales milagros (90). Este autor lo pospone todo al capital pensamiento de demostrar la realidad de la magia, y que el cristianismo la rindió por completo, aunque no porque los milagros de los taumaturgos cristianos sean más numerosos, sorprendentes y significativos que los de los paganos. En lo referente a hechos y pruebas no cabe dudar de la fidelidad de Des Mousseaux como historiador; pero no ocurre lo mismo por lo que toca a comentarios y argumentos, pues, según él, unos milagros son obra de Dios y otros del diablo, de modo que Dios y Satán se encuentran frente a frente en porfiada lucha. Por lo demás, no expone ningún argumento valiosos para demostrar la diferencia esencial entre ambas clases de prodigios.
¿Queremos saber la razón de que Des Mousseaux vea en unos milagros la mano de Dios y en otros los cuernos y pezuñas del diablo? He aquí la respuesta:
La santa Iglesia católica, apostólica, romana declara que los milagros obrados por sus fieles hijos son efecto de la voluntad de Dios, y que todos los demás lo son de espíritus infernales.
Pero ¿en qué se funda esta declaración? A la vista tenemos un larguísimo catálogo de santos doctores que durante toda su vida lucharon contra el demonio, y a cuya palabra da la misma Iglesia tanta autoridad como a la de Dios. Dice a este propósito San Cipriano:
Vuestros ídolos e imágenes sagradas son habitación de demonios. Sí; estos espíritus inspiran a vuestro sacerdotes, animan las entrañas de vuestras víctimas, gobiernan el vuelo de las aves, y entremezclando continuamente lo verdadero con lo falso, dan oráculos y obran prodigios con intento de arrastraros invenciblemente a su adoración (91).
El fanatismo en religión, ciencia o cualquiera otra modalidad, degenera en manía y no puede por menos de obcecar los sentidos. Siempre será inútil discutir con un fanático. Al llegar a este punto, hemos de admirar una vez más el profundo conocimiento que demuestra Sergeant Cox en el siguiente pasaje del discurso a que antes aludimos:
No hay error más fatal que creer en el prevalecimiento de la verdad por sí misma o de que basta evidenciarla para recibirla. Muy pocas mentes anhelan la verdad real, y muchas menos todavía son capaces de discernirla. Cuando los hombres dicen que indagan la verdad, no hacen más que buscar una prueba evidente de tal o cual preocupación o prejuicio. Sus creencias se amoldan a sus deseos. Ven cuanto les parece estar de acuerdo con sus anhelos; pero son tan ciegos como topos respecto de lo que se oponga a su modo de pensar. Los científicos no están libres de este defecto.