Isis Sin Velo - [Tomo II]

Capítulo 90

RESURRECCIÓN DE FAKIRES

La falta de espacio nos impide pormenorizar las circunstancias de este caso, y así nos limitaremos a decir que el procedimiento de resurrección consistió en baños y fricciones de agua caliente, en quitar los tapones de algodón y cera que obstruían los oídos y ventanillas de la nariz, después de lo cual frotaron los párpados con manteca clarificada y, lo que parece más extraño, le aplicaron por tres veces una torta de trigo caliente en la coronilla. A la tercera aplicación de la torta estremecióse el cuerpo violentamente, se dilataron las ventanas de la nariz, restablecióse la respiración y los miembros recobraron su natural elasticidad, aunque las pulsaciones eran todavía muy débiles. Untaron entonces de grasa la lengua que la tenía vuelta hacia atrás de modo que obturase la garganta, se dilataron las pupilas con su natural brillo y el fakir reconoció a todos los circunstantes y rompió a hablar.

Durante nuestra permanencia en la India nos dijo un fakir que la obturación de los orificios tenía por objeto, no sólo evitar la acción del aire en los tejidos, sino también la entrada de gérmenes de putrefacción que, por estar en suspenso la vitalidad, descompondrían el organismo como sucede con la carne expuesta al aire. Por este motivo no se prestan los fakires a este experimento en aquellos puntos de la India meridional donde abundan las perniciosas hormigas blancas que lo devoran todo menos los metales. Así es que, por muy sólido que fuese el ataúd, quedaría expuesto a la voracidad de dichos insectos que pacientemente horadan toda clase de madera por densa que sea y aun los ladrillos y la argamasa.

En vista de tantos y tan bien atestiguados casos, la ciencia experimental no tiene más remedio que o recusar por inveraz el múltiple testimonio de personas incapaces de faltar a la verdad, o reconocer que si un fakir puede resucitar al cabo de cuarenta días de enterrado, lo mismo podrá hacer otro fakir; y no cabe, por lo tanto, poner en tela de juicio las resurrecciones de Lázaro, del hijo de la sunamita y de la hija de Jairo (30).

No será ocioso preguntar ahora qué pruebas, aparte de las aparentes, pueden tener los médicos de que un cadáver lo es en realidad. Los más eminentes biólogos convienen en afirmar que la única segura es el estado de descomposición. El doctor Thomson (31) dice que la inmovilidad, la rigidez, la falta de respiración y el pulso, la vidriación de los ojos y la frigidez no son signos inequívocos de muerte real. En la antigüedad, Demócrito (32) y Plinio (33) opinaron que no hay prueba infalible de si un cuerpo está o no muerto. Asclepiades afirmaba que la duda podía ser mayor en cuerpo de mujer que de hombre.

El ya citado doctor Thomson refiere varios casos de muerte aparente, entre ellos el del caballero normando Francisco de Neville, a quien por dos veces le tuvieron por muerto y estuvo a punto de que le interraran vivo, pues volvió en sí en el momento de colocar el ataúd en la sepultura.

Otro caso es el de la señora Rusell, que al doblar las campanas en sus exequias, se levantó del ataúd exclamando: “Ya es hora de ir a la iglesia”.

Diemerbroese refiere que un labriego estuvo tres días de cuerpo presente, pero al ir a enterrarlo volvió en su sentido y tuvo larga vida.

En 1836 un respetable ciudadano bruselense cayó en catalepsia y, creyéndole muerto, le amortajaron para enterrarlo; mas al atornilla la tapa del ataúd se incorporó el supuesto difunto y, como si despertara de dormir, pidió tranquilamente una taza de café y el periódico (34).

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