Capítulo 49
CASOS CURIOSOS
Catalina Crowe trata con mucha extensión de la influencia de la mente en la materia, y en apoyo de su tesis aduce varios casos de indudable autenticidad (31), entre ellos el de los estigmas o señales que aparecen en el cuerpo de las personas cuya imaginación se exalta superlativamente. La extática Catalina Emmerich mostraba con perfecta apariencia de naturalidad las llagas de la Crucifixión. Una señora cuyo nombre corresponde a las iniciales B. de N. soñó cierta noche que otra persona le ofrecía dos rosas, encarnada y blanca respectivamente, de las cuales escogió esta última. Al despertar sintió dolor de quemadura en el brazo, y poco a poco fue señalándose en la parte dolorida una rosa perfectamente configurada, con el blanco matiz de la corola cuyos pétalos se dibujaban con algo de relieve sobre la piel. Aumentó paulatinamente la intensidad de la señal, hasta que a los ocho días empezó a debilitarse y a los catorce había desaparecido por completo.
Otro caso es el de dos señoritas polacas que estando asomadas a una ventana en día de tempestad, cayó allí cerca un rayo que volatilizó el collar de oro de una de ellas, quedando indeleblemente la impresa en la piel la perfecta imagen de la alhaja. Al cabo de poco apareció en el cuello de su compañera una señal idéntica que tardó algunos años en desaparecer.
Todavía más sorprendente es el caso que el autor alemán Justino Kerner refiere como sigue:
En la época de la invasión napoleónica, un cosaco que perseguía a un soldado francés lo acorraló en un callejón sin salida, y el perseguido revolvióse allí contra el perseguidor, trabándose una terrible lucha de la que resultó gravemente herido el francés. Una persona que a la sazón se hallaba en aquel paraje se sobrecogió de tal modo, que al llegar a su casa vio en su cuerpo la señal de las mismas heridas que el cosaco había inferido a su enemigo.
Verdaderamente se vería Magendie en aprieto para atribuir estos fenómenos a causa distinta de la imaginación; y si fuese ocultista, como Paracelso y Van Helmont, descubriría el misterio que encierran, por el poder consciente de la voluntad e inconsciente de la imaginación, para dañar no sólo deliberadamente a los demás, sino también a sí mismo. Porque según los principios fundamentales de la magia, cuando a una corriente magnética no se le da impulso suficiente para llegar al punto de alcance, reaccionará sobre quien la haya admitido, como al chocar contra la pared retrocede una pelota en la misma dirección pero en inverso sentido de su trayectoria. En apoyo de este principio pueden aducirse muchos casos de intrusos en hechicería que fueron víctimas de su atrevimiento, porque, según dice Van Helmont, la potencia imaginativa de una mujer vivamente excitada engendra una idea que sirve de enlace entre el cuerpo y el espíritu y se transfiere a la persona con quien aquella está más inmediatamente relacionada, sobre la cual queda impresa la imagen que la había excitado.
Deleuze ha recopilado (32) gran número de casos referidos por Van Helmont, entre los cuales tiene el siguiente mucha analogía con el ya expuesto del cazador Pelissier:
Cuenta Rousseau que, durante su estancia en Egipto, mató varios sapos con sólo mirarlos fijamente durante un cuarto de hora. Sin embargo, la última vez que hizo en Lión esta prueba, se hinchó el sapo y se quedó mirando de hito en hito a Rousseau de tan feroz manera, que el experimentador estuvo a punto de desmayarse de debilidad y creyó llegada su última hora.
Volviendo a las cuestiones teratológicas citaremos el caso, referido por Wierus (33), de una mujer a quien poco antes del parto amenazó su marido de muerte por creer que tenía los demonios en el cuerpo. Tan profundo fue el terror de la madre, que la criatura nació normalmente conformada de cintura abajo, pero de medio cuerpo arriba cubierta de manchas rojinegruzcas, los ojos en la frente, boca de sátiro, orejas de perro y cuernos de cabra.
En su tratado de Demonología cita Peramato el caso, corroborado por el duque de Medina Sidonia, de un niño nacido monstruosamente en San Lorenzo (Indias Occidentales), con boca, orejas y nariz deformes, cuernos de cabrito y piel velluda con una doble rugosidad carnosa en la cintura de la que pendía una masa a manera de bolsa. En la mano izquierda aparecía el estigma en relieve de una campanilla, como las que para bailar usan algunas tribus de indios americanos, y en las piernas llevaba unas botas también carnosas con dobleces hacia abajo. Ofrecía el niño un aspecto por demás horrible, y cabe achacar la monstruosidad a que la madre se asustaría tal vez al presenciar una danza india (34).
Pero no queremos fatigar al lector con más casos teratológicos que pudiéramos entresacar de las obras clásicas, pues bastan los expuestos para demostrar que las monstruosidades derivan de la acción de la mente materna en el éter universal, que a su vez reacciona sobre la madre.