Capítulo 160
LEYENDAS CHINAS
A los que tan fácilmente acusan de irreligiosos a los chinos, les recomendamos la lectura del siguiente pasaje:
Por los años Yuan-ye del Sung (68), una piadosa matrona y sus dos criadas vivían en todo y por todo en el País de la Iluminación. Cierto día, una de las criadas le dijo a la otra: “Esta noche iré al reino de Amita (69)”. Aquella misma noche llenóse la casa de balsámicos olores y la muchacha murió, sin que cupiera achacar a enfermedad su muerte. Al día siguiente, la otra criada le dijo a su ama: “Ayer se me apareció en sueños mi compañera declarándome estas palabras: -Gracias a las reiteradas súplicas de nuestra querida ama, estoy en el Paraíso con inefable bienaventuranza”. La señora repuso: “Si se me apareciese también a mí, creería cuanto me dices”. A la noche siguiente aparecióse la difunta a la señora, y ésta le preguntó: “¿Podría yo visitar por una vez siquiera el País de la Iluminación? –Sí-respondió el alma bienaventurada; -sígueme”. La señora siguió en sueños a la aparecida, y muy luego descubrió un vastísimo lago cubierto de multitud de lotos blancos y rojos de varios tamaños, unos lozanos y otros ya marchitos. Preguntó la señora qué significaban aquellas flores, y la aparición respondió diciendo: “Son los moradores de la tierra cuyo pensamiento se convierte al País de la Iluminación. El primer anhelo sincero por el paraíso de Amita, engendra en el celeste lago una flor, que crece más bella según adelanta en su perfeccionamiento quien la engendró. dE lo contrario, se aja y marchita (70)”. Quiso entonces la señora saber el nombre de un iluminado que reposaba en un loto con ondulantes y resplandecientes vestiduras. La aparecida respondió: “Es Yang-Kie”. Preguntó el nombre de otro, y la criada le dijo: “Es Mahu”. Volvió a preguntar la señora: “¿Dónde naceré en mi venidera existencia?” entonces, el alma bienaventurada condujo a la señora más lejos todavía, y mostrándole una colina resplandeciente de oro y azul, le dijo: “He ahí vuestra morada futura. Seréis del primer coro de bienaventurados”.
Al despertar de aquel sueño, mandó la señora inquirir noticias de Yang-Kie y Mahu. El primero había ya muerto. El otro gozaba aún de perfecta salud. Y así supo la señora que el alma del que adelanta en santidad sin retroceder en el camino, puede morar en el País de la Iluminación, aunque su cuerpo resida todavía en este transitorio mundo (71).
En la misma obra traduce Schott otra leyenda china de índole análoga, que dice así:
Un hombre mató durante su vida a muchos seres vivientes, hasta que por fin murió de un ataque apoplético. Los sufrimientos que aguardaban a esta alma pecadora conmovieron mi corazón. Fui a verle y le exhorté a que invocase a Amita, pero no quiso en modo alguno. La perversidad le cegaba el entendimiento, pues las malas acciones le habían empedernido el corazón. ¿Qué porvenir esperaba a este hombre después de la muerte? Todos sabemos que en esta vida tras el día viene la noche y el invierno sigue al verano; pero, ¡oh ciega obstinación!, nadie repara en que después de la vida viene la muerte.
Estos dos modelos de la literatura china bastan para rebatir el cargo que de irreligiosidad y materialismo suele hacerse contra dicha nación. La primera leyenda rebosa encanto espiritual, y bien podría hallar lugar propio en cualquier devocionario cristiano. La segunda es digna de todo elogio, y sólo fuera necesario poner Jesús en vez de Amita, para darle carácter ortodoxo con respecto al sentimiento religioso y al código de la filosofía moral.
La leyenda siguiente es todavía más interesante, y la copiamos en beneficio de los cristianos restauradores:
Hoang-ta-tie era un herrero que vivía en T’anchen en la época del Sung. En el trabajo acostumbraba a invocar incesantemente el nombre de Amita Buda. Un día repartió entre sus vecinos para que los divulgasen, unos versos que decían:
¡Ding, dong! Vigorosos y rápidos martillazos caen sobre el hierro, que al fin se convierte en duro acero. Pronto amanecerá el larguísimo día del reposo. La mansión de la bienaventuranza eterna me llama a sí.
El herrero murió en aquel punto, pero sus versos se divulgaron por todo el Honan, y muchos aprendieron a invocar el nombre de Buda.