Los miserables

La sala de atrás del café Musain

IV

La sala de atrás del café Musain

Una de las conversaciones de aquellos jóvenes, a las que asistía Marius y en las que intervenía de vez en cuando, fue una conmoción para su pensamiento.

Sucedió en la sala trasera del café Musain. Casi todos los Amigos del A B C estaban allí reunidos aquella noche. El quinqué estaba solemnemente encendido. Hablaban de todo un poco, sin pasión pero con estrépito. Con la excepción de Enjolras y Marius, que estaban callados, todos echaban arengas un tanto al azar. En las charlas entre compañeros se dan a veces tumultos apacibles como aquél. Era un juego y un barullo más que una conversación. Se lanzaban palabras y las cogían al vuelo. Había pláticas en las cuatro esquinas de la estancia.

No se admitía a más mujer en aquella sala trasera que a Louison, la lavaplatos del café, que cruzaba por allí de vez en cuando para ir del fregadero al «laboratorio».

Grantaire, completamente borracho, atronaba el rincón del que se había adueñado; razonaba con tino y desatinaba a voz en cuello; gritaba:

—Estoy sediento. Mortales, tengo un sueño: que al tonel de Heidelberg le dé un ataque de apoplejía y ser yo una de las doce sanguijuelas que le pongan. Me gustaría beber. Quiero olvidar la vida. La vida es un invento repugnante que no sé a quién se le ocurrió. No dura nada y no vale nada. Te rompes el cuello viviendo. La vida es un decorado con pocos practicables. La felicidad es un bastidor viejo pintado por una sola cara. El Eclesiastés dice que todo es vanidad; opino igual que ese buen hombre que a lo mejor nunca existió. Y ese nadie, como no quería ir desnudo, se vistió de vanidad. ¡Ay, vanidad! ¡Vuelta a vestirlo todo con palabras grandilocuentes! Una cocina es un laboratorio, un bailarín es un profesor, un saltimbanqui es un gimnasta, un boxeador es un pugilista, un boticario es un químico, un peluquero es un artista, el que mezcla el mortero es un arquitecto, un jockey es un una cochinilla es un pterigibranquio. La vanidad tiene una cara y una cruz; la cara es simplona, es un negro y sus abalorios; la cruz es necia, es un filósofo con sus harapos. Aquél me hace llorar y éste me da risa. Eso que llaman honores y dignidades, e incluso el honor y la dignidad, suele ser de crisocola. Los reyes juegan con el orgullo humano como con una baratija. Calígula nombró cónsul a un caballo; Carlos II nombró caballero a un lomo de vaca. A ver quién presume ahora entre el cónsul Incitatus y el Roastbeef. En cuanto al valor intrínseco de las personas, ya ha dejado de ser respetable. Atended al panegírico que le hace el vecino al vecino. Nada más feroz que lo blanco con lo blanco; ¡si la azucena hablase, cómo pondría a la paloma! Una beata criticando a una devota es más venenosa que el áspid y que el búngaro de la India. Es una lástima que sea yo tan ignorante, porque os citaría montones de cosas; pero nada sé. Eso sí, siempre he sido ingenioso. Cuando era alumno de Gros, en vez de hacer pintarrajos me pasaba la vida robando manzanas; corto de pincel y largo de manos. Eso en lo que a mí se refiere; y vosotros sois tal para cual. Me importan un ardite vuestras perfecciones, excelencias y buenas prendas. Toda buena prenda desagua en un defecto; el ahorrador linda con el avaro, el generoso es vecino del pródigo, el valiente anda codo con codo con el fanfarrón; decir muy piadoso es como decir un tanto santurrón; hay exactamente tantos vicios en la virtud como agujeros en el manto de Diógenes. ¿A quién admiráis más, al muerto o al matador, a César o a Bruto? Generalmente estamos de parte del matador. ¡Viva Bruto, que mató! Eso sí que es virtud. Virtud quizá, pero también locura. Hay curiosas manchas en esos grandes hombres. El Bruto ese que mató a César estaba enamorado de una estatua de niño. Era una estatua del escultor griego Estrongilión, que también esculpió esa figura de amazona llamada de las piernas bonitas, Eucnemos, que Nerón llevaba consigo cuando viajaba. El tal Estrongilión sólo dejó dos esculturas que pusieron de acuerdo a Bruto y a Nerón; Bruto se enamoró de una; y Nerón, de la otra. La historia toda no es sino machaconería prolongada. Un siglo plagia a otro anterior. La batalla de Marengo es copia de la batalla de Pidna; el Tolbiac de Clodoveo y el Austerlitz de Napoleón se parecen como dos gotas de sangre. No le doy gran importancia a la victoria. No hay nada tan estúpido como vencer; la gloria auténtica consiste en convencer. ¡Pero cualquiera intenta demostrar algo! Os contentáis con triunfar, ¡menuda mediocridad! Y con conquistas, ¡menuda miseria! Vanidad y cobardía por doquier, ¡ay! Todo obedece al éxito, incluso la gramática. dice Horacio. Así que desdeño al género humano. ¿Bajamos del todo a la parte? ¿Queréis que me ponga a admirar a los pueblos? ¿A qué pueblo, decidme? ¿A Grecia? Los atenienses, esos parisinos de antaño, mataron a Foción, que era algo así como Coligny, y adulaban a los tiranos tanto que Anacéforo decía de Pisístrato: «Su orina atrae a las abejas». El hombre más considerable de Grecia fue, durante cincuenta años, el gramático Filetas, que era tan bajito y menudo que no le quedaba más remedio que ponerse plomo en las suelas para que no se lo llevase el viento. Había en la plaza mayor de Corinto una estatua, obra de Silanión, que cita Plinio en su catálogo; esa estatua representaba a Efistato. ¿Qué había hecho Efistato? Había inventado la zancadilla. En esto se resumen Grecia y la gloria. Pasemos a otros. ¿Admiraré a Inglaterra? ¿Admiraré a Francia? ¿A Francia? ¿Por qué? ¿Por París? Acabo de deciros lo que opino de Atenas. ¿Inglaterra? ¿Por qué? Aborrezco Cartago. Y, además, Londres, metrópoli del lujo, es la cabeza de partido de la miseria. Sólo en la parroquia de Charing Cross mueren de hambre cien personas al año. Ésa es Albión. Añado, para rematar, que vi una vez a una inglesa bailando con una corona de rosas y unas gafas azules. ¡Así que un bufido para Inglaterra! Y si no admiro a John Bull, ¿admiraré al hermano Jonathan? Me gusta muy poco ese hermano esclavista. Si le quitáis ¿qué le queda a Inglaterra? Si le quitáis ¿qué le queda a América? Alemania es linfática; Italia es biliosa. ¿Nos extasiaremos ante Rusia? Voltaire la admiraba. También admiraba la China. Convengo en que Rusia tiene cosas buenas, entre otras un marcado despotismo; pero me dan pena los déspotas. Son de salud delicada. Un Alejo decapitado, un Pedro apuñalado, un Pablo estrangulado, otro Pablo pisoteado a taconazos de bota, varios Ivanes degollados, unos cuantos Nicolases y Basilios envenenados: todo ello indica que el palacio de los emperadores de Rusia tiene una carencia flagrante de salubridad. Todos los pueblos civilizados brindan a la admiración del pensador este detalle: la guerra; ahora bien, la guerra, la guerra civilizada, agota y totaliza todas las formas del bandidaje, desde el bandolerismo de los facinerosos en las gargantas del monte Jaxa hasta los merodeos de los indios comanches en el Paso Incierto. ¡Bah!, me diréis, ¿es que vale más acaso Europa que Asia? Estoy de acuerdo en que Asia resulta graciosa; pero no tengo muy claro por qué os reís del gran lama, pueblos de Occidente que habéis incluido en vuestras modas y elegancias todas las porquerías en las que tenía que ver la realeza, desde la camisa sucia de la reina Isabel hasta el sillico del delfín. ¡Señores humanos, no se hagan ilusiones! Donde más cerveza se bebe es en Bruselas, donde más aguardiente se bebe es en Estocolmo, donde más chocolate se bebe es en Madrid, donde más ginebra se bebe es en Ámsterdam, donde más vino se bebe es en Londres, donde más café se bebe es en Constantinopla y donde más ajenjo se bebe es en París; y eso es todo lo que hay que saber. En resumidas cuentas, París queda en cabeza. En París hasta los traperos son sibaritas; a Diógenes no le habría agradado menos ser trapero en la plaza de Maubert que filósofo en el Pireo. Y sabed también esto otro: las tabernas de los traperos se llaman tascas; las más conocidas son y . Así que ¡oh merenderos, bodegones, aguaduchos, ventorros, figones, bailes del candil, cafetuchos, tascas de los traperos, caravasares de los califas, os pongo por testigos! ¡Soy un voluptuoso, almuerzo en Richard a dos francos por cabeza, necesito alfombras de Persia dignas de envolver a Cleopatra desnuda! ¿Dónde está Cleopatra? ¡Ah, eres tú, Louison! ¿Qué tal?

Así se derramaba en palabras, agarrando a la friegaplatos según pasaba, en su esquina de la sala trasera del café Musain, Grantaire, algo más que borracho.

Bossuet, con la mano tendida hacia él, intentaba imponerle silencio; y Grantaire repetía a más y mejor:

—Aigle de Meaux, las manos quietas. No me impresionas en absoluto con ese gesto de Hipócrates despreciando la trastería de Artajerjes. Te dispenso de intentar calmarme. Y además estoy triste. ¿Qué queréis que os diga? El hombre es malo, el hombre es deforme. La mariposa es un éxito, el hombre es un fracaso. A Dios le salió mal el borrico este. Un gentío es un muestrario de gente fea. El primero que pasa es un miserable. Mujer rima con caer. ¡Sí, tengo y encima melancolía, y además nostalgia, y también hipocondría; y rabio, y me dan berrinches, y bostezo, y me aburro, y me harto, y me entra el fastidio! ¡Que se vaya Dios al diablo!

—¡Cállate de una vez, R mayúscula! —repitió Bossuet, que estaba en un debate general acerca de un tema de derecho y tenía más de medio cuerpo metido en una frase de jerga jurídica cuyo final ponemos a continuación:

—… Y por lo que a mí se refiere, por más que sea apenas persona versada en leyes y, como mucho, procurador aficionado, afirmo lo siguiente: que a tenor de los usos de Normandía, en san Miguel debían pagar todos los años al señor un Equivalente, salvo derechos de tercero, tanto los propietarios cuanto sus derechohabientes, y ello en lo relativo a todas las enfiteusis, todos los arrendamientos y alodios, todos los contratos patrimoniarios y patrimoniales, hipotecarios e hipotecales…

—Ecos, ninfas quejosas —tarareó Grantaire.

Muy cerca de Grantaire, en una mesa casi silenciosa, una hoja de papel, un tintero y una pluma, entre dos vasos pequeños, anunciaban que estaba esbozándose un vodevil. Este asunto trascendental se trataba en voz baja, y las dos cabezas pensantes se rozaban.

—Lo primero es buscar los nombres. Cuando ya se tienen los nombres, llega solo el argumento.

—Muy cierto. Tú dicta, que yo escribo.

—El señor Dorimon.

—¿Rentista?

—Por descontado.

—Célestine, su hija.

—… hija. ¿Qué más?

—El coronel Sainval.

—Sainval está muy visto. Mejor Valsin.

Al lado de los aspirantes a autores de vodevil, otro grupo, que también aprovechaba el barullo para hablar en voz baja, ultimaba un duelo. Uno de edad avanzada, treinta años, le daba consejos a un joven de dieciocho y le explicaba con qué adversario se las tenía que haber:

—¡Demonios! Tenga cuidado. Es muy buen tirador. Maneja con limpieza. Tiene ataque de fintas perdidas, juego de muñeca, viveza, rapidez, paradas precisas y respuestas matemáticas. ¡Algo serio! Y es zurdo.

En la esquina opuesta, Joly y Bahorel jugaban al dominó y hablaban de amor.

—Tú tienes mucha suerte —decía Joly—. Una amante que siempre se está riendo.

—Mal hecho —contestaba Bahorel—. Cuando uno tiene una amante, esa amante se equivoca al reírse. Entran ganas de engañarla. Verla alegre quita los remordimientos; si la vemos triste, nos hacemos cargo.

—¡Ingrato! ¡Es tan agradable ver a una mujer reírse! ¡Y no os peleáis nunca!

—Eso es porque hicimos un trato. Cuando organizamos nuestra santa alianza particular, nos pusimos cada uno nuestra frontera, que no cruzamos nunca. De un lado el cantón de Vaud, del otro el cantón de Gex. Y por eso reina siempre la paz.

—La paz es la digestión de la felicidad.

—Y tú, Jolllly. ¿La señorita… ya sabes a quién me refiero, y tú seguís reñidos?

—Sigue enfurruñada con una paciencia cruel.

—Y eso que eres un enamorado que enternece por lo flaco.

—¡Pobre de mí!

—Yo en tu lugar la dejaría plantada.

—Eso es fácil de decir.

—Y de hacer. ¿No se llama Musichetta?

—Sí. Ay, mi pobre Bahorel, es una muchacha estupenda, muy literaria, pies menudos, manos pequeñas, viste bien, es blanca y rellenita con ojos de echadora de cartas. Me tiene loco.

—Mi querido amigo, entonces tienes que agradarle, que ir elegante y mover bien las piernas. Hazme el favor de comprar en Staub un buen pantalón de cruzadillo de lana. Es un tejido que presta.

—¿A qué interés? —gritó Grantaire.

En otra de las esquinas había un debate poético. La mitología pagana peleaba con la mitología cristiana. Hablaban del Olimpo, que defendía Jean Prouvaire en nombre del romanticismo. Jean Prouvaire sólo era tímido cuando estaba sosegado. En cuanto se exaltaba, explotaba; el entusiasmo crecía al sumársele algo parecido al júbilo, y Prouvaire era a la vez risueño y lírico.

—No insultemos a los dioses —decía—. Los dioses a lo mejor no se han ido. No me da la impresión de que Júpiter esté muerto. Los dioses son sueños, decís. Bueno, pues incluso en la naturaleza, tal y como es ahora que han huido los sueños, están todos los grandes mitos paganos antiguos. Hay montes con perfil de ciudadela, como el Vignemale por ejemplo, que para mí sigue siendo el tocado de Cibeles; no está demostrado que no acuda Pan por las noches para soplar en el tronco hueco de los sauces, taponando por turno los agujeros con los dedos; y siempre he creído que Ío tenía algo que ver con la cascada de Pissevaches.

En la cuarta esquina hablaban de política y despotricaban de la Carta Constitucional. Combeferre la defendía sin gran convicción. Courfeyrac la atacaba enérgicamente. Había encima de la mesa un malhadado ejemplar de la famosa Carta reproducida por Touquet. Courfeyrac la había cogido y la agitaba, uniendo sus argumentos y las vibraciones de la hoja de papel.

—De entrada, no quiero reyes. Aunque no fuera más que desde el punto de vista económico, no los quiero; un rey es un parásito. Los reyes no salen gratis. Escuchad esto: elevado precio de los reyes. Cuando murió Francisco I, la deuda pública francesa era de treinta mil libras de renta; cuando murió Luis XIV, era de dos mil seiscientos millones, a veintiocho libras el marco, lo que equivalía en 1760, según Desmarets, a cuatro mil quinientos millones, lo que equivaldría en la actualidad a mil doscientos millones. En segundo lugar, diga lo que diga Combeferre, una Carta otorgada es un mal recurso para salir del paso. Salvar la transición, suavizar el proceso, amortiguar la sacudida, conseguir que pase insensiblemente la nación de la monarquía a la democracia poniendo en marcha esas ficciones constitucionales: ¡qué razones tan detestables! ¡No y no! ¡No le enseñemos nunca al pueblo las cosas a contraluz! Los principios se marchitan y pierden el color en ese sótano constitucional vuestro. Nada de bastardías. Nada de medias tintas. Nada de que el rey le otorgue algo al pueblo. En todos esos otorgamientos hay un artículo 14. Junto a la mano que da, está la garra que arrebata. Rechazo de plano la Carta esta. Una Carta es una máscara; detrás de ella está la mentira. Un pueblo que acepta una Carta abdica. El derecho sólo es derecho cuando no se le recorta nada. ¡No! ¡Fuera la Carta!

Era invierno; dos leños chisporroteaban en la chimenea. Resultaba muy tentador, y Courfeyrac no pudo resistirse. Arrugó en el puño la pobre Carta-Touquet y la arrojó al fuego. Combeferre miró filosóficamente cómo ardía la obra maestra de Luis XVIII y se limitó a decir:

—La metamorfosis de la Carta en llama.

Y los sarcasmos, las ocurrencias, las pullas, eso tan francés que se llama el brío, el buen gusto y el malo, las razones buenas y las malas, todos los cohetes descontrolados del diálogo, elevándose a la vez y cruzándose por todo el local, formaban por encima de las cabezas algo así como un bombardeo alegre.

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