Los miserables

Donde vuelve a aparecer el árbol de la venda de cinc

I

Donde vuelve a aparecer el árbol de la venda de cinc

Poco tiempo después de los acontecimientos que acabamos de referir, el conocido por Boulatruelle se llevó un buen susto.

Boulatruelle es aquel peón caminero de Montfermeil al que vimos de pasada en las partes tenebrosas de este libro.

Es posible que el lector recuerde que Boulatruelle era un hombre que se dedicaba a asuntos turbios y diversos. Picaba piedra y malograba viajeros en el camino real. Era peón y ladrón, y había algo que lo ilusionaba: creía que había tesoros enterrados en el bosque de Montfermeil. Tenía la esperanza de dar un día con dinero enterrado al pie de un árbol; mientras tanto, los buscaba en los bolsillos de los viandantes.

No obstante, de momento se estaba portando con prudencia. Acababa de salvarse por los pelos. Como ya sabemos, lo habían detenido en la buhardilla de Jondrette con los demás bandidos. Hay vicios provechosos: se había salvado por borracho. Nunca quedó claro si estaba en aquel sitio para robar o como robado. Lo había dejado en libertad un sobreseimiento que se basaba en su probado estado de embriaguez la noche de la encerrona. Otra vez tenía no ya campo sino bosque libre. Se había vuelto a su habitual camino de Gagny a Lagny, para empedrarlo por cuenta del Estado, bajo supervisión administrativa, con la cabeza gacha, muy pensativo y un tanto desengañado del robo, que había estado a punto de perderlo, pero no menos encariñado con el vino, que acababa de salvarlo.

En cuanto al susto que se llevó poco después de haber regresado bajo el techo de césped de su choza, ocurrió como sigue:

Una mañana, Boulatruelle, según iba, como de costumbre y poco antes de amanecer, al tajo, y quizá también al ojeo, divisó entre las ramas a un hombre a quien no vio sino de espaldas, pero cuya planta, por lo que pudo colegir con la distancia y la luz del crepúsculo matutino, no le resultaba del todo desconocida. Boulatruelle, por más que borracho, tenía una memoria correcta y lúcida, arma defensiva indispensable para cualquiera que esté un tanto indispuesto con el orden legal.

—¿Dónde demonios he visto yo a alguien que tenía un aire con ese hombre? —se preguntó.

Pero no pudo contestarse nada sino que se parecía a alguien cuya huella confusa se le había quedado en la mente.

Por lo demás, Boulatruelle, dejando de lado la identidad, con la que no conseguía dar, relacionó circunstancias y echó cuentas. Aquel hombre no era de la comarca. Acababa de llegar. A pie, por descontado. Ningún coche público pasa a esas horas por Montfermeil. Había caminado toda la noche. ¿De dónde venía? No de muy lejos. Porque no llevaba ni macuto ni paquete alguno. De París, seguramente. ¿Por qué estaba en aquel bosque? ¿Y por qué estaba a aquella hora? ¿Qué había ido a hacer allí?

Boulatruelle pensó en el tesoro. A fuerza de rebuscar en la memoria, recordó más o menos que, años antes, ya lo había puesto sobre aviso un hombre que podía ser muy bien ese mismo.

Mientras meditaba, y por el propio peso de la meditación, agachó la cabeza, cosa natural, pero de escasa habilidad. Cuando la alzó, ya no vio nada. El hombre se había desvanecido en el bosque y en la luz crepuscular.

—Por todos los demonios —dijo Boulatruelle—, que he de volver a dar con él. Ya descubriré yo la parroquia del parroquiano ese. Este paseante de culo de gato tiene un porqué y me enteraré. No hay secretos en mi bosque en los que yo no tenga que ver.

Y agarró el pico, que era muy puntiagudo.

—Esto viene bien —masculló— para rebuscar en la tierra y en un hombre.

Y, de la misma forma que se anudan dos hilos, tirando como pudo por el itinerario que había debido de seguir el hombre, echó a andar por el sotobosque.

Tras un centenar de zancadas, vino en su ayuda la luz del día, que ya empezaba a apuntar. Huellas de suelas en la arena, acá y allá, hierbas pisadas, helechos aplastados, ramas jóvenes dobladas en los matorrales que se enderezaban con grácil lentitud, como los brazos de una mujer hermosa que se despereza al despertar, le marcaron algo parecido a una pista. La siguió, para perderla luego. El tiempo transcurría. Se internó más en el bosque y llegó a algo así como un altozano. Un cazador madrugador pasaba lejos, por un sendero, silbando la canción con lo que se le ocurrió la idea de subirse a un árbol. Aunque viejo, era ágil. Había allí un haya de gran tamaño, digna de Títiro y de Boulatruelle. Boulatruelle se subió al haya lo más arriba que pudo.

Había sido una buena idea. Al explorar las soledades del bosque por el lado más enmarañado y hosco, Boulatruelle divisó al hombre de repente.

No bien divisarlo, lo perdió de vista.

El hombre entró, o más bien se escurrió, en un claro bastante alejado que tapaban unos árboles grandes, pero que Boulatruelle conocía bien porque le había llamado la atención, cerca de un montón grande de piedras, un castaño enfermo al que habían vendado con una tira de cinc clavada en la propia corteza. Aquel claro es ese mismo al que llamaban hace tiempo la finca Blaru. El montón de piedras, destinado no se sabe a qué cometido, que estaba allí hace treinta años seguramente sigue en el mismo sitio. Nada iguala la longevidad de un montón de piedras a no ser la de una empalizada de tablones. Está donde está de forma provisional. ¡Qué mejor razón para perdurar!

Boulatruelle, con la presteza de la alegría, más que bajar del árbol se dejó caer. Ya había dado con la guarida, ahora había que coger al animal. Allí estaba seguramente el famoso tesoro soñado.

No era cosa de poco llegar al claro. Por los senderos transitados, que hacen miles de eses molestas, se precisaba un cuarto de hora largo. En línea recta, por la maleza, que es en esa zona particularmente prieta, muy espinosa y muy agresiva, se necesitaba bastante más de media hora. En eso fue en lo que Boulatruelle cometió el error de no caer en la cuenta. Se fió de la línea recta; ilusión óptica respetable, pero que pierde a muchos hombres. La maleza, por muy intrincada que fuera, le pareció el camino mejor.

—Vamos a tirar por la calle de Rivoli de los lobos —dijo.

Boulatruelle, que solía ir por caminos torcidos, cometió la equivocación de andar derecho.

Tuvo que vérselas con acebos, con ortigas, con espinos albares, con rosales silvestres, con cardos y con zarzas muy irascibles. Y salió con muchos arañazos.

Al llegar a la parte baja del barranco, encontró agua y tuvo que cruzarla.

Por fin llegó al claro Blaru al cabo de cuarenta minutos, sudoroso, mojado, sin resuello, arañado y feroz.

En el claro no había nadie.

Boulatruelle se acercó corriendo al montón de piedras. Estaba en su sitio. No se lo habían llevado.

En cuanto al hombre, se había esfumado en el bosque. Había escapado. ¿Adónde? ¿Hacia qué lado? ¿Entre qué maleza? Imposible adivinarlo.

Y, cosa dolorosísima, había detrás del montón de piedras, delante del árbol con la chapa de cinc, tierra recién movida, un pico olvidado o abandonado y un agujero.

El agujero estaba vacío.

—¡Ladrón! —gritó Boulatruelle amenazando el horizonte con ambos puños.

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