La bandera — acto segundo
II
La bandera — acto segundo
Desde que habían llegado a Corinthe y se habían puesto a construir la barricada nadie había vuelto a fijarse en Mabeuf. Sin embargo, el señor Mabeuf no se había apartado del grupo. Entró en la planta baja y se sentó detrás del mostrador. Y allí se anonadó en sí mismo, por decirlo de alguna manera. Era como si ya ni viese ni pensase. Courfeyrac y algunos otros se le habían acercado dos o tres veces para avisarlo del peligro y lo habían instado a que se apartase, pero no parecía haberlos oído. Cuando nadie estaba hablando con él, movía la boca como si contestase a alguien, y en cuanto alguien le dirigía la palabra los labios ya no se le movían y los ojos no parecían ya vivos. Pocas horas antes de que atacasen la barricada, adoptó una postura y no se volvió a mover, con los dos puños en las rodillas y la cabeza gacha, como si estuviera mirando al fondo de un precipicio. Nada pudo hacerle cambiar de postura; era como si su pensamiento no estuviera en la barricada. Cuando se fueron todos a sus puestos de combate, no quedaron ya en la sala de abajo más que Javert, atado al poste, un insurrecto con el sable desenvainado, que lo vigilaba, y Mabeuf. Cuando ocurrieron el ataque y la detonación, la sacudida física llegó hasta él y pareció que lo despertaba; se puso de pie de repente, cruzó la sala y cuando estaba Enjolras repitiendo la llamada: «¿Nadie se ofrece?», vieron aparecer al anciano en el umbral de la taberna.
Su presencia causó en los diversos grupos algo semejante a una conmoción. Se alzó un grito:
—¡Es el votante de la Convención! ¡Es el convencional! ¡Es el representante del pueblo!
Él probablemente no los oía.
Se dirigió en derechura hacia Enjolras; los insurrectos le abrían paso con temor religioso; le quitó de las manos la bandera a Enjolras, que retrocedía, petrificado; y entonces, sin que nadie se atreviera ni a detenerlo ni a ayudarlo, aquel anciano de ochenta años, de cabeza temblona pero de pie firme, empezó a subir despacio la escalera de adoquines que habían hecho en la barricada. Era todo tan sombrío y tan tremendo que cuantos lo rodeaban gritaron: «¡A descubrirse!». A cada peldaño que subía, y era algo espantoso, el pelo blanco, el rostro decrépito, la frente ancha, calva y arrugada, los ojos hundidos, la boca asombrada y abierta y el brazo anciano que enarbolaba la bandera roja iban saliendo de las sombras y crecían en la claridad sanguinolenta de la antorcha; y era como ver al espectro de 1793 brotando del suelo con la bandera del Terror en la mano.
Cuando llegó al último peldaño, cuando aquel fantasma trémulo y terrible, de pie encima de ese montón de escombros en presencia de mil doscientos fusiles invisibles, se irguió de cara a la muerte como si fuera más fuerte que ella, la barricada toda adquirió entre las tinieblas un aspecto sobrenatural y colosal.
Hubo uno de esos silencios que sólo ocurren en torno a los prodigios.
En medio de aquel silencio, el anciano tremoló la bandera roja y gritó:
—¡Viva la Revolución! ¡Viva la República! ¡Fraternidad! ¡Igualdad! ¡Y muerte!
Se oyó desde la barricada un cuchicheo bajo y veloz semejante al murmullo de un sacerdote presuroso que despacha una oración. Era probablemente el comisario de policía que hacía los apercibimientos legales en la otra punta de la calle.
Luego, la misma voz tonante que había gritado: «¿Quién vive?» gritó:
—¡Retírese!
El señor Mabeuf, lívido, desencajado, con las llamas lúgubres del extravío iluminándole las pupilas, enarboló la bandera más arriba de la cabeza y repitió:
—¡Viva la República!
—¡Fuego! —dijo la voz.
Una segunda descarga, semejante a un ametrallamiento, cayó sobre la barricada.
Al anciano se le doblaron las rodillas; luego se enderezó, soltó la bandera y cayó de espaldas en el empedrado, como una tabla, cuan largo era y con los brazos en cruz.
Bajo su cuerpo corrían regueros de sangre. La cara anciana, pálida y triste, parecía mirar el cielo.
Una de esas emociones más fuertes que los hombres y que llegan a hacerles olvidar que tienen que defenderse se adueñó de los insurrectos; y se acercaron al cadáver con un espanto respetuoso.
—¡Qué hombres los regicidas aquellos! —dijo Enjolras.
Courfeyrac le habló a Enjolras al oído:
—Esto sólo te lo digo a ti, y no quiero quitarle a nadie el entusiasmo. Pero no era ni poco ni mucho un regicida. Lo conocía. Se llamaba Mabeuf. No sé qué le pasaba hoy. Pero era un infeliz. Mira qué cara tenía.
—Cara de infeliz y corazón de Bruto —contestó Enjolras.
Luego, alzó la voz:
—¡Ciudadanos! He aquí el ejemplo que dan los viejos a los jóvenes. ¡Vacilábamos y llegó él! ¡Retrocedíamos y él avanzó! He aquí lo que enseñan los que tiemblan por la edad a los que tiemblan de miedo! Este anciano es augusto a ojos de la patria. ¡Tuvo una vida larga y una muerte magnífica! ¡Ahora pongamos a buen recaudo su cadáver, que todos y cada uno de nosotros defienda a este anciano muerto como defendería a su padre vivo, y que su presencia entre nosotros vuelva la barricada impenetrable!
Un murmullo de adhesión sombrío y enérgico sonó tras aquellas palabras.
Enjolras se agachó, le alzó la cabeza al anciano y, fiero, le dio un beso en la frente; luego, separándole los brazos y moviendo al muerto con mimo, como si hubiera temido hacerle daño, le quitó el frac, les enseñó a todos los agujeros ensangrentados y dijo:
—Ésta es ahora nuestra bandera.