Los miserables

El Caribdis del barrio de Saint-Antoine y el Escila del arrabal de Le Temple

I

El Caribdis del barrio de Saint-Antoine y el Escila del arrabal de Le Temple

Las dos barricadas más memorables que pueda citar el observador de las enfermedades sociales no son de la época en que se sitúa la acción de este libro. Esas dos barricadas, símbolos ambas, con aspectos diferentes, de una situación temible, brotaron del suelo en la fatídica insurrección de junio de 1848, la mayor guerra callejera que haya visto la historia.

Sucede a veces que, incluso en contra de los principios, incluso en contra de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, incluso en contra del sufragio universal, incluso en contra del gobierno de todos para todos, desde lo hondo de sus angustias, de sus desalientos, de su desvalimiento, de sus fiebres, de sus desgracias, de sus miasmas, de sus ignorancias, de sus tinieblas, esa tremenda desesperada, la chusma, protesta; y el populacho se enfrenta al pueblo.

Los bergantes van en contra del derecho común; la oclocracia se insubordina contra el demos.

Son jornadas nefastas; pues siempre existe cierta dosis de derecho incluso en una demencia tal; hay suicidio en ese duelo; y esas palabras, que quieren ser injurias, bergantes, chusma, oclocracia, populacho, dan fe más bien, ay, de la culpabilidad de quienes reinan que de la culpabilidad de quienes sufren; los culpables son más bien los privilegiados que los desheredados.

En lo que a nosotros se refiere, nunca pronunciamos esas palabras sin dolor ni sin respeto, pues, cuando la filosofía sondea los acontecimientos a los que corresponden, con gran frecuencia da con muchas cosas grandes que se codean con las miserias. Atenas era una oclocracia; los bergantes hicieron Holanda; el populacho salvó en más de una ocasión Roma, y la chusma iba en pos de Jesucristo.

No existe pensador que no se haya quedado contemplando a veces las magnificencias de abajo.

A esa chusma se refería seguramente san Jerónimo, y a toda esa pobre gente, y a todos esos vagabundos, y a todos esos miserables de entre los que salieron los apóstoles y los mártires, cuando decía esta frase misteriosa: .

Las exasperaciones de ese gentío que padece y sangra, sus violencias a contrapelo contra los principios que constituyen su vida, sus desmanes contra el derecho son golpes de Estado populares, y hay que reprimirlos. El hombre probo se entrega a ello y combate contra ese gentío por el propio amor que le tiene. Pero ¡cuánto lo disculpa al tiempo que se enfrenta a él! ¡Cuánto lo venera al tiempo que le opone resistencia! Es uno de esos momentos infrecuentes en que, mientras hacemos lo que hay que hacer, sentimos algo que nos desconcierta y que casi podría disuadirnos de seguir adelante; persistimos, es menester, pero la conciencia satisfecha está triste y al cumplimiento del deber se añade el entorpecimiento del corazón oprimido.

Apresurémonos a decir que junio de 1848 fue un acontecimiento aparte casi imposible de clasificar dentro de la filosofía de la historia. Hay que dar de lado todo cuanto acabamos de decir cuando nos referimos a ese levantamiento extraordinario en el que se palpaba la sagrada ansiedad del trabajo, que exigía sus derechos. Hubo que combatirlo, eso era lo debido puesto que se trataba de un ataque a la República. Pero, en el fondo, ¿qué fue junio de 1848? Una rebelión del pueblo contra sí mismo.

Si no se pierde el asunto de vista no existe digresión posible; que se nos permita, pues, pedirle al lector que se fije por un momento en las dos barricadas, únicas a más no poder, que acabamos de mencionar y caracterizaron esta insurrección.

Una tapaba la entrada del barrio de Saint-Antoine; otra impedía llegar al arrabal de Le Temple; quienes tuvieron delante, bajo el resplandeciente cielo azul de junio, esas dos espantosas obras maestras de la guerra civil no podrán olvidarlas nunca.

La barricada de Saint-Antoine era monstruosa; tenía la altura de tres pisos y una anchura de setecientos pies. Tapiaba, de esquina a esquina, la amplia entrada al barrio, es decir, tres calles; surcada de barrancos, desmenuzada, troceada, coronada con las almenas de una brecha inmensa, reforzada con apilamientos que eran a su vez bastiones, proyectando cabos acá y allá, adosada firmemente a los dos tremendos promontorios de las casas del arrabal, brotaba como una elevación ciclópea al fondo de la temible plaza que presenció el 14 de julio. Diecinueve barricadas se iban escalonando calles adentro detrás de esta barricada madre. Sólo con verla se notaba en el barrio el gigantesco padecimiento agonizante que había llegado a ese momento extremo en que un desvalimiento desesperado quiere convertirse en catástrofe. ¿Con qué estaba hecha esa barricada? Había quien decía que con los restos de tres casas de seis pisos derribadas ex profeso. Otros decían que con el prodigio de todas las iras. Tenía el aspecto consternante de todas las edificaciones fruto del odio y la ruina. Era posible decir: ¿quién lo ha construido? También era posible decir: ¿quién lo ha destruido? Era la improvisación de la efervescencia. ¡Anda, mira! ¡Esa puerta! ¡Esa verja! ¡Ese alero! ¡Ese marco de ventana! ¡Ese infiernillo roto! ¡Esa olla rajada! ¡Traedlo todo! ¡Echadlo todo aquí! ¡Empujad, traed rodando, picad, desmantelad, ponedlo todo patas arriba, derribadlo todo! Era la colaboración del adoquín, del mampuesto, de la viga, de la barra de hierro, del trapo, del azulejo reventado, de la silla desfondada, del troncho de col, del harapo, del andrajo y de la maldición. Era algo grande y pequeño. Era el abismo que el batiburrillo parodiaba allí mismo. La mole junto al átomo; el lienzo de pared arrancado y la escudilla rota; una confraternización amenazadora de todos los restos; allí habían arrojado Sísifo la roca y Job la loza rota. En resumidas cuentas, algo terrible. Era la acrópolis de los ganapanes. Cubrían el accidentado talud unas carretas volcadas; allí estaba cruzado un carromato grandísimo, con el eje apuntando al cielo, que parecía una cuchillada en esa fachada tumultuosa; un ómnibus, que habían izado a pulso hasta lo más alto del montón, como si los arquitectos de aquella edificación salvaje hubieran querido añadir al espanto una travesura de chiquillos, mostraba la vara de la que habían desenganchado a saber qué caballos del cielo. Tan gigantesco conglomerado se le presentaba a la mente como ese empeño de gigantes que apilan el monte Osa sobre el monte Pelión, propio de todas las revoluciones: 1793 sobre 1789; el 9 de termidor sobre el 10 de agosto; el 18 de brumario sobre el 21 de enero; vendimiario sobre pradial; 1848 sobre 1830. La plaza se lo merecía, y esa barricada era digna de hallarse en el mismísimo sitio del que había desaparecido la Bastilla. Si el océano construyera diques, lo haría así. Aquel amontonamiento deforme llevaba la huella de la furia del oleaje. ¿Qué oleaje? El gentío. Era como ver la petrificación de la tremolina. Parecía oírse por encima de aquella barricada, como si ésa hubiera sido su colmena, el zumbido de las enormes abejas tenebrosas del progreso violento. ¿Era una maraña? ¿Era una bacanal? ¿Era una fortaleza? Parecía haberla construido a aletazos el vértigo. En aquel reducto había parte de cloaca; y en aquel revoltijo, algo olímpico. Podían verse, en una mezcolanza colmada de desesperación, albardillas de tejados, trozos de buhardillas donde aún quedaba el papel pintado; chasis de ventanas cuyos cristales se hincaban en los escombros, a la espera del cañón; chimeneas arrancadas, armarios, mesas, bancos; un enredo que soltaba alaridos; y esos mil objetos indigentes, que incluso para el mendigo son desechos y en los que hay parte de ira y parte de anonadamiento. Hubiérase dicho que era el andrajo de un pueblo, andrajo de madera, de hierro, de bronce, de piedra; y que el barrio de Saint-Antoine lo había echado fuera de un escobazo colosal, convirtiendo en barricada su miseria. Bloques semejantes a tajos de carnicero, cadenas dislocadas, armazones de codales con forma de horca y ruedas horizontales que asomaban entre los escombros, se amalgamaban en aquella edificación de la anarquía con la sombría imagen de los antiguos suplicios que había padecido el pueblo. La barricada de Saint-Antoine sacaba partido de todo para armarse; de allí surgía cuanto puede la guerra civil arrojar a la cabeza de la sociedad; aquello no era combate, era paroxismo; las carabinas que defendían ese reducto, entre las que había unos cuantos trabucos, disparaban migajas de loza, huesecillos, botones e incluso ruedecitas de mesilla de noche, proyectiles peligrosos porque llevaban cobre. Era una barricada desaforada; lanzaba hacia las nubes un clamor indecible; había ratos en que, para provocar al ejército, se cubría de gente y de tempestad; un barullo de cabezas flamígeras la coronaba; un pulular la abarrotaba; tenía una cresta que erizaban los fusiles, los sables, los palos, las hachas, las picas y las bayonetas; una gran bandera roja restallaba al viento; se oían gritos de mando, canciones de ataque, redobles de tambor, sollozos de mujer y las carcajadas tenebrosas de los muertos de hambre. Era desmesurada y estaba viva; y, como del lomo de un animal eléctrico, brotaba de ella un chisporroteo fulminante. El espíritu de la revolución cubría con su nube aquella cumbre en que retumbaba la voz de Dios; una majestad extraña se desprendía de aquel titánico cuévano de escombros. Era un basurero y era el Sinaí.

Como ya hemos dicho antes, atacaba en nombre de la revolución. ¿Qué atacaba? La revolución. Esa barricada, el azar, el desorden, el espanto, el malentendido, lo desconocido, se enfrentaba a la asamblea constituyente, a la soberanía del pueblo, al sufragio universal, a la nación, a la República; y era la desafiando a la .

Desafío insensato, pero heroico, porque aquel antiguo arrabal es un héroe.

El barrio y su reducto se apoyaban. El barrio respaldaba el reducto, el reducto se adosaba al barrio. La extensa barricada se prolongaba como un acantilado donde iba a romper la estrategia de los generales de África. Las cavernas, las excrecencias, las verrugas y las gibosidades que tenía hacían muecas, por así decirlo, y reían sardónicamente tras el humo. La metralla se desvanecía entre lo informe; los proyectiles de obús se hundían en ella, se abismaban; la barricada se los tragaba; las balas de cañón sólo agujereaban agujeros. ¿De qué vale dispararle balas de cañón al caos? Y los regimientos, acostumbrados a los espectáculos guerreros más fieros, miraban con ojos intranquilos esa especie de reducto, que era animal salvaje porque se erizaba como un jabalí y era montaña por lo enorme.

A un cuarto de legua, en la esquina de la calle de Le Temple, que desemboca en el bulevar cerca de Le Château-d’Eau, quien asomara atrevidamente la cabeza fuera del saliente que formaba el escaparate del comercio Dallemagne podía ver, de lejos, pasado el canal, en la calle que sube por las rampas de Belleville, en el punto culminante de la cuesta, un muralla rara que llegaba hasta el segundo piso de las fachadas, algo así como un guión que uniera las casas de la derecha con las casas de la izquierda, como si la calle hubiera cerrado espontáneamente el más alto de sus muros para clausurarse de golpe. Habían construido ese muro con adoquines. Era recto, formal, frío, perpendicular, nivelado a escuadra, tirado a cordel, trazado con plomada. No tenía cemento, desde luego, pero eso no le alteraba la arquitectura rígida, como les sucede a algunas murallas romanas. Por la altura se intuía el espesor. El entablamento era matemáticamente paralelo a la base. Se divisaban, de trecho en trecho, en la superficie gris, unas aspilleras casi invisibles que parecían hilos negros. Intervalos iguales separaban esas aspilleras. La calle estaba desierta en todo el trecho que abarcaba la vista. Estaban cerradas todas las puertas y todas las ventanas. Al fondo se alzaba ese obstáculo que convertía la calle en un callejón sin salida; un muro quieto y tranquilo; no se veía a nadie; no se oía nada, ni un grito, ni un ruido, ni un hálito. Un sepulcro.

El cegador sol de junio inundaba de luz esa cosa tremenda.

Era la barricada del arrabal de Le Temple.

Nada más llegar allí y divisarla, les era imposible incluso a los más arrojados no quedarse pensativos ante aquella aparición misteriosa. Estaba bien ajustada, bien encajada, bien imbricada y era rectilínea, simétrica y fúnebre. Había en ella algo de la ciencia de las tinieblas. Se notaba que el jefe de aquella barricada o era un geómetra o era un espectro. Todo el mundo la miraba y bajaba el tono de voz.

De vez en cuando, si alguien, un soldado, un oficial o un representante del pueblo, se arriesgaba a cruzar por la calzada solitaria, se oía un silbido agudo y débil y el transeúnte caía herido o muerto; o, si se libraba, podía verse cómo se hundía una bala en cualquier postigo cerrado o en una rendija entre dos mampuestos o en el yeso de una pared. A veces era una bala de vizcaíno. Porque los hombres de la barricada se habían fabricado con dos pedazos de hierro de las tuberías del gas, taponados con estopa y arcilla refractaria, dos cañones pequeños. No despilfarraban la pólvora tontamente. Casi todas las balas daban en el blanco. Había unos cuantos cadáveres, acá y allá, y charcos de sangre en el empedrado. Recuerdo una mariposa blanca que iba y venía por la calle. El verano no abdica.

En las inmediaciones, la parte de debajo de las puertas cocheras estaba atestada de muertos.

Cualquiera notaba que lo estaba apuntando alguien invisible y caía en la cuenta de que toda la calle, cuan larga era, estaba en el punto de mira.

Agolpados detrás de esa especie de badén que forma, a la entrada del arrabal de Le Temple, el puente cintrado del canal, los soldados de la columna de ataque observaban, muy serios y con gran recogimiento, aquel reducto lúgubre, aquella quietud, aquella impasibilidad de las que salía la muerte. Algunos reptaban, bocabajo, hasta la parte superior de la curva del puente, teniendo buen cuidado de que los chacós no asomasen.

El valeroso coronel Monteynard admiraba, escalofriado, aquella barricada. —le decía a un representante—. . En ese preciso instante, una bala le destrozó la condecoración de la Legión de Honor que llevaba en el pecho y cayó.

—Pero ¡qué cobardes! —decían todos—. ¡Que salgan! ¡Que se los vea! ¡No se atreven! ¡Se esconden!

La barricada del arrabal de Le Temple, que defendían ochenta hombres y atacaban diez mil, aguantó tres días. Al cuarto día, hicieron igual que en Zaatcha y en Constantina, abrieron agujeros en las casas, fueron por los tejados y la barricada cayó. A ninguno de aquellos ochenta cobardes se le ocurrió huir; mataron a todos menos al jefe, Barthélemy, del que luego hablaremos.

La barricada de Saint-Antoine era el tumulto de los truenos; la barricada de Le Temple era el silencio. Había entre ambos reductos la diferencia que existe entre lo formidable y lo siniestro. Aquélla parecía unas fauces; ésta, una máscara.

Dando por hecho que la gigantesca y tenebrosa insurrección de junio se compuso de ira y enigma, se notaba en la primera barricada al dragón, y en la segunda, a la esfinge.

Esas dos fortalezas las habían construido dos hombres; el primero se llamaba Cournet, y el segundo, Barthélemy. Cournet hizo la barricada de Saint-Antoine; Barthélemy, la barricada de Le Temple. Ambas eran a imagen y semejanza del constructor.

Cournet era un hombre de elevada estatura, ancho de espaldas, de cara encarnada, puños que aplastaban, corazón arrojado, alma leal, mirada sincera y terrible. Intrépido, enérgico, irascible, aborrascado; el hombre más cordial y el combatiente más temible. La guerra, la lucha, la refriega eran el aire que respiraba y lo ponían de excelente humor. Había sido oficial de marina, y se intuía por los ademanes y la voz que procedía del océano y venía de la tempestad; era la prolongación del huracán en la batalla. Descartando la genialidad, había en Cournet algo de Danton, de la misma forma que, descartando la divinidad, había algo de Hércules en Danton.

Barthélemy, flaco, encanijado, pálido, taciturno, fue algo así como un golfillo trágico que a los diecisiete años, tras abofetearlo un guardia, lo acechó, lo esperó y lo mató y fue a presidio. Salió de presidido e hizo aquella barricada.

Más adelante, acontecimiento fatídico, en Londres, proscritos ambos, Barthélemy mató a Cournet. Fue un duelo lóbrego. Poco después, pillado en el engranaje de una de esas aventuras misteriosas en que tiene que ver la pasión, catástrofes en que la justicia francesa ve circunstancias atenuantes y la justicia inglesa sólo ve un muerto, ahorcaron a Barthélemy. Así es el sombrío edificio social: merced a la miseria material, merced a la oscuridad moral, aquel desdichado en quien tenía cabida una inteligencia firme, sin duda, y grande, quizá, empezó en Francia en presidio y acabó en el patíbulo en Inglaterra. Barthélemy, cuando se presentaba la ocasión, sólo izaba una bandera, la bandera negra.

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