Gavroche experto calculador de las distancias
VII
Gavroche experto calculador de las distancias
Marius cumplió su promesa. Puso un beso en esa frente lívida de la que brotaba un sudor helado. No era una infidelidad a Cosette; era un adiós pensativo y dulce a un alma desventurada.
La carta que Éponine le había dado le había causado no poco sobresalto. Enseguida había caído en la cuenta de que se trataba de un acontecimiento. Estaba impaciente por leerla. Así es el corazón del hombre; apenas si acababa de cerrar los ojos la pobre niña y ya estaba Marius pensando en abrir ese papel. La depositó en el suelo con suavidad y se fue. Algo le decía que no podía leer aquella carta en presencia de aquel cadáver.
Se acercó a una vela en la sala de abajo. Era una notita doblada y sellada con ese primor elegante propio de las mujeres. Las señas estaban escritas con letra femenina y decían:
«Al señor Marius Pontmercy, en casa del señor Courfeyrac, calle de la Verrerie, 16».
Rompió el sello y leyó:
«Ay, amado mío, mi padre quiere que nos vayamos ahora mismo. Esta noche estaremos en el 7 de la calle de L’Homme-Armé. Dentro de ocho días estaremos en Inglaterra. C. 4 de junio».
Eran tan inocentes aquellos amores que Marius ni siquiera sabía cómo era la letra de Cosette.
Lo sucedido puede referirse en pocas palabras. Éponine era la autora de todo. Tras la velada del 3 de junio, se le ocurrieron dos cosas: descabalar los proyectos que su padre y los bandidos tenían para la calle de Plumet y separar a Marius de Cosette. Cambió los andrajos con el primer granujilla con el que coincidió y a quien le había hecho gracia vestirse de mujer mientras Éponine se disfrazaba de hombre. Ella fue quien en Le Champ de Mars le hizo a Jean Valjean esa advertencia tan expresiva: . Y, efectivamente, Jean Valjean se fue a casa y le dijo a Cosette: Cosette, aterrada ante aquel golpe inesperado, escribió dos líneas a toda prisa a Marius. Pero ¿cómo echar la carta al correo? No salía sola a la calle; y Toussaint, sorprendida ante ese recado, le habría enseñado desde luego la carta al señor Fauchelevent. Cuando estaba con esa ansiedad, Cosette vio a través de la verja a Éponine, vestida de hombre, que ahora andaba siempre rondando por las inmediaciones del jardín. Cosette llamó a aquel «obrero joven» y le dio cinco francos y la carta al tiempo que le decía: «Lleve esta carta ahora mismo a esas señas». Éponine se metió la carta en el bolsillo. Al día siguiente, 5 de junio, fue a casa de Courfeyrac para preguntar por Marius, no para entregarle la carta, sino, cosa que cualquier alma celosa y enamorada entenderá, «a ver de qué se enteraba». Se quedó esperando allí a Marius o a Courfeyrac a falta de algo mejor, siempre con la intención de enterarse de algo. Cuando Courfeyrac dijo: «Nos vamos a las barricadas», se le pasó una idea por la cabeza: ir a morir así, como podría haber ido a morir de cualquier otra forma, y que Marius muriera también. Se fue detrás de Courfeyrac, se enteró bien del sitio en que estaban construyendo la barricada y, con la plena seguridad ya de que Marius no había recibido aviso alguno, puesto que ella había interceptado la carta, y de que el joven acudiría al caer la tarde a la cita de todas las noches, fue a la calle de Plumet, esperó a Marius y le transmitió esa llamada de sus amigos que, a lo que creía, lo llevaría a la barricada. Contaba con la desesperación de Marius cuando no encontrase a Cosette, y no se equivocaba. Por su parte, se volvió a la calle de La Chanvrerie. Acabamos de ver qué hizo allí. Murió con esa alegría trágica de los corazones celosos que se llevan consigo a la tumba al ser amado, diciendo: ¡no será de nadie!
Marius cubrió de besos la carta de Cosette. ¡Así que lo quería! Por un momento se le ocurrió la idea de que ya no tenía que morirse. Luego, se dijo: «Se va. Su padre se la lleva a Inglaterra y mi abuelo no me da permiso para casarme. Esta fatalidad no ha cambiado». Los soñadores como Marius pasan por abatimientos supremos de los que salen posturas tajantes y desesperadas. El cansancio de vivir resulta insoportable; lo más rápido es morirse.
Pensó entonces que le quedaban dos deberes por cumplir: informar a Cosette de su muerte, enviándole un adiós supremo, y salvar de la catástrofe inminente que estaba en marcha a aquel pobre niño, el hermano de Éponine y el hijo de Thénardier.
Tenía encima un portafolio, el mismo en que había llevado el cuaderno en el que tantos pensamientos de amor había escrito para Cosette. Arrancó una hoja y escribió a lápiz las siguientes líneas:
«Nuestra boda es imposible. Le he pedido permiso a mi abuelo y me lo ha negado; no tengo fortuna, ni tú tampoco. Fui corriendo a tu casa y ya no estabas; ya sabes qué palabra te había dado, voy a cumplirla. Voy a morir. Te quiero. Cuando leas esto, mi alma estará a tu lado y te sonreirá».
Como no tenía nada para sellar la carta, se limitó a doblar el papel en cuatro y escribió las siguientes señas:
Tras doblar la carta, se quedó un momento pensativo, volvió coger el portafolio, lo abrió y escribió con el mismo lápiz en la primera página estas cuatro líneas:
«Me llamo Marius Pontmercy. Que lleven mi cadáver a casa de mi abuelo, señor Gillenormand, en el 6 de la calle de Les Filles-du-Calvaire. Barrio de Le Marais».
Volvió a meterse el portafolio en el bolsillo del frac y, luego, llamó a Gavroche. El golfillo, al oír la voz de Marius, acudió con su expresión alegre y servicial.
—¿Quieres hacer algo por mí?
—Lo que sea —dijo Gavroche—. ¡Por Dios bendito! Sin usted no lo habría contado, en serio.
—¿Ves esta carta?
—Sí.
—Cógela. Sal de la barricada ahora mismo (Gavroche, intranquilo, empezó a rascarse la oreja) y mañana se la das a la señorita Cosette en estas señas: en casa del señor Fauchelevent, calle de L’Homme-Armé, 7.
El heroico niño contestó:
—Sí, ya, pero mientras tanto tomarán la barricada y yo no estaré.
—La barricada no volverán a atacarla hasta que amanezca, por las trazas que lleva eso, y no la tomarán antes de mañana al mediodía.
Efectivamente, la nueva tregua que los asaltantes le habían dado a la barricada parecía prolongarse. Era una de esas intermitencias, frecuentes en los combates nocturnos, que siempre van seguidas de un encarnizamiento mayor.
—Bueno —dijo Gavroche—, ¿y si voy a llevar la carta mañana por la mañana?
—Será demasiado tarde. Probablemente la barricada estará rodeada y todas las calles vigiladas y no podrás salir. Vete ahora mismo.
A Gavroche no se le ocurrió nada que pudiera argüir y se quedó quieto, indeciso, rascándose la oreja, muy mustio. De pronto, con uno de esos movimientos de pájaro que tenía, cogió la carta.
—Está bien —dijo.
Y se fue corriendo por la callejuela de Mondétour.
A Gavroche se le había ocurrido una idea que lo había decidido a irse, pero que no dijo, por temor a que Marius pusiera alguna objeción.
La idea era ésta:
—Acaban de dar las doce y la calle de L’Homme-Armé no queda lejos; voy a llevar la carta ahora mismo y volveré a tiempo.