Los miserables

El obispo trabaja

XII

El obispo trabaja

Al día siguiente, al salir el sol, monseñor Bienvenu paseaba por el jardín. La señora Magloire fue a su encuentro completamente trastornada.

—¡Monseñor, monseñor! —exclamó—. ¿Sabe Su Ilustrísima dónde está la cesta de los cubiertos de plata?

—Sí —dijo el obispo.

—¡Alabado sea Dios! —contestó ella—. No sabía qué había sido de ella.

El obispo acababa de recoger la cesta en una platabanda. Se la tendió a la señora Magloire.

—Aquí está.

—Pero ¿y esto? —dijo ella—. ¡No hay nada dentro! ¿Y los cubiertos?

—¡Ah! —respondió el obispo—. ¿Eran los cubiertos lo que andaba buscando? No sé dónde están.

—¡Por los clavos de Cristo! ¡Los han robado! ¡Los ha robado el hombre de ayer por la noche!

En un abrir y cerrar de ojos, y con todos sus bríos de anciana vivaracha, la señora Magloire fue corriendo al oratorio, entró en la alcoba y regresó donde estaba el obispo. Éste acababa de agacharse y miraba con un suspiro un plantón de coclearia que la cesta había roto al caer en medio de la platabanda. Se enderezó al oír el grito de la señora Magloire.

—¡Monseñor, el hombre se ha ido! ¡Han robado los cubiertos de plata!

Según soltaba esa exclamación, le cayó la mirada en una esquina del jardín donde se veían trazas de la escalada. Estaba arrancada la albardilla de la tapia.

—¡Mire! Por ahí se fue. Saltó a la calleja de Cochefilet. ¡Ay, qué abominación! ¡Nos ha robado nuestros cubiertos de plata!

El obispo se quedó callado un momento; luego alzó unos ojos muy serios y le dijo suavemente a la señora Magloire:

—Como primera providencia, ¿eran nuestros esos cubiertos de plata?

La señora Magloire se quedó cortada. Hubo otro silencio y, luego, el obispo siguió diciendo:

—Señora Magloire, tenía en mi poder y desde hace mucho esos cubiertos. Eran de los pobres. ¿Quién era ese hombre? Un pobre, está claro.

—¡Señor, Dios mío! —respondió la señora Magloire—. No lo digo por mí, ni por la señorita. Nos da completamente igual. Lo digo por monseñor. ¿Con qué va a comer monseñor ahora?

El obispo la miró con expresión de extrañeza.

—¡Cómo! ¿Es que no hay cubiertos de estaño?

La señora Magloire se encogió de hombros.

—El estaño tiene olor.

—Pues cubiertos de hierro, entonces.

La señora Magloire hizo una mueca expresiva.

—El hierro tiene sabor.

—Bueno —dijo el obispo—, pues cubiertos de palo.

Pocos momentos después estaba desayunando en esa misma mesa a la que Jean Valjean se había sentado la víspera. Al tiempo que desayunaba, monseñor Bienvenu hacía notar a su hermana, que no decía nada, y a la señora Magloire, que refunfuñaba en sordina, que no se necesita ni poco ni mucho ni cuchara ni tenedor, ni tan siquiera de palo, para mojar un trozo de pan en una taza de leche.

—¡Es que a quién se le ocurre! —decía la señora Magloire para su capote según iba y venía—. ¡Mira que recibir a un hombre así! ¡Y acomodarlo al lado de uno! ¡Y agradecidos tenemos que estar de que sólo nos haya robado! ¡Ay, Dios mío, si es que dan escalofríos cuando se piensa!

Iban a levantarse de la mesa ambos hermanos cuando llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo el obispo.

Se abrió la puerta. Un grupo raro y violento apareció en el umbral. Tres hombres que llevaban a otro agarrado por el cuello del blusón. Tres de esos hombres eran gendarmes; el cuarto era Jean Valjean.

Un brigadier de la gendarmería, que parecía al mando del grupo, estaba junto a la puerta. Entró y se acercó al obispo con un saludo militar.

—Monseñor… —dijo.

Al oír esta palabra, Jean Valjean, que estaba muy hosco y parecía abatido, alzó la cabeza con expresión estupefacta.

—¡Monseñor! —susurró—. Entonces no es el párroco…

—Silencio —dijo un gendarme—. Es el señor obispo.

En tanto, monseñor Bienvenu se había acercado tan deprisa como se lo permitía su avanzada edad.

—¡Ah, está usted aquí! —exclamó mirando a Jean Valjean—. Me alegro mucho de verlo. ¡Pero bueno! Si le había dado también los candeleros, que son de plata como lo demás y a los que les puede sacar muy bien doscientos francos. ¿Por qué no se los llevó con sus cubiertos?

Jean Valjean abrió mucho los ojos y miró al venerable obispo con una expresión que ninguna lengua humana podría expresar.

—Monseñor —dijo el brigadier de gendarmería—, ¿así que este hombre decía la verdad? Nos hemos encontrado con él. Iba como alguien que escapa. Lo hemos detenido por si acaso. Llevaba estos cubiertos de plata…

—¿Y les ha dicho —interrumpió el obispo, sonriendo— que se los había dado un cura viejo en cuya casa había pasado la noche? Ya veo. Y lo han vuelto a traer. Es un malentendido.

—¿Así que podemos dejar que se vaya? —preguntó el brigadier.

—Desde luego —contestó el obispo.

Los gendarmes soltaron a Jean Valjean, que retrocedió.

—¿Me sueltan de verdad? —dijo con voz casi inarticulada y como si hablase en sueños.

—Sí, te soltamos, ¿no lo estás oyendo? —dijo un gendarme.

—Amigo mío —añadió el obispo—, antes de que se vaya, aquí tiene sus candeleros. Cójalos.

Fue a la chimenea, cogió los dos candeleros de plata y se los llevó a Jean Valjean. Las dos mujeres lo miraban sin decir palabra, sin un ademán, sin una mirada que pudiera estorbar al obispo.

A Jean Valjean le temblaba todo el cuerpo. Cogió los dos candeleros maquinalmente y con expresión extraviada.

—Ahora —dijo el obispo— vaya en paz. Por cierto, cuando vuelva, amigo mío, no se moleste en entrar por el jardín. Por la puerta de la calle puede entrar y salir siempre. Está cerrada sólo con falleba de día y de noche.

Luego, volviéndose hacia los gendarmes.

—Señores, pueden retirarse.

Los gendarmes se fueron.

Jean Valjean estaba como un hombre que fuera a desmayarse.

El obispo se le acercó y le dijo en voz baja:

—Que no se le olvide, que no se le olvide nunca que me ha prometido utilizar ese dinero en convertirse en un hombre honrado.

Jean Valjean, que no recordaba haber prometido nada, se quedó cortado. El obispo había usado un tono insistente al decirlo. Añadió solemnemente:

—Jean Valjean, hermano mío, ya no pertenece al mal, sino al bien. Le compro el alma; se la quito a las ideas negras y al espíritu de perdición y se la doy a Dios.

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