Los miserables

Preocuparse de la oscuridad del fondo

XIX

Preocuparse de la oscuridad del fondo

No bien se hubo sentado, el señor Leblanc volvió la vista hacia los jergones, que estaban vacíos.

—¿Qué tal está esa pobre niña que estaba herida?

—Mal —contestó Jondrette con una sonrisa consternada y agradecida—, muy mal, mi digno señor. Su hermana mayor la ha llevado a La Bourbe a que le hagan una cura. Ahora las verá, volverán dentro de un rato.

—La señora Fabantou me parece que se encuentra mejor —siguió diciendo el señor Leblanc, fijándose en el curioso atuendo de la Jondrette, quien, de pie entre él y la puerta, como si estuviera ya de guardia para impedir la salida, lo miraba en postura amenazadora y casi combativa.

—Se está muriendo —dijo Jondrette—. Pero ¿qué quiere que le diga, caballero?, ¡tiene tanto valor la mujer esta! No es una mujer, es un buey.

La Jondrette, a quien le llegó el elogio al alma, protestó, haciendo melindres, como un monstruo halagado:

—¡Me tratas siempre mejor de lo que me merezco, señor Jondrette!

—Jondrette —dijo el señor Leblanc—. Yo creía que se llamaba usted Fabantou.

—¡Fabantou, conocido por Jondrette! —replicó con presteza el marido—. ¡Apodo de artista!

Y, tras un encogimiento de hombros dirigido a su mujer que el señor Leblanc no vio, siguió diciendo con un tono de voz enfático y meloso:

—¡Ay, si es que siempre nos hemos llevado muy bien mi mujercita y yo! ¿Qué nos quedaría, si no tuviéramos eso? ¡Somos tan desgraciados, mi respetable señor! ¡Tenemos brazos y no tenemos trabajo! ¡Tenemos coraje, pero no tenemos faena! No sé como hace estas cosas el gobierno, pero, le doy mi palabra de honor, caballero, de que no soy un jacobino, señor mío, no soy un republicano andrajoso, no quiero mal al gobierno, pero si fuera yo ministro, se lo juro por lo más sagrado, de otra manera irían las cosas. Mire, un ejemplo, quise que mis hijas aprendieran el oficio de cartoneras. Y usted me dirá: ¿Cómo? ¿Un oficio? ¡Pues sí! ¡Un oficio! ¡Un simple oficio! Para ganarse el sustento. ¡Qué forma de caer, benefactor mío! ¡Qué degradación cuando se ha sido lo que fuimos! ¡No nos queda, ay, nada de nuestros tiempos de prosperidad! Una única cosa, un cuadro al que le tengo mucho apego, pero del que, sin embargo, estaría dispuesto a desprenderme. ¡Porque hay que vivir! ¡Eso es, hay que vivir!

Mientras hablaba Jondrette, con una especie de desesperación aparente que no le remediaba en absoluto la expresión calculadora y sagaz de la cara, Marius alzó la mirada y divisó, al fondo de la habitación, a alguien a quien no había visto aún. Acababa de entrar un hombre, tan despacio que no se habían oído girar los goznes de la puerta. Aquel hombre llevaba un chaleco de punto violeta viejo, raído, con manchas, con cortes y con todas las arrugas boqueando, un pantalón ancho de pana y en los pies unas zapatillas de las que se usan con zuecos; iba sin camisa y con el cuello al aire, los brazos también al aire y tatuados y la cara tiznada de negro. Se había sentado en silencio y con los brazos cruzados en la cama que tenía más a mano y, como estaba detrás de la Jondrette, sólo se lo veía confusamente.

Por esa especie de instinto magnético que alerta a la mirada, el señor Leblanc se volvió casi al mismo tiempo que Marius. No pudo evitar un ademán de sorpresa que no se le escapó a Jondrette.

—¡Ah, ya veo que está mirando su levita! —dijo Jondrette abrochándosela con cara de agrado—. ¡Me sienta bien, a fe mía que me sienta bien!

—¿Quién es ese hombre? —dijo el señor Leblanc.

—¿Ése? —dijo Jondrette—. Un vecino. No le haga caso.

El vecino tenía una pinta singular. Pero en el arrabal de Saint-Marceau abundan las fábricas de productos químicos. Muchos obreros fabriles pueden tener la cara negra. Por lo demás, de toda la persona del señor Leblanc se desprendía una confianza cándida e intrépida. Añadió:

—Perdone, señor Fabantou, ¿qué me estaba diciendo?

—Le estaba diciendo, caballero y querido protector mío —respondió Jondrette, poniéndose de codos en la mesa y contemplando al señor Leblanc con mirada fija y afectuosa, bastante parecida a la de la boa—, le estaba diciendo que tengo un cuadro en venta.

Se oyó un leve ruido en la puerta. Acababa de entrar otro hombre, que se había sentado en la cama, detrás de la Jondrette. Iba, como el primero, remangado y con una máscara de tinta o de hollín.

Aunque aquel hombre se hubiera escurrido, literalmente, dentro de la habitación, no pudo evitar que el señor Leblanc lo viera.

—No haga caso —dijo Jondrette—. Son vecinos de la casa. Así que le estaba diciendo que me quedaba un cuadro valiosísimo… Mire, caballero, fíjese.

Se puso de pie, se acercó a la pared a cuyo pie estaba el entrepaño que ya hemos mencionado y le dio la vuelta, aunque lo dejó apoyado en el tabique. Se trataba de algo que tenía, efectivamente, parecido con un cuadro y que la vela iluminaba hasta cierto punto. Marius no podía ver bien lo que representaba, porque Jondrette estaba entre el cuadro y él, pero divisaba a medias unos chafarrinones muy burdos y algo así como un personaje principal coloreado con la crudeza chillona de los telones de las ferias y de los dibujos de los biombos.

—¿Y eso qué es? —preguntó el señor Leblanc.

Jondrette exclamó:

—¡La obra de un maestro de la pintura, un cuadro de gran valor, benefactor mío! Lo quiero como a mis hijas. ¡Me trae recuerdos! Pero ya le he dicho, y no me desdigo, que soy tan desdichado que estaría dispuesto a desprenderme de él.

Bien fuera por casualidad, bien porque estuviera empezando a preocuparse, la mirada del señor Leblanc, mientras examinaba el cuadro, volvió hacia el fondo de la habitación. Ahora había cuatro hombres, tres sentados en la cama y uno de pie junto al marco de la puerta; los cuatro iban remangados, estaban inmóviles y tenían la cara tiznada de negro. Uno de los que se sentaban en la cama se había apoyado en la pared, con los ojos cerrados, y parecía dormir. Era viejo; el pelo blanco coronando el rostro negro hacía un efecto espantoso. Los otros dos parecían jóvenes. Uno era barbudo, y el otro, melenudo. Ninguno llevaba zapatos; los que no llevaban zapatillas, iban descalzos.

Jondrette notó que al señor Leblanc se le quedaban los ojos clavados en esos hombres.

—Son unos amigos. Vienen de visita porque somos vecinos. Están tiznados porque trabajan con carbón. Son fumistas. No les haga caso, benefactor mío, y cómpreme el cuadro. Compadézcase de mi pobreza. Se lo dejo barato. ¿En cuánto lo valora usted?

—Pero —dijo el señor Leblanc, mirando a Jondrette a los ojos y como hombre que se está poniendo en guardia— si esto es un rótulo de taberna; vale como mucho tres francos.

Jondrette respondió con voz suave:

—¿Lleva encima la cartera? Me conformaría con mil escudos.

El señor Leblanc se puso de pie, apoyó la espalda en la pared y recorrió rápidamente la habitación con la mirada. Tenía a Jondrette a la izquierda, del lado de la ventana, y a la Jondrette y a los cuatro hombres a la derecha, del lado de la puerta. Los cuatro hombres no se movían y ni tan siquiera parecían verlo; Jondrette había seguido hablando en tono quejumbroso, con mirada tan vaga y entonación tan plañidera que el señor Leblanc podía pensar que tenía delante sencillamente a un hombre al que había vuelto loco la miseria.

—Si no me compra el cuadro, querido benefactor —decía Jondrette—, estoy sin recursos, lo único que me queda ya es tirarme al río. Cuando pienso que quise que mis hijas aprendiesen el oficio de cartoneras en semifino, para hacer cajas de regalo. Bueno, pues se necesita una mesa con un tablón detrás para que no se caigan los vasos al suelo; se necesita un horno ex profeso, un bote con tres divisiones para las colas de diferente fuerza según que se usen para madera, para papel o para tela, una chaira para cortar el cartón, un molde para ajustarlo, un martillo para clavar los aceros, pinceles, y a saber qué mas, una cantidad endemoniada de cosas. ¡Y todo eso para ganar veinte céntimos diarios! ¡Trabajando catorce horas! ¡Y cada caja le pasa trece veces por las manos a la obrera! ¡Y hay que mojar el papel! ¡Y no hay que manchar nada! ¡Y que la cola esté siempre caliente! ¡Una cantidad de cosas endemoniada, ya le digo! ¡Y veinte céntimos diarios! ¿Cómo quiere usted que se pueda vivir?

Jondrette no miraba al señor Leblanc mientras hablaba; y éste lo observaba. El señor Leblanc tenía la vista clavada en Jondrette, y Jondrette la tenía clavada en la puerta. La atención jadeante de Marius iba de uno a otro. El señor Leblanc parecía estar preguntándose: «¿Es un idiota?». Jondrette repitió dos o tres veces con todo un surtido de inflexiones dentro de un registro moroso y suplicante: «¡Lo único que me queda ya es tirarme al río! ¡La otra tarde bajé los tres peldaños que hay junto al puente de Austerlitz para tirarme!».

De pronto, se le iluminaron las pupilas mortecinas con una llamarada repulsiva; el hombrecillo aquel se irguió y se volvió amedrentador; dio un paso hacia el señor Leblanc y le gritó con voz de trueno:

—Pero ¡vamos a dejarnos ya de tonterías! ¿No me reconoce?

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo