Los miserables

Habría que empezar siempre por detener a las víctimas

XXI

Habría que empezar siempre por detener a las víctimas

Javert, al caer la tarde, había apostado a unos hombres y se había emboscado él también detrás de los árboles de la calle del portillo de Les Gobelins, que está enfrente del caserón Gorbeau, del otro lado del bulevar. Empezó por «abrir el bolsillo» para meter dentro a las dos muchachas a cuyo cargo estaba la vigilancia de las inmediaciones del tugurio. Pero sólo «pescó» a Azelma. Éponine no estaba en su puesto, había desaparecido y no pudo detenerla. Luego Javert se puso en guardia, aguzando el oído para oír la señal convenida. Las idas y venidas del coche de punto lo alteraron mucho. Por fin, perdió la paciencia y, seguro de que y de que , y como había reconocido a alguno de los bandidos que habían entrado, acabó por decidirse a subir sin esperar al tiro de pistola.

Recordemos que llevaba la llave maestra de Marius.

Llegó en el momento oportuno.

Los bandidos, sorprendidos, se abalanzaron hacia las armas que habían dejado tiradas por todos los rincones cuando estaban a punto de escapar. En menos de un segundo, esos siete hombres de aspecto espantoso se agruparon en actitud de defensa, uno con el hacha, otro con la llave, otro más con el mazo y los demás con las cizallas, las pinzas y los martillos. Thénardier empuñaba el cuchillo. La Thénardier agarró un adoquín enorme que estaba en uno de los extremos de la ventana y usaban sus hijas de taburete.

Javert volvió a calarse el sombrero y dio dos pasos dentro de la habitación, con los brazos cruzados, el bastón debajo del brazo y la espada en la vaina.

—¡Alto ahí! —dijo—. No saldréis por la ventana, saldréis por la puerta. Es mejor para la salud. Sois siete y nosotros somos quince. No vamos a zurrarnos como patanes. Vamos a portarnos como buenos chicos.

Bigrenaille cogió una pistola que llevaba escondida debajo del blusón y se la puso en la mano a Thénardier diciéndole al oído:

—Es Javert. Yo no me atrevo a dispararle a ese hombre. ¿Te atreves tú?

—¡Ya lo creo! —contestó Thénardier.

—Pues dispara.

Thénardier cogió la pistola y apuntó a Javert.

Javert, que estaba a tres pasos, lo miró fijamente y se limitó a decir:

—¡No dispares, no te molestes, fallarás el tiro!

Thénardier apretó el gatillo. El tiro falló.

—¡Si ya te lo decía yo! —dijo Javert.

Bigrenaille arrojó la porra a los pies de Javert.

—¡Eres el emperador de los demonios! Me rindo.

—¿Y vosotros? —preguntó Javert a los demás bandidos.

Contestaron:

—Nosotros también.

Javert contestó muy tranquilo:

—Eso es; muy bien; ya decía yo que erais buenos chicos.

—Sólo pido una cosa —añadió Bigrenaille—. Que no me tengan sin tabaco mientras esté incomunicado.

—Concedido —dijo Javert.

Y, volviéndose, llamó a los que tenía detrás:

—¡Ya podéis entrar!

Una patrulla de guardias empuñando espadas y de agentes armados con porras y garrotes entró atropelladamente al llamarla Javert. Ataron a los bandidos. Aquella muchedumbre de hombres a quienes apenas iluminaba una vela colmaba de sombra la guarida.

—¡Esposadlos a todos por los pulgares! —gritó Javert.

—¡Acercaos si os atrevéis! —gritó una voz que no era una voz de hombre, pero de la que nadie habría podido decir: «es una voz de mujer».

La Thénardier se había atrincherado en una de las esquinas de la ventana y ella era quien acababa de lanzar aquel rugido.

Los guardias y los agentes retrocedieron.

La Thénardier se había quitado el chal, pero seguía con sombrero; a su marido, acurrucado tras ella, no se lo veía casi bajo el chal que había caído al suelo; y ella lo cubría con su cuerpo, alzando el adoquín con ambas manos por encima de la cabeza y bamboleándose como una gigantona que va a arrojar una roca.

—¡Mucho ojo! —gritó.

Todos retrocedieron hacia el corredor. Se abrió un ancho espacio vacío en medio de la buhardilla.

La Thénardier miró a los bandidos que se habían dejado atar y susurró con voz gutural y ronca:

—¡Los muy cobardes!

Javert sonrió y avanzó por el espacio vacío al que la Thénardier no quitaba ojo.

—¡No te acerques, vete! —gritó—. ¡O te dejo baldado!

—¡Menudo granadero! —dijo Javert—. Tú tendrás barba como un hombre, buena mujer, pero yo tengo garras como una hembra.

Y siguió acercándose.

La Thénardier, desgreñada y tremenda, separó las piernas, se echó hacia atrás metiendo la cintura y le tiró a la cabeza a Javert, a la desesperada, el adoquín. Javert se agachó. El adoquín le pasó por encima, fue a chocar contra la pared del fondo, de la que cayó al suelo un cascote de buen tamaño, y fue, rebotando de esquina en esquina a través del tugurio, casi vacío por fortuna, hasta caer sin fuerza junto a los talones de Javert.

En ese mismo momento, Javert llegaba hasta la pareja de los Thénardier. Puso una de las manazas en el hombro de la mujer y la otra en la cabeza del marido.

—¡Esposadlos por los pulgares! —gritó.

Los hombres de la policía entraron todos, arremolinándose, y en pocos segundos ya habían ejecutado la orden de Javert.

La Thénardier, desfondada, se miró las manos aherrojadas y miró las de su marido, se desplomó en el suelo y exclamó, llorando:

—¡Mis hijas!

—Están a la sombra —dijo Javert.

Mientras tanto, los agentes habían visto al borracho, dormido detrás de la puerta, y lo estaban zarandeando. Se despertó balbuciendo:

—¿Ya está todo, Jondrette?

—Sí —contestó Javert.

Los seis bandidos, atados, estaban de pie; por lo demás, conservaban la apariencia de espectros: tres con la cara tiznada de negro y tres enmascarados.

—No os quitéis las máscaras —dijo Javert.

Y, pasándoles revista con la mirada de un Federico II en la parada de Potsdam, les dijo a los tres «fumistas»:

—¿Qué tal, Bigrenaille? ¿Qué tal, Brujon? ¿Qué tal, Deux-Milliards?

Luego, volviéndose hacia los tres enmascarados, le dijo al hombre del hacha:

—¿Qué tal, Gueulemer?

Y al hombre del garrote:

—¿Qué tal, Babet?

Y al ventrílocuo:

—Muy buenas, Claquesous.

En ese momento vio al prisionero de los bandidos, quien, desde que habían entrado los agentes de policía, no había dicho ni palabra y agachaba la cabeza.

—¡Que desaten al caballero —dijo Javert— y que nadie salga!

Dicho esto, se sentó con aire soberano ante la mesa donde seguían la vela y la escribanía, se sacó del bolsillo una hoja de papel timbrado y empezó a redactar el atestado.

Tras escribir las primeras líneas, que no son sino fórmulas siempre iguales, alzó la vista.

—Que se acerque el caballero a quien tenían atado estos señores.

Los agentes miraron en torno.

—¿Qué pasa? —preguntó Javert—. ¿Dónde está?

El prisionero de los bandidos, el señor Leblanc, el señor Urbain Fabre, el padre de Ursule o de la Alondra, había desaparecido.

La puerta estaba custodiada, pero la ventana, no. En cuanto se vio libre, y mientras Javert escribía, había aprovechado la confusión, el tumulto, la aglomeración, la oscuridad y un momento en que nadie se fijaba en él para abalanzarse hacia la ventana.

Un agente se acercó velozmente al tragaluz y se asomó. No se veía a nadie en la calle.

La escala de cuerda aún se movía.

—¡Diablos! —dijo Javert entre dientes—. ¡Menuda buena pieza debía de ser!

Descargar Newt

Lleva Los miserables contigo