Los miserables

De cómo se llega de hermano a padre

XVI

De cómo se llega de hermano a padre

Había en ese mismo momento, en el parque de Le Luxembourg —porque la mirada del drama debe estar presente por todas partes—, dos niños cogidos de la mano. Uno de ellos podía tener siete años, y el otro, cinco. Como la lluvia los había mojado, iban por los paseos del lado del sol; el mayor guiaba al pequeño; iban harapientos y estaban pálidos; parecían aves esquivas. El más pequeño decía: «Tengo mucha hambre».

El mayor, algo protector ya, llevaba a su hermano cogido de la mano izquierda, y en la derecha, una varita.

Estaban solos en el parque. El parque estaba desierto, la policía había mandado cerrar las verjas por la insurrección. Las tropas que habían vivaqueado en él se habían ido por necesidades del combate.

¿Cómo estaban allí esos niños? A lo mejor se habían escapado de un cuerpo de guardia cuya puerta se había quedado entornada; quizá por los alrededores, en el portillo de Enfer o en la explanada del Observatorio, o en la glorieta vecina que domina ese frontón en que pone: había algún barracón de saltimbanquis del que habían huido; a lo mejor habían burlado la vigilancia de los inspectores del parque a la hora de cerrar y habían pasado la noche en uno de esos quioscos en que se leen los periódicos. El hecho es que iban errabundos y parecían libres. Ir errabundo y parecer libre equivale a haberse perdido. Esos pobres niños se habían perdido, efectivamente.

Eran los mismos niños por los que había andado preocupado Gavroche y que el lector recordará. Los hijos de Thénardier que tenía alquilados la Magnon para atribuírselos al señor Gillenormand y eran ahora hojas caídas de todas esas ramas sin raíces, que el viento arrastraba por los suelos.

La ropa, decente en tiempos de la Magnon, a quien le servía de folleto de propaganda ante el señor Gillenormand, se había convertido en andrajos.

Esas criaturas pertenecían ya a la estadística de los «niños abandonados» que la policía encuentra, recoge, extravía y vuelve a encontrar en las calles de París.

Tenía que ser un día como aquél, lleno de alteraciones, para que esos niños míseros estuvieran en ese parque. Si los guardas los hubieran visto, habrían expulsado a esos andrajosos. Los niños pobres no entran en los parques municipales; sin embargo, habría que pensar que, como niños que son, tienen derecho a las flores.

Éstos estaban allí porque las verjas estaban cerradas. Estaban allí irregularmente. Se habían colado en el parque y se habían quedado en él. Aunque estén las verjas cerradas, no deja de haber inspectores; se supone que la vigilancia sigue siendo la misma, pero se afloja y se toma un descanso; y los inspectores, a quienes también afecta la ansiedad pública, y más ocupados en lo que pasa fuera que en lo que pasa dentro, habían dejado de mirar el parque y no habían visto a esos dos delincuentes.

Había llovido la víspera, e incluso un poco por la mañana. Pero en junio los chaparrones no tienen importancia. Cuando ha transcurrido una hora después de una tormenta, apenas si cae alguien en la cuenta de que ese día hermoso y rubio ha llorado. La tierra en verano se seca tan deprisa como la mejilla de un niño.

En ese momento del solsticio la luz del mediodía es mordiente, por decirlo de alguna forma. Se apodera de todo. Se pega a la tierra, se superpone a ella con algo parecido a una succión. Diríase que el sol está sediento. Un chaparrón es un vaso de agua; el sol se bebe la lluvia en el acto. Por la mañana todo está chorreando y por la tarde todo está polvoriento.

No hay nada tan admirable como unas frondas a las que ha lavado la cara la lluvia y que han secado los rayos del sol; es un frescor cálido. Los jardines y las praderas, con agua en las raíces y sol en las flores, se convierten en cazoletas de incienso y humean a un tiempo con todos sus aromas. Todo ríe, canta y se brinda. Notamos una suave embriaguez. La primavera es un paraíso provisional; el sol ayuda al hombre a ser paciente.

Hay personas que no piden nada más; seres vivos que, si tienen el azul del cielo, dicen: ¡me basta!; meditabundos absortos en el prodigio, que toman de la idolatría de la naturaleza la indiferencia ante el bien y el mal; contempladores del cosmos radiantemente absortos y ajenos al hombre, que no entienden que a alguien le preocupen el hambre de éstos y la sed de aquéllos, la desnudez del pobre en invierno, la combadura linfática de una columna vertebral infantil, el jergón, la buhardilla, el calabozo y los harapos de las muchachas muertas de frío, siendo así que es posible soñar bajo los árboles; mentes apacibles y terribles, despiadadamente satisfechas. Cosa extraña: les basta con el infinito. No le hacen caso a esa gran necesidad del hombre, lo finito, que permite el abrazo. De lo finito, que permite el progreso y el trabajo sublime, ni se acuerdan. No tienen capacidad para lo indefinido, que nace de la combinación humana y divina de lo infinito y lo finito. Si se hallan ante la inmensidad, sonríen. La alegría, nunca; siempre el éxtasis. Abstraerse, en eso consiste su vida. La historia de la humanidad no es para ellos sino una planificación parcial; en ella no entra el Todo; el verdadero Todo se queda al margen; ¿para qué ocuparse de ese detalle: el hombre? El hombre sufre, es posible; pero ¡mirad cómo sale Aldebarán! La madre se ha quedado sin leche, el recién nacido se muere, pero ¡observad este rosetón maravilloso de una rodaja de la albura del abeto cuando lo miramos con el microscopio! ¡Compáreme usted con eso el mejor de los encajes de Malinas! A estos pensadores se les olvida el amor. El zodiaco tiene tal éxito con ellos que les impide ver llorar a un niño. Dios les eclipsa el alma. Es una familia de mentes pequeñas y grandes a la vez. Horacio fue uno de ellos; y Gœthe; y La Fontaine, quizá; espléndidos egoístas de lo infinito; sosegados espectadores del dolor, que no ven a Nerón si hace bueno, a quienes el sol tapa la hoguera, que mirarían cómo guillotinan a alguien buscando un efecto luminoso, que no oyen ni el grito ni el sollozo ni el estertor ni el toque de rebato, a quienes todo les parece bien puesto que existe el mes de mayo, que mientras haya nubes de púrpura y oro por encima de sus cabezas estarán encantados de la vida y que tienen la firme determinación de ser felices hasta que se agoten el resplandor de los astros y el canto de los pájaros.

Son radiantes tenebrosos. No sospechan que son dignos de compasión. Y lo son, desde luego. Quien no llora no ve. Hay que admirarlos y compadecerlos, como compadeceríamos y como admiraríamos a un ser que fuera a la vez noche y día, que no tuviera ojos bajo las cejas y tuviera un astro en la mitad de la frente.

La indiferencia de esos pensadores: he aquí, en opinión de algunos, una filosofía superior. Bien está; pero en esa superioridad hay una invalidez. Se puede ser inmortal y cojo: por ejemplo, Vulcano. Se puede ser más que un hombre y menos que un hombre. Lo incompleto inmenso está en la naturaleza. ¿Quién sabe si el sol no será ciego?

Pero entonces, ¡cómo! ¿De quién fiarse? ¿Hay incluso, en vista de eso, algunos genios, algunos Humanos Altísimos, algunos hombres-astro que podrían estar equivocados? Eso que está allá arriba, en la cumbre, en la cima, en el cenit, eso que envía tanta claridad a la tierra, ¿puede ocurrir que vea poco, que vea mal, que no vea? ¿No es acaso desesperante? No. Pero ¿qué hay, pues, por encima del sol? El dios.

El 6 de junio de 1832, alrededor de las once de la mañana, Le Luxembourg, solitario y despoblado, estaba delicioso. Los arriates en quincunce y los parterres cruzaban entre sí, en la luz, sahumerios y resplandores deslumbrantes. Las ramas, locas en la claridad del mediodía, parecía que intentaban besarse. Había en los sicomoros un guirigay de currucas; los gorriones eran los reyes; los pájaros carpinteros trepaban por los castaños dando golpecitos con el pico en los agujeros de la corteza. Las platabandas aceptaban la legítima monarquía de los lirios blancos; el aroma más augusto es el que brota de la blancura. Podía olerse el perfume picante de los claveles. Las antiguas cornejas de María de Médicis estaban enamoradas en los altos árboles. El sol doraba, arrebolaba y encendía los tulipanes, que no son sino todas las variedades de la llama hechas flores. Alrededor de los macizos de tulipanes volaban en torbellino las abejas, como las chispas de esas flores llama. Todo era encanto y júbilo, incluso la lluvia que se avecinaba; en aquella reincidencia, que les sería provechosa al lirio de los valles y a la madreselva, no había nada inquietante; las golondrinas amenazaban de forma deliciosa con volar bajo. Todo el que estuviera allí respiraba dicha; la vida olía bien; de toda aquella naturaleza brotaba el candor, la ayuda, la asistencia, la paternidad, la caricia, la aurora. Los pensamientos que caían del cielo eran suaves como el beso en una manita infantil.

Las estatuas, bajo los árboles, desnudas y blancas, vestían túnicas de sombra con agujeros de luz; aquellas diosas lucían andrajos de sol; llevaban rayos colgando por todas partes. Alrededor del estanque grande, la tierra se había secado ya tanto que estaba quemada. Soplaba el viento suficiente para levantar acá y allá breves algaradas de polvo. Unas cuantas hojas amarillas, que habían durado desde el pasado otoño, se perseguían alegremente y parecían jugar como chiquillas.

En aquella abundancia de claridad había un no sé qué tranquilizador. Eran desbordantes la vida, la savia, el calor, los efluvios; tras la creación se notaba la enormidad del manantial; en todos esos hálitos impregnados de amor, en ese vaivén de reverberaciones y de reflejos, en esa extraordinaria generosidad de rayos, en ese escanciar indefinido de oro líquido se notaba la prodigalidad de lo inagotable; y, detrás de ese esplendor, igual que detrás de una cortina de llamas, se intuía a Dios, ese millonario en estrellas.

Gracias a la arena, no había ni una mancha de barro; gracias a la lluvia, no había ni un grano de ceniza. Los ramos acababan de lavarse; todos los terciopelos, todos los rasos, todos los charoles, todos los oros que brotan de la tierra en forma de flores eran irreprochables. Era una magnificencia pulcra. El hondo silencio de la naturaleza dichosa colmaba el parque. Silencio celestial compatible con mil músicas, con arrullos de nidos, con zumbidos de enjambres, con palpitar del viento. Toda la armonía de la estación se consumaba en un conjunto de grácil encanto; las entradas y las salidas de la primavera ocurrían en el orden estipulado; las lilas estaban acabando y los jazmines empezando; algunas flores se habían retrasado, algunos insectos se habían adelantado; la vanguardia de las mariposas rojas de junio confraternizaba con la retaguardia de las mariposas blancas de mayo. Los plátanos se remozaban. La brisa abría ondas en la gigantesca magnificencia de los castaños. Era esplendoroso. Un veterano del cuartel vecino, que miraba por la verja, decía: «Aquí está la primavera presentando armas con uniforme de gala».

Toda la naturaleza estaba almorzando; la creación estaba sentada a la mesa; era ya la hora; en el cielo estaba el gran mantel azul y en la tierra el gran mantel verde; el sol lo iluminaba todo . Dios servía esa comida universal. Todos los seres tenían su pasto o su pitanza. La paloma torcaz encontraba cañamones; el pinzón, mijo; el jilguero, hierba del pájaro; el petirrojo, lombrices; la abeja encontraba flores; la mosca encontraba infusorios; el verderón encontraba moscas. Cierto es que se comían todos entre sí hasta cierto punto, y en eso consiste el misterio del mal mezclado con el bien; pero ni un solo animal se quedaba con el estómago vacío.

Los dos niños abandonados habían llegado junto al estanque grande y, un tanto aturrullados con tanta luz, intentaban esconderse, que es lo instintivo en los pobres y los débiles ante la magnificencia, incluso la impersonal; se habían quedado detrás de la caseta de los cisnes.

A intervalos, por acá y por allá, cuando soplaba el viento, se oían confusamente gritos, un rumor, algo así como unos estertores tumultuosos, que eran tiroteos; y golpes sordos, que eran cañonazos. Había humo por encima de los tejados hacia la zona del Mercado Central. Una campana, que parecía una llamada, sonaba a lo lejos.

Aquellos niños no parecían oír esos ruidos. El más pequeño repetía a veces a media voz: «Tengo hambre».

Casi al mismo tiempo que los dos niños, se acercaba al estanque grande otra pareja. Era un buen señor de cincuenta años que llevaba de la mano a un niñito de seis. Seguramente un padre con su hijo. El niñito de seis llevaba en la mano un bollo grande.

Por entonces, en algunas de las casas ribereñas de la calle de Madame y de la calle de Enfer había una llave de Le Luxembourg de la que podían disfrutar los inquilinos cuando estaban cerradas las verjas, autorización que ya se ha suprimido. Aquel padre y aquel hijo debían de venir seguramente de alguna de esas casas.

Los dos niños pobres vieron llegar «al señor» y se escondieron algo más.

Era un burgués. El mismo quizá a quien Marius, en plena fiebre amorosa, había oído un día, junto a ese mismo estanque, aconsejar a su hijo que «evitase los excesos». Parecía afable y altanero, y la boca, que no cerraba nunca, sonreía siempre. En esa sonrisa automática, que causa un exceso de mandíbula y una cortedad de piel, se ven más los dientes que el alma. El niño, con aquel bollo empezado que no se terminaba, parecía ahíto. El niño aquel iba vestido de guardia nacional porque había disturbios; y el padre seguía vestido de paisano por prudencia.

El padre y el hijo se detuvieron junto al estanque donde nadaban los cisnes. El señor aquel parecía sentir una admiración particular por los cisnes. Se les parecía porque andaba como ellos.

En aquellos momentos los cisnes nadaban, en lo cual consiste su talento principal, y eran hermosísimos.

Si los dos niños pobres hubieran atendido y hubieran tenido edad para entenderlas, habrían oído las palabras de un hombre serio. El padre le iba diciendo al hijo:

—El sabio vive contento conformándose con poco. Fíjate en mí, hijo mío. No me gusta el boato. Nunca se me ve con fraques recargados de oro y pedrería; le dejo ese oropel a las almas de organización defectuosa.

Al llegar a este punto, estallaron gritos hondos que llegaban de la parte del Mercado Central y se incrementaron el repicar de la campana y el rumor.

—¿Qué es eso? —preguntó el niño.

El padre contestó:

—Son unas saturnales.

De pronto, divisó a los dos niños andrajosos, inmóviles detrás de la casita verde de los cisnes.

—He aquí el principio —dijo.

Y, tras un silencio, añadió:

—La anarquía entra en este parque.

Entretanto, el niño mordió el bollo, lo escupió y, de repente, se echó a llorar.

—¿Por qué lloras? —preguntó el padre.

—No tengo hambre —dijo el niño.

La sonrisa del padre se acentuó.

—No hay que tener hambre para comerse un bollo.

—Estoy harto de este bollo. Está muy seco.

—¿No quieres más?

—No.

Su padre señaló los cisnes.

—Échaselo a esas aves palmípedas.

El niño titubeó. Que uno no quiera más bollo no es razón para dárselo a nadie.

El padre añadió:

—Sé humanitario. Hay que compadecerse de los animales.

Y, quitándole el bollo a su hijo, lo arrojó al estanque.

El bollo cayó bastante cerca de la orilla.

Los cisnes estaban alejados, en el centro del estanque, y ocupados pescando algo. No habían visto ni al señor ni el bollo.

El burgués, dándose cuenta de que el bollo corría el riesgo de desperdiciarse, y alterado ante ese naufragio inútil, se entregó a un revuelo de ademanes y señales telegráficas que acabó por llamar la atención de los cisnes.

Vieron algo que flotaba, cambiaron de amura como barcos, pues lo son, y se dirigieron despacio hacia el bollo, con la majestuosidad beatífica que corresponde a unos animales blancos.

—Las palmípedas atienden a las palmadas —dijo el burgués, encantado de ser tan ingenioso.

En ese momento, el tumulto lejano de la ciudad creció repentinamente. Esta vez resultó siniestro. Hay ráfagas de viento que hablan con mayor claridad que otras. La que soplaba ahora trajo con claridad redobles de tambores, clamores, disparos de pelotones y las lúgubres respuestas de la campana a rebato y del cañón. Y coincidió todo ello con una nube negra que tapó de golpe el sol.

Los cisnes no habían llegado aún hasta el bollo.

—Vámonos a casa —dijo el padre—. Están atacando Les Tuileries.

Volvió a coger a su hijo de la mano. Luego añadió:

—De Les Tuileries a Le Luxembourg no media más que la distancia que separa la monarquía de la Cámara Alta; queda muy cerca. Van a llover los tiros de fusil.

Miró la nube.

—Y, a lo mejor, hasta llueve lluvia; el cielo interviene; la rama menor está condenada. Vámonos enseguida a casa.

—Me gustaría ver cómo se comen los cisnes el bollo —dijo el niño.

El padre contestó:

—Sería una imprudencia.

Y se llevó a su burguesito.

El hijo, que lamentaba no ver los cisnes, tuvo la cabeza vuelta hacia el estanque hasta que se lo tapó una esquina de los parterres.

Pero, al mismo tiempo que los cisnes, se habían acercado al bollo los dos niños perdidos. Flotaba en el agua. El pequeño miraba el bollo; el mayor miraba cómo se alejaba el señor.

El padre y el hijo se internaron en el laberinto de paseos que conduce a la escalinata del macizo de árboles que cae por la parte de la calle de Madame.

En cuanto se perdieron de vista, el mayor se tumbó rápidamente bocabajo en el borde redondeado del estanque y, aferrándose a él con la mano izquierda, inclinándose hacia el agua, a punto casi de caerse, alargó con la mano derecha la varita hacia el bollo. Los cisnes, al ver al enemigo, se apresuraron y, al apresurarse, sus pechos causaron un efecto que le vino bien al pescadorcito; el agua refluyó con el avance de los cisnes y una de esas ondas concéntricas y flojas empujó despacio el bollo hacia la varita del niño. Cuando ya estaban llegando los cisnes, la varita tocó el bollo. El niño dio un golpe rápido, llevó a la orilla el bollo, espantó a los cisnes, cogió el bollo y se enderezó. El bollo estaba mojado, pero tenían hambre y sed. El mayor partió en dos trozos el bollo, uno grande y uno pequeño, se quedó con el pequeño, le dio el grande a su hermanito y le dijo:

—Échate esto entre pecho y espalda.

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