Los miserables

De la calle de Plumet al barrio de Saint-Denis

I

De la calle de Plumet al barrio de Saint-Denis

Aquella voz que, en el crepúsculo, había llamado a Marius para que fuera a la barricada de la calle de La Chanvrerie le pareció a éste la voz del destino. Quería morir y se le brindaba la ocasión; llamaba a la puerta de la tumba y una mano, en la sombra, le alargaba la llave. Esas lúgubres brechas que se abren en las tinieblas ante la desesperación son tentadoras. Marius movió la verja que tantas veces lo había dejado pasar, salió del jardín y dijo: «¡Vamos!».

Loco de dolor, no sintiendo ya en el pensamiento nada fijo ni sólido, incapaz de aceptarle ya nada al destino tras los dos meses transcurridos en la embriaguez de la juventud y del amor, agobiándolo al tiempo todos los ensimismamientos de la desesperación, no tenía ahora sino un deseo, acabar cuanto antes.

Echó a andar velozmente. Precisamente iba armado, pues llevaba encima las pistolas de Javert.

Había perdido de vista, por las calles, al muchacho a quien le había parecido intuir.

Marius, que salió de la calle de Plumet por el bulevar, cruzó L’Esplanade y el puente de Les Invalides, Les Champs-Élysées, la plaza de Louis XV y llegó a la calle de Rivoli. Los comercios estaban abiertos, ardía el gas en los soportales, las mujeres compraban en las tiendas, la gente tomaba helados en el café Laiter y pastelitos en la pastelería inglesa. Sólo unas cuantas sillas de posta salían al galope del Hôtel des Princes y del Hôtel Meurice.

Marius entró en el pasadizo Delorme por la calle de Saint-Honoré. Allí estaban cerradas las tiendas; los comerciantes charlaban ante las puertas entornadas, los transeúntes pasaban, estaban encendidos los faroles, de las primeras plantas para arriba todas las ventanas tenían luz como siempre. Había unidades de caballería en la plaza de Le Palais-Royal.

Marius tiró por la calle de Saint-Honoré. Según se iba alejando de la plaza de Le Palais-Royal, había menos ventanas encendidas; las tiendas estaban cerradas a cal y canto, nadie charlaba en los umbrales, la calle se iba oscureciendo y, al tiempo, la concurrencia era más nutrida. No se veía a nadie hablar entre el gentío y, no obstante, brotaba de él un zumbido sordo y hondo.

Por las inmediaciones de la fuente de L’Arbre-Sec había «concentraciones», algo así como grupos quietos y adustos que se quedaban, entre quienes iban y venían, como piedras en medio de la corriente.

A la entrada de la calle de Les Prouvaires, la muchedumbre ya no avanzaba. Formaba un bloque resistente, macizo, sólido, compacto, casi impenetrable, de personas agolpadas que charlaban por lo bajo. No quedaban ya casi fraques negros ni sombreros de media copa. Blusas y blusones, gorras, cabezas despeinadas y terrosas. Aquella muchedumbre ondulaba de forma confusa entre la bruma nocturna. Sus cuchicheos sonaban con el acento ronco de un estremecimiento. Aunque nadie se movía, se oía ruido de pies en el barro. Más allá de aquel gentío denso, en la calle de Le Roule, en la calle de Les Prouvaires y en la prolongación de la calle de Saint-Honoré, no quedaba ya ni una ventana en que luciera una vela. Podía verse cómo se internaban por esas calles las filas solitarias y decrecientes de los faroles. Los faroles de entonces se parecían a estrellas grandes y rojas colgadas de unas cuerdas y proyectaban en el empedrado una sombra con la forma de una araña grande. Esas calles no estaban desiertas. Se divisaban en ellas pabellones de fusiles, movimiento de bayonetas y tropas que vivaqueaban. Ningún curioso iba más allá de esa frontera. Allí concluía la circulación. Allí concluía el gentío y empezaba el ejército.

Marius quería con la voluntad del hombre que ya no espera. Lo habían llamado y tenía que acudir. Halló forma de cruzar entre el gentío y entre los vivaques de las tropas, evitó las patrullas, se escabulló de los centinelas. Dio un rodeo, llegó a la calle de Béthisy y se encaminó hacia el Mercado Central. En la esquina de la calle de Les Bourdonnais, ya no había faroles.

Tras cruzar por la zona del gentío, dejó atrás las lindes de las tropas; se vio en un sitio que daba miedo. Ni un transeúnte, ni un soldado, ni una luz; nadie. La soledad, el silencio, la oscuridad, a saber qué frío sobrecogedor. Meterse en una calle era meterse en un sótano.

Siguió adelante.

Dio unos cuantos pasos. Alguien pasó por su lado, corriendo. ¿Era un hombre? ¿Una mujer? ¿Varias personas? No habría podido decirlo. Fue algo que pasó y se desvaneció.

De tramo en tramo, llegó hasta una callejuela que le pareció que debía de ser la calle de La Poterie; hacia el centro de la calle, tropezó con un obstáculo. Tendió las manos. Era una carreta volcada; notó con los pies charcos, rodadas, adoquines dispersos y amontonados. Había allí una barricada empezada y abandonada. Trepó por los adoquines y llegó al otro lado de la barrera. Andaba pegado a los mojones y se iba guiando por las paredes de las casas. Algo más allá de la barricada, le pareció divisar, de frente, algo blanco. Se acercó y las formas se concretaron. Eran dos caballos blancos; los caballos del ómnibus cuyo tiro había desenganchado Bossuet por la mañana que se habían pasado el día vagando de calle en calle y, por fin, se habían detenido allí, con esa paciencia mohína de los animales irracionales que no entienden los hechos de los hombres mejor de lo que los hombres entienden los hechos de la Providencia.

Marius dejó atrás los caballos. Al entrar en una calle que le pareció ser la calle de Le Contrat-Social, un disparo de fusil, que no se sabía de dónde venía y cruzaba las sombras al azar, le silbó muy cerca y la bala atravesó, encima de su cabeza, una bacía de cobre que colgaba delante de una barbería. En 1846 aún se veía, en la calle de Le Contrat-Social y en la esquina de las columnas del Mercado Central, esa bacía agujereada.

Ese disparo era todavía una señal de vida. A partir de ese momento, no volvió a toparse con nada.

Todo aquel itinerario parecía una bajada por unos peldaños a oscuras.

Pero no por ello dio Marius marcha atrás.

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