Bossuet pronuncia la oración fúnebre de Blondeau
II
Bossuet pronuncia la oración fúnebre de Blondeau
Cierta tarde que coincidía en algunos aspectos, como vamos a verlo, con los acontecimientos referidos antes, Laigle de Meaux estaba sensualmente adosado al marco de la puerta del café Musain. Parecía una cariátide de vacaciones; no llevaba consigo sino su ensoñación. Estaba mirando la plaza de Saint-Michel. Adosarse es una forma de estar acostado de pie que no desagrada a los soñadores. Laigle de Meaux se estaba acordando melancólicamente de un menudo contratiempo que le había ocurrido la antevíspera en la Facultad de Derecho y modificaba sus planes personales para el futuro, planes, por lo demás, bastante inconcretos.
La ensoñación no impide que pase un cabriolé ni que el soñador se fije en el cabriolé. Laigle de Meaux, cuyas pupilas vagaban en una especie de paseo ocioso y difuso, divisó, a través de ese estado suyo de sonambulismo, un vehículo de dos ruedas que pasaba por la plaza y que iba al paso y como indeciso. ¿A quién buscaba ese cabriolé? ¿Por qué iba al paso? Laigle se fijó. Iba en él, junto al cochero, un joven y, delante de ese joven, había un bolso de viaje bastante grande. El bolso exhibía ante los ojos de los transeúntes este nombre escrito en letras grandes y negras en una tarjeta cosida a la tela: M P.
Al ver ese nombre, Laigle cambió de postura. Se incorporó y apostrofó como sigue al joven del cabriolé:
—¡Señor Marius Pontmercy!
El cabriolé así interpelado se detuvo.
El joven, que también parecía muy ensimismado, alzó la vista.
—¿Qué sucede? —dijo.
—¿Es usted Marius Pontmercy?
—Desde luego.
—Lo estaba buscando —siguió diciendo Laigle de Meaux.
—¿Cómo es eso? —preguntó Marius; pues era él, efectivamente, que se iba de casa de su abuelo y tenía ante los ojos una cara que veía por primera vez—. Yo no lo conozco a usted.
—Yo tampoco lo conozco —contestó Laigle.
Marius pensó que se había encontrado con un gracioso y que iban a intentar tomarle el pelo en plena calle. No estaba de buen humor en aquellos momentos. Frunció el entrecejo. Laigle de Meaux, imperturbable, añadió:
—No vino usted anteayer a la facultad.
—Es posible.
—Es seguro.
—¿Es usted estudiante? —preguntó Marius.
—Sí, caballero. Igual que usted. Anteayer entré en la facultad por casualidad. Ya sabe, a veces se le ocurren a uno ideas peregrinas. El profesor estaba pasando lista. No ignora usted lo ridículos que se ponen en esos casos. La tercera vez que no contesta alguien al pasar lista lo dan de baja. Sesenta francos que se van al infierno.
Marius estaba empezando a atender. Laigle prosiguió:
—Era Blondeau el que estaba pasando lista. Ya conoce a Blondeau; tiene una nariz muy puntiaguda y muy maliciosa a la que le encanta olerse quién falta a clase. Empezó, el muy taimado, por la letra P. Yo no atendía, porque no tengo nada que ver con esa letra. La lista no iba mal. Ninguna baja; el universo entero estaba presente. Blondeau estaba triste. Me decía yo para mi capote: «Blondeau, amor mío, hoy no vas a poder ejecutar a nadie». De pronto, Blondeau dice: . Nadie responde. Blondeau, esperanzadísimo, repite más alto: Y coge la pluma. Yo tengo entrañas, caballero. Me dije a toda prisa: «Aquí tenemos a un buen muchacho al que van a dar de baja. Ojo. Es un auténtico vividor y no es puntual. No es un buen alumno. No es un cachazudo, ni un estudiante que estudia, ni un mozalbete pedante muy impuesto en ciencias, letras, teología y sapiencia, uno de esos pazguatos que van hechos un figurín y además son un figurón. Es un perezoso honorable que anda por ahí perdiendo el tiempo, aficionado al asueto, amigo de frecuentar a las modistillas, que corteja a las mujeres guapas, que a lo menor está ahora mismo en casa de mi amante. ¡Hay que salvarlo! ¡Muera Blondeau!». En ese mismo momento, Blondeau mojó en la tinta la pluma, negra de tanto tachar, paseó la mirada feroz por el auditorio y repitió por tercera vez: Contesté: Y se libró usted de que lo dieran de baja.
—¡Señor mío…! —dijo Marius.
—Y me dieron de baja a mí —añadió Laigle de Meaux.
—No lo acabo de entender —dijo Marius.
Laigle prosiguió:
—Nada más sencillo. Yo estaba cerca de la mesa del profesor para contestar y cerca de la puerta para salir por pies. Y el profesor me miraba con bastante fijeza. De pronto, Blondeau, cuya nariz bien vale una mesa, como decía Enrique IV, salta a la L. La L es mi letra. Soy de Meaux y me llamo Lesgle.
—¡L’Aigle! —interrumpió Marius—. ¡Qué apellido tan hermoso!
—Señor mío, Blondeau llega a este apellido tan hermoso y grita: Contesto: Entonces Blondeau me mira con la dulzura de un tigre, sonríe y me dice: «Si es usted Pontmercy, no es Laigle». Frase que podría haber parecido ofensiva para usted, porque sería como decirle que no lo considera ni mucho menos un águila, pero que en realidad sólo era lúgubre para mí. Dicho lo cual, me dio de baja.
Marius exclamó:
—Caballero, estoy muy contrito…
—Antes de nada —interrumpió Laigle—, pido venia para embalsamar a Blondeau en unas cuantas frases elogiosas muy sentidas. Lo imagino muerto. No habría que modificar gran cosa ni da su delgadez, ni da su palidez, ni da su gelidez ni da su fetidez. Y digo: . Aquí yace Blondeau la Nariz, Blondeau Nasica, el buey de la disciplina, el moloso del castigo, el ángel que pasa lista, que fue recto, cuadrado, exacto, rígido, honrado y repulsivo. Dios lo dio de baja como él me dio de baja a mí.
Marius siguió diciendo:
—Estoy consternado…
—Joven —dijo Laigle de Meaux—, que le sirva esto de lección. A partir de ahora sea puntual.
—Le presento miles de sinceras disculpas.
—No vuelva a exponerse a que den de baja al prójimo.
—Estoy disgustadísimo…
Laigle se echó a reír.
—Y yo estoy encantado. Estaba en camino de convertirme en abogado. Esta baja me salva. Renuncio a triunfar en los tribunales. Ni defenderé a la viuda ni atacaré al huérfano. Ni más toga ni más pasantías. Ya estoy dado de baja. Y se lo debo a usted, señor Pontmercy. Tengo la intención de hacerle una visita formal para agradecérselo. ¿Dónde vive?
—En este cabriolé —dijo Marius.
—Síntoma de opulencia —respondió Laigle muy tranquilo—. Enhorabuena. El alquiler le costará nueve mil francos al año.
En ese momento salía del café Courfeyrac.
Marius sonrió con tristeza.
—Llevo con este alquiler dos horas y aspiro a dejarlo; pero el caso es que no sé adónde ir.
—Caballero —dijo Courfeyrac—, venga a mi casa.
—Debería tener preferencia —comentó Laigle—, pero es que no tengo casa.
—Calla, Bossuet —contestó Courfeyrac.
—Bossuet —dijo Marius—. Pero si creía que se llamaba Laigle.
—De Meaux —contestó Laigle—; y, recurriendo a la metáfora: Bossuet.
Courfeyrac subió al cabriolé.
—Cochero —dijo—, al hotel de la Porte de Saint-Jacques.
Y esa misma noche, Marius ya estaba acomodado en una habitación del hotel de la Porte de Saint-Jacques, junto a Courfeyrac.