Los miserables

Ecce París, ecce homo

X

Por resumirlo más aún, el golfillo de París es hoy en día lo que fue antaño el de Roma, es el pueblo niño que lleva en la frente la arruga del mundo viejo.

El golfillo es una gracia que se le concede a una nación y, al tiempo, es una enfermedad. Una enfermedad que hay que curar. ¿Cómo? Con la luz.

La luz sanea.

La luz enciende.

Todas las irradiaciones sociales generosas salen de la ciencia, de las letras, de las artes, de la enseñanza. Haced hombres, haced hombres. Iluminadlos para que os den calor. Antes o después, la espléndida cuestión de la instrucción universal se planteará con la irresistible autoridad de la verdad absoluta; y entonces quienes gobiernen bajo la vigilancia del pensamiento francés tendrán que hacer la siguiente elección: los hijos de Francia o los golfillos de París; llamas en la luz o fuegos fatuos en las tinieblas.

El golfillo es la expresión de París y París es la expresión del mundo.

Porque París es una totalidad. París es el techo del género humano. Toda esta ciudad prodigiosa es un compendio de las costumbres muertas y de las costumbres vivas. Quien ve París cree ver el envés de toda la historia, con cielo y constelaciones en los intervalos. París tiene un Capitolio, la Casa de la Villa; un Partenón, Notre-Dame; un monte Aventino, el barrio de Saint-Antoine; un Asinario, la Sorbona; un Panteón, el Panthéon; una Vía Sacra, el bulevar de Les Italiens; una Torre de los Vientos, la opinión: y, para sustituir a las Gemonias, tiene el ridículo. Su es el el presumido; su es el el arrabalero; su es el el soguero del mercado de abastos; su es el el haragán; su es el el elegante de barrio. Todo lo que esté en otro lugar está en París. La verdulera de Dumarsais puede dialogar con la vendedora de hierbas de Eurípides; el discóbolo Veiano renace en el funámbulo Forioso; Therapontigonus, el soldado fanfarrón, podría ir del brazo del granadero Valdeboncœur; Damasipo, el coleccionista de antigüedades, se sentiría a gusto entre los prenderos; Vincennes detendría a Sócrates y también el Ágora encarcelaría a Diderot: Grimod de la Reynière inventó el rosbif al sebo como Curtilo inventó el erizo asado; vemos aparecer debajo del globo del arco de L’Étoile el trapecio de Plauto; el tragasables del Pecile a quien conocía Apuleyo es el tragasables del Pont-Neuf; el sobrino de Rameau y Curculio hacen buena pareja; Ergasilo le pediría a D’Aigrefeuille que lo presentase para que lo recibiera Cambacérès; los cuatro currutacos de Roma, Alcesimarco, Fedromo, Diábolo y Argiripo, vienen del desfile de carnaval de La Courtille en la silla de posta de Labatut; Aulo Gelio no le hacía más caso a Congrio que Charles Nodier a Polichinela; Marton no es una tigresa, pero Pardalisca no era un dragón; Pantolabo, el truhán, se burla en el Café Anglais de Nomentano, el vividor; Hermógenes es tenor en Les Champs-Élysées y, junto a él, Trasio, el pordiosero, disfrazado de Bobèche, pasa el platillo; el importuno que te detiene en Les Tuileries agarrándote por el botón del frac te obliga a repetir, dos mil años después de la increpación de Tesprión: El vino de Suresnes es una parodia del vino de Alba; la copa llena hasta arriba de Désaugiers hace juego con esa otra copa, grande, de Balatrón; del Père-Lachaise brotan cuando llueve de noche los mismos fulgores nocturnos que en las Esquilinas, y la fosa del pobre, comprada por cinco años, equivale al ataúd alquilado del esclavo.

Busque el lector algo de lo que París carezca. En la cubeta de Trofonio no hay nada que no esté en la bañera de Mesmer; Ergafilas resucita en Cagliostro; el brahmán Vasaphanta se reencarna en el conde de Saint-Germain; en el cementerio de Saint-Médard ocurren milagros tan buenos como en la mezquita de los Omeyas de Damasco.

París cuenta con un Esopo, que es Mayeux; y con una Canidia, que es la señorita Lenormand. Se espanta igual que Delfos ante las realidades fulgurantes de la visión; dan vueltas aquí los veladores como en Dodona los trípodes. Sienta en un trono a las modistillas igual que Roma sienta a las cortesanas; y, en resumidas cuentas, aunque Luis XV sea peor que Claudio, la señora Dubarry es preferible a Mesalina. París combina en un individuo inaudito que vivió y con el que nos codeamos la desnudez griega, la úlcera hebraica y los chistes gascones. Hace una mezcla de Diógenes, Job y el Payaso, viste un espectro con números atrasados de y el resultado es Chodruc Duclos.

Aunque Plutarco dice: Roma, tanto con Sila como con Domiciano, se resignaba y aguaba el vino con frecuencia. El Tíber era un Leteo si nos fiamos de la alabanza un tanto doctrinaria de Vario Vibisco: . París bebe un millón de litros de agua diarios, pero no le impide, cuando se tercia, tocar a generala y a rebato.

Dicho esto, París es campechano. Lo acepta todo tan tranquilo; no es exigente en lo referido a Venus; su calipigia es hotentote; si ríe, concede una amnistía; la fealdad le hace gracia; con la deformidad se muere de risa, el vicio lo entretiene; si eres pícaro, podrás ser un pícaro; ni siquiera lo subleva la hipocresía, ese cinismo supremo; es tan literario que no se tapa la nariz ante Don Basilio, ni lo escandaliza Tartufo cuando reza ni tampoco lo disgusta el «hipo» de Príapo. No le falta al perfil de París rasgo alguno del rostro universal. El baile Mabille no es la danza polimniana del Janículo, pero la vendedora de artículos de tocador y adornos de segunda mano mira con tierno interés a la loreta exactamente igual que la alcahueta Esáfila acechaba a la virgen Planesio. El portillo de Le Combat no es un Coliseo, pero son allí tan feroces como si tuvieran a César de espectador. La tabernera siria tiene más encanto que la hostelera Saguet, pero, si bien Virgilio frecuentaba la taberna romana, David d’Angers, Balzac y Charlet se sentaron en el figón parisino. París reina. Los genios resplandecen, los cómicos prosperan. Adonai pasa en su carro de doce ruedas de trueno y relámpagos; Sileno entra en la ciudad subido en su borrico. En vez de Sileno, léase Ramponneau.

París es sinónimo de Cosmos. París es Atenas, Roma, Síbaris, Jerusalén, Pantin. Ahí están todas las civilizaciones compendiadas, todas las barbaries también. A París lo contrariaría mucho no tener una guillotina.

Es buena una dosis de plaza de Grève. ¿Qué sería de esa fiesta eterna sin tal aliño? Nuestras leyes han proveído sabiamente y, gracias a ellas, esa cuchilla gotea sobre este martes de carnaval.

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