Los miserables

La situación se agrava

VII

La situación se agrava

Llegaba el día a toda prisa. Pero ni se abría ninguna ventana ni se entornaba ninguna puerta; era el alba, pero no era el despertar. Las tropas se habían retirado del final de la calle de la Chanvrerie, como ya hemos dicho; la calle parecía despejada y se abría ante los transeúntes con una tranquilidad siniestra. La calle de Saint Denis estaba tan callada como la avenida de las Esfinges de Tebas. Ni un ser viviente en las glorietas, que un reflejo de sol blanqueaba. Nada más lúgubre que esa claridad en aquellas calles desiertas.

No se veía nada, pero se oía algo. Había a cierta distancia un movimiento misterioso. Estaba claro que se acercaba el instante crítico. Los vigías se replegaron, como habían hecho la víspera por la noche; pero esta vez se replegaron todos.

La barricada era más fuerte que durante el primer ataque. Después de irse los cinco hombres, la habían hecho aún más alta.

Atendiendo a la opinión del vigía que había estado observando la zona del Mercado Central, Enjolras, por temor a que los sorprendieran por la espalda, tomó una decisión transcendente. Mandó cerrar el estrecho pasadizo de la callejuela de Mondétour, que seguía libre hasta entonces. Para hacerlo levantaron los adoquines de unas cuantas manzanas más. Así la barricada tenía unas tapias que la aislaban de tres calles: por delante, la calle de la Chanvrerie; a la izquierda, la calle de Le Cygne y La Petite-Truanderie; a la derecha, la calle de Mondétour, y era casi inexpugnable, pero cierto es que los de dentro quedaban fatalmente encerrados. Tenía tres frentes, pero ya no tenía salida.

—Fortaleza, sí; pero también ratonera —dijo Courfeyrac riéndose.

Enjolras mandó amontonar junto a la puerta de la taberna alrededor de treinta adoquines, «que habían sobrado», decía Bossuet.

Por la parte de la que debía llegar el ataque había ahora un silencio tan profundo que Enjolras dispuso que todo el mundo volviera a los puestos de combate.

Les dieron a todos una ración de aguardiente.

No hay nada más curioso que una barricada que se prepara para un asalto. Todos eligen el sitio como quien va a presenciar un espectáculo. Unos se arriman de costado, otros se ponen de codos, otros se parapetan. Algunos se hacen cubículos con adoquines, Que hay un rincón molesto, se apartan de él. Que hay un resalto que puede servir de protección, se refugian en él. Los zurdos son elementos de gran valor; ocupan los puestos que les resultan incómodos a los demás. Muchos se las ingenian para luchar sentados. Hay un deseo de matar a gusto y morir con comodidad. En la funesta guerra de junio de 1848, un insurrecto que tenía una puntería temible y peleaba desde una azotea, en lo alto de un tejado, pidió que le llevasen un sillón Voltaire; una descarga de metralla lo encontró allí sentado.

En cuanto el jefe ordena el zafarrancho de combate, cesan cualesquiera movimientos desordenados; ya no hay roces, ni camarillas, ni apartes; nadie va ya por su cuenta; los pensamientos de todas las mentes convergen y se convierten en espera del asaltante. Una barricada antes del peligro es un caos; en el peligro es disciplina. El peligro impone orden.

En cuanto Enjolras cogió su carabina de dos tiros y se colocó en una especie de almena que había reservado para sí, todos callaron. Un chisporroteo de ruidos menudos retumbó confusamente a lo largo de la muralla de adoquines. Era que estaban armando los fusiles.

Por lo demás, los comportamientos eran más altaneros y más confiados que nunca; el exceso de sacrificio reafirma; no tenían ya esperanza, pero tenían desesperación. La desesperación es el arma definitiva que a veces lleva a la victoria; lo dijo Virgilio. Los recursos supremos nacen de las resoluciones extremas. Hay veces en que embarcarse en la muerte es la forma de librarse del naufragio; y la tapa del ataúd se convierte en tabla de salvación.

Igual que la víspera por la noche, todos tenían la atención puesta, y casi podríamos decir afincada, en el extremo de la calle, que ahora estaba iluminado y visible.

La espera no fue larga. Comenzó a notarse con claridad un bullicio por la zona de Saint-Leu, pero no tenía que ver con los movimientos del primer ataque. Un chapoteo de cadenas, los tumbos intranquilizadores de una mole, un entrechocar de bronce que fuese a brincos por el empedrado, algo parecido a un estrépito solemne anunciaron que se acercaba algún siniestro artefacto metálico. Se les sobresaltaron las entrañas a aquellas calles viejas y tranquilas, trazadas para la circulación fecunda de los intereses y de las ideas y que no se hicieron para que rodasen por ellas las ruedas monstruosas de la guerra.

Se tornó feroz la fijeza de las pupilas de todos los combatientes, clavadas en el extremo de la calle.

Apareció una pieza de artillería.

Los artilleros iban empujando el cañón; iba montado en las muñoneras y le habían quitado el avantrén; dos de ellos agarraban la cureña, y otros cuatro empujaban las ruedas; otros más los seguían con la caja de municiones. Se veía el humo de la mecha encendida.

—¡Fuego! —gritó Enjolras.

Toda la barricada disparó; la detonación fue tremenda; una avalancha de humo tapó y difuminó la pieza y a los hombres; pasados unos pocos segundos, se disipó la nube y volvieron a verse los hombres: los servidores de la pieza estaban acabando de llevarla rodando ante la barricada, despacio, correctamente y sin apresurarse. Ni uno de ellos estaba herido. Luego, el jefe de la pieza, haciendo fuerza en la culata para elevar la trayectoria del tiro, se puso a apuntar el cañón con la seriedad de un astrónomo que apunta con el catalejo.

—¡Bien por los cañoneros! —gritó Bossuet.

Y toda la barricada aplaudió.

Poco después, firmemente apostada en el centro de la calle, a caballo en el arroyo, la pieza estaba ya colocada en batería. Unas fauces tremendas se abrían frente a la barricada.

—¡Venga, alegría! —dijo Courfeyrac—. Aquí llega el tormento. Después de la toba, el puñetazo. El ejército saca la pataza. La barricada se va a llevar un buen tantarantán. El tiroteo palpa, el cañón agarra.

—Es una pieza de ocho, un modelo nuevo de bronce —añadió Combeferre—. Esas piezas, a poco que se sobrepase la proporción de diez partes de estaño por cien de cobre, tienen tendencia a estallar. El exceso de estaño les quita dureza. Y el resultado es que tienen escarabajos en el oído. Para obviar ese peligro y poder forzar la carga, a lo mejor habría que volver al procedimiento del siglo , a los flejes, y ceñir por fuera la pieza con una serie de anillos de hierro sin soldar, desde la culata hasta el muñón. Mientras llega ese momento, van remediando el defecto como pueden; consiguen ver dónde están los escarabajos en el oído de un cañón con el gato. Pero hay un sistema mejor, que es el topo de Gribeauval.

—En el siglo —comentó Bossuet— rayaban los cañones.

—Sí —contestó Combeferre—, así aumenta la potencia balística, pero disminuye la precisión del disparo. En el tiro a corta distancia, la trayectoria no es ya tan fija como sería de desear, la parábola es exagerada, el camino que sigue el proyectil no es ya lo bastante recto para que pueda atinar en los objetos intermedios, lo que es, sin embargo, en el combate una necesidad cuya importancia crece con la proximidad del enemigo y la precipitación en los disparos. Esa falta de tensión de la curva del proyectil en los cañones rayados del siglo se debía a la escasez de la carga: las cargas escasas se las imponen a ese tipo de artefactos las necesidades de balística, tales como, por ejemplo, la conservación de las cureñas. En resumidas cuentas, el cañón, ese déspota, no puede hacer todo cuanto quiere; la fuerza es una gran debilidad. Una bala de cañón sólo recorre seiscientas leguas por hora; la luz recorre setenta mil leguas por segundo. Ésa es la superioridad de Jesucristo sobre Napoleón.

—Volved a cargar las armas —dijo Enjolras.

¿Cómo iba a portarse ante la bala de cañón el revestimiento de la barricada? ¿Abriría el impacto una brecha? Tal era la cuestión. Mientras los insurrectos volvían a cargar los fusiles, los artilleros cargaban el cañón.

En el reducto reinaba una gran ansiedad.

Dispararon, retumbó la detonación.

—¡Presente! —gritó una voz alegre.

Al mismo tiempo que caía la bala en la barricada, cayó Gavroche dentro de la barricada.

Llegaba por la parte de la calle de Le Cygne y había salvado ágilmente la barricada aneja, cuya parte frontal daba al dédalo de La Petite-Truanderie.

Gavroche causó mayor impresión en la barricada que la bala de cañón.

La bala se había perdido entre el revoltillo de escombros. Lo más que había roto era una rueda del ómnibus, y había acabado con el carretón viejo de Anceau. En vista de lo cual, la barricada se echó a reír.

—¡Seguid! —les gritó Bossuet a los artilleros.

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