Los miserables

Triunfo de la señora Victurnien

IX

Triunfo de la señora victurnien

La viuda del monje había valido, pues, para algo.

Por lo demás, el señor Madeleine no se había enterado de nada. Fue una de esas combinaciones de circunstancias que tanto abundan en la vida. El señor Madeleine tenía por costumbre no entrar casi nunca en el taller de las mujeres. Había puesto al frente de ese taller a una solterona que le había recomendado el párroco; y tenía plena confianza en aquella vigilante, una persona de lo más respetable, de carácter firme, equitativa, íntegra, rebosante de esa caridad que consiste en dar, pero que no contaba, en igual grado, con la caridad que consiste en entender y perdonar. El señor Madeleine le tenía encomendado todo. A los mejores hombres no les queda con frecuencia más remedio que delegar su autoridad. Fue con esos plenos poderes y con el convencimiento de que estaba obrando bien como instruyó el juicio la vigilante, juzgó a Fantine, la condenó y la ejecutó.

En cuanto a los cincuenta francos, los cogió, para dárselos, de una cantidad que ponía a su disposición el señor Madeleine para limosnas y socorros a sus obreras y de la que no tenía que rendir cuentas.

Fantine intentó colocarse de sirvienta en la comarca; fue de casa en casa. Nadie la quiso. No había podido irse de la ciudad. El prendero a quien le debía los muebles, ¡y qué muebles!, le había dicho: «Si se marcha, hago que la detengan por ladrona». El casero, al que le debía el alquiler, le dijo: «Es usted joven y bonita; puede pagar». Repartió los cincuenta francos entre el casero y el prendero, devolvió al tendero las tres cuartas partes de los muebles, se quedó sólo con lo indispensable y se encontró sin trabajo, sin oficio, sin más posesión que la cama y con una deuda, todavía, de alrededor de cien francos.

Se puso a hacer camisas bastas para los soldados de la guarnición y ganaba sesenta céntimos diarios. Su hija le constaba cincuenta. Fue entonces cuando empezó a pagar con irregularidad a los Thénardier.

Hubo una anciana, que le encendía su vela cuando Fantine volvía por las noches y que le enseñó el arte de vivir en la miseria. Más allá de vivir con poco está vivir con nada. Son dos habitaciones; la primera es oscura, la segunda es negra.

Fantine aprendió cómo prescindir por completo de fuego todo el invierno; cómo se renuncia a un pájaro que se come cada dos días un céntimo de mijo; cómo se usa la enagua de manta y la manta de enagua, cómo se gasta menos en velas cenando con la luz de la ventana de enfrente. Ignoramos todo lo que algunos seres débiles, que envejecieron míseros y honrados, saben sacarles a cinco céntimos. Acaba por convertirse en un talento. Fantine adquirió ese sublime talento y recobró cierto coraje.

Por aquella época, le decía a una vecina: «Bueno, me digo que si duermo nada más cinco horas y me paso todo el resto del tiempo cosiendo, podré ganar más o menos para pan. Y, además, cuando una está triste, come menos, Así que con los sufrimientos y las preocupaciones, un poco de pan por acá y unas penas por allá, ya me iré alimentando».

En aquel estado de desvalimiento, tener consigo a la niña habría sido una felicidad excepcional. Pensó en traérsela. Pero ¡cómo iba a hacer que compartiera su indigencia! ¡Y, además, les debía dinero a los Thénardier! ¿Cómo saldar la deuda? ¡Y el viaje! ¿Cómo lo iba a pagar?

La vieja que le había dado lo que podríamos llamar clases de vida menesterosa era una solterona, toda una santa, que se llamaba Marguerite, piadosa con piedad verdadera, pobre y caritativa con los pobres e incluso con los ricos, que apenas si sabía escribir para poder firmar , y que creía en Dios, que es en lo que consiste la ciencia.

Abajo hay muchas virtudes así; algún día estarán arriba. Esa vida tiene un mañana.

Al principio, Fantine estaba tan avergonzada que no se atrevía a salir.

En cuanto pisaba la calle, intuía que la gente se volvía y que la señalaba con el dedo; todo el mundo la miraba y nadie la saludaba; el desprecio agrio y helado de los transeúntes se le metía en la carne y en el alma como un cierzo.

En las ciudades pequeñas, es como si una desventurada estuviera en cueros ante el sarcasmo y la curiosidad de todos. En París, por lo menos, nadie conoce a nadie, y esa oscuridad es una prenda de ropa. ¡Ay, cuánto le habría gustado irse a París! Imposible.

No le quedó más remedio que acostumbrarse a la falta de consideración, de la misma forma que se había acostumbrado a la indigencia. Poco a poco se fue haciendo a la idea. Pasados dos o tres meses, se quitó la vergüenza de encima y empezó a salir como si tal cosa. «Me da lo mismo», dijo. Fue y volvió con la cabeza alta, con una sonrisa amarga, y notó que se estaba convirtiendo en una descarada.

La señora Victurnien la veía pasar, a veces, por la ventana, y se fijaba en el desvalimiento de «aquella cualquiera», a quien «habían puesto en su sitio» gracias a ella; y se congratulaba. La felicidad de los malos es negra.

El exceso de trabajo cansaba a Fantine, y la tosecilla seca que solía tener fue a más. A veces, le decía a la vecina: «Toque, mire qué calientes tengo las manos».

Pero por las mañanas, cuando se peinaba con un peine viejo y roto la cascada de la hermosa melena, que caía como una seda lasa, por un momento era presumida y feliz.

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