Los miserables

Los artilleros consiguen que los tomen en serio

VIII

Los artilleros consiguen que los tomen en serio

Todos rodearon a Gavroche.

Pero no le dio tiempo a contar nada. Marius, tembloroso, se lo llevó aparte.

—¿Tú qué vienes a hacer aquí?

—¡Anda! —dijo el niño—. ¿Y usted?

Y se quedó mirando fijamente a Marius con su desparpajo épico. La luz altanera que llevaba en la mirada le hacía parecer los ojos más grandes.

Marius siguió diciendo con tono severo:

—¿Quién te dijo que volvieras? Por lo menos habrás llevado la carta a la dirección que te di.

Gavroche no dejaba de sentir ciertos remordimientos en lo referido a esa carta. Con la prisa que tenía por volver a la barricada, se la había quitado de encima en cuanto había podido. No le quedaba más remedio que confesarse a sí mismo que la había puesto un tanto alegremente en manos de aquel desconocido cuya cara ni siquiera había podido ver. Cierto que aquel hombre iba con la cabeza al aire, pero con eso no bastaba. En resumidas cuentas, se echaba en cara en su fuero interno unas cuantas cosas al respecto y temía que Marius le hiciera reproches. Para salir del paso, se acogió al procedimiento más sencillo: mintió como un bellaco.

—Ciudadano, le entregué la carta al portero. La señora estaba durmiendo. Le darán la carta cuando se despierte.

Al enviar aquella carta, Marius pretendía dos cosas: decirle adiós a Cosette y salvar a Gavroche. Tuvo que conformarse con la mitad de sus deseos.

El envío de la carta y la presencia del señor Fauchelevent en la barricada: se le vino al pensamiento esa coincidencia. Le indicó al señor Fauchelevent a Gavroche.

—¿Conoces a ese hombre?

—No —dijo Gavroche.

Efectivamente, como acabamos de recordarlo, Gavroche sólo había visto a Jean Valjean de noche.

Las conjeturas confusas y enfermizas que había esbozado la mente de Marius se disiparon. ¿Sabía algo acaso de las opiniones del señor Fauchelevent? A lo mejor el señor Fauchelevent era republicano, y de ahí, sin más, aquella presencia suya en el combate.

Entretanto, Gavroche ya estaba en la otra punta de la barricada, gritando: «¡Mi fusil!».

Courfeyrac mandó que se lo devolvieran.

Gavroche avisó a «los compañeros», como los llamaba él, de que la barricada estaba bloqueada. A él le había costado mucho llegar. Un batallón de infantería de línea, cuyos pabellones estaban en La Petite-Truanderie, vigilaba por el lado de la calle de Le Cygne; por el lado opuesto, la guardia municipal tenía tomada la calle de Les Prêcheurs. Enfrente, tenían al grueso del ejército.

Tras dar esas informaciones. Gavroche añadió:

—Os autorizo a darles una paliza infame.

En tanto, Enjolras estaba al acecho, aguzando el oído en su almena.

Los asaltantes, que, por lo visto, no habían quedado satisfechos con la bala de cañón disparada, no habían vuelto a disparar.

Una compañía de infantería de línea había acudido para ocupar la extremidad de la calle, en retaguardia de la pieza. Los soldados estaban levantando el adoquinado de la calzada y construyendo con los adoquines un murete de poca altura, algo así como un parapeto que no tenía más de dieciocho pulgadas de alto y estaba encarado a la barricada. En la esquina de la izquierda de aquel parapeto se veía la cabeza de columna de un batallón de los arrabales que estaba concentrado en la calle de Saint-Denis.

A Enjolras, que montaba vigilancia, le pareció oír ese ruido peculiar que suena cuando sacan de los cajones de munición los botes de metralla y vio que el jefe de la pieza rectificaba el punto de mira y giraba levemente la boca del cañón hacia la izquierda. Luego los cañoneros empezaron a cargar la pieza. El propio jefe de la pieza agarró el botafuego y lo acercó al oído del cañón.

—¡Bajad la cabeza! ¡Volved al muro! —gritó Enjolras—. ¡Y todos de rodillas pegados a la barricada!

Los insurrectos, desperdigados ante la taberna y que habían dejado el puesto de combate al llegar Gavroche, se abalanzaron, revueltos, hacia la barricada; pero antes de que cumplieran la orden de Enjolras, llegó la descarga, con el estertor espantoso de un disparo de metralla. Pues eso era.

La carga iba dirigida a la abertura del reducto; había rebotado en la pared y de resultas de ese rebote espantoso había dos muertos y tres heridos.

Si las cosas seguían así, la barricada no podría resistir. La metralla entraba.

Hubo un murmullo de consternación.

—Impidamos que vuelvan a disparar —dijo Enjolras.

Y, bajando la carabina, apuntó al jefe de la pieza que, en aquel momento, inclinado sobre la culata del cañón, estaba rectificando el punto de mira y determinándolo definitivamente.

Ese jefe de pieza era un sargento de cañoneros apuesto, muy joven, rubio, de expresión dulce, con el aspecto inteligente que corresponde a esa arma predestinada y temible que, a fuerza de perfeccionarse en el espanto, acabará por matar la guerra.

Combeferre, de pie junto a Enjolras, miraba al joven aquel.

—¡Qué lástima! —dijo Combeferre—. ¡Qué odiosas son estas carnicerías! Vamos, cuando ya no haya reyes, no habrá guerras. Enjolras, estás apuntando a ese sargento y no lo miras. Pues es un muchacho encantador, ¿sabes?, e intrépido. Se le nota en que está pensando, esos jóvenes del cuerpo de artillería son gente muy instruida; tiene un padre, una madre, una familia; seguramente estará enamorado; no pasa de los veinticinco años. Podría ser hermano tuyo.

—Lo es —dijo Enjolras.

—Sí —dijo Combeferre—, y mío también. Bueno, pues no lo matemos.

—Déjame. Lo que hay que hacer, hay que hacerlo.

Y a Enjolras le corrió despacio una lágrima por la mejilla de mármol.

Al tiempo, apretó el gatillo de la carabina. Brotó el relámpago. El artillero dio dos vueltas, con los brazos estirados hacia adelante y la cabeza erguida como para tomar aire; se desplomó luego en el costado de la pieza y allí se quedó quieto. Se le veía la espalda, de cuyo centro salía, recto, un chorro de sangre. La bala le había atravesado el pecho de parte a parte. Estaba muerto.

Tuvieron que llevárselo y sustituirlo. Y así, efectivamente, se ganaban unos minutos.

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